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algunas personas, que se creen buenas, con
los niños bastardos. Se tomaron minucio-
sas precauciones para ocultarle a él y al
mundo la novela de su nacimiento.
El niño crecía rápidamente. Sus faccio-
nes se acentuaban y su carácter se mar-
caba. Era un niño un tanto melancólico.
Sus ojos grises tomaban, a veces, expre-
siones taciturnas que le daban una extraña
expresión. Era un tanto colérico y un tanto,
cruel con los animales. La abuela lo co-
rregía dulcemente.
Andrés se alarmaba e insistía en que de-
bía ser tratado con dureza.
—Déjalo, déjalo —decía la abuela, —es aún
muy niño. Mi regazo y mis ternuras lo ha-
rán mejor que ningún castigo. Los niños
adorados y felices, casi siempre son buenos.
Busca el mal, el odio, el germen del cri-
men en los niños abandonados, en los ni-
ños torturados, en los que temen a sus pa-
dres. El alma de los niños es una tierra
virgen y fecunda en donde germina todo
lo que sembramos. Yo siembro en el alma
de tu hijo cariño y piedad, y sus frutos
serán virtud y amor. Si sembramos en su
alma el miedo y la desconfianza, se vol-
verá hipócrita y nos ocultará sus defectos,
“lo que nos impedirá corregirlos a tiempo.
Una vez, tendría Carlitos ocho años, en-
tró al salón en donde su abuelita leía, y
con una carita compungida, con un tono,
un tanto acongojado e incrédulo, le dijo:
—Tú verás, mamá; dice mi amigo Juan
que oyó decir asu papá que yo no era
hijo tuyo. :