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sus ministros, que no somos más que hombres,
nos hemos de mostrar más severos?
»Convinimos en que tendría depositado en mi
Casa el cadáver de mi hijo hasta el sábado siguien-
te por la noche.
»Cuando llegase ese día, el sacerdote se pre-
sentaría acompañado de cuatro irlandeses, para
hacerse cargo del ataúd y transportarlo al cemen-
terio de San Jorge.
»En éste enterrarían á mi hijo en tierra santa
y Se rezarían por él las preces de la iglesia sobre
su tumba, lo mismo que si hubiese fallecido de
muerte natural.
—Y ese sacerdote—dijo el Hombre Gris inte-
rrumpiendo á la madre de Ricardo,—¿no era :el
abate Samuel?
—Sí ¿le conocéis?
—Es el jefe de todos nosotros —respondió el
Hombre Gris.
»=Coloqué bajo la cabeza de mi hijo querido
el pliego sellado que deseaba llevarse á la tumba.
>»Clavaron después el ataúd, y desapareció para
siempre á mis ojos aquel al que debiera yo haber
precedido á la otra vida.
Al llegar á este punto, los sollozos impidieron
continuar á la pobre madre.
El Hombre Gris estrechaba entre las suyas la
mano de aquella desgraciada, y la miraba con
bondadosa expresión.
—¿Y no volvísteis 4 ver más á lady Elena ?—
la preguntó. ,
Ese nombre produjo una súbita reacción en la
madre de Ricardo Harrison.
—¡Oh! Sí, la he visto—dijo.
—¡Ah!
—La vi una vez y comprendí que mi hijo se
hubiese enamorado de ella, porque es hermosísi-