LA VIDA MONTEVIDEANA
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vengativo, como.se plegan las mieses
maduras el soplo impetuoso del pampe
ro... Ha de venir! Ha de venir!....
Ohl entonces entonará la humanidad
entera el inmenso hosana del amor uni
versal! Entonces las rosas movidas por
un soplo divino ajitaran siempre eternas
y siempre perfumadas, sus vivientes in
censarios, bajo un cielo que celebrará esa
inmensa apoteosis con los esplendores de
un sol de primavera!...
Y las rosas sobrevivieran por el amor
al culto de nuestros mayores, á las reli
giones positivas de nuestros hijos y à la
filosofía de nuestros nietos y entreabri
rán en la tibieza de las azules noches
orientales, los labios sedosos de sus pim
pollos, para celebrar sus misteriosos ritos
perfumados con los astros siderales, esas
rosas fulgurantes del espacio insonda
ble
Francisco C. ARATTA.
Montevideo, Abril l \ 898.
S0POT!
(INEDITA)
Sangriento el sol corona la alta cumbre
y mustio al despedirse de la tierra,
se amortaja con sábanas de lumbre
y espira como un dios tras de la sierra.
Da tarde entorna los cansados ojos,
y al sucumbir, doliente y abrasada,
■cual sobre i ¡mensos almohadones rojos,
la cabeza reclina destrenzada.
Y entonces Dios, enamoado de ella
-desde su trono azul lleno de galas,
al verla triste, moribunda y bella,
] oco á poco la cubre con sus alas.
Y del silencio ante el solemne halago,
la alba luna, esa anémica sublime,
que finge amor al soñoliento lago,
llega y un beso á la espirante imprime.
de sus hojas, temiendo por instantes
que despierten las aves en sus nidos.
Duerme la virgen en su blanco lecho
y sueña con las flores y las nubes,
mientras le rozan el ebúrneo pecho
con sus abiertas alas los querubes.
Duerme el niño y suspira blandamente,
y sueña con el seno que le aguarda,
mientras le arrulla con amor ferviente
quedo, muy quedo, el ángel de la guarda.
El crimina] no duerme: su conciencia
no deja que sus párpados se unan;
pe la noche le espanta la presencia,
el silencio y la sombra le importunan.
El amante está en vela, pero sueña,
sueña con los encantos de su amada,
cierra los ojos y la vé risueña
con la cabeza hundida en su almohada.
El íuego fátuo, sol de los osarios,
brota de los sepulcros outreabiertos,
y agitando sus íúnebres sudarios
hablan asólas los helados muertos.
Sólo del mar el poderoso grito
se oye vibrar en tan solemne calma;
canta el poeta, explora el infinito,
y al infinito se remonta el alma.
La luna, en tanto, entre ignorados mundos
del monte baña con su luz los flancos,
y parecen sus rayos moribundos
hebras sutiles de cabellos blancos.
Y al fin sucumbe, desolada y triste
mostrando su letal abatimiento,
y son las nubes con que al fin se viste,
rotas mortajas que amontona el viento.
De súbito la noche entristecida
siente que alguien la acosa, y asustada
corre, corre temiendo por su vida,
corre á perderse en la insondable nada.
Surge la aurora en horizontes bellos,
y á la noche, colérica, amenaza;
luego empuña sus dagas de destellos
que, tal vez, aquel fuera el hombre bueno
é inteligente de sus quimeras.
Y este era Marcelo, el joven rubio, de
ojos claros y mirada penetrante -
Tenia Marcelo veinticinco años; su
figura era correctamente distinguida; en
cuanto á su carácter, alegre y sumamente
afable lo hacia simpático y acreedor al
aprecio y cariño da sus amigos. En su
fisonomía, aunque parecia ser franca, no
podia leerse lo que guardaba en el fondo
de su corazón, no podia saberse s¡ estaba
dispuesto al amor ó á la indiferencia, si
ocultaba algo muy bueno ó algo muy ma
lo. Y Hortensia que hubiera deseado sor
prender sus sentimientos, saber hasta cual
grado de nobleza ellos alcanzaran, no
comprendía cuan difícil ello es, puesto
que en si misma tenia la prueba; ¿acaso
conocía bien su corazón, más misterioso
aún por ser de mujer? ¿Acaso atribuía
ella al amor la causa primordial de su
interés por Marcelo? ¡Quién sabe! No tra
taba de indagar lo que pasaba por su al
ma, á pesar de que anhelaba penetrar la
de aquel.
Se interesaba, por tanto, en las con
versaciones que pudieran llevarla al fin
que deseaba, esto es hablar de él; y en
tonces, aparentando serle indiferente,
multiplicaba las preguntas, sin que des
pués de todo llegase á adelantar un paso
por aquella senda.
Así fue, sin embargo, que una vez mien
tras conversaba cen algunsa amigas so
bre distintos temas de actualidad, mna de
las presentes dijo de pronto:
«Adivinen ustedes quien obsequia a
Susana.» .
—¡«Quién? rquién? repitieron las mas
curiosas; y Hortensia aunque temiendo
adivinar exclamó: — «¡Marcelo.» antes
que las demas hablaran, y esperaba ha
berse equivocado, cuando la primera dm-
giéndose á,ella, preguntó:
—«¿Ya lo sabías?» , .
«No, no lo sabia»—contesto con indi
ferencia, y luego impulsada por el deseo
de saber algo mas, anadio: «Escucha, creo
que te engañas, porque...» e iba a in
ventar una fábula para seguir la charla
• omío-i a ínte-
Oyense preces en ignotas aras,
y, al fin, envuelta en sus obscuros velos,
ya inmensa negra de pupilas claras
penetra en el alcázar de los cielos.
Llena al punto el espacio de crespones,
j,ace vibrar el arpa del mutismo,
y comienza á llorar exhalaciones
como gotas de fuego en el abismo.
La flor cierra los labios; calla el mundo;
en lnz se rompe en lo infinito el astro;
y del negro horizonte en lo profundo,
sube la niebla en olas de alabastro.
Surge Morfeo, el dios ebrio de opio
q ue al pardo buho del osario alegra,
yel astrónomo apunta el telescopio
á las pupilas de la inmensa negra.
En tanto, del vacío en la negrura,
como lagos de pétalos de rosas
frescas y blancas, en la eterna altura
se ven palidecer las nebulosas.
Transpiran el bosque aromas embriagantes,
ya duerme los monótonos ruidos
y la hiere, y después... . ¡la despedaza!
Salta la luz eu explosión ardiente
y al mundo rueda en argentada lluvia,
mientras en pie, sobre el lejano Oriente,
canta victoria la gigante rubia.
julio FLOREZ.
Vera Cruz (Méjico), Marzo 2 de 1898.
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(Conclusión)
Pero como la que asi luchaba era su
voluntad y no su corazón, pronto aquella
se vió relegada al segundo término para
dejar á este último el lugar preferente; lo
cual no quiere decir que se hubiera ena
merado, aunque no se hallaba muy lejos
de estarlo. Una palabra podia bastar para
hacerla Caer en la cuenta de que no era
ese; entonces lo habria olvididado facil
mente. Sin embargo esa palabra no debía
pronunciarse y así Hortensia pudo pensar
terrumpió:
«No me engaño, no, me lo habían
dicho, mas ayer los he visto en el CluD
Católico y.. •»
«¡Cuéntanos, cuéntanos, exclamaron
todas, incluso Hortensia, quien no desea
ba otra cosa, sin hacérselo repetir co
menzó la «Oharlarina»:
«Marcelo, que, entre paréntesis, lu
cía una soberbia orquídea eu el ojal, ocu
paba el asiento inmediato al de Susana;
él nada atendia, á no ser la amena con
versación de su Dulcinea, en tanto que
ella, inclinándose un poco para que el
murmullo de su voz no se perdiera entre
el confuso rumor que reinaba en la sala,
dirigia á Enriqueta, cuyo asiento quedaba
algo distante del suyo, una mirada triun
fante, como queriendo decirle:—«Mírame,
por ti me olvidaron, pero que importa!
va tengo quien se ocupe .le mi ¿no lo ves.
. y volvía á desafiarla con ia mirada,
cual si á la otra le importara algo de
Marcelo. ¿Qué tenía que ver aquella con
este? ¡Nada! ¿Entonces, que podia impor-