—¡SÍ! ¡sí! --
trándose dócil como
verla.
Al mismo tiempo se dirigió hacia la
Puerta que comunicaba con la alcoba de
Margarita.
Las dos princesas se colocaron delante
de él.
—¿Qué pasa? —suspiró el rey.
—Señor, os suplicamos que dejéis des-
cansar a su Majestad.....
Dejadme verla, aunque no sea más que
de lejos..... ai
Aquel soldado, que tenía diez veces al
día espantosos arrebatos de cólera, tex-
blaba ante las dos hermanas de la reina.
Hablaba muy bajo. Andaba con la punta
de sus fuertes botas, que, a despecho de
sus esfuerzos, hacían erujir el entarimado,
Juana entreabrió la puerta, y el rey
asomó la cabeza, muy despacito, con las
pupilas dilatadas por el dolor.
En el fondo de la alcoba, Margarita
descansaba en su lecho y parecía dormir,
—Está muy pálida —murmuró Luis.
—Esa es buena señal, señor-—dijo Blan-
ca --. Eso quiere decir que la fiebre re-
mite. Dentro de unos días, seguramente,
se habrá salvado su Majestad.
—Sin embargo, yo quisiera entrar—
insinuó Luis, lanzando un suspiro y tra-
un niño--. Voy a
. tando de empujar la puerta. Pero aquella.
puerta estaba sujeta por la delicada mano
de Juana, y el rey, que con un simple
empujón hubiese podido aplastarla, re-
trocedió, lanzando otro nuevo suspiro. Al
mismo tiempo Blanca le empujaba suave»
Mente hacia el oratorio,
— dos, señor, idos.... Dejadnos hacer...
—Pero, sin embargo.....
—¿Queréis que vuelva la fiebre? Si la
reina os ve u os oye, se agitará..... ¡08
ama tanto!.....
—Sí, me ama—dijo el rey, enternecido,
dejándose empujar hasta el oratorio, cuya
Puerta se cerró de repente.
LA TORRE DE NESLE
-Aijo Luis, en voz baja y mos-'
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Luis permaneció unos instantes escu-
chando, ya dando un paso para entrar
ya retrocediendo. EE
Al fin, conmovedor en su ingenua obe-
diencia, alejóse de puntillas, murmu--
rando: AS
—¡Descansa, querida ros fles-
cansa! Yo voy a ocuparme de tu cura-
Ci io
Una vez que se halló bastante lejos
para no ser oído, reanudó Luis su rápida
marcha, que fué acelerándose, al mismo
tiempo que se desencadenaba su cólera.
Entrópr ecipitadamente en una vasta sala,
llena de caballeros invitados a la cace ría.
-—¡El rey!--gritó con voz tonante el he-
raldo que estaba en la puerta.
Todas las cabezas se inclinaron; reinó
el silencio.
—¡Señores, no hay cacería! -- dijo el
rey.
E inmediatamente, con voz alterada,
añadió:
—La reina está en Qs
una fiebre maligna.
Al pronunciar el rey estas palabras,
ma. Enferma, con
oyóse un indefinible murmullo entre aque-
lla multitud de hombres toscos, de recios
corpachones. Luego, aquel murmullo se
transformó, fué tomando cuerpo, aunmen-
tó y, al fin, estalló en sollozos, en impre-
caciones, en plegarias, en maldiciones.
-——¡Es un hechizo!
—¡Son los condenados judios, que le
han hecho ese maleficio! d
—¡Regalaré una cadena y mis espuelas
de oro, de caballero, a Santiago de Com-
postela, glorioso santo español, todopo-
deroso contra las fiebres!
—Yo hago voto de ir descalzo a San
Germán de los Prados y de ayunar tres
días seguidos. ;
—¡Como hoy caiga un judío en mis ma-
nos, le estrangulo!
—Yo ofrezco tres hermosos cirios.
Entre estos gritos intercalábanse jura-
y