Full text: 1.1915,1.Nov.=Nr. 9 (1915000109)

PÁGINA BLANCA 
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inocentes que pasarán por culpables para salvar 
a algún ser amado, o cometerán un crimen contra 
Sl| s sentimientos, como en el caso de la joven que 
Magnetizada por su amante mató a su propio 
padre. 
La sugestión es un arma poderosa y terrible. 
Sin duda que muchos crímenes realizados por su 
influencia quedarán impunes. Qué misterios y qué 
horrores guardan las acciones humanas, que en 
tales casos les fuera más apropiado el calificativo 
de inhumanas ! 
Sin duda que gran mayoría de los reos se 
rán hombres sin Dios, sin patria y sin conciencia, 
como lo afirma de muchos diplomados el Rector 
de la Universidad de La Plata, doctor Herrero 
Lfiiclaus. agregando que «es avasalladora la ma- 
’ea de egoísmos, de rebelión, de indisciplina y de 
ambición sin medida» de algunos de estos hom 
bres que han cursado estudios. Qué puede espe 
rarse, entonces, de los que conocen más necesi 
dades que leyes, de los que han vivido ajenos a 
las nobles .iniciativas y a las íntimas satisfacciones 
del arte, de la ciencia y del trabajo, o de los que 
ban naufragado al querer abordar esas colinas 
salvadoras de contornos escarpados?. • 
Si pudiéramos conocer exactamente la proce 
dencia de cada individuo condenado, quizá les 
tuviéramos más lástima. Pobres seres traídos al 
mundo con la ignominiosa herencia de la morbo 
sidad criminal. 
Libot en sus profundas investigaciones así lo 
comprueba y hoy todos sabemos, más o menos, 
fine basta un alcoholista empedernido para que 
Su descendencia tenga predisposiciones a la delin 
cuencia y a la tuberculosis. 
Que basta un usurero o un hombre trabajado 
por estrechos cálculos de codicia para que algu 
nos de sus hijos resulten hipócritas y felones. 
Y que basta cualquier vicioso para que el vicio 
se perpetúe y traiga degenerados. 
Maeterlink ha dicho que cada hombre tiene 
en sí el pasado y el porvenir; que los muertos no 
mueren, que están en torno de nuestias casas y 
en nuestras propias costumbres. Que ni un gesto, 
ni un pensamiento, ni un pecado, ni una lágrima, 
ni un átomo de la conciencia adquirida se pieiden 
en las profundidades de la tierra y que al más 
insignificante acto que ejecutemos nuestros ante 
cesores se levantan en el fondo de nosotros mis 
mos, donde viven siempre. «La conciencia, dice, 
es el único lugar donde uno se siente vivir; en 
sanchémosla ». Con referencia a los penados yo 
diría: despertémosla; porque indudablemente, que 
si la tienen, debe estar dormida cuando cometen 
un delito y hay que sacarla de ese estado de 
somnolencia en el que, a mi entender, se atenúa 
la responsabilidad de los actos. 
Por todo lo expresado anteriormente; por la 
inmensa compasión que inspiran los supremos 
infortunios, y no puede existir otro mayor que 
haber cometido un crimen; por el movimiento de 
caridad que la doctrina de Cristo ha provocado 
en nosotros, yo me permito pedir a las señoras 
y señoritas que componen esta comisión su apoyo 
para que del seno de la misma se hagan oir cada 
mes, o como se resuelva, la palabra de una de 
' sus sodas ante los infelices encausados. 
Adela Castell de Lóuez Rocha. 
De uro dliari© 
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2 de Noviembre de ... 
(Para PÁGINA BLANCA) 
1 a noche era tempestuosa, y llovía... Por en- 
' & tre las rendijas de los postigos mal cerrados, 
Co 'aba su rayo vivo y fugaz el relámpago. Vio- 
Lntamente, retumbaba el trueno. Distrájeme, no 
sé Por qué fenómeno de asociación, de mi lec- 
bira y, meditando sobre el misterio de la muerte, 
tomóme el sueño sobre mi mesa de trabajo. Oí 
Caramente que alguien me gritó al oído: «¡Va- 
mo s! Y bajé... bajamos tanto, con tal inusitada 
r apidez, que no pude resistir al vértigo. Como 
comunicara a mi acompañante este estado en 
c De hallábame, él me respondió: «No puede ser de 
bilidad del cuerpo la que te acomete. Tu cuerpo 
ba quedado allá arriba. ¿No ves que sólo traes 
d alma? Tu debilidad no es más que miedo, un 
terrible miedo hacia el lugar adonde nos dirigi 
dos. Está dictaminando en él un enviado celeste. 
Como tus culpas te vuelven impura, el presenti 
miento de la reconvención infalible te hace des 
fallecer». No bien hubo pronunciado esta última 
palabra, cuando nos encontramos en la meta de 
nuestro viaje. Oíase un crepitar de llamas y un 
cuchichear de voces que infundía pavor. Era la 
atmósfera pesada a la respiración, y el aire es 
parcíase en ráfagas cálidas y gemebundas. Mu 
chedumbre de almas agitábanse sin cesar, remo 
lineaban, no se daban un punto de reposo. Al 
gunas había rugientes y aulladoras como fieras. 
Una que cruzó a nuestro alcance, pálida y triste, 
«¡ Adiós !» — me dijo — «¿ tú aquí ? » Yo estaba 
tan atolondrada, tan mareada entre aquel tu 
multo, que no pude reconocerla. Sólo eché de 
ver su palidez y su tristeza, tan intensas ambas, 
que en mí se grabaron como si fueran mías,
	        
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