LA CIEGA DEL MANZANARES.
—¡Ay qué gracia!
Todo este ruido y esta animación distraía á la
joven, pues desde su arribo á Madrid había estado
encerrada en el chamizo del barranco, donde lle-
gaban apagados los rumores de aquel alegre y po-
puloso barrio.
Sin embargo, estaba triste, faltándola muy po-
co para llorar, porque aquella alegría indicaba
que las personas que pasaban á su lado eran di-
chosas. |
¿Por qué no había de tener ella motivos para
serlo también? i
¡Oh! Si los que la codeaban y la empujaban al
paso se hubieran penetrado de su situación, á buen
seguro que no la insultarían con las manifestacio-
nes de su regocijo.
La Tuerta de vez en cuando la dirigía ds pala-
bra para animarla.
—Vamos—la decía, —que donde yo te llevo vas
á recoger mucha guita... ¡verás cómo nOs regala-
mos! Al fin acabarás por acostumbr arte á esa vida
callejera. :
[e —¿Pero cuándo voy á «beber?... la sed me so-
Toca... |
—Ya beberás, lechuza.
Ambas desembocaron en la calle de Toledo por
la de los Estudios.
Al llegar poco antes de San Isidro, oyó Adela el
ruido de una fuente de vecindad. :
—¡Aquí hay agua! —exclamó gozosa.