Full text: 1.1915=Nr. 2 (1915000102)

'Lutkas 
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la gloria, pero encerrados entre las 
cuatro paredes de un ataúd. Allí fué 
• ayer la cuna y ahora la tumba de 
aquel tesoro de amor cuya conquista 
■le hiciera tan dichoso. 
La acogida de Borne fué conmove 
dora. Todas las clases sociales se con 
fundieron para lamentar la irreparable 
pérdida y recordar las bellas prendas 
•que adornaban a la finada y hacían 
•de ella el Ídolo de la población. Quien 
la trataba la admiraba y era su arni- 
,go, y ningún desgraciado se acercó a 
ella sin ser consolado. Se recordaba 
•su bondad, su dulzura, aquel espíritu 
de caridad y de amor al prójimo que 
■era su característica, y todos aquellos 
a quienes protegió y cuyas lágrimas 
•enjugó rodearon el féretro para llorar 
la. Seguramente este era el homenaje 
más caro a su corazón y con el cual 
soñaba en su agonía, al señalar como 
•el lugar de su eterno reposo aquel 
donde se deslizaron los años más flo 
ridos de su juventud y existen los 
mejores testigos de la límpida pureza 
•de su alma! 
El féretro fué conducido a la iglesia 
¡por tantas manos amigas que se dis 
putaban ese honor. Pasó por frente a 
la casa materna de la finada, en la 
•cual vivió siendo niña, y se detuvo 
cerca del lugar, a las márgenes del 
Rio Etowah, donde, según la tradición, 
la entonces señorita Ellen Louise Axson 
dió su palabra de novia o compromiso 
matrimonial a! hombre destinado a ser 
■el Presidente de esta gran República. 
Lugares memorables, de dolientes evo 
caciones, cuya visita en esta ocasión 
intensifica el dolor de la cruel des 
gracia! — Dice un filósofo poeta que 
nada aumenta el dolor de la hora pre 
sénte como visitar en la desgracia los 
lugares donde se lia sido feliz. 
El servicio del entierro fué breve, 
«con impresionante simplicidad». Des 
pués del funeral en la iglesia, en que 
el órgano ejecutó la Marcha fúnebre 
de Chopín á la entrada del féretro y 
fue ron cantados dos himnos favoritos 
de la extinta cuando niña—himnos que 
ella había cantado tantas veces en la 
misma iglesia,—el cadáver fué llevado 
al Cementerio de la Colina Myrtle. Mien 
tras el sacerdote leía la plegaria bíblica, 
el Presidente que se hallaba con sus 
hijas, inclinada hacia el suelo la cabe 
za, no pudo contener su emoción y 
abundantes lágrimas corrían por sus 
mejillas. No se retiró del Cementerio 
hasta que la última palada de ce 
mento cerró la sepultura; y pasando 
por entre dos filas de guardias nacio 
nales que le rendían los honores, re 
gresó a su coche particular del tren. 
Toda la ciudad se hallaba enlutada 
con cortinas y cintas negras, y las 
niñas de todas las escuelas, vestidas 
de blanco y con ramos de laurel, for 
maban en el cortejo. Rome pagó con 
creces, con monedas empapadas en lá 
grimas del corazón, la preferencia de 
la señora de Wilson por descansar en 
su seno. 
* 
* * 
La muerte de la Señora Elena Lui 
sa Axson de Wilson, como la «caste 
llana» de la Casa Blanca, 17 meses 
después de ocupar su elevado y mere 
cido rango de «primera dama de la 
Nación», nos sugiere algunas conside 
raciones acerca de la fragilidad de las 
grandezas humanas y lo precario de 
lo que ón el mundo se llama la feli 
cidad. 
¿Quién más digna que ella a com 
partir los éxitos del marido, ahora en 
pleno encumbramiento? ¿Por qué se le 
arranca violentamente su corona de 
gloria, se le arroja de su pedestal, a 
ella que tanto luchó y con tan perse 
verante inteligencia colaboró en pres 
tigiar y enaltecer al hombre en quien 
puso todo su amor y toda su fe, y del 
cual decía a raíz de la Convención de 
Baltimore, que lo designó candidato a 
la Presidencia:—«Yo creo que Mr. Wil 
son llegará a ser algo más grande que 
el Presidente de los Estados Unidos. 
El es y será siempre el jefe elegido de 
una gran causa?»—Con lo cual quería
	        
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