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90 EL MILLÓN DE LA HEREDERA
— ¡Esto sí que es gracioso! ¿Pues hemos
vuelto de algún viaje sin que yo le dijera
á usted que estaba asombrado de encon-
trarme vivo en Londres? Ahora que lo ve
usted, comprenderá lo que hemos tenido
que pasar con el dichoso barquito.
Girdlestone iba á replicar duramente;
pero su hijo le contuvo con un gesto.
—Bl bravo Miggs tiene razón—dijo rien-
do.—Estas cosas no las entiende uno has-
ta que se ve en ellas. En la primera oca-
sión se reparará el barco de pies á cabeza,
y veremos si hay modo de mejorarle el
sueldo á su capitán.
Este dejó oir un gruñido, que lo mismo
podía significar agradecimiento que incre-
dulidad.
—De todos modos—dijo el jefe de la
firma—supongo que no habrá verdadero
peligro mientras el tiempo siga asi.
-—Es que no seguirá así—replicó brus-
camente el marino.—El barómetro está
por debajo de treinta y sigue bajando. Va-
rias veces me he encontrado con mar de
fondo y el barómetro bajo, y siempre ha
acabado en mal, Mac-Pherson, mira al
Norte. ¿Qué te parece?
. —En unión con la baja del barómetro,
esto me da mala espina. |
- El fenómeno que preocupaba á los ma-
_rinos, no pareció ASA do Brave á los
“ dos profanos.
La bruma era un poco más espesa por
el Norte y algunas ligeras nubes abigarra-
- das se remontaban por el cielo. Á la vez
- el mar perdia su brillo de plata bruñida
para asemejarse á un vidrio esmerilado.
- —Yasestá encima el viento—dijo Miggs
con seguridad.—Haz cargar la vela de
mesana y largar las de estoy, Mas: Pher-
ieniada el segundo daba sus bilis
| el capitán descendió á su camarote.
-. '—El barómetro ha bajado á 8—dijo
- alreaparecer Mac-Pherson;—arriar la vela
mayor y tomar los rizos de pos:
—Sí, capitán. ld: De
Las señales de silbato se dejaron o oir y
media docena de hombres se poes E :
- nosamente á la maniobra.
-——Tomad un rizo á la vela de mesana—
- gritó el segundo.
—Aprisa, canallas —rugió Miggs, —si no
_ QUeréis que Saja yo á ANT en movi-
A : mientos.
Los Girdlestone empezaron á compren-
der que el peligro no era imaginario.
El viento soplaba ahora por bocanadas
cortas y frecuentes. Empezaron á caer al-
gunas gotas de lluvia. Las nubes se api-
ñaron con espantosa rapidez.
— ¡Atención! —gritó un viejo contra-
maestre; —ya le tenemos aquí.
Antes de que acabara de hablar, la
tempestad se desató en furiosos aullidos,
como si todos los demonios desencadena-
dos volasen por los aires celebrando su li-
bertad. .
Varias veces las pe pasaron sobre el
barco barriendo con estrépito la cubierta.
El viejo navío se estremecía como si tu-
viese el presentimiento de su triste suerte.
De pronto, en una sacudida furiosa, fué
lanzado sobre la cresta de una enorme ola
y precipitado después en el abismo con tal
fuerza, que el choque hizo vibrar el made-
ramen desde el fondo de la quilla hasta lo
alto del palo mayor.
—Esto toma mal giro, Mac—gritó el
capitán.-—El barco no se levanta esta vez.
—Creo que está lleno de agua hasta la
mitad —respondió preocupado el segundo. -
_—No es extraño. Le está entrando por
arriba y por abajo... Los hombres de las
bombas están tendidos y yano aventajan
nada.
—Me temo que éste va á ser nuestro úl-
timo viaje.
—¿Pues sabes lo que te digo? Que me
condene si no me alegro de que esto suce-
da teniéndoles á ellos á bordo. Así apren-
derán lo que es una tempestad en un bar-
co ataúd como éste.
Y soltó una ruidosa carcajada.
En aquel instante el carpintero se acer-
có á ellos. !
-. —La vía de agua—dijo—aumenta cada
vez más. Los hombres están ya que no
pueden más. Se ve tierra cerca.
El capitán y el segundo miraron á tra-
vés de la niebla. Por el costado izquierdo
se dibujaba vagamente una enorme roca,
ruda, inhospitalaria, amenazadora.
- —Gobernemos hacia ella—indicó el se-
ae .—No tenemos ninguna probabili-
ad de salvar el barco, pero podemos 1le-
gar á tierra. | :
- —El barco se hundirá antes de que arri-
bemos—dijo el carpintero con voz des-
de alentada. :