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LA TRAGEDIA sea KOROSKO
sueltas las manos, estaba junto á los otros
tres camellos en que iban las tres señoras,
rodeados todos: de los árabes, prontos á
marchar.
El veterano no se explicaba cómo no ha-
bían matado ya á sus compañeros, y-úni-
Camente se lo explicaba, porque sus ene-
-migos, con ese refinamiento de crueldad de
los orientales, esperasen á que estuvieran
“cerca los egipcios para que los cuerpos ca-
lientes de sus víctimas sirvieran de insulto
-41los perseguidores, pues ya había oído ha-
-blar de casos parecidos. :
En este caso, suponiendo que sólo queda-
- sen doce árabes guardándoles, ¿estarían en-
“tre ellos algunos de los amigos de antes? Si
“Tipi Tili, y seis de sus hombres estuvieran
allí, y si Belmont lograra soltarse los bra-
zos y empuñar su revólver, podrian defen-
- derse. El coronel rugía de rabia. Vió las ca-
ras de los guardas á la luz de la hoguera,
y todos eran baggaras, hombres bárbaros,
despiadados; “Tipi Tili, y los suyos debían
ir con la vanguardia. Por primera vez la es-
peranza huyó del corazón del coronel.
-—¡Adiós, compañeros míos! — gritó en el
momento que un negro tiraba de su camello
y le hacía, seguir á los otros.
Las mujeres. iban detrás de él demasiado
congojadas para hablar.
phens con toda su alma.
- —Sí, sí; es mucho mejor —añadió Far %
det—. ¿Cuánto tendremos que esperar?
,
Y —No mucho — dijo Belmont suspirando. 4) e
ver que los. árabes estrechaban el círculo
ue les rodeaba.
El coronel y las tres mujeres volvieron la :
“abeza al trasponer el límite del oasis, ed:
ieron á través de los troncos de las palme-
Tas el resplandor de la hoguera. Un instan
te después empezaron á trotar los camellos,
y cuando otra vez volviéron la cabeza ya no
Vieron más que un algo confuso y en su cen-
tro un punto luminoso que indicaba elfuego
de la hoguera. El terreno empezaba á des:
cender, y poco después entraron de nuevo
en el desierto. Por todas partes el azul y
aterciopelado firmamento, en el que brilla-
ban como ascuas de oro las estrellas. LN
parda extensión del desierto parecía con="
fundirse con el horizonte :
Las mujeres permanecían silenciosas en
su desesperación, De pronto, los cuatro sal-
taron en sus sillas, y Sadie lanzó un grito de
angustia. El aire silencioso de la noche ha-
bía traído 4 sus oídos el ruido de una deto-
nación; después otra; luego el de varias jun-
tas, y por último, un tiro solo. El silencio de -
la noche volvió á empezar. a
— ¿Serán nuestros libertadores egipcios? —
gritó la señora de Belmont radiante de es
peranza—. ¿Serán los egipcios, coronel?
—SÍ, de Sadie —.. Ellos deben de
ser. 2 |
El coronel continuó escuchando con an:
siedad, pero el silencio continuaba. :
—No tratemos de engañarnos, señora Bel-
mont. Recibamos la verdad tal como es.
Nuestros amigos han entregado su alma A
Dios; pero, al menos, han muerto como va;
lientes.
4
Y se descubrió respetuosamente. da se-.
ñora Belmont lanzó un profundo suspiro.
- —Me alegro que se hayan ido—dijo Ste- ,
ER ¿cómo han de haberles fusilado, sE Le
no tenían más que. be e |
—Es verdad—replicó. el coronel—; no quie.
siera por nada del mundo destruir cualquier.
esperanza que usted tuviera; pero, por otro.
lado, no debemos prepararnos nosotros mis-
mos más amargas desilusiones. Si lo que oí-
mos. hubiese sido un ataque, también hubié-
“ramos oído la respuesta. Sin embargo, algo
extraño es que hayan gastado en balde : mu-
niciones.. . ¡Por vida de Job! Miren ustedes
allí, y señalaba ála parte Este del desierto.
Dos figuras avanzaban corriendo, ocultán-
dose entre las sombras que ados las