POR EL HONOR DEL NOMBRE
de Escorval cuando iba a Montaignac. Su
Propietario era Laugeron, aquel que había
sido el primero en avisar a su amigo Lache-
heur la llegada del duque de Sairmeuse.
Aquel buen hombre, al saber los huéspedes
que le llegaban, salió a recibirlos basta la
Mitad del patio, con su gorra blanca en la
mano. Tal recibimiento era un heroísmo en
Semejante día. ¿Era uno de los conjurados ?
lempre se ha creído, aunque no hubo me-
lo de probarlo. El hecho es que invitó a
Mauricio y al abate a que tomasen un re-
resco, dándoles a entender que tenía que
hablarles y les condujo a una habitación en
donde sabía que estaban a cubierto de oídos
Indiscretos.
augeron, gracias a uno de los ayudas de
cámara del duque de Sairmeuse que con fre-
Cuencia iba a su establecimiento, sabía tanto
como la autoridad y quizás más, puesto que
al mismo tiempo recibía noticias de los con-
Jurados que habían quedado en libertad. Por
€! supieron el abate y Mauricio que no se
entan noticias de Lacheneur y su hijo Juan,
Y que entre los doscientos prisioneros que
estaban en la ciudadela, se encontraban el
barón de Escorval y Chanlonineau. En fin,
Supleron también que durante aquella ma-
¡hana había habido sesenta prisiones en Mon-
baignac mismo, y todos creían que aquellos
arrestos eran obra de un traidor y que toda
la ciudad temblaba... :
de aquellas injusticias por su parroquiano el
ayuda de cámara.
—Contaré a ustedes una historia que, aun-
Pero Laugeron supo el verdadero origen-
que parezca increíble, es verídica—dijo.—.
Dos oficiales de la legión de Montaignac que
volvían esta madrugada de su expedición,
atravesaban la encrucijada de la Croix-d'Ar-
cy, cuando al borde de un foso vieron que
yacía muerto un hombre vestido con el uni-
lorme de los antiguos guías del Emperador.
Mauricio se estremeció. No dudaban que
aquel infeliz era el valiente oficial de reem-
Plazo que había ido a reunirse con su co-
únna, en la carretera de Sairmeuse, des-
Pués de haber hablado" con Lacheneur.
—Aquellos dos oficiales—prosiguió Lau-
Seron—se acercaron al cadáver. Lo exami-
Baron, ¿y qué dirían ustedes que vieron?
ú papel que asomaba entre los labios del
Pobre muerto. Se apoderaron del papel, lo
abrieron y leyeron... Era la lista de los con-
Jurados de la ciudad y de algunos otros cu-
YOS nombres se habian escrito allí para ser-
Vir de cebo... Sintiéndose herido de muerte,
el antiguo guía quiso hacer desaparecer la
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lista fatal, y las convulsiones de la agonía
le impidieron tragársela...
El ábate Midon y Mauricio no tenían
tiempo para escuchar los comentarios con
que Laugeron acompañó su relato.
En seguida enviaron un recado a la seño-
ra de Escorval y a María Ana, tranquilizán-
dolas y sin perder un momento se dirigieron
a casa del duque de Sairmeuse. Cuando lle-
garon, una inmensa multitud esperaba de-
lante de la puerta. Eran los parientes de los
desgraciados a quienes habían preso aquella
mañana.
Dos lacayos vestidos con magníficas li-
breas pasaban grandes apuros para poder
contener la oleada cada vez más imponente
de solicitantes... El abate Midon, creyendo
que su traje sacerdotal levantaría la consig-
na, se acercó y dijo su nombre, pero le re-
chazaron como a los demás. :
Voluntariamente o no, los criados enga-
ñaban a todas aquellas pobres gentes. El
duque de Sairmeuse se preocupaba muy po-
co en aquel momento de lo que ocurría.
Una escena violentísima había estallado en-
tre el señor de Courtomieu y él. Los dos
pretendían atribuirse el primer papel—sin
duda el más caramente pagado,—y había
entre ellos conflicto de ambición y de pode-
res. Empezaron por recriminarse, después
llegaron a las palabras ofensivas, a las alu-
siones amargas, y por fin a las amenazas.
El marqués quería desplegar los más terri-
bles, y según él decía, saludables rigores ;
el señor de Sairmeuse se inclinaba a la in-
dulgencia. El uno pretendía que desde el
momento en que Lacheneur, el jefe de la
conspiración, y su hijo, habían escapado a
las pesquisas de la ley, era urgente prender
a María Ana. El otro argúla que retener
prisionera a aquella joven era un acto poco
político, una falta que haría más odiosa a
la autoridad y más intresantes a los conju-
rados.
—;¡ Qué dirá la opinión ! —decía el duque.
—¡ Y a mí qué me importa !—contestaba
el marqués.
—Está bien. Entonces, ponga a mi dispo-
sición soldados de confianza. ¿No sabe lo
que ha pasado esta noche? Se ha gastado
pólvora bastante para ganar una batalla, y
no han sido heridos ni quince aldeanos.
Nuestros hombres han disparado al aire. ¡Es
claro, la mayor parte de los hombres de la
legión de Montaignac son antiguos solda-
dos de Bonaparte que arden en deseos de
volver sus armas contra nosotros!
Ni el marqués ni el duque se atrevían a
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