ángulos formados por los brazos de la cruz, se
halla una de las huertas más fértiles de toda An-
dalucía. Quien haya visitado con algún deteni-
miento lo que desde tiempo inmemorial se cono-
cía por Los Soteros y de algún tiempo a esta par-
te se denomina La Culebra, certificará que no hay
hipérbole en lo que afirmo. La finca es de lo me-
jorcito de Andalucía.
Recogíanse de allí pimientos rojos de grueso
casco; tomates de carne prieta, dulce y sonrosa-
da; melones blancos de las tierras de Barros, de
aquellos cuya carne azucarada cruje y se abre ape-
nas en ella se clavan los dientes; melocotones de
piel sedosa, de un bello color amarillo sonrosado;
priscos que en la entraña de su pulpa tierna y aro-
mada abrigan un hueso rojo, como ciertas vidas
guardan su dolor y su agonía entre las sedas y el
vivir alegre; cerezas y guindas, entre el boscaje ver-
de, como incrustaciones de enormes rubíes; uvas,
ora de un morado casi negro, ora rojizas por un
lado y albas por el otro, ya de un blanco amari-
llento, que despierta la ilusión de verlas rezumar
como los panales pletóricos, ya de un verde intenso,
que las oculta entre los pámpanos del emparrado;
granadas que de tanta vida y tanto jugo como tie-
nen en su corazón, rompen la cáscara y ofrecen su
tesoro al sol del mediodía; higueras colosales que
dan el fruto por arrobas, brevas e higos que desti-
lan del encendido corazón una miel de penetrante
perfume; peras cuya carne se deshace en la boca
como un pedazo de hielo; y más frutas y más hor-
talizas y más flores por doquier, y el agua desli-
zándose por los regatos, a la sombra de la arbo-
leda, con un suave murmullo de quietud y de amor.
Pero este huerto maravilloso, trasunto del huer-
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