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ECHO E
vengativa, ignoraba la vergiienza, la bon-
dad, la caridad, pero tenía horror instin-
tivo al robo.
Matar a quien odiaba, le parecía na-
tural.
Robar, aunque fuera a su enemigo, le
parecía una infamia.
—No tenéis derecho a apoderaros de
ese oro—dijo.
Poole se encogió de hombros.
—¡Bueno! ¡Bueno! Cuando uno no tie-
ne derecho, se lo toma.
—$Solis unos miserables; voy a avisar
a monseñor.
Este era el título que daba a Eblis.
—Vuestro señor, hermosa, hará bien
en estarse quieto, si quiere conservar in-
tacto el pellejo. De todos modos, es-
tad tranquila. Dentro de un momento,
cuando vayamos a saludarle, le pondremos
al corriente de nuestro descubrimiento,
y ya que vos rehusáis el venir conmigo,
le dejaré algunos sacos de estas mone-
das... :
Suspiró.
—Los que no pueda llevar conmigo,
pues mi caballo, el pobre, no soportaría
un peso tan considerable. Ved, pues, lo
que conviene hacer, si queréis...
Pero Susana no le oía ya.
Corría al cuarto de Eblis, a enterarle
de lo que pasaba.
Con gran sorpresa, le encontró con
una espada en la mano, ejercitándose en
la esgrima.
Ya veis, querida — le dijo, con tono
-desenvuelto, — que el paseo no me ha
cansado mucho; mis fuerzas vuelven más
pronto de lo que creía, y si bien tengo
el aire enfermizo delante de Rump, es
para engañarle. Es preciso que me crea
más débil de lo que estoy. En realidad,
me hallo completamente bien, en disposl-
ción de hacer quince o veinte leguas a
caballo. : |
Susana batió palmas.
CORTAS EA BER ASE
—¡Alabado sea Dios! — dijo. — Po-
dréis castigar a esos ladrones.
—¿Qué ladrones?
Susana le explicó su entrevista com
Poole.
Aguardaba ver saltar a Eblis, pálido,
indignado, y correr a la habitación de
Poole, pinchándole con su espada, pero
con gran sorpresa suya, Eblis puso el
arma sobre la cama, se sentó en un sl-
llón, y dijo:
—Susana, querida mía, ¿queréis ver-
terme en este vaso dos dedos de Je-
rez? Tengo necesidad de reflexionar un
momento. :
Susana obedeció.
Eblis tomó el vaso, y a pequeños sor-
bos, lo bebió, y como si estuviera solo,
se puso a pensar en alta voz:
—Esos bandidos son, verdaderamente,
muy amables, al tomarse el pesado tra-
bajo de trasladar esos sacos. No tendré
necesidad de bajar a los subterráneos.
Por lo que cuenta Susana, debe impor-
tar una considerable suma, una verdadera
fortuna, que, junto a lo que ya tengo,
gracias a la liberalidad de Pitt, me ase-
gura, para siempre, una vida conforta-
ble. Muy bien... Susana, querida, estoy
muy contento de saber lo que ¡me has
contado. Un poco más de Jerez...
Susana cerró los ojos, horrorizada.
Eblis razonaba 'como Poole.
—¿Vos también queréis robar ese di-
nero ?—dijo, inquieta.
—Es mío — afirmó, — porque lord
Rutland me lo había robado.
—¡Ah!—exclamó Susana, contenta.—
Así no me extraña que lo toméis. Ya
sabía yo que vos no sois un ladrón.
Eblis sonrió.
—¡Yo no robo nunca! Tomo lo mío
donde lo encuentro—declaró.—¿Pero qué
es eso? Se diría un toque de cornetas...
Corrió a la ventana, abriéndola de par
en par. :