0 FALSA EVIDENCIA
dre el honrosísimo título de los Devereux ! ¿ Verdad que
le parece á usted mentira que no lo mate aquí mismo ?
- ¡Si no reprimiese los impulsos de la cólera que me aho-
ga!... Pero ¡ Dios sabe por qué no lo mato! ¡Sir Fran-
risco! ¡Apelo á la rectitud de los sentimientos de su
alma! John Hilton me ha confesado que toda aquella
historia urdida en contra de mi padre fué una solemne
mentira... ¡ Mi padre es tan bravo y valiente como fue-
ron siempre los Devereux! ¡ Dígame usted que lo cree
si !... Obligue usted á que ese infame confiese su cri-
men, arrancándole, si es preciso, la vida, juntamente
con la confesión de tan inicuo proceder!...
—¡ Hugo, hijo mío! Te creo, y te suplico un poco
de calma. Estás muy excitado — me dijo con mucha
tondad. — Sé mi nieto, y daré gracias al Cielo por con-
cederme ese favor ; me sentiré siempre orgulloso de ver
resurgir en ti la raza de los Devereux... pero en cuanto
á tu padre... el cariño te ciega. ¡ Un Consejo de Guerra
nunca se equivoca !
El rayo de esperanza que empezaba á brotar en mi
alma, desapareció con las últimas palabras de mi abue-
lo. Caí de nuevo en los abismos de la desesperación, y
empecé á sentir odio intenso contra todos los que me
rodeaban, porque ninguno creía en la inocencia de mi
padre.
Me separé bruscamente de los brazos que mi abuelo
me tendía, y dirigiéndole una mirada llena de ezgullo
y altivez, le dije :
—¡ Jamás, sir Francisco! ¡ Jamás me llamaré nieto
de Francisco Devereux! No llevaré ese apellido, hasta
que el nombre de mi padre quede tan limpio y puro
como la luz del sol. Si tal no sucediera, ¡viviré y mo-
riré llamándome Hugo Arbuthnot!
Y sin mirar á nadie, ni siquiera á Maud, que conti-
nuaba desvanecida, salí de la estancia, y luego del pa-
lacio, con asombro de cuantos me contemplaban, que
me abrieron paso sin atreverse á detenerme.