tan apegada ha estado a la tierra, que se ha enmo-
hecido terriblemente.
-—¡ Todo por mi culpa!
—¿Tú hablas de tus culpas? Basta. Perdóname.
- Y en labios de don Oliverio, este “Perdóname”
tué el colofón humilde de una vida de orgullosa
rebeldía.
Palmito lloró muy sinceramente a su protector.
vI
El alemán y el inglés siguieron llegando a las
Nueve en punto de la mañana a las puertas de sus
establecimientos. Jamás penetraron en ellos sin ha-
berse dirigido una oblicua mirada rencorosa.
Durante mucho tiempo, Marina y el cicerone
luyeron el uno del otro. Los últimos mandatos de
don Francisco y don Oliverio se cumplían con es-
Crupulosidad.
Alguna vez, Palmito llegó a confesarse: —— Es-
to es imbécil.
Cierta mañana, cuando animado de un espíritu
conciliador, iba a salir para dirigirse a la tienda
vecina, se le acercó un dependiente, el cual, mos-
trando una cajita de incrustaciones, le dijo:
—Señor, en la tienda de al lado se jactan de
que ellos puedan dar cuantas se les pidan como
ésta, al precio de diez y ocho cincuenta.
—Usted las dará al de quince; ¿entendido?
Como usted ordene, señor.
- Palmito ya no fué a casa de Marina.
/n año, la primavera, siempre maravillosa en
ur