12 EL ILUSTRE DOCTOR MATHEUS.
ria!... ¡el azote de la humanidad, que lleva consi-
go la peste, la guerra y el hambre, el oprobio y
la desolación! ¡Qué, ilustre Antioco! ¿quereis
abandonar á vuestra esposa, reina augusta llena
de virtudes, y á vuestros pobres hijos? ¡Qué! ¿ten-
dríais acaso el alma tan dura y perversa para pre-
cipitar en los profundos abismos de la desola-
ción á este pueblo que os adora, á estas mozas
casaderas, á estos hombres juiciosos, á estos ni-
ños de teta y á estos ancianos de cabellos blancos
como la nieve que cubre al monte Ida y de quien
soy hasta cierto punto el padre? Vos oís sus gri-
tos de dolor, veis sus lágrimas, sus....»
No pudo continuar, porque la muchedumbre
en masa y de un solo golpe se puso á gritar y la-
mentarse á moco tendido. Las mujeres lloraban,
los hombres suspiraban, los niños chillaban y la
casa del buen doctor parecía un valle de lágri-
mas. En este momento Juan Claudio se levantó
sobre las puntas de los piés y paseó su descomu-
nal nariz de derecha á izquierda para conven-
cerse de que todos cumplían con su deber. Per-
cibiose que el pequeñuelo Jaime Purrus, niño
incorregible, acababa de encaramarse á la esca-
lera del corral y tenía agarrado por el rabo al
gatito gris de Marta, lo cual hacía lanzar al pobre
felino lastimeros y desgarradores maullidos.
Hizole el dómine un signo con el dedo y el ra-
paz soltó el gato, que, como es natural, y después
de un fuuu... infernal, calló y se largó.
Satisfecho Wachtmann de su primer triunfo,
imaginábase haber llegado más allá de la inmor-
talidad.
El semblante de Frantz Matheus reflejaba la
consternación que aquello le producía; si embar-
go, cuando oyó hablar á Cineas con el gran An-
tioco, no pudo contenerse y se sonrió burlona y
sarcásticamente; dió un paso más, y la cabeza de
Bruno se encontró fuera de aquel círculo de ca-
bezas humanas.
Juan Claudio levantó la mano y todos callaron
como movidos por secreto resorte.
—Ilustre doctor Matheus, prosiguió el dómine,
de la misma manera que los habitantes de Babi-
lonia quisieron...
Pero en este momento Frantz Matheus, sin
aguardar el final, hunde sus espuelas en los ija-
res de Bruno, que sale disparado como un cohete
saltando zanjas, atravesando huertos y sembra-
dos, arrollándolo todo y echando á rodar las ga-
villas de éste, los sacos de aquél, y, en una pala-
bra, cuanto se oponía á su veloz carrera: aquello
era un huracán.
Los gritos del pueblo le seguían; pero Matheus
ni siquiera se dignaba volver la cabeza. Pocos
minutos después atravesaba el prado comunal.
Juan Claudio se quedó patitieso, y con su cara
larga y escuálida parecía un cirio de maitines.
No he concluido; no he leído todavía el pasage
de Nabucodonosor cuando se transforma por su
vanidad y por su orgullo en buey con plumas de
águila. Escuchad, escuchad, Jaime Hubet, Cris-
Uk
- Pero nadie le prestaba atención; el pueblo en
masa seguía con la mirada al ilustre doctor; se ha-
blaba, se comentaba, se silbaba; los perros ladra-
ban, nadie se entendía, parecia que amenazase
el fin del mundo :
A poco pudo ya observarse al doctor salvar É
galope el Falberg después de haber vadeado el
Zinsel: veíasele agarrado al cuello de Bruno, y los
faldones de su gran capote flotando en el aire; tal
era su vertiginoso galopar.
—Por fin. desapareció en el bosque, y los hom-
bres y mujeres del pueblo quedáronse mirándose
unos á otros sin que atinaran á explicarse lo que
sentían ni lo que les pasaba.
Juan Claudio quiso reanudar su perorata; pero
el auditorio todo le volvió la espalda.
—¿De qué ha servido tu discurso, si hemos
perdido al doctor? ¡Ah! á sospecharlo hubiéramos
agarrado de la brida al caballo.
Y ved cómo el ilustre filósofo, gracias á su he-
róica resolución y presencia de ánimo, y más
que todo á la vigorosa musculatura y buenos re-
mos de Bruno, pudo al fin conquistar su inde-
pendencia.
IV,
Gtande fué la alegría de Frantz Matheus cuan-
do se vió libre de Juan Claudio y de toda aquella
buena gente. Los gritos lejanos de la aldea ex-
piraron en su oído, y pronto sucedió á la gritería
el más profundo y misterioso silencio.
Entonces Matheus, dando gracias al Dios de
todas las cosas, soltó la brida de su jaco y subió
pausadamente la cuesta de Saverna.
El sol en tanto hallábase á considerable altura
sobre el meridiano, y á pesar de que sus rayos
caían á plomo sobre la nuca del doctor, á pesar
de que el sudor, traspasando los forros de su ca-
sacón, se desparraba por su espalda, y á pesar de
que Bruno se paraba de cuando en cuando á ra-
monear la yerba que crecía en los linderos del
camino; á pesar de todo esto, el ilustre filósofo no
sentía ni percibía nada. Ya creía verse en el tea-
tro de sus triunfos, yendo de pueblo en pueblo,
de ciudad en ciudad, confundiendo á los sofistas
y sembrando los fecundantes gérmenes de su án-
tropo-zoología.
Yendo, pues, caminando nuestro doctor, iba
hablando consigo mismo y diciendo: Tú estás ver-
daderamente predestinado; á tí sólo estaba reser-
vada la gloria de labrar la felicidad del género
humano y esparcir la eterna y vivificadora luz.
Mira esos vastísimos y dilatados países, esas in-
mensas ciudades, esas aldeas, esas chozas; todos
esperan tu llegada. Por todas partes se deja sen-
tir la necesidad de una doctrina nueva fundada en
los tres reinos de la naturaleza; por todas partes
gime y yace la humanidad en la duda y la incer-
tidumbre. Frantz, Frantz, sin vanidad te lo digo,
pero tambien sin falsa modestia: el Ser de los se-
res tiene fijos los ojos en tí... Anda, vé, y tu nom-
bre, como los de Pitágoras, Moisés, Mahoma,
Confucio y otros legisladores, resonará de eco en
eco hasta la consumación de los siglos.
El ilustre filósofo razonaba así con toda la sin-
ceridad de su alma, á tiempo que descendía la
cuesta de Falberg á la sombra de los pinos. De
pronto llegaron á sus oídos rumores como de
risas y algazara, y el sonido chillón y espeluz-