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—¿Sabéis su nombre?
—Sí; se llama el duque de Valserango.
A esto se redujo todo lo que Milón pudo averiguar.
La buena fe de la tabernera, era indudable.
Iscuchadme, —añadió Milón.—En el bolsillo llevo una
treintena de francos; os la doy, con la condición de que
me desatéis los brazos.
La tabernera, que observara que se había ido tranqui-
lizando poco á poco, íno tuvo miedo, y le desató las
manos, diciéndole:
Guardaos vuestro dinero, y sabed que me pesa ha-
ber ganado esos doscientos francos en perjuicio vuestro.
Milón no la hizo apenas caso, y saliendo de la taberna
echó á correr por el camino de París.
En la barrera encontró un coche de punto, ofreció cinco
francos de propina al cochero, si larreaba á sus pencos y
le llevaba deprisa á su destino, y en menos de tres cuar-
tos de hora, llegó á los Campos Elíseos.
En las ventanas del hotel, no se veía ninguna luz.
Llamó á la puerta y salió á abrir una muier anciana,
—¿Qué deseabais?—preguntó.
—Hablar á la señora de la casa
—Soy yo—dijo la mujer
—|Vos!
¡Ah! Ya sé de qué se trata-—dijo la anciana sonrien-
do.—Toda vez que queréis hablar del español y de su es-
posa, á los que alquilé el hotel amueblado, y que se han
marchado esta tarde en el tren de las cuatro. Se fueron á
Bélgica.
Marchóse apresuradamente Milón después de oir esto, y
pocos minutos después llegaba al hotel de Vanda en el
estado de desesperación y de abatimiento en que le hemos
visto.
¡Y Rocambole sin volver!-—murmuró Vanda.
¡Ah! Si estuviese aquí—dijo suspirando el Muñeco.
¡El 4 quien nadie resiste!
Y en el momento en que el Muñeco decía estas pala-
bras, le interrumpió el sonido de la campana que anun-
ciaba la llegada de una visita.
Y los tres se estremecieron, dominados por un inexpli-
cable presentimiento,