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ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
“Miss Atlántico” se estremeció; miró de reojo al ge-
neral chino, y en aquel momento le hubiese dicho espon-
táneamente: “¡Qué bruto, qué cruel!” Pero se dominó
poderosamente y, sonriendo, le preguntó, con una voz
velada, que podía ser de emoción, pero que era de
odio contenido:
—Y, dígame, general, ¿es posible que usted me ame
ya tanto?
—SÍ, “Miss Atlántico”; la amo a usted ya mucho, y
como usted me ha contado su vida y yo la he dicho ya
mis sentimientos, vamos a hablar claro. “Miss Atlánti-
co”: ¿quiere usted casarse conmigo?
—¿ Casarme?
—St; casarse,
que yo no soy budista, ni estoy de acuerdo con la re-
ligión de Confucio, y tampoco puedo aceptar las leyes
chinas; soy súbdita norteamericana.
—Con las leyes que usted quiera, con la religión que
usted ordene; yo me someto a las leyes que usted elija
y yo abjuraré de mi religión con tal de que sea us-
ted mía.
“Miss Atlántico” sonrió,
—General, vamos a simplificar las cosas; vamos a ha-
cerlo todo más fácil; si usted me ama y yo puedo llegar
a amarle, no es necesario que nos casemos; hoy la vida
se ha transformado mucho; la vida moderna no exige
ritos ni fórmulas para continuar desarrollándose. ¡Fí-
jese bien, general! Si dos seres modestos, insignificantes,
se casan “con todas las de la ley” en una religión aceptada
en el país donde se casan, y son pobres y humildes, na-
die los considera, todo el mundo pasa a su lado sin mi-
rarlos, nadie les reconoce el mérito de vivir casados con
arreglo a las leyes y a la religión que profesan; en cam-
bio, como contraste, coloque usted la pareja de un hom-
bre y una mujer que tienen posición, que tienen dinero
y que viven sin casarse, haciendo una vida común, pues
—¿Casarme? ¿Con qué leyes, con qué religión? Por-