DE LA SANGRE. 159
Este se dirigió al panteon, abriendo y entrando
mientras decia:
—Caballero, podeis salir cuando gustes.
Quiñones no se habia movido del sitio en que
lo dejamos; pero su actitud era muy distinta.
Habia envainado la espada, tenia las manos
sobre el pecho como si quisiera contener las violen»
tas palpitaciones de su corazon, y en su rostro, más
que la ira, se pintaba el terror.
Extremecióse convulsivamente al oir la voz del
cura, lo miró un instante, y haciendo un esfuerzo
doloroso, murmuró:
— Vamos.
Dirigiose hácia la puerta y salió.
Sus pasos eran vacilantes y sus reomisalguios
inseguros.
No habia más que mirarlo para conocer que se
habia debilitado sus fuerzas, hasta el punto de que
dificilmente podia sostenerse.
El cura lo miró con expresion compasiva.
Sin pronunciar una palabra más subieron la es-
calerilla, atravesaron el pasillo'y entraron en la
sacristía. E ]
—Caballero,—dijo Martin, —ya he terminado
mi obra: aqui me teneis á vuestra disposicion.
Quiñones desplegó una sonrisa profundamente
amarga y replicó:
—No sé si antes estaba mi razon pia ós si