Full text: Por el honor del nombre

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señor de 1scorval con voz profunda ;—aca- 
bas de portarte como un hombre honrado... 
Es cierto que aun eres muy joven para con- 
traer matrimonio; pero tú lo has dicho, las 
circunstancias lo exigen. 
Volvióse hacia el padre de María Ana, y 
añadió : 
—Querido amigo, le pido la mano de Ma- 
ría Ana para mi hijo. 
Mauricio no esperaba un éxito tan inme- 
díato... Tan gozoso estaba, que casi estuvo 
a punto de bendecir al odioso duque de Sait- 
'meuse, al cual iba a deber su tan cercana 
felicidad. Adelantóse hacia su padre, y co- 
giéndole las manos, se las llevó a los labios 
balbuciendo : 
—;¡ Gracias !... ¡ Qué bueno es usted, y qué 
feliz me hace! 
Desgraciadamente, el pobre joven se ale- 
graba demasiado pronto. Un relámpago de 
orgullo había brillado en los ojos del señor 
Lacheneur, pero de nuevo cayó en melancó- 
lica actitud. 
—Señor barón, su grandeza de alma me 
ha conmovido profundamente. Usted acaba 
de borrar hasta el recuerdo de mi humilla- 
ción... pero yo sería el más despreciable de 
los hombres si aceptara el insigne honor que 
dispensa a mi hija. 
—;¡ Cómo 1...—dijo el barón, estupefacto— 
rehusa... 
—Es necesario. 
Mauricio, aterrado al oir esto, exclamó, 
sacando de su amor una energía que le era 
desconocida : 
—¿ Quiere usted destruir mi felicidad y la 
de su hija? 
—Es preciso, Mauricio, y algún día ben- 
decirá usted la resolución que he tomado. 
Asustada de la desesperación de su hijo, 
la baronesa intervino. 
—Fista resolución—empezó diciendo—ten- 
drá motivos... ; 
—Ninguno que pueda yo decir en este 
momento, señora baronesa; pero, mientras 
yo viva, mi hija no se casará con su hijo 
de usted. SÉ 
—¡Ah!... ¡usted mata a mi hijo!... 
—Maúuricio es joven, se consolará y olvi- 
dará... 
—¡ Jamás |—interrumpió el pobre enamo- 
rado. 
—¿ Y su hija ?—interrogó la baronesa. 
¡ Ah! ése era el lado débil, y el instinto de 
la madre lo supo aprovechar. El señor La- 
cheneur turbóse visiblemente; pero, domi- 
nando el enternecimiento que se apoderaba 
de él, contestó: 
EMILIO GABORIAU 
—Mi hija no ignora lo que es el deber, 
para no obedecer cuando él manda. En 
cuanto sepa el secreto de mi conducta, se 
resignará, y si sufre sabrá ocultar sus pe- 
Masia 
Interrumpióse, porque a lo lejos se oía 
como un tiroteo continuo y el retumbar del 
cañón. Todos palidecieron. Las circunstan- 
cias daban a aquellos ecos bélicos un terrible 
significado. 
Con el corazón oprimido por igual inquie- 
tud, el señor de Escorval y Lacheneur se 
precipitaron a la azotea. Pero ya todo ha- 
bía vuelto a quedar en silencio. Nada se des- 
cubría en el horizonte. El cielo estaba des- 
pejado y ni una nube de humo se balancea- 
ba por encima de los árboles. 
—Es el enemigo—dijo Lacheneur sin po- 
der disimular el deseo que sentía, como tan- 
tos otros, de empuñar un fusil y marchar 
contra los aliados... 
Detúvose, porque las defonaciones volvie- 
ron a sentirse con más violencia. 
El señor de Escorval escuchaba con las 
cejas fruncidas. 
—Esto no es el tiroteo de una escaramu; 
za—murmuraba. 
Permanecer más tiempo en aquella incer- 
tidumbre era imposible. 
—Padre mio — dijo Mauricio, —si me lo 
permite, iré a informarme de lo que sucede. 
—Ve; pero, si és algo grave, que no lo 
ereo, no te expongas, vuelve en seguida. 
—Y no cometas ninguna imprudencia— 
insistió la señora de Escorval, que veía ya 
a su hijo expuesto a los más horribles peli- 
grOS. 
—Mucho cuidado—añadió María Ana, que 
era la única que comprendía el atractivo que 
debía tener el peligro para aquel infeliz des- 
esperado. ' 
De nada sirvieron tantas recomendacio- 
nes, porque en el momento en que Mauri. 
cio se lanzaba a la puerta, su padre le de- 
buvo. 
—Detente—le dijo,—por allí viene alguno 
que tal vez nos dé noticias. 
Efectivamente, por el recodo del camino 
de Sairmeuse acababa de aparecer un hom- 
bre, que caminaba muy de prisa, lleno de 
polvo, con la cabeza desnuda bajo los rayos 
del sol, y de vez en cuando blandía furiosa- 
mente su bastón, como si hubiese amenaza- 
do a un enemigo visible sólo para él. Pron- 
to pudieron distinguirse sus facciones. 
—¡Ah!... es Chanlonineau—exclamó el 
señor Lacheneur,—el propietario de las vi- 
ñas de la Borderie; el mejor y más guapo
	        
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