10 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—Yo, que lo he adivinado. Los ciegos, como no
podemos distraernos contemplando los objetos ex-
teriores, escuchamos con una atención profunda, y
en su acento de usted he conocido la desesperación
que envenena su alma.
Dolores inclinó con abatimiento la cabeza.
Isabel insistió entonces, diciendo:
—Confíe usted en nosotras, y dí ganos la desgra-
cia que la sucede, á ver si podemos remediarla.
Las penas, por grandes que sean, se aminoran
cuando se comunican á personas que saben dolerse
de ellas,
—¡Ah! ¿pero quién son ustedes que sin conocer-
me se interesan tanto por mí? ¡Mis pesares son de
esos que no tienen remedio ni consuelo!
Déjenme que busque en brazos de la muerte la
paz que tanto necesito.
Y aquella desdichada intentó dirigirse á uno de
los pretiles que daban al río, que encontrábase
muy crecido, contra lo que sucede de ordinario.
Al ver su resuelta actitud, Isabel la cerró el pa-
s0, diciéndola: : ;
—¡Desdichada! ¿Pretende usted borrar una falta
con un crimen?
¡Deténgase usted en nombre del cielo, en nom-
| bre de sus padres que, si viven, morirán de nor
al conocer su loca acción!
Oh!s sepan ustedes que la justicia me pr igue,
1e no tengo ya ni fuerzas para huir, 3 yde
¿Pero qué es lo que usted ha hecho?