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Me encuentro en la cubierta de un
hernioso vapor de una gran nación
■civilizada.
Pronto el barco ha de virar con
rumbo al viejo continente para desem
barcar en importante mercado, los va
liosos troncos de madera arrancados a
estas selvas africanas. Pronto los ne
gros salvajes verán de que manera se
va alejando el rayo de civilización que
vino a romper por unos instantes la
solemne virginidad de aguas solo sur
cadas por el sencillo y tosco cayuco del
indígena.
En el puente, un oficial rubio, de
porte distinguido, eleva interrogando
los azules ojos hacia el cielo y al con
vencerse, de que al través de ese cielo
hay algo que amenaza, frunce el ceño,
crispa las manos y balbuceando una
blasfemia, da con fiereza órdenes im
periosas para que la marinería active
sus trabajos. Es necesario abandonar
rápidamente la accidentada costa; bien
pudiera ser, que el Océano, burlándo
se de la grandeza de la nave, hiciérala
girones sobre puntiagudas rocas.
La voz del oficial ha sido oída;
brotan órdenes, repercuten voces en
idiomas distintos. Los blancos desde la
cubierta, mandan y recriminan a los
negros, éstos con temor, cumplen su pe
ligrosa misión sobre las aguas, junto
a los mismos troncos de madera.
Poleas, máquinas, grúas y cadenas,
con las metálicas lenguas toman parte
activa en el febril concierto, pero a
pesar de la actividad desplegada, las
hélices del barco aún no funcionan, es ne
cesario que antes sean embarcados, unos
troncos de madera que a modo de mons
truosos cadáveres, aparecen flotando
sobre el agua.
Es la hora triste, de una tarde más
negra que la noche; no brilla estrella
alguna; ni una nube blanca, ni un tro
zo azul de firmamento; la luz de un
relámpago señala h densidad de ne
gros nubarrones que se amontonan y
descienden pesados; negro crespón el
mar, así está el bosque y del mismo
modo’ el cielo; tan sólo en occidente,
cual llamas de un formidable incendio,
hay claridad siniestra; una bocanada de
viento bochornoso bate las ramas; silba
en las hojas y anuncia en su preludio que
pronto partirá los árboles; el Océano
tranquilo escucha la amenaza; pasan
unos minutos; ya el horizonte redujo su
diámetro; ya no hiere la vista el tono
rojo; ya todo es igual, todo es negro,
es la noche; los relámpagos se suce
den con breves intervalos y ahora la bó
veda se encuentra bellamente iluminada.
—«¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¿Qué
se espera?»—Pregunta desde el puente el
oficial rubio de porte distinguido.
Y otro desde la cubierta le responde.
— «Es, señor, que un golpe de mar
arrebató aquellas valiosas maderas de la
torpe mano del negro que las condu
cía y ahora van a perderse en medio
de la inmensidad que las rodea».
En los azules ojos del oficial brilla
la cólera. Enfoca hacia el lugar se
ñalado los prismáticos jemelos y a la
luz de los relámpagos percibe de que
manera hace un negro titánicos es
fuerzos por recuperar las piezas que
a él le fueron confiadas, hasta que al
fin rendido y convencido éste, délo inú
til de su esfuerzo y en presencia del