Full text: Los dos hermanos

  
EL ILUSTRE DOCTOR MATHEUS. Et: 35 
elevo con corazón sincero. No es por nosotros 
solos por los que debemos dar las gracias, queri- 
dos amigos míos, sí que también por esa multitud 
deincomparables criaturas, venidas de tan leja- 
nas tierras con el fin laudable de rendirle ho- 
menaje. 
—Hans Aden, no esteis en pié, tomad esta ga- 
villa de paja. 
—Gracias, Cucu Peter, estoy perfectamente. 
La albarda de Schimel estaba apoyada contra 
la pared, y Peter á cada momento levantaba la 
tapadera para ver si el pequeñuelo dormía. 
Schimel y Bruno comían tranquilamente su 
pienso. i 
La llama proyectaba su movediza luz sobre los 
postes, las buhardillas, las carretas y las trepado- 
ras y sobre los mil y mil objetos confundidos en 
la sombra; y tiñendo con sus reflejos la cabeza 
tranquila y pensativa de Matheus, la dulce y 
hermosa cara de Teresa, ó la jovial fisonomía de 
Cucu Peter, imprimía á aquel cuadro un no sé 
qué bíblico. 
A las once, el ilustre doctor pidió permiso pa- 
ra dormir. Hans Aden, tendido á lo largo y con- 
tra la pared, había ya rato que lo hacía profunda- 
mente. Y como Teresa por su parte no tenía 
todavía sueño, ni Cucu Peter tampoco, continua- 
ron la conversación en voz baja 
Antes de dormirse, el doctor Matheus oyó la 
voz del vigilante que en medio del silencio canta- 
ba las once, y luego entreabrió los ojos y vió la 
sombra de las orejas de Schimel, que se rascaba 
contra la pared, y que á él le parecieron las alas 
de una ave nocturna. 
Las sirvientes de la Posada de las «Tres-Ro- 
sas», echaban la tranca y cerraban, mientras 
reían descompasadamente: estas fueron las últi- 
impresiones que el ilustre filósofo recibió aquella 
noche. 
p ón 
Apenas comenzó á descubrirse el día por los 
balcones del oriente, cuando el ruido de sonoras 
carcajadas vino á interrumpir y cortar el sueño 
de Frantz Malheus. 
—¡Mirad, mirad, señora Teresa, decía Peter 
autor del alboroto; mirad al picarillo! ¿Quién no 
querrá á un angelito como este? 
Frantz Matheus volvió la vista hácia el punto 
de donde salían estas exclamaciones, y vióá su 
discípulo cerca de una verja que daba al hostal 
de las Tres-Rosas, y por entre cuyos hierros pa- 
saban las ramas de un albaricoquero preñado de 
fruta. Cucu Peter tenía un albaricoque en la 
mano y lo presentaba al pequeñuelo, que seguía 
acostado en una de las seras de la albarda de 
Schimel; el niño alargaba las manecitas para co- 
gerlo, y el buen Peter lo acercaba ó retiraba, 
riéndose hasta escáparsele las lágrimas 
La señora Teresa, que no dejaba un instante de 
mirar cariñosamente á su hijo, parecía dichosa, 
si bien en su mirada llevaba impresa una vaga 
melancolía. Hans Aden, apoyado de codos contra 
la reja; observaba con gravedad el cuadro que se 
desplegaba á sus ojos mientras fumaba su pipa. 
Nada más delicioso que esta escena matinal; 
había tan franca espansión, tanta ternura y jovia- 
lidad en todo lo que Cucu Peter hacía y decía, 
que Frantz Matheus murmuraba: «¡Qué cara de 
honradez, vedlo como se divierte como un niño! 
¡Qué dichoso y feliz es! Seguramente es el mejor 
muchacho que he conocido. Lástima que sus ins- 
tintos sensuales y su amor desordenado por la 
carne le arrastren con frecuencia hasta más allá 
de los límites convenientes.» : 
Y esto pensando, el buen dector se sacudía la 
paja de sus vestidos, hecho lo cual y quitándose 
su sombrero de fieltro, saludó á sus compañeros 
y les dió los buenos días. 
La señora Teresa contestó con una inclinación 
de cabeza; pero Cucu Peter dijo alegre y gritando. 
—Maestro Fratnz, mirad qué niño tan precio- 
so. Si supierais lo que nos hace reir y gozar..... 
y, decidme, ¿á qué raza pertenece esta crialura? 
—Este niño pertenece á la familia de las alon- 
dras, respondió Frantz sin inmutarse ni vacilar. 
—¡A la familia de las alondras! exclamó Peter 
todo hueco y satisfecho; por mi vida, maestro, y 
no creais que es por adularos, pero creo que exis- 
ten poderosas razones ántropo-zoológicas que 
corroboran lo que decís. 
Hans Aden acababa en aquellos momentos su 
pipa, que se metió en el bolsillo, y dirigiéndose 
luego á su esposa, 
—Vamos, Teresa, la dijo; vamos, ya es tiempo 
de que nos dirijamosá la féria, pues más tarde 
no podrá transitarse por ella. 
—¿Os venís con nosotros, doctor? preguntó 
Peter al filósofo. 
—¿Qué duda cabe? ¿Donde está Bruno? 
—En la cuadra, pero no teneis necesidad de él: 
la señora Teresa quiere comprar infinidad de co- 
sas y para traerlas se lleva á Schimel, que á no 
ser por esto, se quedaría aquí. 
Esto bastó para convencer al doctor, y con sus 
compañeros se puso en marcha. 
Todas las calles estaban ya atestadas de gente: 
se había mandado retirar los carruajes y ganados 
de en medio de la vía pública; se habían adorna- 
do con guirnaldas las ventanas, y se esparcian 
flores por las calles, y en la plaza se había levan- 
tado un precioso altar; pero lo que más halagó al 
doctor fueron los perfumadas aromas que exha- 
laban las flores y yerbas que con profusión al- 
fombraban la calle y las ventanas. 
También le hacían tilín las muchachas con su 
toquilla y su jubón cuajado de brillantes lentejue- 
las, y no le desagradaban las viejas que adorna= 
ban con jarrones y candeleros el altar de la pla- 
za, y las cuales aun le parecían al doctor más 
ricamente engalanadas por cuanto llevaban el 
tradicional vestido de seda amarillo ó violeta con 
grandes flores y la cofia de brocado de oro, 
—Maestro Frantz, decía Cucu Peter, antaño se 
trabajaba mucho mejor que ahora; aun me acuer- 
do que mi madre poseía un vestido de su abuela, 
que todavía hoy está nuevo. Lo que ahora fabri- 
can en cuatro días se hace viejo. : 
-_—Excepto la verdad, amigo mío; la verdad es 
siempre jóven y hermosa. Lo que Pitágoras de- 
cía hace dos mil años, es tan cierto y tan verda- 
dero como si lo hubiera dicho ayer. 
 
	        
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