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vió que, pasando y repasando por delan-
te de él varias veces su presencia no
producía efecto alguno, creyó que todo
lo había olvidado ; sin embargo, conven-
cióse de lo contrario en cierta ocasión
en que, levantando un poco la voz en
otra disputa que tuvo con una criada de
la misma casa, el señor Mertoun, que
en aquel momento pasaba junto a ella,
la miró con fijeza y la dijo : «¡ Acuérda-
te!» con un tono que hizo estremecer a
Swertha, obligándola a enmudecer du-
rante algunas semanas.
Si el señor Mertoun gobernaba su
casa de tan extraño modo, el sistema
de educación que seguía con su hijo no
era menos singular: le daba general-
mente muy pocas pruebas de afec-
to; pero los progresos de su hijo cons-
tituían el principal atractivo de to-
dos sus pensamientos e influían no-
tablemente en el estado y tranquilidad
ár su espíritu; tenía buenos libros,
y estaba lo suficiente instruido para
llenar cerca de su hijo los deberes
de un preceptor y enseñarle los
ramos ordinarios de las ciencias; re-
unía, además de tal capacidad, ejemplar
exactitud y muchísima paciencia en sus
lecciones, y exigía estricta, por no de-
cir severamente, de su hijo, la mayor
suma de atención a sus lecciones. La
historia, que era la lectura predilecta de
Mertoun, o el estudio de los autores clá-
sicos, le presentaban a veces hechos u
opiniones que influían grandemente en
su espiritu y le renovaban en seguida lo
que Swertha, Sweyn y aun el mismo
Mordaunt distinguían con el nombre de
su hora sombria. A las primeras mani-
festaciones de esa crisis, que él mismo
advertía antes que se declarase del todo,
retirábase a la habitación más lejana de
la casa, y no permitía entrar en ella ni
aun a su hijo, pasándose allí encerrado
- los días y a veces las semanas enteras,
- sin salir más que para tomar alimento,
WALTER SCOTT
que se le ponía a la, puerta y al que ape
nas tocaba.
En otras ocasiones, particularmente -
en el invierno, cuando los aldeanos pa-
saban los días encerrados en sus casas,
en fiestas y diversiones, este desventu-
rado solitario, arrebujado en su capote,
vagaba errante por todos los lados, ya
sobre la orilla de un mar tempestuoso,
ya entre los matorrales más desiertos,
entregándose sin reserva a su humor
triste y lúgubres pensamientos, sufrien-
do las inclemencias de la temperatura,
en la seguridad de que nadie lo veía ni
lo molestaba.
Con la edad, fué aprendiendo Mor-
daunt a conocer esos síntomas particu-
lares, presagios seguros de los accesos
de melancolía de su desgraciado padre,
a tomar todas las precauciones posibles -
para que no se le interrumpiese en tan
fatales momentos, porque sabía que la
más insignificante contrariedad desper=
taba en seguida su furor, y a estas pre
cauciones añadía el cuidado de hacer
preparar y llevarle lo necesario para el :
sustento de la vida. Había advertido,
además, que si se presentaba ante su
padre antes que terminase la crisis, sus -
efectos eran más prolongados, y así,
tanto por respeto al autor de sus días,
como para entregarse más libremente
a sus diversiones favoritas, Mordaunt'
había adquirido la costumbre de ausen-
tarse de Yarlshof, y aun del distrito,
bien persuadido de que su padre, al re-
cobrar la, tranquilidad y calma ordina-
rias, no se ocuparía en manera alguna
de averiguar cómo ni en qué había em-
pleado aquel tiempo, bastándole saber
que su hijo no había
de su flaqueza ;.
susceptibilidad del señor Mertoun res-
pecto a ese extremo.
El joven Mordaunt aprovechaba ta-
les intervalos para disfrutar de las po-
cas diversiones que había en el O:
sido testigo E
tan grande era la