nosotros se hallaba. Digo, pues, que encarándose
con la menegilda y alargándole la botella, dijo:
—¡Eh, tú! Tráeme, si pué ser, un poco de
trinquen.
Ustedes no pueden imaginarse lo que allí suce-
dió. Individuo hubo que, de pie en una silla, pedía
la oreja; otros gritaban frases incoherentes entre
carcajada y carcajada; y a Conesa hubimos de sa-
carlo, casi congestionado, de entre las patas de
nuestra mesa. Sentóse el de Farmacia en una silla
y, elevando las manos al. cielo, clamaba :
—¡ Trinquen, Trinquen!
Acercósele con los puños cerrados el serrano,
rugiendo:
—¿Qué hay con Trinquen? Amos a ver quién
es el guapo...
—Tú; ¡si no hay más que verte!
Y Conesa sufrió otro nuevo ataque de risa, más
grave que el primero.
Tuvimos que sujetar a Trinquen y convencerle
de que, entre estudiantes, no se resuelven las bur-
las a puñaladas, sino que se pagan, con los intere-
ses correspondientes, en la misma moneda.
Poco a poco se fué reconciliando con nosotros...
Conesa, por su parte, le presentó sus excusas y se
le mostró tan obsequioso y servicial, que el de Ga-
ramatas acabó por intimar con él. Porque es de
saber que Trinquen tenía algún dinerillo, Se lo
había entregado el señor Tobalo, para que com-
prase los libros y alguna ropa. Un traje magnífico
se hizo, en efecto, pero, por consejo de Conesa, no
lo pagó. Adquirir los libros de texto no les pasó
por las mientes.
—La vida es dulce y amable, amigo Trinquen—
comentaba satisfecho el de Farmacia —. Vamos