34 LA TIA EUSEBIA,
el estómago. ¿No tacuerdas daquel dia
caposté con mi primo el zapatero?.. ¡Va- |
ya un giíen hombre! ya se ha morío el
probecico diquiá tres años atras...
—¡Lafleur! ¡Jazmin! ¡Contois! ¡servid!
quitad todo eso.. ¡los postres!.. ¡vamos,
los postres! .. :
Por más que gritase la Tomasiniere,
no dejaba su madre de continuar su re-
lacion.
—Habeis de saber, hijos mios, que el
tal mi primo el zapatero era un comeor
de los giienos cabia en la tierra; era
un mozo con cabeza de melon, que os
despavilaba, con perdon de la compa- |
fifa, un pavo como nosotros nos traga-
mos un pajarillo; y por qué tanto no se
lantoja un dia echársela conmigo á quién |
más comia de un guisao de conejos ca-
bian hecho estas mesmas manos que sa
de comer la tierra. Pus como igo, yo, |
que no soy rana, cuando estábamos en
la metá, voy, ¡y zas! le igo que eran ga-
tos que yo mesma habia espellejao. Con
esas el gran bribon me hace el Júdas,
y entrega la carta, poniéndome el cuar-
to como chupa 6 dómine...
Las señoras no pudieron escuchar
mós; se levantaron de la mesa, y se
marcharon al salon. Mr. La Tomasinie-
re ya no sabía donde se encontraba, y
se ponia unas veces encarnado, y otras
amarillo y cárdeno. El sudor le corria
por la frente; y cambiando los objetos y
las cosas, se echó el vino en su plato, y
colocó en el vaso su tenedor.
Los hombres se reian con la mejor fe
del mundo, y Augusto era uno de tan-
tos, porque conocia que su amigo mere-
cia muy bien aquella leccioncita. Desti-
val se hallaba en sus glorias; sus ojos
brillaban de placer; los dirigia 4 todos
para inspirarles su buen humor; y des-
pues los fijaba en La Tomasinicre. En
cuanto al marqués de Cligneval, mira-
ba á su amigo con cierto ademan que
parecia decir: —En verdad que he puesto
de mi parte cuanto he podido; pero ya
lo ve usted; no hay medio de contenerla.
—¡Toma! y ¿porqué se largan todas
á un tiempo esas giienas hembras?—re-
puso la tia Lusebia :—¿van todas juntas
al comun como las inglesas?.. ¡Ay! ha-
cen como las gallinas en mi pueblo...
onde va una van todas las demás.
Encontrábase entre lareunion un poeta
novel, que habia compuesto unos versos
dedicados á Mad. La Tomasiniere, y que
sentia en extremo que la llegada de la
tia Ensebia haciendo desvanecer á Ata-
lía, y poniendo en fuga á las señoras, le
impidiese leer una produccion que, se-
gun afirmó, debia gustar extraordina-
riamente. lil jóven no pudo contener su
rabia por más tiempo; y, dirigiéndose á
la tia Eusebia, la dijo ceceando y arre-
glando el cuello de la camisa:
—Señora, usted es la causa de que hu-
yan de nosotros las gracias.
—¿Qué charlas tú, pardal?—repuso la
tia Eusebia, echándose de codos sobre
la mesa y apoyando las manos en sus
quijadas para mirar al poeta con más
descaro.
—Señora, —respondió el jóven, —digo
que las gracias se asustan Preto, y
que...
—¿Qué me cuentas á mí de tus gra-
cias? ¿y qué gracias son esas?.. porque
yo no te veo maldita.
—Señora, las gracias son las muje-
res... en pos de ellas vuelan los céfiros
y los amores; los placeres y las risas for-
man su séquito brillante, y sus huellas
producen rosas, jazmines y esencias.
—¡Toma, toma! ¿qué regoltijo nos ha-
ces ahí, zagal, metiendo con las gracias
bus rosas y pa pasas?
—Señora, es, para que comprenda
usted, que, tratándose de algunos asun-
tos, no pueden usarse ciertas palabras,
porque ofenden al pudor, y es necesario
*