LA CIEGA DEL MANZANARES. 997
—¡Adriana... Adriana!...—exclamó Roberto.—
Ven, amada mía, ven... ¡muero!... ven.
—¡Huyamos!—se dijo la princesa.
Y con sin igual ligereza se despojó de su traje,
que guardó cuidadosamente, y se vistió el de al-
deana, que tenía prevenido.
Después cogió el cofrecito y el saco de noche
con sus joyas, y sin dirigir siquiera una mirada al
conde, salió de aquella habitación á buen paso.
El conde lanzó un grito terrible, y con sus la-
bios secos y casi espirantes, murmuró estas pala-
bras, expresión de la última idea que lució sin
duda en su cerebro:
—¡Miserable! me engañaba...
Luego su cuerpo sufrió un nuevo estremecimien-
to, y quedó como muerto.