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justicia no se hará esperar mucho? Si es
que tú no tienes ganas de trabajar, voy a
hacerlo yo solo...
Por muy preocupado que estuviera el jo-
ven agente no pudo menos de sonreir. Ke-
cordaba sus exhortaciones de poco antes, y
se decía que el viejo era ahora el empren-
dedor.
—¡ Continuemos, pues! — suspiró como
hombre que, previendo un fracaso, no quie-
re, por lo menos, tener nada de que censu-
rarse.
La obscuridad de la'noche no permitía
seguir las huellas de pasos al aire libre, y
a la vacilante luz de una vela.
-—¿No hemos de encontrar en esta madri-
guera alguna linterna? — dijo Lecog.
Registraron toda la casa, y, efectivamen-
be, en el cuarto de la viuda Chupin, situado
en el primer piso, descubrieron una linter-
na ya preparada, tan pequeña y tan clara,
que seguramente no estaba destinada a
ningún uso honrado.
Los dos agentes volvieron al jardín y
comenzaron de nuevo sus investigaciones,
avanzando con mucha cautela. Este recono-
cimiento probó que Lecog había visto bien.
Era evidente que las dos mujeres habían
abandonado la Pimentera por aquella puer-
ta, y habían salido corriendo, como lo proba-
ban el largo de los pasos y la disposición de
las huellas.
La diferencia de éstas entre las dos fu-
gitivas era tan notable, que el tío Ajenjo
exclamó :
—;¡ Diantre! ¡Una de esas beldades pue-
de vanagloriarse de tener un lindo pie al
final de la pantorrilla !
Y no se equivocaba el viejo agente: una
de las huellas revelaba un pie diminuto,
coquetón ; la otra denunciaba un pie grue-
so, corto y ancho en la punta, calzado con
zapato de tacón bajo; detalle este que, aun-
que insignificante, fud lo suficiente para de-
volver a Lecoq todas sus esperanzas.
Lleno de ansiedad el joven agente arras-
tróse por la nieve en busca de otras hue-
llas. De pronto dejó escapar una elocuente
exclamación. :
—¿Qué ocurre? — interrogó el viejo po-
lizonte.
—Mire usted mismo, ahi...
El buen hombre se inclinó, y fué tan
grande su sorpresa, que por poco deja caer
la linterna.
- —¡Oh!... — dijo con voz ahogada; —
¡pasos de hombre!...
—Justamente, y las huellas están tan
EMILIO GABORIAU
bien marcadas, que se pueden contar hasta
los clavos de las suelas.
—Yo creo — objetó el tío Ajenjo — que
este individuo no salía de esa taberna mal-
dita.
—Yo opino de distinta manera; la di-
rección del pie lo prueba bastante. No salía
de ella, sino que iba. Sólo que no ha pasa-
do del sitio en que estamos. Se conoce que
caminaba de puntillas, y escuchando, y al
oir ruido... buvo miedo y huyó.
—O0 bien que salían las mujeres cuando
él llegaba, y entonces...
—No lo creo; ellas estaban ya fuera del
jardín cuando penetró en él.
Esta aserción le pareció al tío Ajenjo de-
masiado audaz.
—Difícil es asegurar eso.
—Pues yo lo aseguro, y si usted lo duda,
es porque sus ojos se van haciendo vie-
jos. Acerque un poco la linterna y verá
como ahí... sí, ahí mismo, nuestro hombre
ha puesto su gruesa bota encima de la hue-
lla de la mujer del pie pequeño, y casi lo ha.
borrado enteramente.
El viejo agente quedó estupefacto.
—Lo que hace falta saber ahora — dijo
Lecoq, — es si esos pasos eran los del cóm-
plice que el homicida esperaba, o los de al-
gún habitante de esos solares, atraído por
-los tiros. ¡ Venga usted !
Un cercado de madera, de poco más de
un metro de altura, separaba los solares del
jardinillo de la viuda Chupin. Cuando Le-
coq rodeó la taberna para cortar la retirada
al homicida, tropezó con aquella barrera, y
temiendo no llegar a tiempo, saltó por en-
cima, sin preguntarse siquiera si existía
alguna salida. En efecto, la había. Una
puertecilla permitía entrar y salir por aquel
lado. ¡Pues bien! las huellas señaladas en
la nieve condujeron en línea recta a los dos
agentes de vigilancia a aquella puertecita.
Esta particularidad llamó la atención de
Lecoqg y le hizo detenerse.
—Tío Ajenjo, no es la primera vez que
estas dos mujeres vienen de noche a esta
casa. Estoy segurísimo. ¿No comprende
usted que con una noche tan obscura y esa
espesa niebla, no es fácil sospechar esta
salida sin conocer las costumbres de los
habitantes de este antro? :
—Ciertamente.
—Y para que usted se acabe de convencer
de que las mujeres sabian la posición exac-
ta de la puertecilla, y el hombre no, fíjese
en las huellas del individuo, y notará que se
ha desviado del camino recto. Además, tan
poco seguro estaba del sitio en que se ha-
ren