EL MARIDO DÉ DÓS MUJERES. 61
—Padre, padre mio..... esto me parece un
sueño.
—Un bello sueño del que no despertaremos
nunca. Espera Diana, espera aquí; pasado un
instante, yo vendré para presentarte ante mis
cortesanos, que llegarán á ser los tuyos.
Y, despues de haber apoyado, otra vez
más, sus lábios sobre la frente de la jóven,
Felipe de Orleans volvió á entrar en la gran
galería donde se apiñaba la multitud de caba-
lleros, curiosos de conocer el resultado de la
entrevista......
—¡Y bién! ¿qué dices de esto? —preguntó
Viola triunfante, tan pronto como se halló á so-
las con Gerardo.
—Digo que me arrastras y seduces.—replicó
el gentil-hombre—Pero, á dónde nos conduces?
—A las alturas.
—¡A los abismos!
—¿Tienes miedo?
—Si, lo tengo..... Aunque bien sabes que no
acostumbro á temblar delante de una espada.....
—¿Qué temes entónces?
—El hacha del verdugo, que hace caer las
cabezas de los impostores.
Viola se encogió desdeñosamente de hom-
bros.
—¡Estás loco! —dijo.—Felipe de Orleans me
ha reconocido sin titubear, por hija suya.
—El lo cree hoy, es verdad, porque una vo-
luntad como la tuya, subyuga, arrastra, fasci-
na insensiblemente; pero mañana él habrá re-
flexionado, y mañana, ya no te creerá.
—¿Y quién le abrirá los ojos?
—-El sentido comun..... Por hábil que sea la
fábula por tí inventada á fin de restituir á Diana
de Saint-Gildas, ella está llena de inverosimili-
tudes é imposibilidades que no soportan un
exámen. El Rejente te preguntará..... tú caerás,
cogida en tu propio lazo, aplastada bajo el peso
de tu mentira.
—Yo lo he prescrito todo, tengo respuesta
para todo, estoy dispuesta á explicar aún lo im-
posible.
—Aun la celebridad conquistada por Viola
Reni en las grandes ciudades de Europa, en la
época precisa que Diana de Sain-Gildas vivia al
lado de su madre en la Varenne?
—Sí. áun eso.
—¿Y si Diana se presentase?
—No se presentara.
—¿Y si el Marqués de Saillé habla?
—¿Olvidas que su segundo matrimonio le
conduce al silencio?..... Te repito que todo lo
he previsto..... A pesar de tus dudas, y á pesar
de tu espanto, yo te haré grande, porque seré
grande tambien. iS
—Hilda, me produce el vértigo.
— Vértigo que no se si tiene más que en las
alturas. : y :
En tanto que estas palabras se cambiaban
entre Gerardo y Viola Reni, Felipe de Orleans,
que acababa de entrar en el gran salon, habla-
ba en voz baja y con animacion al Marqués de
Thianges, cuya fisonomía expresaba Una - pro=-
funda sorpresa.
Los caballeros, á quienes el respeto les ha-
cia guardar distancia, se decian en voz baja
Unos á otros;
—Parece que la bohemia tenía que hacer sé-
rias revelaciones.
—Quizás se agitasen entre ella y el Regente
algunos secretos de estado.
—Ved el rostro de su Alteza real, despide ra-
yos de alegria.
El vizconde Hércules de Loca-Avena se ras-
caba la frente y, por la centésima vez lo me-
nos, se preguntaba:
—¿Cómo diáblos ha podido saber ella que yo
he sidu robado?
La voz de un ugier anunció en una de las
puertas del salon:
—El señor Marqués y la señora Marquesa de
Saillé.
Helion entró dando la mano á su esposa ti-
mida y ruborosa, y, en tanto que él se dirigia
hácia el Regente, un murmullo de admiracion
se elevaba al paso de la jóven Marquesa.
Felipe de Orleans al verla se extremeció, y
oprimiendo el brazo de su capitan de guardias
que se hallaba á su lado, murmuró vivamente
á su oido:
—De Thianges, ¿es esto una
mira.
—La jóven de cabellos rubios, cuya voz nos
encantaba.
—.+Es ella..... ¿no es verdad?
—Sí, monseñor, es ella.
En este momento, Helion se inclinaba delan-
te del Regente.
—Monseñor,—le dijo, —tengo el honor de
presentar á vuestra Alteza real, la señora Mar-
quesa de Saillé. '
—Monseñor,—murmuró Diana con una voz
tan temblorosa que apenas se le oia, —doy gra-
cias á vuestra Alteza por el honor que me hace
al admitirme en su presencia.
Felipe cogió la mano de la jóven Marquesa y
con soberana galantería apoyó subre ella sus
labios, despues respondió:
—Para nosotros es el honor, señora Mai que-
sa. M. de Saillé es uno de nuestros servidores
más fieles y leales.
—¡Tanta bondad!
El Regente hizo un signo á M. de Thianges,
que se dirigió á la puerta del salon, en donde
Viola Reni esperaba con Gerardo, y levantó el
rico tapiz que ocultaba esta puerta.
—Vos tendreis en el palacio real un departa-
mento,—continuó Felipe, —el cargo de que voy
á revestiros lo exige asi. Os nombro dama de
honor de la condesa de Reni.
Viola, conducida por M. de Thianges, aca-
baba de entrar en el salon, radiante y soberbia.
Felipe de Orleans anduvo la mitad del ca-
mino que le separaba de ella, la cogió por la
mano y continuó:
—La condesa Reni, mi lrija.
Diana y Helion la reconocieron áun mismo
tiempo.
—¡Hilda, hija del Regente!--se dijo Diana
convertida en estátua por el estupor.
—;¡ Hilda viva! —murmuró el Marqués retro-
cediendo con espanto, como si hubiera visto de-
lante de él una serpiente venenosa.
Una mano se apoyó sobre su hombro. Una
voz dijo á su oido estas dos palabras,
—¡Bigamo, callad!
vision? mira