DL LA CIEGA DEL MANZANARES.
la silla de posta, Zamarra lanzó un silbido y se
echó al camino, seguido de los ocho amigos.
—¡Alto!—gritó, una vez que estuvo en la carre-
tera.
Aquel grito fué contestado con una descarga
que hicieron los dos escopeteros que seguían al ca-
rruaje.
—;¡Fuego á ellos! —volvió á gritar Zamarra con
energía.
Los bandidos hicieron fuego sobre los escopete-
ros; pero no dieron en el blanco.
—¡A ver, al coche! ¡Ahí están los talegos! Co-
gedlos, y escapad. Lorenzo y yo 0s guardaremos
las espaldas. :
En este instante sintióse el ruido y campanillas
de una diligencia.
Todas las miradas buscaron en el fondo de la
carretera, y descubrieron dos luces.
-—¡Dáos prisa! ¡Ira de Dios! ¡Estamos perdidos!
La diligencia avanzaba.
Los escopeteros que custodiaban la silla de pos-
ta, al ver que les llegaba un inesperado auxilio,
se dieron prisa á cargar sus armas, é hicieron dos
nuevos disparos.
Al oir estas detonaciones cuatro soldados de ca-
ballería que escoltaban la diligencia, avanzaron
á galope hacia el sitio donde estaban Zamarra y
los suyos.
—¡Defendéos, muchachos! —gritó el asesino del
Manchego.-—Yo me encargo del dinero.