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VIDA MONTEVIDEANA
servó por un momento á sí mismo, interrogó
á su mente, vacilando y conteniendo la res
piración.
¡No! ¡No era una ilusión!
Un extremecimiento violento le corrió por
todas las venas, y en el mismo punto se le
produjo en la mente, una confusión, un
tumulto de pensamientos, como un sonoro
torbellino de llamas, que parecía le debiera
hendir las paredes del cráneo.
¡No! ¡no era una ilusión!
La mano mórbida y lijera, continuaba po
sada sóbrela suya, que permanecía como
paralizada por aquel contacto.
Después toda su sangre se sublevó y le
dominó una embriaguez repentina, como
si hubiera tragado un sorbo de licor terri
ble, y en poco estuvo que no se arrojara
de rodillas con los brazos abiertos.
Pero fué contenido casi por una fuerza
no suya y sintió temor por aquel momen
táneo delirio.
Nuevamente dudó que fuera una ilusión
y obligó de nuevo á su pensamiento á exa
minarse á si mismo.
Pero la mano continuaba.... continuaba-
y oprimia ligeramente la suya, como en
actitud da caricia y protección y él sentía
su morbidez, su calor y su vida.
Entonces penetró en su alma una infinita
dulzura, los ojos se le humedecieron, su
mente se aclaró y se sintió palpitar tan fuer
te el corazón, que.tuvo casi miedo de que se
oyeran los latidos por encima del c-trépito
del tren.
Alentado un peco, volvió la mano hacia
arriba, la estrechó y le pareció que un lo
ríente de voluptuosidad le revolviera el alma
y el cuerpo; aquella mano estabi e i la suya
¿Pero era posible? ¿Era ve-dad? ¿E-a él?
¿Era esa mano?
Un pensamiento súbito le traspasó el co
ra zón, la opiesión de aquella m i n o e ra un
adiós—un adi >s para siempre!
A después 1 > asaltó otro pensamlcnt >;
era amor... ó compasión solamente, compa
sión de su amor, de su pobreza, de su ros
tro de enfermo, del dolor que ella adivinaba
en él por su partida?
¡Oh! ¡No era, no podía ser más que com
pasión!
La presión cariñosa de aquella mano.aca-
riciadora que ro dejaba penetrar los suyos
entre los propios dedos, era el apretón de
una amiga compasiva, era la voz de un sen
timiento casi maternal, que le decía:--Tú
me amas, y yo parto; ya no me verás más,
pobre muchacho, nunca más en la vida.
Peí o yo me acordaré de ti alguna vez
y fe dejo como memoria esta dulzura.
Pues bien ¿qué importa ? También solo
por la compasión sentía una gratitud in
mensa, una ternura que le hacia subir los
sollozos á la garganta.
Y hé aquí que mientras esto pensaba,
aquellos deditos se abrieron y entraron en
tre los suyos. Y entonces un vértigo de amor
se apoderó de él é inclinando el rostro y
levantado un poco aquella mano, clavó en
cima los labios temblorosos y la cubrió de
besos mudos, abrasadores, desesperados,
hasta que le faltó la respiración; pero des
pués volvió á empezar y entre una y otra
repetión, con la poca razón que le quedaba,
se esforzó en recordar cuantos minutos
había entre Felizzano y Alejandría, cuantos
minutos de aquel paraiso le quedaban to
davía; pero aunque siempre los había sa
bido, no consiguió recordarlos.
Le parecia estar en aquella obscuridad
divina solo un minuto, le parecia estar hacía
una hora, un tiempo incalculable, le parecia
haber sido siempre feliz, afortunado, privi
legiado por el cielo de aquel modo; y respi
raba jadeante por la alegría se sentía grande,
daba gracias á Dios, bendecía la vida...
En aquel punto hendió el aire un silbido
agudo y largo.
¡Ah! fué para él lo que seria para un rico
el anuncio de la ruina y para un monarca el
del fin de su reinado: se le heló la sangre en
el corazón.
En el mismo momento sintió que aquella
mano se deshacía lentamente de la suya y se
posaba otra vez, como antes, lijera, en acti
tud de caricia amistosa y casi de protección
materna.
¡Si! ¡era compasión; nada más, nada más;
pero compasión, amor ó amistad, aquella
celeste dulzura iba á concluir.
A medida que el tren contenía su marcha,
la mano, casi insensiblemente, se retiraba.
Cuando hirieron los vidrios de la venta
nilla los primeros reflejos de las luces de la
estación, ya no la sintió, más.
Una tristeza mortal lo invadió. Buscó en
la luz incierta, los ojos de ella; no los en
contró.
Ella estaba ya en otro mundo. El sueño
había terminado. Aterrado por su despertar,
agarró su balij i y saltando al wagón antes
que el tren estuviese inmóvil, le pareció co
mo si se arrojara de una altura luminosa á
una cima negra y horrible, en cuyo fondo se j
hubiera despedazado la cabeza.
Y en cambio, ascendía do la obscurid id á
la gloria, porque todo I’urin, un mes des
pués, repetía la expié id ida poesía que li
presión de aquella mano lé h ibi'a hecho
brotar del fondo del alma, y su nombre so
naba en mil bocas, como una gloriado la
ciudad.
ledmundo D'AMICIS.
Turín, Diciembre de
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PARA “VIDA MONTIVIDEANA”
( Conhr, nación )
¿No ves? el que no necesitaba pidre ni
madre, siendo como es el padre del univer
so; el que no había menester apoyo, porque
es todopoderoso; el que no pedia lástima!
porque es feiiz, quiso tener madre, y la tuvo
como el emblema de la ternura, como, la
santidad Jel cielo encarnada en el mundo.
Iba.á huir, y quiso tener quien le siguiese;
iba á padecer, y no le estuvo por demás
quien compartiese con él los tormentos: iba
á morir crucificado, y convenía una mujer
que le llorase. Si su midre hubiera muerto
primero, el Salvador hubiera llorado, por
ella: la tuya ha muerto, llárala tú, que no
faltas á la entereza ni á la filosofia.
Filosofia! ¿Comiste porventura en el en
torpecimiento del corazón? Al que aboga su
sensibilidad no le llamaré filósofo, más
antes miserable cínico que, pensando en
grandecerse con el estoicismo, se embarra
el alma y se mueve como un feo escarabajo.
Si algo vale el hombre es por las afecciones,
por esas afecciones elevadas y profundas
que guían á la virtud. Yo no creo que Sata
nás haya sido arcángel alguna vez, sino
cuando lo veo llorar en el abismo; y esas
lágrimas abrasadas que corren en silencio
á lo largo de su rostro y le queman la barba,
son quizás un titulo á la conmiseración de
la Divinidad. El hombre que por filosofía
permaneciese en perpétuo silencio, teniendo
ei uso de la palabra, seria un loco; el que
en ningún caso llora, teniendo el uso de las
lágrimas, es un ateo, no cree en la natura
leza, ni en el amor, ni en el dolor, en
nada; y no crée en nada porque nada
siente: su corazón es insonoro, su alma
es turbia, su pecho un terruño impro
ductivo. Este se llama filósofo? No; la
filosofía del corazón, ésa, es la verdadera:
esa filosofía es húmida, esa filosofía es fra
gante, esa filosofía es suave, porque anda
■ empapada en llanto; yes tan harmoniosa,
porque los suspiros vienen sonando en ella.
Privar al género hum ino de su parte más
noble, quitándole la sensibi'id id, so pretexto
de filosofía, es mutilir la obra de Dios. ¿Qué
vale la inteligencia sin los afectos? Un hom
bre sin otra cosa que ingenio, yo lo hago
con las manos, puesto que un autómata
puede ser obra de cualquiera; una criatura
sensible, tierna, de cuyo seno se despren
dan el amar, la compasión, la generosidad,
y salgan volando afuera como una bandada
de ángeles, no pued c ser sino habilidad de la
N itáraler 1, por obra y gracia de Dios. El
llorares como el hablar, necesidad de la
especie humana: carecer del órgano de las
lágrimas, es ser mudo, con ese mutismo
desprovisto de poesía que nos aleja de lo
sinto y nos arrastra à la materia.
No llores! te he dicho por ventura? Al
contrario, di rienda suel a á tu dolor, cuando
al verme te tiraste de rodillas gimiendo de
sesperadamente. Sabias á qué iba vo; tu
madre estaba en tu corazón, en tu memoria,
á tus ojos, y sin pensar ni saber lo que ha
cías, te echaste por aquel suelo, como en
presencia de un alto sacerdote: sacerdote,
si; sacerdote de la desgracia; he recibido
las órdenes, y ejerzo mi ministerio de com
padecer, y aliviar si puedo; de bendecir las
virtudes y anatematizar el crimen y los vi
cios. La expresión del dolor verdadero es
ésa: el que quiere llorar santamente, llore
de rodillas.
(Concluirá )
Juan MONTA i. YO.
Caracas [Venezuela] Diciembre 3 (le 1897.
E tab. Gráfico á vapor, Galle Convenci ón-8.«