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54 . LOS DOS HERMANOS.
nunca... nunca lo diré. Pregúntenlo Vds. al señor
Florencio.» Luego ha parecido como espantada
de lo que acababa de decir. Ahora, caballero, ha-
ble V.; la suerte de esa pobre joven está entre
sus manos. ¿Qué sabe V. de las causas de esta
enfermedad? Según lo que V. nos diga obraremos
Ruégole pues sea V. claro y que no vacile, con-
siderando que está V. enire gente que asume
toda responsabilidad.
En cuanto el médico concluyó de hablar me
enjugué los ojos, pues á pesar mío las lágrimas
corrían por mis mejillas, y dije:
—Pues bien, caballero, suceda lo que quiera,
áun cuando me vaya en ello mi plaza de maestro
y en su consecuencia me sobrevenga la miseria,
voy á decirlo todo. Luísa ama ásu primo Jorge
Rantzau, quien á su vez la ama hasta el extremo
que daría su vida por ella; pero los padres de los
dos jóvenes, que sin embargo de ser hermanos
se detestan hace muchos años y han dividido y
escandalizado la comarca con su odio abomina-'
ble, nunca consentirán en el casamiento de sus
hijos. Luísa está desesperada, y prefiere morir á
entregar su mano al señor Guarda general con
quien quieren que case á la fuerza. Esta es la
verdad, señores; pueden Vds. creerme.
—Y le creemos á V., dijo entonces el anciano
médico de Nancy mirando á sus compañeros. Ya
lo ven Vds., señores, no me había equivocado;
es el segundo caso de esle género que se me
ofrece en mi práctica: ¡el sentimiento del amor
venciendo hasta el mismo instinto de conserva-
ción! ¡Fiel hasta la muerte! po:
En pronunciando el médico estas palabras.
volví el rostro y ví al señor Juan que acababa
de entrar por la puerta de su despacho; todo
lo había oído. Pero no era el mismo hombre de
antes. Estaba materialmente en los huesos, en-
corvado y pálido, y andaba automáticamente y no
paraba mientes en nada; llevaba el chaleco des-
abrochado y la camisa sin corbata; en una pala-
bra, parecia un hombre abandonado de sí mismo,
como avaro que ha perdido su tesoro; él había
perdido su orgullo. o
—Ya ha oido V., le dijo el señor *Ducoudray
volviendo el rostro.
—¿Entonces, repuso el señor Juan con entor-
pecida lengua, no pueden Vds. echar mano de
ningún nuevo recurso? ¿Vds. no saben...
—Lo que sabemos, interrumpió el doctor con
voz breve, es que su hija de V. se morirá dentro
de algunas semanas, en cuanto se nos echen en-
cima los grandes fríos, si V. no halla medio de
entenderse con su señor hermano Jaime y de ca-"
sar á esos dos jóvenes que se aman. Esto sa-
bemos.
Y tomando su sombrero y una pequeña capa
gris que había sobre la mesa, añadió:
—Señores, la consulta ha terminado: creo que
podemos marcharnos. :
El señor Ducoudray se salió seguido de sus
colegas, y los criados corrieron á las caballerizas
para ensillar los caballos.
Yo también estaba fuera, al lado de la puerta,
mirando ese movimiento y pensando en lo que
acababa de pasar. En la sala quedaba solo el se-
ñor Juan.
En esto dió la una, y me volví apresuradamente
á casa para tomar un bocado, antes de empezar
la clase, en la que se encontraban ya los mucha-
chos, que movían un alboroto atronador, admira-
dos de mi tardanza. Era la primera vez que en
veinticinco años me ocurría un hecho semejante.
Tan pronto parecí en el aula restableciose
el silencio, y empecé las lecciones con la poca
atención que es de suponer, dado que los sinsa-
bores que de dos meses á aquella parte sobre mí
habían llovido, me tenían realmente enfermo. Es-
taba indignado contra el género humano; todo lo :
veía negro; mi herbario, mis insectos y mis fósi-
les estaban abandonados. Aquel día, sobre todo,
en que supe el peligro que corría Luísa, sufría
-¡mponderablemente y me puse irascible hasta el
extremo de hacérseme insoportables cuantas ob-
servaciones y preguntas me dirigía mi mujer.
Por-la noche, después de la cena, me encerré
en mi estudio para meditar á mis anchas. ¿Ten-
dría el señor Juan la crueldad de persistir en su
voluntad hasta el fin? ¿Vería morir á Luísa antes
que darle á lo menos una esperanza? ¿Consenti-
ría Dios tan grande injusticia? Esto me parecía
imposible. ri
En mi indignación maldecía á aquel hombre y
clomaba en mi alma para que recibiese el castigo
merecido á su maldad.
Por fin á las once y fatigado de pensaren tan
terribles hechos, me salí de casa, dejando á mi
mujer y á mi hija entregadas al sueño.
- La noche estaba fría y nublosa. Sin embargo,
como el aire á pesar de lo sutil era agradable,
eché calle arriba, al extremo de la cual estaba la
casa del señor Juan, en uno de cuyos aposentos,
en el de Luisa, brillaba luz.
La confianza jue la joven, con preferencia á
todos, había tenido en mí, me enternecía, y figu-
rábame que al acercarme á su casa en hora tan
silenciosa, la pobre podía adivinar ó sentir la
aproximación de un amigo.
Al llegar al cabo de la calle, ví cinco ó seis ha-
ces de leña amontonados en la esquina de la casa
del alcalde, y detrás de los haces, algo más allá,
divisé luz en el despacho del alcalde. ¡También
velaba el señor Jaime! ¡tampoco él podía dormir!
Me detuve cerca de los haces y dirigí la mirada
hacia el aposento donde me figuraba á Luísa
abandonada de los médicos, sin que á su lado tu-
viese un amigo que le estrechase la mano ni le
dirigiese palabra alguna de consuelo en este ins-
tante terrible en que la vida se escapa, y situada
entre la vieja enfermera que elernamente está
haciendo calceta al pié de la cama de los moribun-
dos, escuchando impasible 'sus prolongados sus-
piros con tal que tenga á lamano una botella de
aguardienle, y el señor Juan sentado á. la cabe-
cera, sombrío é indignado al ver quesu hija pre-
fería morirse antes que entregar su mano al
guarda general...
Estas ideas me envenenaban la sangre; y yo,
- que no soy malo, que no heíddado en mi vida un
golpe á ninguno de mis discípulos, hubiera que-
rido tener la fuerza bastante para castigar á aquel
mónstruo de la naturaleza y en mi-fuero interno
aprobaba que Jorge le exterminase.
Pero como á pesar de haber trascurrido algu-
nos minutos no había notado movimiento alguno
y las dos luces permanecían inmóviles en medio
de las tinieblas, lo que al parecer debía continuar
hasta la mañana, iba ya á relirarme, cuando un
ruído me llamó la atención. Alguien andaba por
la casa del señor Juan; al extremo opuesto de la
casa apareció por un instante una luz; luego se
oyeron pasos en la escalera y por fin abrieron
con sumo tiento la puerta del corredor y una
sombra cruzó la calle y se encaminó hacia mí.
Confieso qué sentí miedo. ¿Era el señor Juan?
¿Qué iba á ser de mí si este me encontraba
en tal sitio? Sin embargo el bulto, que era real-
mente el señor Juan, pasó de largo, luego se de-
tuvo, y por último se irguió delante de la ilu-
minada ventana del señor Jaime, en cuyo in-