Full text: 2.1898,23.Jan.=Nr. 30 (1898000230)

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VIDA MONTEVIDEANA 
servó por un momento á sí mismo, interrogó 
á su mente, vacilando y conteniendo la res 
piración. 
¡No! ¡No era una ilusión! 
Un extremecimiento violento le corrió por 
todas las venas, y en el mismo punto se le 
produjo en la mente, una confusión, un 
tumulto de pensamientos, como un sonoro 
torbellino de llamas, que parecía le debiera 
hendir las paredes del cráneo. 
¡No! ¡no era una ilusión! 
La mano mórbida y lijera, continuaba po 
sada sóbrela suya, que permanecía como 
paralizada por aquel contacto. 
Después toda su sangre se sublevó y le 
dominó una embriaguez repentina, como 
si hubiera tragado un sorbo de licor terri 
ble, y en poco estuvo que no se arrojara 
de rodillas con los brazos abiertos. 
Pero fué contenido casi por una fuerza 
no suya y sintió temor por aquel momen 
táneo delirio. 
Nuevamente dudó que fuera una ilusión 
y obligó de nuevo á su pensamiento á exa 
minarse á si mismo. 
Pero la mano continuaba.... continuaba- 
y oprimia ligeramente la suya, como en 
actitud da caricia y protección y él sentía 
su morbidez, su calor y su vida. 
Entonces penetró en su alma una infinita 
dulzura, los ojos se le humedecieron, su 
mente se aclaró y se sintió palpitar tan fuer 
te el corazón, que.tuvo casi miedo de que se 
oyeran los latidos por encima del c-trépito 
del tren. 
Alentado un peco, volvió la mano hacia 
arriba, la estrechó y le pareció que un lo 
ríente de voluptuosidad le revolviera el alma 
y el cuerpo; aquella mano estabi e i la suya 
¿Pero era posible? ¿Era ve-dad? ¿E-a él? 
¿Era esa mano? 
Un pensamiento súbito le traspasó el co 
ra zón, la opiesión de aquella m i n o e ra un 
adiós—un adi >s para siempre! 
A después 1 > asaltó otro pensamlcnt >; 
era amor... ó compasión solamente, compa 
sión de su amor, de su pobreza, de su ros 
tro de enfermo, del dolor que ella adivinaba 
en él por su partida? 
¡Oh! ¡No era, no podía ser más que com 
pasión! 
La presión cariñosa de aquella mano.aca- 
riciadora que ro dejaba penetrar los suyos 
entre los propios dedos, era el apretón de 
una amiga compasiva, era la voz de un sen 
timiento casi maternal, que le decía:--Tú 
me amas, y yo parto; ya no me verás más, 
pobre muchacho, nunca más en la vida. 
Peí o yo me acordaré de ti alguna vez 
y fe dejo como memoria esta dulzura. 
Pues bien ¿qué importa ? También solo 
por la compasión sentía una gratitud in 
mensa, una ternura que le hacia subir los 
sollozos á la garganta. 
Y hé aquí que mientras esto pensaba, 
aquellos deditos se abrieron y entraron en 
tre los suyos. Y entonces un vértigo de amor 
se apoderó de él é inclinando el rostro y 
levantado un poco aquella mano, clavó en 
cima los labios temblorosos y la cubrió de 
besos mudos, abrasadores, desesperados, 
hasta que le faltó la respiración; pero des 
pués volvió á empezar y entre una y otra 
repetión, con la poca razón que le quedaba, 
se esforzó en recordar cuantos minutos 
había entre Felizzano y Alejandría, cuantos 
minutos de aquel paraiso le quedaban to 
davía; pero aunque siempre los había sa 
bido, no consiguió recordarlos. 
Le parecia estar en aquella obscuridad 
divina solo un minuto, le parecia estar hacía 
una hora, un tiempo incalculable, le parecia 
haber sido siempre feliz, afortunado, privi 
legiado por el cielo de aquel modo; y respi 
raba jadeante por la alegría se sentía grande, 
daba gracias á Dios, bendecía la vida... 
En aquel punto hendió el aire un silbido 
agudo y largo. 
¡Ah! fué para él lo que seria para un rico 
el anuncio de la ruina y para un monarca el 
del fin de su reinado: se le heló la sangre en 
el corazón. 
En el mismo momento sintió que aquella 
mano se deshacía lentamente de la suya y se 
posaba otra vez, como antes, lijera, en acti 
tud de caricia amistosa y casi de protección 
materna. 
¡Si! ¡era compasión; nada más, nada más; 
pero compasión, amor ó amistad, aquella 
celeste dulzura iba á concluir. 
A medida que el tren contenía su marcha, 
la mano, casi insensiblemente, se retiraba. 
Cuando hirieron los vidrios de la venta 
nilla los primeros reflejos de las luces de la 
estación, ya no la sintió, más. 
Una tristeza mortal lo invadió. Buscó en 
la luz incierta, los ojos de ella; no los en 
contró. 
Ella estaba ya en otro mundo. El sueño 
había terminado. Aterrado por su despertar, 
agarró su balij i y saltando al wagón antes 
que el tren estuviese inmóvil, le pareció co 
mo si se arrojara de una altura luminosa á 
una cima negra y horrible, en cuyo fondo se j 
hubiera despedazado la cabeza. 
Y en cambio, ascendía do la obscurid id á 
la gloria, porque todo I’urin, un mes des 
pués, repetía la expié id ida poesía que li 
presión de aquella mano lé h ibi'a hecho 
brotar del fondo del alma, y su nombre so 
naba en mil bocas, como una gloriado la 
ciudad. 
ledmundo D'AMICIS. 
Turín, Diciembre de 
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PARA “VIDA MONTIVIDEANA” 
( Conhr, nación ) 
¿No ves? el que no necesitaba pidre ni 
madre, siendo como es el padre del univer 
so; el que no había menester apoyo, porque 
es todopoderoso; el que no pedia lástima! 
porque es feiiz, quiso tener madre, y la tuvo 
como el emblema de la ternura, como, la 
santidad Jel cielo encarnada en el mundo. 
Iba.á huir, y quiso tener quien le siguiese; 
iba á padecer, y no le estuvo por demás 
quien compartiese con él los tormentos: iba 
á morir crucificado, y convenía una mujer 
que le llorase. Si su midre hubiera muerto 
primero, el Salvador hubiera llorado, por 
ella: la tuya ha muerto, llárala tú, que no 
faltas á la entereza ni á la filosofia. 
Filosofia! ¿Comiste porventura en el en 
torpecimiento del corazón? Al que aboga su 
sensibilidad no le llamaré filósofo, más 
antes miserable cínico que, pensando en 
grandecerse con el estoicismo, se embarra 
el alma y se mueve como un feo escarabajo. 
Si algo vale el hombre es por las afecciones, 
por esas afecciones elevadas y profundas 
que guían á la virtud. Yo no creo que Sata 
nás haya sido arcángel alguna vez, sino 
cuando lo veo llorar en el abismo; y esas 
lágrimas abrasadas que corren en silencio 
á lo largo de su rostro y le queman la barba, 
son quizás un titulo á la conmiseración de 
la Divinidad. El hombre que por filosofía 
permaneciese en perpétuo silencio, teniendo 
ei uso de la palabra, seria un loco; el que 
en ningún caso llora, teniendo el uso de las 
lágrimas, es un ateo, no cree en la natura 
leza, ni en el amor, ni en el dolor, en 
nada; y no crée en nada porque nada 
siente: su corazón es insonoro, su alma 
es turbia, su pecho un terruño impro 
ductivo. Este se llama filósofo? No; la 
filosofía del corazón, ésa, es la verdadera: 
esa filosofía es húmida, esa filosofía es fra 
gante, esa filosofía es suave, porque anda 
■ empapada en llanto; yes tan harmoniosa, 
porque los suspiros vienen sonando en ella. 
Privar al género hum ino de su parte más 
noble, quitándole la sensibi'id id, so pretexto 
de filosofía, es mutilir la obra de Dios. ¿Qué 
vale la inteligencia sin los afectos? Un hom 
bre sin otra cosa que ingenio, yo lo hago 
con las manos, puesto que un autómata 
puede ser obra de cualquiera; una criatura 
sensible, tierna, de cuyo seno se despren 
dan el amar, la compasión, la generosidad, 
y salgan volando afuera como una bandada 
de ángeles, no pued c ser sino habilidad de la 
N itáraler 1, por obra y gracia de Dios. El 
llorares como el hablar, necesidad de la 
especie humana: carecer del órgano de las 
lágrimas, es ser mudo, con ese mutismo 
desprovisto de poesía que nos aleja de lo 
sinto y nos arrastra à la materia. 
No llores! te he dicho por ventura? Al 
contrario, di rienda suel a á tu dolor, cuando 
al verme te tiraste de rodillas gimiendo de 
sesperadamente. Sabias á qué iba vo; tu 
madre estaba en tu corazón, en tu memoria, 
á tus ojos, y sin pensar ni saber lo que ha 
cías, te echaste por aquel suelo, como en 
presencia de un alto sacerdote: sacerdote, 
si; sacerdote de la desgracia; he recibido 
las órdenes, y ejerzo mi ministerio de com 
padecer, y aliviar si puedo; de bendecir las 
virtudes y anatematizar el crimen y los vi 
cios. La expresión del dolor verdadero es 
ésa: el que quiere llorar santamente, llore 
de rodillas. 
(Concluirá ) 
Juan MONTA i. YO. 
Caracas [Venezuela] Diciembre 3 (le 1897. 
E tab. Gráfico á vapor, Galle Convenci ón-8.«
	        
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