Ss EL ILUSTRE DOCTOR MATHEUS. -
- los cristales del comedor aparecían negros, y ya
no se oía el menor ruido fuera.
La Windling tomó el quinqué, mandó á Sofra-
-yel echar los cerrojos, y rogó á Matheus le hicie-
ra el favor de seguirla.
' Después de atravesar varios departamentos, su-
bieron la escalera que se hacía detrás de la coci-
na, y Matheus se vió obligado á confesar el órden
y bien entendida economía que reinaba en toda
la casa: los corredores se hallaban llenos de ar-
marjios, que la señora Catalina había mandado
abrir, y en los cuales se veían altas pilas de ropa
blanca cuidadosamente plegada, manteles con
franja encarnada, servilletas de cáñamo y. lino.
Más allá, se veía en grandes montones el grano,
expuesto al aire para que se secase: aquí la alfal-
fa, el calzo y el trébol; allí la avena, el trigo y la
cebada; aquello era un verdadero granero de
abundancia. NA
Por último la Windling le condujo á una espa-
ciosa sala decentemente amueblada, en la que
había dos cómodas cargadas de magníficas porce-
lanas de Luneville y de cristalerías de Walergs-
thal, y cama de pabellon más alto que la torre de
Babel, y dos espejitos de San Quírico.
La viuda lanzó á Matheus una postrera mira-
da, y apretándole la mano con aire tímido,
.—Dormid tranquilo, señor Doctor, le dijo ba-
jando los ojos, y no os atormenten malos sueños,
Luego sonrió y después de lanzar una intensa
mirada al buen hombre, se marchó, cerró la
puerta y volvió á bajar la escalera.
. Cucu Peter, como de costumbre, se había ido
á acostar en la troj.
vII.
" Aquella noche Frantz Matheus no pudo pegar
los ojos; lleno de noble entusiasmo, no hacía
más que revolverse en su lecho, ylanzar excla-
maciones de triunfo: su huída heróica: de Grau-
fthal, la milagrosa conversión de Cucu Peter, la
hospitalaria acogida de la Windling, le bullían
en la mente; no sentía, á fé, necesidad de dor-
mir; ántes al contrario, jamás su espíritu se ha-
bía. encontrado más vivo, más lúcido, más pene-
trante; pero el excesivo calor que sentía en la
cama le hacía sudar copiosamente, por cuya ra-
zón, aun no había amanecido cuando se vistió y
bajó silenciosamente al patio en busca de aire en
que poder respirar. Ur
No se oía el más leve rumor; el sol empezaba
á dorar las cumbres de las montañas vecinas;
calma profunda reinaba en la atmósfera. Ma-
theus, sentado sobre el brocal de la bodega, con-
templaba con mudo recogimiento el aspecto de
aquella vivienda rústica, y el reposo de la natu-
raleza. Sus espaciosos tejados cubiertos de mus-
go, sus altas paredes, sus sombrías bohardillas;
al fondo el posligo del jardin que miraba á la
campiña, donde empezaban á desvanecerse los
vapores nocturnos; las formas vagas, indecisas
de los árboles, entre el crepúspulo; todo convi-
daba y arrastraba al ilustre filósofo á los más
agradables ensueños, aro raaia
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Poco á poco el día avanza inundándolo todo con
su luz; después á lo lejos, muy lejos, Matheus oye
una alondra que canta; luego un gallo asoma la
cabeza por la ventanilla del gallinero, dá algunos
pasos, y desplega y sacude sus alas para saturarse
del ambiente fresco de la mañana, extremécese
su plumage, infla el cuello, levanta la cabeza y
lanza á los espacios un quigutriquí agudo, pene-
trante, prolongado, que se deja oir hasta en los
bosques vecinos. Los tímidos polluelos se aba-
lanzan al borde de la escalera, se llaman el uno
al otro, saltan de travesaño en travesaño, se
peinan y limpian con el pico cacareando y riendo
á su manera; desbándanse á lo largo de las ta-
pias y paredes, y se arrojan ligeros sobre_los gu-
sanillos y los insectos. Las palomas no tardan en
revolotear por el corral, Por fin los brillantes ra-
yos del sol penetran en los establos; una oveja
yanza un débil balido, las demás le contestan;
acércase el doctor al redil, y abre un postigo pa-
ra que el aire refresque los pulmones de aque-
llos animalejos,
Un espectáculo sorprendente, conmovió en
aquellos momentos el corazón de Matheus: el sol
penetraba en largas y brillantes madejas de oro,
en medio de las sombras vacilantes, hiriendo con
su resplandor los negros maderos, los aperos y
guarniciones colgados de las paredes y los pese-
bres repletos de forraje. Nada más tierno y sim-
pático que aquel cuadro: los corpulentos bueyes,
con los párpados medio cerrados, baja y pesada la
cabeza, las rodillas dobladas contra el pecho,
dormían todavía; pero la hermosa ternera blan-
ca, estaba completamente despierta y tenía su
tornasolado y húmedo hocico sobre las ancas de
de su madre, mirando de hito en hito al doctor
Matheus, como diciendo: «¿Qué buscará ese ani-
mal por esos sitios?» no le he visto jamás.
Estaba allí también el caballo de labranza,
lácio y abatido, lo que no impedía que de vez en
cuando cogiera un buen bocado de. trébol y lo
mascara por el amor de Dios; la cabrita se em-
pinaba para alcanzar la yerba del pesebre, toda-
vía fresca. Pero lo que, sobre todo, llamó la
atención del doctor fué el magnífico toro del
Glaan, el orgullo y la gloria de Catalina.
No podía dejar de admirar aquella cabeza ancha
y encrespada como copa de árbol añoso: aquellos
pitones lisos, torneados y puntiagudos como
chuzo de agrimensor; aquella papada que se des-
arrollaba desde el labio inferior hasta las ro-
dillas... ! :
—¡Oh noble y sublime animal: murmuraba el
doctor con acento conmovido: nunca podrás ima-
ginarte los profundos pensamientos que tu vista
me sugiere. No, tú no has alcanzado todavía el
desarrollo intelectual y moral que podría elevarte
á la altura de un sentimiento psicológico-ántropo-
zoológico; pero no por eso son tus formas ménos
maravillosas ni dejan de atestiguar por su conjun-
to armónico la grandeza de natura nuestra ma-
dre: porque á mí que no me vengan esos mate-.
rialistas, desprovistos de toda sana lógica y claro
razonamiento, con que un sér como tú eres haya
sido hecho en un día; millares. de siglos se ha-
brán necesitado para que hayas conseguido ese
grado de perfección estética. ¡Sí! la trasmisión
de la forma mineral á la vegetal y.de esta á la