46 EL MARIDO DE DOS MUJERES. —¿El te correspondía? —Así lo he creido, y aun lo creo..... ¡Estaba tan conmovido cuando me dijo adios..... —Era preciso que le hubieras escrito en el momento de tu partida..... —¿Cómo lo hubiera así hecho? Ignoraba su direccion. —¿Y sabes su nombre? ¿Puedes decirmelo? —¿Cómo podria yo tener un secreto para tí, para mi hermana? El se llama el Marqués He- lion de Saillé. Viola no pudo retener un movimiento de es- tupor, movimiento que no pudo pasar desaper- cibido á la huérfana. —¿Le conoces?—preguntó ella vivamente. —Como todo el mundo;—respondió la astuta jóven.—Hay nombres que nadie tiene derecho de ignorar.—Despues, cambiando de conversa- cion, continuó:—hasta este dia y esta hora, la suerte te ha perseguido de un modo extraño; pero ya debe haberse cansado de aburrirte, cuando permite vernos reunidas. Ya no nos se-= pararémos; y0 soy rica. —¡Rica, tú! Hilda..... ¿Como?..... sada. —Estoy viuda. —j¡Viuda! ¡á tu edad! Ah, pobre amiga..... —Yo tambien he perdido á mi madre. Pocos dias despues de nuestra última visita á la Va- renne, ella murió. Un caballero se enamoró de mí, y me Casé al punto. Yo recorrí con él toda la -- Europa. Despues murió, dejándome entera su fortuna..... Tú la dividirás conmigo. —Aun no..... me queda todavia una espe- ranza. —¿Cual? —Una carta..... una Carta escrita por mi ma- dre á la hora en que ella iba á morir. —¡La llave del secreto debe estár ahí! al punto Hilda, luégo preguntó: — ¿Para quién es esta carta? —Para Felipe de Orleans, Regente de Fran- cia, es una cosa extraña. ¿no es verdad? —¡Extraña! ¿por qué? Tu madre era una gran señora, ella puede haber conocido al Du- que de urleans en otro tiempo. —Es posible. «Tú preguntarás por el Marqués de Thianges, me añadió ella, tú le dirás que quieres ver al Regente, que eres la hija de la Condesa de Saint-Gildas, y las puertas del pa- lacio real se abrirán al punto delante de tí.» ¿Qué piensas tú de esto, hermana mia? —¿Yo? nada. ¿Qué quieres tú que yo piense? ¿Y tú no sospechas de lo que podrá decir esa carta. ; —No, no tengo la más remota idea. —Yo lo habia adivinado, —se dijo Viola.—El secreto está ahí, y este secreto ella lo ignora. -—¡Oh! ¿Si mi madre se hubiese engañado? —repuso Diana.—¡Si esa carta no produjese el efecto que ella esperaba! —Lo cual sabrás mañana al entregarla. —¿Mañana? Nó, yo no quiero esperar hasta mañana. Ahora mismo voy a1 Palacio real. . —¿Estás sonando?—exclamó Viola.—Son ca- Si las diez de la noche. ; —¿Qué importa? El palacio real está muy cerca, —Eso paso seria inútil, El Regente, yo me ¿Estas Ca- pensó acuerdo, parte al amanecer para San German. El no acordará audiencia antes de una se- mana. ] —Razon de más para presentarme esta no- che. Yo no veré al Regente, lo sé, pero veré al Marqués de Thianges, y la impresion produci- da en él por el nombre de mi madre me dirá claramente lo que yo puedo esperar. —Las calles de Paris son peligrosas durante la noche. Una jóven corre el riesgo de ser insul- tada. Tú no puedes salir sola. —Un criado de esta hostería me acompa- ñará. E —Triste proteccion para la señorita de Saint- Gildas. —No tengo otra. —Te ofrezco una. Un gentil-hombre que me sirve de escudero te conducirá él mismo al pa-= lacio real y te introducirá cerca del Marqués de Thianges. —Acepto de buena gana" ¿Pero dónde está ese hombre? —Muy cerca de aquí. Voy á prevenirle mien- tras tú repasas el órden de tu tocado; porque es preciso no olvidar que tú vienes de camino, y que los grandes perdonan dificilmente ciertas negligencias que les parecen faltas de res- peto. —Tienes razon... soy tan poco coqueta... —Quizás porque estás bien segura de ser siempre encantadora. l Diana se deshizo de su capuchon, se situó delante de un espejo y destrenzó su magnífica cabellera rubia, que se esparció sobre sus es- paldas como una movible onda de oro. En tanto que se peinaba, Viola tomó un lápiz, una hoja de papel, y trazó rápidamente las si- guientes líneas, entrecortadas, incoherentes, pero lo bastante claras para ser compren- didas. IT. ACECHANZA.. «Tú cuentas con el apoyo de algunos rufia- nes, escribia Viola: es preciso que te sirvas de ellos. Tres ó cuatro de éstos irán inmediata- mente á apostarse en la calle, y te atacarán, así como á la jóven que vas á conducir al Palacio real. »Tú aparentarás defenderla, no cediendo si- no al número y fingiéndote herido. La jóven arrebatada de tus brazos, será conducida con precaucion á un lugar seguro y conocido de ti. Tan pronto como hayas tomado tus medidas y dado tus órdenes, sube para recibir las mias.» Escritas estas líneas, y el papel plegado en forma de carta y debidamente cerrado, Viola sonó una campanilla y fuése á esperar á Gim- blette en el umbral. Ella le dió el billete en voz baja diciéndole: —Esta carta á M. Flamel, en seguida. La comision se despachó al instante. Cinco minutos más tarde, el Lince, Hilo de Acero, Cupido y Loriot, iban á ponerse de ace- cho en el ángulo de uua de las numerosas calles que desembocaban en la de San Honorato,