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terriblemente al principe, sin atender a que estaba en la cama,
impedido de defenderse.
Le azotaba con saña, con una furia terrible.
El príncipe Alejo recibía impávido los golpes, como un
fakir recibe sin inmutarse los puñales que la gente clava en
sus Carnes insensibles,
Cuando Sergio Korolín sació su furia, el príncipe le dijo:
-—¡ Pégueme hasta matarme!... Mientras tenga un hálito de
vida lo seguiré diciendo: ¡Es una impostora!
-——¡Pruebas!... ¡Pruebas!—exclamó Sergio Korolín, fuera
Estaba rojo, encendido, con las manos crispadas,
Las palobras del príncipe le habían] herido en lo más vivo:
an su propio honor de caballero.
Se había casado con Fuensanta creyendo casarse con la
hija del general Markov.
Creía en la inocencia de su esposa, eú su virtud, en su
honor de dama.
Tenía en elia esa fe absoluta que un hombre de honor ha
de tener en la compañera de su ble a quien ha dado su
nombre, su cariño, su honra y su estimación,
Ni del repente, un IEA ra, un v 1 último rin-
cón del mundo, echaba por tierra la e A de su esposa y st
honor.
¿Cuál iba a ser su actitud? ;
Si'se hubiera encontrado ante un hombre como él, se hu-
biera batido a muerte, sin indagar si las palabras del que así
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hablaba eran ciertas o no lo eran. ;
Sí; todo se habría sancionado en el terreno del honor.
Pero ¿cómo iba a batirse con un vagabundo, con un mi-
serable caído en un rincón del muelle, con un vulgar jorna-
lero?