KML DA E. CNE A
humana; daban un nombre a cada una y las amaestra-
ban hasta que acudían al llamarlas a besar las manos del
dueño. La estravagancia de no sé qué emperador romano
llegó al extremo de adornar a las suyas con pendientes
de oro.
—¿ Lo oís?—exclamó ufano el contramaestre.
De repente el capitán cambió de tono, cruzó los brazos
sobre el pecho y dijo:
—Vamos a cuentas, papá Catrame. Que los romanos y
otros pueblos creyesen a las morenas capaces de detener en
su marcha a un navío no es una razón para que mosotros
lo creamos también ni mucho menos. ¿Quién presta hoy
crédito a semejantes paparruchas, papá Catrame?...
¡ Nadie!
El viejo lobo de mar, que se hallaba en el apogeo de su
triunfo, se tornó lívido y estuvo a punto de caerse del
tonel al oir aquellas palabras y el tono con que fueron
dichas. : :
-—Pero ¡cómo!... Los romamos...—balbuceó con un hilo
de voz.
—¡ Deja en paz a los romanos con sus paparruchas!...
Te digo que estás loco si crees que tu junco fué detenido
por la morena que te mordió. En el Océano Pacífico esos
peces son bastante grandes; pero incapaces de detener la
marcha ni siquiera de una canoa.
—$in embargo, el junco...
—¿Se paró? ¿No es eso? No sé cuál sería la causa,
pero supongamos que navegaría sobre los bajíos del Es-
trecho, y tú sabes que en el de Torres hay muchos ; la ma-
rea, que quizás subía en aquellos momentos, lo puso a flote
140