EL MONARCA Y LA HOGUERA 7
do por lo regular con un signo de despedida. Su ros-
tro, severo en general y más imponente ahora que
nunca, no demuestra pesar ni disgusto mientras tiene
delante á algún palaciego, cortesano ó pretendiente:
pero en el instante que sale uno y va á entrar el
otro, dirige su mirada impaciente y recelosa hacia la
derecha; repitiendo este movimiento cuantas veces le
dejan solo. Sepamos lo que hay detrás de aquella mis-
teriosa puerta donde el austero Felipe ze fija tan de
- continuo llevando marcado en su faz el sello de un
malestar que parece atormentarle. e
Se halla contiguo por aquel lado un salón, cubierto
el suelo de rica alfombra de lana y tapizadas sus pare-
des de raso y oro; le rodean sillones de nogal y damas-
co, y los frescos de su techo pretenden competir con
los magníficos cuadros de Ticiano y de Fernández Na-
varrete que adornan el referido salon. En el centro de
aquél, sentado junto á una mesa, también de nogal, se
halla escribiendo el famoso principe de Italia, solo y
sin cuidarse de otra cosa que del delicado trabajo en
que parece embebido. La misión que desempeña en
tal momento es, sin duda alguna, la causa de la impa-
ciencia y desasosiego que hemos notado en el rey.
Tiene el príncipe cuarenta años de edad; su fren-
te, despejada y altiva, revela con exceso el gran ta-
lento que se dignó otorgarle la Providencia, y de sus
negros ojos rasgados brota unas veces ese fuego irre-
sistible con que abrasa á sus enemigos en el campo de
batalla, y otras, en que se contrae y oculta, aparece
un tinte de bondad y mansedumbre en su varonil y