112 : LOS PARDAILLAN
desvanecido pero no tardó en volver en sí.
Su primer movimiento fué llevar las dos
manos a las orejas, con la esperanza de que
todo lo sucedido hubiera sido un sueño, pero
sus manos, en vez de topar con los apéndi-
ces que, según Pardaillán, hacía mal en con-
servar, no hallaron más que las compresas
empapadas de vino y aceite que su tío le ha-
bía colocado alrededor de la cabeza.
Gilito dió un gemido.
— ¡Ay! — exclamó. — ¡Ya no tengo ore-
jas! La gente se burlará de mí, sin contar que
no voy a oir nada... Pero calle... me parece
que oigo mis propias p palabras. Mas, en fin,
aunque oiga, estoy deshonrado.
Habiendo llorado de este modo sus per-
didas orejas, Gilite se puso en pie y observó
que aparte del violento dolor que sentía en
los dos lados de la cabeza, se encontraba per-
fectamente, como si no hubiera sufrido nin-
guna mutilación.
Cobró ánimo y aunque estaba bastante de-
bilitado por el dolor, preparóse a subir la es-
calera, cuando ten lo alto divisó a su tío Gil,
que, después de haber tenido una larga con-
versación con el Mariscal, volvía a ver a su
sobrino.
—Viene a matarme — pensó tristemente
Gilito. — Sin duda el Mariscal le ha dado
orden de exterminarme. ¡Ay de mí! Sin duda
no sobreviviré a mis orejas.
Con gran estupefacción suya, el tío se le
acercó sonriendo tan amablemente como si
nada hubiera ocurrido.
—¿Y qué? ¿Cómo estás, querido sobri-
no? — preguntó.
—Muy mal, tío.