PÁGINA BLANCA
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Le
anota
(Continuación )
IV.
Pasaron semanas y meses.
Selma no tuvo noticia alguna de su amigo.
Ni una carta, de las que él escribía con tanta
belleza y sentimiento. Tampoco un saludo expre-
Su ' 0 i de aquellos que se condensan en una pala
bra en el lenguaje de las idealidades y se trasmi
ten por conducto fiel. Con todo, le relevaba de
culpa! No era para ella la ausencia lo que para
°tros «un comienzo de morir». Esperaba, como
'° había prometido. Por inexplicable que fuera su
conducta, no le causaba extrañeza. El era así,
Pn extravagante con fortuna, un soñador consj
tante, pero no un perverso. Vivía en su simpatía t
tenia un lugar preferente en su memoria. Se ha
bía ido quizá lejos, en busca de lo imposible. Al
hn, cansado de palpar lo real, lo común, lo ruti-
nario; (j e su f r ¡ r j os desengaños despiadados que
Se suceden a la lucha; de convencerse que el en.
eanto del ensueño no congenia con la miseria de
as turbas, él volveria para dar alivio a sus an
gustias, reposo a su espíritu, retemple a su vo
luntad enflaquecida. Vivía sí, en su afecto acen
sado. ¿y porqué nó, en su corazón? Solía ella
Sei jtir alli un malestar profundo. De este duelo
’ntirno nunca emanaba una queja.
su parte, Pedro Alencar, siguiendo los
‘Tranques de su temperamento, había concluido
P°r entregarse poco a poco a una existencia de
sordenada buscando en los placeres un lenitivo
a sus exigencias de incurable soñador. Viajó
mucho. En sus peregrinaciones y aventuras, se
apasionó de la orgia, cayó en los excesos letales,
apuró los goces calcinantes; y, a pretesto de es
tudioso observador, se hizo esclavo del extravío.
^ cabo, contrajo una dolencia cruel que le con-
tíenó por largo tiempo al lecho. Cuando recobró
la salud, vió con espanto que el mal terrible había
^ e jado en su rostro hondos surcos indelebles. Bajo
cl Peso de pena tan acerba, reprimió sus arranques,
Alióse de su suerte negra, y tentó borrar de la
memoria los recuerdos más gratos de su vida.
En vano quiso olvidar. Lo que habia sido puro,
noble, grande en su pasado resurgía con mayor
ímpetu a medida que él pretendía esfumarlo para
siempre.
Y fué así como, al final de sus porfiados em
peños, empezó a delinearse en su mente atormen-
tada una imagen blanca, plácida y dulce; una
* visión de belleza y virtud celeste » tal cual la
habia suspirado en sus fervores juveniles. Este
fantasma seductor le acompañaba en la vela y en
d sueño, en el día ruidoso y radiante, en el si
lencio de la noche triste. ¿ Cómo ahuyentarla ?
Esa sombra le seguia por doquiera, y a él le pa-
re cia que le reprochaba a cada paso sus actos
deshonestos. La temió. Después llegó a amarla,
y hasta bendecirla. Fué al fin su único consuelo.
Entre las sombras de su dolor, creyó ver bajar
una vez hasta él a la virgen blanca, y que él le
rogó clemencia.
En la siguiente mañana, con una fé nueva, ven
cido por una sugestión poderosa, el poeta em
prendió viaje de retorno.
V.
En una tarde de primavera de 18 . .. , se anun
ció a Selma la visita de Pedro Alencar.
La joven, visiblemente conmovida, apresuróse
a recibirle. Después de tantos quebrantos, bien
merecía tan dulce emoción!
Ya en su presencia, esa emoción de indecible
goce fué contenida por el asombro, y reempla
zada en el acto por un frío retraimiento.
Se miraron con fi jeza, callados, trémulos los dos.
Ella, no apartó en largos instantes sus ojos muy
abiertos de aquel rostro burilado de huellas in-
borrables, signos evidentes de una vida licenciosa;
él, los clavó a su vez, como admirado de no ha
ber sido reconocido en la hora de su infortunio.
De pié uno y otro, Selma retrocedió dos pasos sin
dejar de mirarle con estupor creciente. Se creería
que de un modo repentino había perdido el habla.
Ante su aspecto rígido, el joven se aventuró a
decir con mesura:
— Me prometistes esperarme. Te he visto y me
has alentado en sueños. Aquí estoy sin orgullo
ni soberbia.
Siempre muda y glacial, Selma continuó con su
mirar de acero fijo en el semblante de aquel
hombre, al parecer mordido diez veces por alguna
sierpe feroz. Le era imposible arrancarse a la
ruda sorpresa, y llegó a imaginarse que tenia de
lante la máscara de la desilusión y el desencanto.
El joven tentó un nuevo esfuerzo, pronunciando
muy bajo:
— ¿Ya no te acuerdas de mi? Soy Pedro Alencar.
Entonces ella irguió la cabeza altanera, y re
puso con voz helada:
— Usted no es el Alencar que yo conocí.
Pedro se retiró lentamente, sin despedirse.
Se iba, musitando:
— Todo esto es humano, propio de la tierra ...
Lo que siento es llevar el laúd roto y la inspi
ración muerta.
VI.
Algún tiempo después, Selma supo con indife
rencia que su ex-cortejante habia contraido en
lace con una huérfana, maestra de piano.
Pensó entonces filosóficamente, que Alencar ha
bría hallado en su pareja un trasunto de «la
Donna che non si trova ».
E. A. D.