Full text: 1.1909,9.Febr.=Nr. 11 (1909000111)

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mimdo ios insulta¡ !Que gracia; 
Ellos se mofan d? todo lo decente. 
En er diario clerical de San Juan 
hay párrafos enteros de insultos pa 
ra determinados miembros de la so 
ciedad de aquella ciudad, ultraján 
doles de la manera la más vi) y soez. 
Lo más jocoso es que salvo dos ó 
tres de dios ninguno puede mostrar 
su fie de nacimiento completa desde 
el más encumbrado hasta el más hu 
milde. 
El de la paliza merece un capí 
tulo aparte. Puede ser que más tarde 
lo demos á conocer de pies á cabeza 
y hablemos del por qué permanece 
aún viviendo en la casa episcopal. 
De “Lux”, (Mendoza). 
INOCENCIA 
Todo en aquel hogar era alegría, to 
do era paz. Cierto que no había gran 
des comodidades, ni lujos, pero sí en 
aquella casa tan pequeña se respiraba 
alegría. Aquellos dos nobles ancianos 
veían deslizarse su existencia tranqui 
lamente. Buenos por naturaleza, so 
portaban los reveses de la vida, como 
dos buenos cristianos que esperan la 
recompensa más allá. Solo sus ojos se 
llenaban de lágrimas, cuando alguna 
vez pensaban que la. muerte pudiera 
cortar el hilo de su existencia, y no 
por el miedo que á la muerte le tuvie.- 
ran, sino por dejar sola y desampara 
da á aquel ángel, á aquella inocente 
que con tanto cariño y tan solícitos 
cuidados habían criado, y que con tan 
grande locura querían. 
Inocencia, aquella hermosa criatu- 
ra, aquel ángel sonrosado lleno de sa 
lud y alegría; aquella niña tan inocen 
te, tan pura, era la alegría de aquel 
hogar. Nunca su pensamiento pudo 
dar cabida á una sola idea que no fue 
ra pura ; las vanidades é hipocresías 
del mundo, para ella no existían; ella 
no sabía más que querer mucho á sus 
viejecitos, como ella les llamaba. 
Muy temprano de un hermoso día 
del mes de Mayo, un movimiento inu 
sitado se notaba en aquel hogar, por 
lo general tranquilo. Algo extraordi 
nario sucedía. Los dos ancianos lucían 
sus mejores galas, pues iba á cumplir 
se uno de los deseos más vehementes 
de su vida. Su hija Inocencia, iba á re 
cibir aquel día el sacramento de la 
Confirmación. Todo estaba arreglado. 
A las seis de la mañana tendría lugar 
la confesión con el Padre Manuel, 
aquel jesuíta tan famoso, que predica 
ba tan bien, durante la Cuaresma, so 
bre el sacramento de la confesión. 
¡ Qué hermosa estaba Inocencia aque 
lla mañana, con su traje blanco como 
la. nieve! Un velo cubría su cara de 
virgen, lo cual, junto con aquel can 
dor é inocencia tan peculiar en ella, le 
hacían parecer una deidad. 
Mego la hora. La Iglesia, bien re 
pleta de fieles, luce aquel día sus me 
jores galas. Miles de luces encendidas 
en el altar, hacen un ambiente de res 
peto y recogimiento. La puerta de la 
Iglesia se abre para dar paso á Ino 
cencia acompañada de sus padres, los 
cuales no caben en sí de gozo, al ver 
que su hija ya va á ser un nuevo sol 
dado en el ejército de Cristo. 
El padre Manuel está en su puesto. 
Inocencia llega al reclinatorio, y con 
santa resignación, se arrodilla... 
Principia la confesión... 
Se acabó la ceremonia. ¡ Cuán con 
tentos van todos! Todos, menos Ino 
cencia, que va cabizbaja y pensativa. 
Los padres no se explican aquel cam 
bio tan repentino, pero creyéndolo ser 
recogimiento, no hacen caso y la de 
jan. 
Todo cambió. Han pasado algunos 
meses. Inocencia está gravemente en 
ferma. ¿ Qué le pasa ? Nada le duele, 
de nada se queja, pero en cambio, adel 
gaza, tiene fiebre. Sus padres están 
desesperados. ¿Qué hacer? Llaman al 
médico. Aquel señor de cara noble y 
venerable, hace un gesto de desagra 
do cuando ve á la enferma. El, ya co 
noce la enfermedad. No la duele nada, 
no hay nada para curarla, es una en 
fermedad moral, está en el alma. Re 
ceta un calmante y se va. 
Pasan algunos días. Inocencia em 
peora. Hacen llamar al médico y el 
pobre señor, con lágrimas en los ojos, 
le dice al padre, que aquel ángel se 
muere, que aquella existencia se apa 
ga, en fin, que no hay esperanza. ¡ Gol 
pe terrible! El pobre padre casi se 
desvanece, pero en medio de su dolor, 
como todo buen cristiano, encuentra 
un lenitivo: si Dios lo quiere, que se 
la lleve, pero al menos que vaya con 
fesada. 
En aquella alcoba reina un silencio 
sepulcral. Una pobre anciana, sentada 
á la cabecera del lecho, vierte un to 
rrente de lágrimas. Un anciano se pa 
sea nerviosamente, aguantando las lá 
grimas que pugnan por salir de sus 
ojos, y en aquel lecho hay un ángel, 
sí, un ángel, pero del color amarillen 
to de la cera, los párpados cerrados, 
la, respiración casi imperceptible; 
aquella vida se apaga, aquella exis 
tencia muere. 
Se oyen pasos. Es el confesor que 
llega, es el Padre Manuel. Sale el an 
ciano á recibirle, y al entrar, le señala 
el lecho. La enferma abre un poco los 
ojos, y al ver al sacerdote, un grito de 
desesperación, un grito del alma, sale 
de su boca: ¡Váyase, no quiero! 
Todos creen que delira. El anciano 
se acerca al lecho, y con voz cariñosa, 
le dice: ¡Hija mía, si es el Padre Ma 
nuel que viene á confesarte! ¡ Infa 
me !, dice la enferma con voz entrecor 
tada. ¡ Salga de aquí, que yo con mi 
inocencia vivía feliz hasta el maldito 
día en que fui á confesar, y con sus 
palabras y preguntas inoportunas me 
hizo aprender lo que yo no sabía; per 
dí mi inocencia, y la pérdida de mi 
inocencia me mata! ¡Adiós, padre 
mío, no puedo más! 
Murió. En aquel momento entra el 
médico, el que al encontrar un cadá 
ver y no habiendo visto al sacerdote, 
dice: ¡ Pobre ángel, la han matado! 
—Pero, ¿de qué murió, doctor?— 
dice una vecina que acaba de entrar. 
—No puedo decirlo. El secreto pro 
fesional me lo impide. 
—Comprendido. 
Todos vuelven la cara, pero... el 
fraile se había ido. 
P. J. Brijzon. 
¡HO! ¡EL CELIBATO! 
Traducimos del Socolo Nuovo, de 
Venecia: 
El viernes por la mañana se pre 
sentó á la redacción del Secolo Nuovo, 
un operario que nos contó, que un 
clérigo jesuíta, con gran habilidad, 
había sabido atraerse ofreciéndole 
santos, medallas, estampas, vírgenes, 
etcétera, á varias niñas haciéndolas 
caer en las redes de sns libinidosas 
porquerías. 
Dos de estas niñas, continuó el ope 
rario, son hijas mías; una tiene doce 
años y la otra ocho, las dos están dis 
puestas á contar por sí mismas todo 
lo que yo le digo. 
Encontrándonos ante un caso tan 
serio, creimos oportuno antes de pu 
blicarlo en el periódico, entrevistarnos 
con las niñas. 
Fuimos á casa de Fernando Ros- 
kovitz, el jornalero que nos contó la 
delicada denuncia. 
Llegamos y nos encontramos con 
tres niñas, Virginia y Juana Rosko- 
vitz y Josefina Mirándola. 
Las interrogamos: “Nosotras Íba 
mos siempre, dijeron las niñas, á la 
plaza, ó campo de los jesuítas á jugar. 
Un día nos fijamos que un fraile nos 
miraba, nosotras nos acercamos y le 
pedimos una. medallita. El nos aca 
rició y se marchó dentro. 
Apenas nos sentamos, apareció el 
fraile en la ventana y nos dijo: “No, 
así no”. Nos llamó cerca de él expli 
cándonos en que forma quería que 
nos sentáramos frente á la ventana. 
Viéndonos indecisas, porque creía 
mos que aquello era malo, nos prome 
tió. cosas, lindas y nos acarició ’ más. 
Fuimos áf sentarnos como él nos había, 
dicho, y mientras estábamos así vi 
mos que el fraile nos miraba, de un 
modo muy raro y nos decía que .no 
lo mirásemos á él sino que mirásemos 
al cielo. Nos miraba fijamente y ese ' 
escondía; al poquito volvía á mirar 
nos otra vez. Nosotras no- podíamos 
aguantar la risa. 
Al poquito nos llamó y nos dió esas 
medallas y esas estampas y nos dijo 
que tenía cosas más Jindas, que fuéra 
mos á verlo al día siguiente á las. 7 
de la noche. 
El fraile corruptor se llama Cesá 
reo Petis.” 
A nosotros solamente nos toca'.ad 
vertir á los padres y madres de fami 
lia, que se escandalizan de-que se ca 
san tantos curas y frailes en estos 
últimos meses. Manden, manden á sus 
hijas a Jos colegios de monjas y de 
frailes; pero no se quejen si les sucede 
lo que á las niñas venecianas, instru 
mentos inconscientes de la perversión 
erótica do el casto y puro y célibe 
fraile; no se quejen sino á sí mismos 
si les sucede algo peor. 
Por si hay quien dude de esto, le 
diremos que se siguió un proceso, pero 
los procesos de nada sirven mientras 
el pueblo no aprenda á,defenderse á 
sí mismo tomando precauciones. 
Si tan largo me lo fías...- 
—“Padre nuestro, que estás en los 
cielos,.. 
—¿ Qué haces ? 
—Estoy pidiéndole á Dios el pan 
cuotidiano. Dios es mi única espe 
ranza. 
—¿Estás loco? ¿El cielo no es esa 
2 
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J 
Á 
Ho 
UN CONFESOR FRANC Y EL PAISANO 
Bi confesor—En penitencia, mañana para almorzar te comea un puñado de alfalfa seca. 
El confesado—Yo no soy un caballof reverendo. 
El confesor—No, pero eres un burro desde el-momento que vienes á confesarte.
	        
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