'Lutkas
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la gloria, pero encerrados entre las
cuatro paredes de un ataúd. Allí fué
• ayer la cuna y ahora la tumba de
aquel tesoro de amor cuya conquista
■le hiciera tan dichoso.
La acogida de Borne fué conmove
dora. Todas las clases sociales se con
fundieron para lamentar la irreparable
pérdida y recordar las bellas prendas
•que adornaban a la finada y hacían
•de ella el Ídolo de la población. Quien
la trataba la admiraba y era su arni-
,go, y ningún desgraciado se acercó a
ella sin ser consolado. Se recordaba
•su bondad, su dulzura, aquel espíritu
de caridad y de amor al prójimo que
■era su característica, y todos aquellos
a quienes protegió y cuyas lágrimas
•enjugó rodearon el féretro para llorar
la. Seguramente este era el homenaje
más caro a su corazón y con el cual
soñaba en su agonía, al señalar como
•el lugar de su eterno reposo aquel
donde se deslizaron los años más flo
ridos de su juventud y existen los
mejores testigos de la límpida pureza
•de su alma!
El féretro fué conducido a la iglesia
¡por tantas manos amigas que se dis
putaban ese honor. Pasó por frente a
la casa materna de la finada, en la
•cual vivió siendo niña, y se detuvo
cerca del lugar, a las márgenes del
Rio Etowah, donde, según la tradición,
la entonces señorita Ellen Louise Axson
dió su palabra de novia o compromiso
matrimonial a! hombre destinado a ser
■el Presidente de esta gran República.
Lugares memorables, de dolientes evo
caciones, cuya visita en esta ocasión
intensifica el dolor de la cruel des
gracia! — Dice un filósofo poeta que
nada aumenta el dolor de la hora pre
sénte como visitar en la desgracia los
lugares donde se lia sido feliz.
El servicio del entierro fué breve,
«con impresionante simplicidad». Des
pués del funeral en la iglesia, en que
el órgano ejecutó la Marcha fúnebre
de Chopín á la entrada del féretro y
fue ron cantados dos himnos favoritos
de la extinta cuando niña—himnos que
ella había cantado tantas veces en la
misma iglesia,—el cadáver fué llevado
al Cementerio de la Colina Myrtle. Mien
tras el sacerdote leía la plegaria bíblica,
el Presidente que se hallaba con sus
hijas, inclinada hacia el suelo la cabe
za, no pudo contener su emoción y
abundantes lágrimas corrían por sus
mejillas. No se retiró del Cementerio
hasta que la última palada de ce
mento cerró la sepultura; y pasando
por entre dos filas de guardias nacio
nales que le rendían los honores, re
gresó a su coche particular del tren.
Toda la ciudad se hallaba enlutada
con cortinas y cintas negras, y las
niñas de todas las escuelas, vestidas
de blanco y con ramos de laurel, for
maban en el cortejo. Rome pagó con
creces, con monedas empapadas en lá
grimas del corazón, la preferencia de
la señora de Wilson por descansar en
su seno.
*
* *
La muerte de la Señora Elena Lui
sa Axson de Wilson, como la «caste
llana» de la Casa Blanca, 17 meses
después de ocupar su elevado y mere
cido rango de «primera dama de la
Nación», nos sugiere algunas conside
raciones acerca de la fragilidad de las
grandezas humanas y lo precario de
lo que ón el mundo se llama la feli
cidad.
¿Quién más digna que ella a com
partir los éxitos del marido, ahora en
pleno encumbramiento? ¿Por qué se le
arranca violentamente su corona de
gloria, se le arroja de su pedestal, a
ella que tanto luchó y con tan perse
verante inteligencia colaboró en pres
tigiar y enaltecer al hombre en quien
puso todo su amor y toda su fe, y del
cual decía a raíz de la Convención de
Baltimore, que lo designó candidato a
la Presidencia:—«Yo creo que Mr. Wil
son llegará a ser algo más grande que
el Presidente de los Estados Unidos.
El es y será siempre el jefe elegido de
una gran causa?»—Con lo cual quería