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mo; que se nutría de mi vitalidad; que
condensaba en sí todos mis sentimientos,
todas mis aspiraciones, todos mis ideales.
Y ese germen vivía de mi vida. Era
la esencia misma de mi vida. Y yo no me
daba cuenta de su existencia. Como un
ciego no se da cuenta de la luz que le
hiere los párpados. Fué preciso conocer
a Elena para que ese germen divino se
desenvolviera; para que yo me diera cuen-
ta de su existencia; para que yo me diera
cuenta de cómo puede efectuarse la expan-
sión de un ser, la dilatación de una alma,
la absorción de una: vida por otra vida.
¿Por qué Elena y no otra mujer des-
pertó mi ser íntimo? ¿Por qué ella y no
otra desenvolvió el divino germen de amor
que dormía en lo más recóndito de mí
mismo? ¿Por qué fué ella y no otra de
las muchas mujeres que me habían gus- .
tado en la vida? ¿Quién le concedió a ella -
esa divina virtud? ¿Quién le dió a ella
el dominio de mi ser, de mi vida,, de mis
sensaciones? ¿Quién le dió a ella la di-
. vina potencia de hacerme desfallecer de
placer con sólo tocarme con sus manos,
con sólo rozarme con la tela de su traje?
¿No son sus manos semejantes a otras ma-
nos femeninas? ¿Por qué entonces, sólo
Cuando sus manos me tocaban me sentía
bueno, anhelante de purificaciones y de
- blancuras; deseoso de ser como ella bue-
- no, de ser como ella puro?
- Afinaciones, armonías, dicen algunos. Pero
¿de dónde nos vienen a nosotros esas afi=
haciones, esas armonías? ¿De la igual- '
dad de educaciones? No, ella se educó en