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8 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
La tercera causa de su melancolía, aunque mas
vaga, no dejaba de ser grave: era el peligro que
en su concepto amenazaba á su amante.
La hija de sir Marmaduke no veia con indife-
rencia los acontecimientos políticos de la época,
ni los sentimientos que despertaban en el alma de
los ingleses. Aunque lejos de la corte, lo cual era
una fortuna para ella, no ignoraba la astucia y la
corrupcion que allí dominaban, y que solian for-
mar el tema ordinario de la conversacion de las
personas de alto rango que la rodeaban. Su padre,
liberal moderado, sostenia con sus amigos dis-
cusiones que hacian comprender á María las dos
fases de la cuestion política palpitante, de suerte
que dada la penetracion de la jóven, no podia de-
jar de discernir la verdad. Mucho tiempo hacia que
se sentia inclinada á las ideas de libertad bajo su
forma republicana, á la vez que le disgustaba Ja
sombra de libertad permitida bajo el reinado de
un rey débil. Con respecto á este asunto, sus ideas
eran mas avanzadas que las de su padre, cuyas
resoluciones vacilantes solia fortalecer. Así es que
la influencia de su hija, tal vez mas que la medida
tiránica que obligaba al anciano caballero á alojar
en su morada todo un escuadron de caballería, le
indujeron á declararse en pro del Parlamento y
del pueblo.
María se alegró muchísimo de esta resolucion,
manifestándose gozosa al ver á su padre allanarse
á las exigencias del tiempo, y abrazar el partido
popular.
Con semejante carácter no podia menos de ver
en Holtspur un héroe y de amarle como á un ido-
lo; y tal era en efecto para María Wade. Con-
siderábale muy distinto de todos los demás hom-
bres, tanto en sus acciones y modales como en su
aspecto, contrastando en todo con esos bajos adu-
ladores, con esos falsos caballeros que llevaban
en sus sombreros largos rizos de cabellos como
prendas de amor. Para ella era Holtspur el tipo
del hombre heróico, digno del amor, de la adora-
cion de una mujer.
Le vió y le adoró.
Pero su pasion no la cegaba hasta el punto de
creerle inmortal, ni siquiera invulnerable: no le
creia superior á las leyes de la humanidad, niá
los peligros de la vida, pero sí á sus flaquezas.
Tenia un vago presentimiento de que la vida
de Holtspur corria algun riesgo. A juzgar por lo
que llegaba á sus oidos, lo sospechaba hacia tiem- .
po sin que la causara extrañeza, en vista del atre-
vimiento, de la audacia con que su amante censu-
raba en alta voz los excesos de la corte. Estas
manifestaciones, hasta entonces secretas y pruden-
tes, se habian hecho ya públicas el dia de la fiesta,
con motivo del duelo de Holtspur con el capitan
Eo en que el primero gritó: ¡Por el pue-
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María le amó mas desde que le oyó prorumpir
en este noble grito. :
— ¡Laura! dijo Maria, mientras ella y su prima
se desnudaban, debes ser feliz, oh sí, muy feliz!
— ¿Por qué, María?
— Por tener tantos admiradores, y sobre todo
por figurar entre ellos el hombre á quien amas.
—-Si es por eso, querida María, debo confesarte
que no estoy descontenta, mas por la misma razon
tampoco debes estarlo: si á mí me admiran algu-
nos hombres, á tí te admira el país entero. Por
mi parte, no necesito tanto, bástame con el amor
de uno solo.
—Y ese es Walterio. Bien, prima mia, bien; veo
que no eres coqueta, pero tampoco yo lo soy, y
como á tí, me basta con un corazon.
—Y ese es el de Enrique Holtspur.
—Puesto que tanto sabes, excuso negarlo.
—Y por consiguiente, debes ser tan feliz como
yo. Tú tienes, como yo, un amante, que te ado-
ra tanto como Walterio á mi; en cambio supon-
go que tú le quieres lo mismo que yo quiero á
Walterio. ¿Qué contestas?
—¡Ah Laura! El hombre que te ama no corre
ningun peligro, y sin duda será tu esposo; mien-
tras que Holtspur arriesga su vida y tal vez no
pueda llamarme nunca esposa suya.
—¿Por qué no? a
—Porque mi padre puede negar su consenti-
miento, y entonces.....
—Entonces, ya sé lo que hará su hija.
—¿Qué hará?
—Huir con él; dejar á su venerable padre, al
caballero, por irsecon su amante, con el ¿jinete
negro. A la verdad, será una cosa muy novelesca
alejarse de la casa paterna en un magnífico cor-
cel. Casi casi envidio tu suerte, María!
—¡0h Laura! ¿Estás loca ? ¿Qué motivos tie-
nes para hablar asi?
Al decir esto, María se ruborizó algun tanto.
Ya habia pasado por su imaginacion la idea de
un rapto, y temia que su prima lo sospechara.
Habia considerado tan punible resolucion como
un medio extremo de pertenecer á Holtspur, si
su padre se oponia inflexiblemente á su union
con él. :
—Has hablado de peligros, dijo Laura dando
otro giro á la conversacion, ¿qué peligros son
esos?
—¡Silencio! exclamó María separándose del es-
pejo ante el cual se arreglaba las largas trenzas
de sus rubios cabellos: silencio, me parece que
oigo ruido.
—Será el viento.
—No, no es el viento, aunque la noche está
oscura y el tiempo borrascoso: me parece oir pi-
sadas de caballos por la arena de la alameda. Apa-
ga la luz, Laura, y así podremos acercarnos á la
ventana sin que nos vean.
Laura acercó sus lindos labios á la bujía y apa-
gó la luz de un soplo.
La cámara quedó sumida en una oscuridad
completa.
María, desnuda como estaba, se acercó á la
ventana, desvió cautelosamente la cortina, y mi-
ró al parque.
No vió nada ; tan profundas eran las tinieblas.
Escuchó con mas atencion, dominada por la
idea de que amenazaba á Holtspur algun riesgo,
idea que todo el dia la habia acosado como un
vago presentimiento.
Era indudable que habia oido pisadas de caba-
llos, que las oia aun, pero no tan fuertes como
antes, y de cada vez menos perceptibles.
_ Entonces las oyó Laura tambien, pero creyó
que serian las de algunos potros que acudian
á pastar al parque. Sin embargo, el paso regular,
y el choque accidental de las herraduras contra
algun guijarro desmentian esta suposicion, y por
poco expertas que fuesen en esta clase de rumo-
res, habrian conocido que aquellas pisadas eran
de caballos montados y guiados por jinetes.
—¡Alguien ha salido del castillo! dijo María.
¿Quién podria ser á hora tan avanzada de la no-
che? Son cerca de las doce.....
—Las doce son, segun creo, respondió Laura.
Hemos estando jugando hasta muy tarde al lans-
quenete, casi hasta las once y media. Me llama la
atencion que salga álguien á estas horas.
Y las dos jóvenes, de pié ante la ventana, pro-
curaban abrirse paso con sus miradas al través
de la oscuridad que reinaba fuera. Sus esfuerzos
habrian sido vanos, á no ser porque un relámpa-
go, rasgando de pronto el denso velo de las tinie-
blas, iluminó el parque hasta sus últimos límites.
La ventana á que María Wade estaba asoma-
da daba á la alameda que iba á parar al oeste del
parque. Cerca de un sitio de grato recuerdo para
ella, vió al fulgor del relámpago una cosa que
aumentó su zozobra.