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lando a la fuerza, apoyado por mis deberes de esposo, haré
mío su cuerpo, pero no haré mía su alma.
Y despidióse de su víctima con una mirada en la que se
confundían la pasión y el miedo.
Antes de salir, Ferratges anunció aparte a su suegro,
sin darle por entonces más pormenores:
—He recuperado el indulto.
Aquella noticia satisfactoria e inesperada, casl compen»
só a Andino de la contrariedad de que estaba poseído.
También él aparte recomendó a Morcillo al despedirse:
—No deje usted de buscar con empeño a la desaparecida,
hasta que logre dar con ella.
Era lo que más continuábale preocupando.
—A seguir buscándola obedece la prisa que tengo en
irme—asintió Valiente.
Y ofreció, aunque estaba seguro de no poder cumplirlo,
puesto que no pensaba ocuparse en ello:
—Cuando vuelva a la hora de la ejecución del reo, creo
que podré traerle alguna noticia acerca de lo que tanto le
interesa.
Al quedar solos, el general se acercó a su hija, que, aba-
tida, lloraba en el lecho sin cesar de proferir entre sus so»
llozos dolorosas protestas, y trató de imponerle silencio mez-
clando las súplicas y las amenazas.
Cuando en el corredor se hallaron, Alberto participó a
Morcillo:
—Voy a acabar de vestirme y a libertar a Magda, como
le he dicho antes, puesto que gracias a pee ya no necesito
retenerla prisionera y sería una imprudencia hacerlo así.
Sin duda por lo que parecía ads la libertad