Full text: no. 35 (1883,35)

  
  
. 276 MUSEO DE NOVELAS. 
Athos agitó la bandera en el aire volviendo la ; 
espalda á los de la ciudad, y saludando con ella 
á los del campamento. De ambos lados resonaron 
gritos terribles, del uno, producidos por la có- 
lera, y del otro, por el entusiasmo. 
Una segunda descarga sucedió a la primera, 
y bres balas que atravesaron la servilleta, hicie-. 
ron de ella una bandera en regla. 
Se oyó gritar á todos los del campamenlo, que 
decian: : 
—Bajad, bajad. 
Athos bajó; sus compañeros que le aguarda- 
ban con ansiedad, le vieron aparecer llenos de 
g0ZzO. 
—Vamos, vamos, vámonos, dijo d'Artaguan, 
alejémonos, alejémonos; ya que hemos encontra- 
do de todo menos dinero, seria muy estúpido de- 
jarse malar. — : 
Sin embargo, Athos continuó marchando ma- 
jestuosamente, y viendo sus compañeros que toda 
observacion era inútil, arreglaron su paso por el 
de este. 
Grimaud y su cesto habian tomado la delan- 
tera, y se encontraban ambos fuera de tiro. 
Al cabo de un instante se oyó un estrepitoso 
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fuego de fusilería. 
—¿Qué es esto? preguntó Porthos, ¿4 quien ti- 
ran? No oigo silbar las balas, ni veo á nadie. 
—Tiran á nuestros muertos, contestó Athos. 
—Pero nuestros muertos no les responderán. 
—Ya lo creo; entonces se temerán un embos- 
cada, y deliberarán; enviarán un parlamento, y 
luego que se cercioren de la burla, ya estaremos 
fuera de tiro. He aquí por lo que es inútil acar- 
rearnos una pleuresia precipitándonos. 
—¡Oh! ya entiendo, respondió Porthos mara- 
villado. : 
—Es bastante fortuna, dijo Athos encogién- 
dose de hombros. : 
Por st parte, los franceses, viendo volver á los 
cuatro amigos lan pausadamente, daban grilos 
de entusiasmo. 
En fin, se dejó oir otra descarga, y esla vez 
las balas fueron á estrellarse contra las piedras 
alrededor de los cuatro amigos, y silbaron lúgu- 
bremente á sus oidos. Los de la Rochela acaba- 
ban por último, de apoderarse del bastion. 
—Vaya unas gentes torpes, dijo Athos. ¿A 
cuántos hemos despachado al olro muudo? 
—A doce ó quince. 
—¿Cuántos hemos aplastado? 
—0Ocho ó diez. 
—¿Y en cambio de todo esto, ni siquiera he- 
mos recibido un arañazo? ¡Ah! sí, ¿qué es esto 
que teneis en la mano, d'Artagnan? ¿me parece 
que es sangre? 
  
  
—Nada, contestó d'Artagnan. 
—Alguna bala perdida. 
—NXNi aun eso. 
—¿Pues entonces qué? 
Ya lo hemos dicho. Athos amaba á d'Arlagnan 
como á un hijo y aquel carácter sombrío é in- 
flexible tenia á veces para el jóven solicitudes 
propias de un padre. 
—Un rasguño, contestó d'Artagnan; me cogí 
los dedos entre dos piedras, la de la muralla y la 
de mi sortija, y se me ha levantado un poco el 
pellejo. 
—Mirad lo que resulta de andar con diaman- 
les, señor mio, dijo desdeñosamente Athos. 
—¡aAh! esclamó Porthos, hay un diamante, en 
efecto, ¿y por qué diablos nos audamos quejando 
de no lener dinero? 
—Tienes razon, dijo Aramis. 
—Sea en buen hora, Porthos, al menos esta vez 
los ha ocurrido una buena idea. 
—Sin duda, dijo Porthos, contoneándose por 
el cumplimiento que Athos le dirigia; supuesto 
que hay un diamante, vendámoslo. 
—Sin embargo, dijo d'Artagnan, es el que me 
dió la reina. : 
—Razon mas para hacerlo, repuso Athos. La 
reina salva 4 Buckingham, que es su amante, 
nada mas justo. La reina nos salva á nosotros, 
nada mas moral. Vendamos el diamante. ¿Qué 
dice el abute de esto? No pido su parecer á Por- 
(hos, pues ya lo ha dado. 
—Digo que su sortija, no viniéndole de una 
amada, y por consiguiente no siendo prenda de 
amor, d'Artagnan puede venderla, contestó Ara- 
mis ruborizándose. 
—Querido, hablais como la teología en per- 
sona. ¿Con qué vuestro parecer es...? 
—De vender el diamante, repuso Aramis. 
—¡Pues bien! dijo alegremente d'Artagnan, 
vendamos el diamante, y no hablemos mas. 
El fuego continuaba, pero nuestros amigos es- 
taban ya fuera de su alcance, y los de la Rochela 
no tiraban mas que para descargo de sus con- 
ciencias. 
—A fé mia que le ocurrió á Porthos muy á 
liempo su feliz idea, pues nos hallamos ya en el 
cawmpamento. Así, señores, ni una pal«bra mas 
de toda esta aventura. Todos nos observan, vie- 
nen á nuestro encuentro, vamos á ser llevados 
en triunfo. | 
En efecto, como hemos dicho, todo el campo 
estaba en movimiento. Mas de dos mil personas 
habian asistido como á un espectáculo á la afor- 
tunada valentía de los cuatro amigos, valentía, 
cuyo verdadero motivo estaban bien lejos de sos- 
pechar. No se oia mas que ¡vivan los guardias! 
  
  
  
  
  
  
  
  
 
	        
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