104 LA CIEGA DEL MANZANARES.
dir á Dios, como lo hacía, que llenase de bendicio-.
nes á los habitantes de aquella casa.
El diálogo prosiguió en estos términos:
—¿Y de qué medios te vas á valer para enseñar
ta marmota al respetable público? —pregunto León,
adoptando ese tono ampuloso y nasal que usan los.
titiriteros en las plazas.
—A ver qué te parece...
—Habla, vieja mía; creo que será dieno, como.
todo lo que tú proyectas. Tienes un caletre de pri-
mer orden.
—Ya sabes que yo raseueo la guitarra de cierto:
modo...
-—SÍ; para que cualquiera desee perder el oído.
—Pero que sirve para lo que intento; además,
no se trata de dar conciertos como los que da el
- bobalicón de tu hermano.
—¿Qué más?
—A la caída de la tarde, pertrechada con mi
guitarra, saldré á la calle en compañía de la cie-
- ga, la cual enternecerá al auditorio con coplas que
yo la apuntaré.
—¡Magnífico!
—Recorreremos los sitios más principales; la.
hermosura de la muchacha y su desgracia han de-
atraer gente.
—¡Desde luego!
—Cuando yo vea que en el corro hay alguno de
: esos camastrones, con buena cadena y buenos ani-
- Hos, de esos que andan siempre ú caza de gangas,