Full text: Por el honor del nombre

POR EL HONOR DEL NOMBRE 
trasado, y sobre la blanca alfombra de nie- 
ve, pudieron descubrir numerosas huellas 
de pasos. 
Rápido como el pensamiento, Lecog se 
puso de rodillas para examinarlas de cerca, 
y en seguida se levantó. 
—No son pies de hombre los que han de- 
jado estas huellas — dijo; — son de muje- 
res. 
1V 
El tío Ajenjo, testarudo e incrédulo como 
el que más, se convenció, por fin, de que su 
joven compañero tenía razón en sus aprecia- 
ciones, y de que Gevrol, su jefe, se había 
equivocado. 
Al oir a Lecoq asegurar que habían asis- 
tido mujeres a la horrible tragedia de la 
Pimentera, exclamó lleno de alegría : 
—¡ Buen negocio! ¡Excelente ! 
Después añadió con tono sentencioso : 
—¡Quien conoce a la mujer, conoce la 
causa ! : 
Lecoq, apoyada la espalda en el marco de 
la puerta, permanecía silencioso, inmóvil . 
como una estatua. Lo que acababa de des- 
cubrir y que tanto encantaba al tío Ajenjo, 
le consternaba a él. Era la destrucción de 
sus esperanzas, el hundimiento del inge- 
nioso andamiaje construído por su febril 
imaginación con una sola frase. 
Desapareció el misterio y, por consiguien- 
be, se concluyeron las triunfantes pesquisas 
y la celebridad alcanzada, de la noche a la 
mañana, con un descubrimiento de impor- 
tancia. 
La presencia de dos mujeres en aquella 
guarida, lo explicaba todo del modo más 
natural; la lucha, el testimonio de la vieja 
Chupin y la declaración del falso soldado 
moribundo. La actitud del homicida no da- 
ba lugar a dudas: se había quedado para 
guardar la retirada de las dos mujeres; se 
había entregado para que no las prendie- 
ran, acción de galante caballerosidad que 
hasta los más miserables bribones de las 
barreras acostumbraban llevar a cabo. Só- 
lo queduba la inesperada alusión a la bata- 
lla de Waterloo. ¿Pero qué probaba ya? 
Nada. ¿No ocurre frecuentemente que una 
pasión indigna impele a un hombre, por 
muy educado que sea, a cometer crímenes 
abominables?... ¡Y el Carnaval justificaba 
todos los disfraces !... 
15 
Mientras Lecog torturaba su imaginación 
con estos razonamientos, el tío Ajenjo se 
impacientaba. : 
—¿ Hemos de permanecer aquí plantados 
toda la vida? ¿Quieres detenerte cuando 
nuestras pesquisas nos proporcionaban un 
resultado tan brillante ? 
Estas palabras hirieron a Lecog como la 
más amarga ironía. 
—¡ Déjeme en paz! — dijo bruscamente, 
— y sobre todo no camine por el jardín, 
que va usted a borrar las huellas. 
Ajenjo juró un poco, y por fin guardó si- 
lencio. Sufría el irresistible ascendiente de 
una inteligencia superior y de una enérgica 
voluntad. 
El joven había reanudado el hilo de sus 
deducciones y se decía : 
—No cabe dudar; el homicida, al salir 
del baile del Arco Iris, situado allá abajo 
cerca de las fortificaciones, llega aquí con 
dos mujeres... y encuentra a tres borrachos 
que le dan broma o que se muestran dema- 
siado galantes con las damas. El se enfas 
da... Los borrachos le amenazan; es solo 
contra tres ; lleva un arma ; pierde la cabeza 
y tira... 
Interrumpióse, y pasado un momento, 
añadió en voz alta: 
—¿Pero fué el asesino quien trajo a las 
mujeres? Los magistrados querrán dilucidar 
este punto... Vamos a tratar de aclararlo. 
Salió a la calle, seguido siempre del tío 
Ajenjo, y se puso a examinar los alrededo- 
res de la puerta de la taberna derribada por 
Gevrol. 
¡ Todo inútil! Apenas quedaba un poco de 
nieve y tantas personas habían pasado y 
pisoteado por encima, que ya no se distin- 
guía nada. y 
¡Qué terrible decepción para el pobre Le- 
coq, que lloraba -casi de rabia! Ya la pare- - 
cía estar oyendo los groseros sarcasmos de 
Gevrol. 
—¡ Vamos! — murmuró en voz baja para 
no ser oído; — confieso mi derrota. El Gre- 
neral tenía razón y yo soy un tonto. 
Tan convencido estaba de que sólo se 
trataba de un crimen vulgar, que se pre- 
guntaba si no sería mejor renunciar a todo 
informe y echar un sueño mientras llegaba 
el comisario de policía. 
Pero el tío Ajenjo ya no opinaba de igual 
manera. El buen hombre, que estaba muy 
lejos de reflexionar como su compañero, 
no se explicaba su inacción y no podía es- 
tarse quieto. 
—¡ Pero, muchacho! ¿Qué haces? ¿No 
ves que estamos perdiendo el tiempo y la
	        
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