BRAS
DE
A. CONAN-DOYL
UNA. PESETA. EL
Un crimen extraño.
La marca de los cuatro.
_El perro de Baskeville.
Policía fina. |
Triunfos de Sherlock Holmes.
- El problema final.
- Nuevos triunfos de Holmes.
El Campamento de Napoleón.
- La guardia blanca:
El Capitán de «La Estrella Polar».
LA NOVELA ILUSTRADA
Director literario: Vicente Blasco Ibáñez.
: Oficinas: Mesonero Romanos, 42. A
— MADRID
orikanisches y
A,
A, e
YE
Y
Berlin
A SY
<0ISCcher KUos z
a
do, Telétono 1977,
Establecimiento tipográfico deAntonio Marzo, San Hermenegildo, 32 duplica
Una sóndola me esperaba. (Pág. 7).
ALGALOPE
I
DE CÓMO EL CORONEL GERARD PERDIÓ
UNA OREJa
El veterano brigadier Gerard hacia en
el café el siguiente relato:
—Yo, mis queridos amigos, he visitado
muchos países, y no temo deciros cuán-
to he gozado en mis campañas, ayudado
por ochocientos bravos que en todas oca-
siones siguieron mis huellas.
En la vanguardia del «Gran Ejército»
se encontraban siempre los húsares de
Conflans, que yo mandaba,
De todas las ciudades que he visi-
tado, Venecia, por su construcción ex-
traña, es la menos á propósito para que
en ella pueda maniobrar la caballería. No
se comprende, pues, cómo Murat ó Lasa-
!
lle guarnecian con sus caballos aquel pun:
to, que era un flanco del ejército. Por
esta razón abandonamos la cabeza de la
brigada Kellermann, situando mis fuer-
zas sobre las llanuras de Padua. Suchet
con su infantería guarnecía la ciudad y
me nombró su lugarteniente durante la
campaña de invierno. Mi jefe era, sobre
todo, un buen camarada; una brillante
figura del ejército francés; pero yo, por
mi bizarría, pudiera haberle hecho som-
bra, ni más ni menos que una mujer
hermosa puede rivalizar por su belleza
con el mérito artístico de una eminente
prima donna. Las simpatías eran todas
para mí. ¿No habéis estado en Venecia?
—No—contestaron los oyentes de Ge-
rard—, nunca hemos salido de Francia,
El coronel prosiguió:
A 4. Conan-Doyle.—ar. GALOPE
e aquellos días éramos nosotros
unos grandes viajeros. Desde Moscou al
Cairo habíamos hecho la marcha á gran-
- desjornadas. Sería un mal día para Eu-
ropa aquel en que los franceses se dispu -
sieran á emprender de nuevo sus paseos,
pues somos muy dados á abandonar
nuestros hogares, y cuando asi hemos ca-
minado, nadie es capaz de saber dónde
terminará nuestro viaje.
- Perolos grandes días han pasado, el
grande hombre ha muerto, y aquí estoy
yo, el último de aquellos bravos, bebien-
do vino de Suresnes y contando viejas
hazañas en un café. Pero es de Venecia
de la que os quiero hablar. Sus habitan-
- tes viven igual que los castores sobre
bancos de arena, pero sus casas son muy
- bonitas, y también las iglesias, especial-
- mente la de San Marcos, que es la más
grandiosa que he visto.
| Los venecianos son muy amantes de
sus obras de arte, las más famosas de
Europa. Hay muchos soldados que pien-
san que porque está uno siempre dis-
puesto á la lucha no ha de sentir amor á
-lo bello, Era uno de éstos el viejo Bouvet,
- que fué muerto por los prusianos, preci-
- samente el día en que yo fuí condecorado
_ por el emperador. Si lo encontrábais fue-
ra del campo de batalla y le hablábais de
a literatura ú obras de arte, era capaz de
- fomaros por un enemigo. Pero al mayor
- espíritu militar (como el mío, por ejem-
plo) le es compatible rendir culto al ge-
nio artístico al mismo tiempo ne á la es-
: trategia.
Yo era muy joven ¿unido me incorpo-.
—réá4 las filas, y el' capitán de mi escua-
-drón fué mi único maestro. Pero si andáis
por el mundo y no tenéis entendimiento,
no podréis aprender grandes cosas. Por
- eso yo era capaz de admirar los cuadros
de Venecia y conocer Jos nombres de los
- grandes maestros como Ticiano y Miguel
Angel. Nadie puede decir que Napoleón
no fuera también admirador de ellos,
- pues lo primero que hizo, al ocupar la
- Ciudad, fué enviar á París las mejores
obras de estos maestros de la pintura.
- Muchos de nosotros tomamos también
Cuanto pudimos de tales riquezas. Yo
guardé como botín dos cuadros titulados
«La ninfa sorprendida» y «Santa Bárba-
ra». El primero lo reservé para mi y el
Otro lo envié como regalo á mi madre.
> Es preciso confesar, sin embargo, que
uno de nuestros A se ura. Je-
ron malamente con las estatuas y las
pinturas. El pueblo veneciano es emi.
nentemente aficionado á estas bellas ma-
nifestaciones del arte. Lo mismo á los
cuatro caballos de bronce que se hallan
en la cornisa de su gran iglesia de San
Marcos, que á las estatuas y los cuadros
los aman con tanto cariño Cual si fueran
sus propios hijos.. Los venecianos llora-
ron amargamente cuando sus caballos de
bronce les fueron arrebáatados, y tal fué
la venganza que tomaron, que aquella
misma noche aparecieron flotando en los
canales los cadáveres de diez soldados
franceses.
La soldadesca de nuestro ej írcito tomó
venganza de estos asesinatos, haciendo
un rico botín de cuadros de inestimable
valor artístico, rompiendo hermosas es-
tatuas y disparando sus fusiles sobre las
vidrieras, admirablemente pintadas, de
templos y museos. Estos desmanes encen-
dieron la furia del pueblo d+ tal manera,
que muchos de nuestros oficiales y sol-
dados desaparecieron durante aquel me-
morable invierno, y sus cuerpos Jano
fueron hallados. de
Por mi parte puedo aseguraros que.
jamás puse mis manos en tales obras de
arte. En todos los países que yo visitaba
tenía por costumbre aprender su res-
pectivo idioma. Por este motivo, siem-
pre buscaba ocasión de encontrar Pe
bella joven que se hiciese mi amiga, y
practicando juntos, me enseñase su idio-
ma. Este es el camino de hacer más pro-.
vechoso el objeto de un viaje, y yo lo
había seguido tan bien, que en aquella -
época poseía medianamente treinta idio-
mas y dialectos diversos, es decir, que
podía entenderme con los naturales de
casi todos los países de Europa. Pero
aun conociendo idiomas, no podéis con-
sideraros aptos para desafiar con éxito
todas las adversidades que se os puedan
presentar.en el camino de la vida. Mis
empresas, por ejemplo, siempre habían
tenido su campo de acción entre milita--
res y campesinos, y entendiéndoles y sa=
biendo sus lenguas y costumbres había
podido expresarles cuánto era mi amor
hacia ellos y cuánto gozaría volviendo á
cultivar sus amistades eS las guerras :
hubiesen acabado.
Jamás había yo tenido una más amable
profesora que mi bellisima maestra de
Venecia. Lucía era su nombre; su apelli-
qa no he de agaio pues un caballeros
Olvida siempre los apellidos de las damas
con quienes ha tenido trato. Lo único que
puedo afirmar con toda discreción, es que
Lucía pertenecía á una de las fami.ias
senatoriales de Venecia y que su abue'o
había sido dux de la ciudad. Mi profesora
-€ra de exquisita belleza, y cuando yo le
asigno la palabra «exquisita», ya podréis
comprender cuén digna sería de este epí-
teto. Yo soy competente para- juzgar lo
que significa una extremada belleza, y
puedo entender lo que significan las com-
paraciones, aunque sean odiosas. Detodas
las mujeres que yo he amado, no hay
seis á las cuales pueda aplicar tan ex-
quisito calificativo como á mi adorada
Lucía. Por su tipo moreno y hermoso, no
podría compararla con otra que no fuese
la Dolores que conocí en Toledo.
Yo había amado ya áunaj Joven agracla-
da, de tez morena, cuyo nombre no re-
cue do, en Santarem, cuando estuve des-
finado al ejército de Massena, en Por-
tugal. Tenia aquella joven perfecta belle-
za, pero no poseía la figura ni la gracia
admirable. de Lucía. Era un ángel en toda
la extensión de la palabra. Yo no podría
colocar una antes que otra; á las dos Jas
amaba con un cariño entrañable; más aún,
creo cometer una injusticia al decir que
Lucía era la mujer más hermosa y demás
mérito d+1 mundo. Valiéndome de mis
aficiones á la pi tura pude: conocer á su
padre, que moraba en un hermoso pala-
cio situado á un extremo del puente de
Rialto, sobre el Gran Canal, y del que
Suchet había tomaldo muy valiosos cua-
dros que mandó cortar de sus marcos
y empaquetarlos para. remitirlos á Paris,
Obra que realizaron los zapadores de nues:
tro ejército, y que yo, á mi pesar, tuve
que dirigir. A esto debí la ocasión de co-.
nocer á Lucía y enamorarme de su mági-
ca belleza, cuando al ver nuestra obra
devastadora derramaba lágrimas por el
aqueo que hacíamos, de. las: más precia-
das obras de arte de sus antepasados,
Después de estos sucesos, cuando los
zapad res terminaron su obra destructo-
ra, yo me había hecho ya.amigo de la fa-
milia, bebía frecuentemente el exquisito
Chianti con el padre, y tenía en su bella
hija Lucía una admirable. profesora del xx
: - pecho. y unas espaldas tan anchos, com:
yo no he visto jamás otro seme jante 2n
mi vida. Los gondoleros : venecianos. D
- de una raza a y de
E ele, general.
idioma del Dante.
Algunos de los E de nuestro.
ejército contrajeron matrimonio
Cia durante el periodo de la
yo pod e haber segun su ej |
Po
E o Doyle. ade GALOPE de A E
: pi
amaba 4 mi novia con todo mi corazón”
Pero Esteban Gerard pensaba en que se
debía, antes que al amor, á su espada, á
su caballo, á su regimiento, á su madre,
á su emperador y ásu Carrera militar.
Un garboso húsar tiene un puesto en su.
corazón para amar, pero no para poseer:
una esposa. Así pensaba yo entonces, mis
queridos amigos, sin pararme á pensaren
el porvenir ni volver la cabeza hacia mis
viejos camaradas, ya con hijos crecidos
que se sentaban alrededor de sus mesas.
dándolas vida y animación. Ciertamente,
como yo lo pensaba entonces la vida era
un engaño y un juego. Hoy comprendo ya
lo que es convertir la vida en lo más sa=-
grado y solemne de todas las cosas del ds
mundo... ¡Gracias, amigos, gracias! Es un
vino exquisito, y otra boteila no nos p)-
drá hacer daño. Es
Y ahora os relataré cómo mi amor ha-
cia Lucía fué causa de la más terrible de
todas las maravillosas aventuras que yo
he corrido en mi azarosa vida, y que por
cierto me costó la pérdida de mi orejá.
derecha. A menudo me habé:s pregunta==
do á qué obedecía la falta de tal apéndice,
Esta noche os lo voy á contar. |
El cuartel general de Suchet habíase
establecido en el viejo palacio del dux
Dandolo, cuyo edificio se halla próximo
al lado posterior de San Marcos. El in»
vierno tocaba ya á su término, cuando
una noch», al volver yo del teatro Guido--
ni al. cuartel general, me encontré con
una.carta de Lucía y una góndola que me
esperaba en la escalinata del palacio. Me -
rogaba que fuese á tener una entrevista
- con ella, pues se hallaba muy acongojada
por no verme. Francés y sollado, tenía
- que acudir inmediatamente á la cita de
una dama, por lo que me faltó tiempo
para. embarcar en la góndola, que bien
pronto se puso. en movimiento, imp
por el gondalero, á
lo largo: et is
canal. : E
Recuerdo. que lio tomé ade en
la embarcación, á poco de alejarnos de la
- escala, el batelero, hombre de gran co
» pulencia, golpeaba vigorosamente el ag
-Cun su remo, como deseando: que lleg
“ramos pronto á nuestro destino. Es
hombre no era muy alto, pero tenía un
8 A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
- Secolocó detrás de mí, y la embarca-
ción navegaba más que de prisa con el
impulso de su remo.
Un buen soldado, cuando se halla en un
país enemigo, debe estar siempre ojo
avizor por lo que pueda ocurrir. Esta es
una regla que, después de la aventura
que os estoy relatando, he seguido du-
rante toda mi vida, y á los pensamientos
Que se han agitado en mi cerebro por
- €stas causas, debo ciertamente las canas
que platean mis cabellos. Sin embargo,
la noche de referencia yo iba tan des-
-. cuidado como un joven loco que no tiene
- lamenor noción de que pueda ser asal-
tado. Mis pistolas las había dejado en
casa, dada la precipitación con que salí;
mi sable lo llevaba ceñido al cinto, pero
no es en todas ocasiones la mejor arma
- para la defense. Yo me hallaba colucado
de espaldas ¿1 gondolero en mi asiento
- dela embarcación, medio adormecido por
.€el dulce balanceo y el acompasado crujir
de! remo en su horquilla.
Nuestro camino nos obligaba á atrave-
Sar por un laberinto de estrechos cana
les, á cuyos lados se elevaban magníficas
moradas de gran altura que cortaban á
Nuestra vista la espléndida bóveda celes-
- te apenas tachonada de estrellas. Aquí y
allí, sobre los puentes que atraviesan los
canales, veía reflejarse la luz mortecina
de una linterna. a
De vez en cuando podíamos divisar
debajo de los arcos de algunos puentes
Unos nichos con artísticas imágenes, á las
_ Cuales daba luz algún que otro farolillo.
_Aparte de estas luces reinaba bastante
_Obscuridad, y sólo se podía adivinar el
agua por la blanca estela que iba dejando
_tras de sí el remo de nuestra góndola.
Eran aquellos momentos propicios para
raerse en fantásticos ensueños. Yo
pensaba en toda mi vida pasada, en to-
das las heroicas hazañas en que había
tomado parte, en los caballos que había
montado y en las mujeres que había
amado. 4 : a ; : é
-. También pensaba en mi querida ma-
dre y en lo que se alegraría cuando oye-
> E contar en la aldea las hazañas que ha-.
'bían hecho famoso á su hijo. En el empe-
dor y en Francia, la patria nativa, ma-
e de hermosas muchachas y hombres
_valerosos, también pensaba yo con delei-.
te. Hallábase mi corazón embargado por.
estos recuerdos á centenares de leguas
de la patria querida. A ella, á mi madre,
al emperador y á las mujeres hermosas
pensaba consagrar mi existencia.
Cuando más embriagado me encontra-
ba en estasideas, y sin que me diera tiem-
po para defenderme, el gondolero me
asaltó por la espalda. Con el peso de su
atlético cuerpo le bastó á aquel salvaje,
(desprevenido como me cogió al caer so-
bre mi) para hacerse dueño de mi perso-
sona. Tuve un instante de reflexión, y
lleno mi pensamiento de energía, traté de
defenderme del ataque. Inútil intento;
aquel hercúleo gondolero puso una rodi-
lla sobre mi cuello, y con las manos arran-
có de mi tahalí el sable. Después me
ató con una cuerda á la bancada de la
embarcación. Me metió un saco por la
cabeza y me lo amarró al cuello para que
no pudiese gritar ni ver á dónde me con-
ducía. En tan extraña situación me hallé
por algún tiempo, sin poder gritar, sin
poder moverme y menos defenderme.
Dejé de oir el ruido del remo al palear
en el agua, y cesó el movimiento impul-
sivo de 'a góndola. Aquel individuo ha-
bía hecho su trabajo, y terminado su via=-
je con tanta facilidad como si estuviera
acostumbrado todos los días de la sema-
na á meter en un saco á todo un coronel
de húsares. ] pia
Yo no puedo deciros la humillación y
la furia de que estaba poseido al ver-
me llevado con la misma “facilidad que
una oveja es arrastrada al matadero. ¡Yo,
Esteban Gerard, el campeón de las seis
brigadas de caballería ligera y la prime-
ra espada del «Gran Ejército», estar re-
ducido al poder de un solo hombre sin
armas y en tan bochonorsa situación!
A pesar de todo tenía que permanecer
en actitud pasiva. Había visto aquel hom-
bre caer sobre mí como una avalancha, y
sabía que podría, amarrado como estaba,
zarandearme por el aire como á un niño
de tierna edad. Ante mi impotencia, per-
manecía inmóvil, con mi corazón ardien-
do y deseando que llegara para mí la
hora de la revancha,. No podría deciros
cuánto tiempo permanecí en el fondo de
la góndola amarrado al banco de popa;
pero á mí me pareció un tiempo inacaba-
ble. Oía el ruido del remo al chocar en el
agua y percibía algunos gritos como de
saludo que dirigían á mi gondolero sus
compañeros desde las orillas del canal.
Al fin del viaje noté que la góndola atra-
caba de costado á un embarcadero. - :
- El gondolero llamó con el puño de su
temo, dando tres golpes sobre una puer-
ta de madera, y como contestación oí un
descorrer de cerrojos y ruidos de llaves
«que giraban en sus cerraduras. Una gran
puerta se abrió sobre sus goznes, produ-
ciendo gran ruido, y oí el siguiente diálo-
zo en italiano:
—¿Por fin logró usted cogerlo?
Mi monstruoso batelero prorrumpió en
una salvaje risotada y dió un golpe en el
sato donde yo me hal:aba encerrado.
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE de,
pude entender todo lo que aquellos hom-
bres decían.
—¿No lo ha matado usted, Mateo? —
preguntaron á mi conductor.
—¡Para qué; lo tergo aquí bien se-
guro!
—Pero tendrá que responder de él ante
el tribunal.
—Ellos lo matarán. ¿No es eso lo que
desean?
—5Si; pero usted Ó yo podíamos tomar-
Traté de defenderme. (Pág. 8).
— Aquí está—dijo.
—Están esperando—prosigió el nuevo
personaje, añadiendo algunas otras pala-
bras que no pude entender.
—¡Lo llevo entonces! —dijo mi raptor,
cogiéndome en brazos y depositándome
sobre el suelo á los pocos pasos, como si
fuera un fardo.
Después de esto, los cerrojos crujieron
al ser corridos y las llaves volvieron de
muevo á asegurar las puertas, pudiendo
yo oir otras voces y pasos de varias per-
sonas que se aproximaban. Comprendo el
italiano mejor que lo hablo, y por eso
nos antes la justicia nor nuestras manos
—Tenga usted la seguridad de que no
lo he matado; los hombres mu-r'os no
muerden, y este maldito me ha clavado
sus dientes cuando le introduj¡e la cabeza
en el saco.
Sin embargo, permanece
Mateo.
—Descúbralo usted y se convencerá
inmóvil,
- de que está vivo.
La cuerda que sujetaba el sac» fué
desligada y despojaron de él mi c Peza.
Permanecí inmóvil en el sue o, con los
ojos cerrados, haciéndome el muerto,
10 pen A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
—Por San Mateo, le digo á usted que
lo ha ahogado.
—No, amigo Tut; lo que está es desma-
yado. Mejor le sería no volver en sí.
Sentí que una mano se posaba sobre
mi uniforme.
—Es verdad, Mateo. Su corazón late
“con igual fuerza que los golpes de un
martillo. Dejémosle quieto y pronto re-
cobrará sus s=ntidos.
Yo esperé un minuto, ó cosa así, y en-
tonces, á hurtadillas, procuré echar una
ojeada sobre el sitio en que me encontra-
ba. Al principio no pude ver nada, pues
había estado tanto tiempo en la obscuri-
- dad, que mi mirada se ofuscó al volver á
la luz. ) ¡
- Pronto, sin embargo, pude darme cuen»
ta de que me hallaba en un4 celda de al-
tos techos abovedados, en los cuales, lo
mismo que en los muros, veíanse pinta-
_das escenas religiosas. Aquello no pare
cía, desde luego, ni caverna ni calabozo.
Había sido llevado, sin duda, á algún pa-
lacio veneciano. Entonces, sin moverme,
muy disimuladamente, me fijé en los que
me rodeaban. Eran el gondolero, de ros-
ps tro atezado por el sol y aspecto de ase-
sino, y además otros tres hombres, uno
de ellos pequeño, que miraba á sus com-
- pañeros con cierto alre de autoridad, em-
- puñando un manojo de llaves. Los otros
- dos eran jóvenes, de alta estatura y pa-
-recían sirvientes. Por su conversación,
pude enterarme de que el hombre peque-
ño era el mayordomo de la casa, y los
otros individuos estaban bajo sus ór-
E A
Fran cuatro hombres para uno solo,
aunque al pequeño mayordomo podía con:
- siderarlo poco temible para la lucha. De
, tener yo un arma cualquiera, seguramen-
te hubiese probado la fuerza de estos
- combatientes; pero mano á mano yo no
_ podía pelear con uno cuando le ayuda-
rían los otros tres. La astucia, por consi.
guiente, y no la fuerza, era lo que debía
“servirme para salir de aquel trance. De-
eaba mirar alrededor de mí para estudiar
el terreno y ver si encontraba un medio
de escapar, y para este examen me vi
obligado 4 hacer un movimiento casi im-
- perceptible de cabeza. Pero por pequeño
- lancia de mis guardianes.
_que fué, no se escapó á la perspicaz vigi-
-—:Ya despierta, ya despierta! —excla-
mó el mayordomo. >.
—|Ponte de pie, franchute!—me gritó
el gondolero—. ¡Que te pongas en pie te:
digo!—repitió dándome una patada.
Jamás en el mundo fué un jefe obedeci-
do más prontamente que aquel asesino.
En un instante me levanté del suelo y
eché á correr. Aquellos hombres me si-
guieron precipitadamente.
Vi un corredor abierto, y avancé por
él. Volví hacia la izquierda, y llegué á un
patio. Ellos me perseguían y no tardarían
en cogerme. Pude esquivarles, y retro-
cedí, buscando la salida. Dos hombres se
presentaron á cortarme la retirada,
Intenté aún franquear la puerta por la
cual me habían introducido en el palacio,
pero hallábase fuertemente cerrada con
cerrojos y barras que no podía despasar.
El gondolero estaba ya junto á mí con
su daga en la mano; le dí una patada en
el vientre que le hizo caer de espaldas.
Su daga se clavó con seco ruido en el
suelo. No tuve tiempo para apoderarme
de ella, pues por ligero que anduve, apa-
recieron media docena de hombres fo:ni-
dos que se abalanzaron sobre mí.
Cuando, más ágil que ellos, iba á esca-
parme otra vez, el mayordomo puso un
pie delante de mí, haciéndome tropezar
y caer violentamente al suelo. Me levanté
en seguida, y rompiendo el cerco, pude:
atravesar por enmedio de mis persegui-
dores y alcanzar una puerta de salida
que se hallaba al final del patio. 0
No pude contener un grito de alegría .
al verme libre de las manos de mis per-
seguidores y adelantarme hacia fuera, _
donde todo era claridad...
Creía poder huir por las calles donde
encontraría seguramente algún camarada
que me protegiera; pero había olvida-
do en aquellos momentos lo extraño de la -
ciudad donde me encontraba, en la que
cada casa es una isla. O
Cuando hube empujado una puerta con”
impetu y logré abrirla, al verme ya en la
calle, pude darme cuenta, por la luz de
las ventanas del palacio que se reflejaba
sobre las obscuras aguas del lago, de que
era imposible huir no encontrando una
góndola á mano, como no la había. Cuan-
do meditaba en el mejor medio de escon-
derme para huir después, vime sorpren-
dido de nuevo por mis perseguidores,
que se abalanzaron sobre mí; pero no era
tan fácil que me apresaran.
A empujones, y luchando bravamente
- contra ellos, pude escapar de nuevo, no
sin que unb de aquellos bandidos me
A. Conam-Doyle.—AL GALOPE : 4 >
arrancara un mechón de pelo en sus es-
fuerzos inau litos por apoderarse de mí,
y que el maldito mayordomo me arrojara
una llave sobre la cabeza, que me causó
una herida, de la que brotaba abundante
sangre.
Seguí mi huída por una estrecha ace-
ra que se presentó á mi vista. Encima de
la gran escalinata del edificio vi medio
abiertas las altas hojas de una puerta
monumental, y aunque comprendí cuando
llegué hasta ella lo inútil de mis esfuer-
zos, entré, no obstante, por librarme de
los que me perseguían, :
La . habitación en que había yo pe-
netrado estaba profusamente iluminada.
Por sus cornisas doradas, sus pilares ma-
cizos y las preciosas pinturas de sus pa-
redes y techos, era aquel, sin duda, el
_ gran salón de algún famoso palacio ve-
neciano. Hay en la ciudad de los Dux
muchos cientos de estos bellos palacios,
algunos de los cuales tienen habitaciones
dignas de competir en arte, riqueza y
buen gusto, con las del Louvre y Versa-
lles. En el centro de aquella gran sala se
levantaba un estrado, y sobre él, forman-
do semicírculo, había sentados doce hom-
bres, vestidos con negros hábitos seme-
jantes á los de los monjes franciscanos.
Cada uno de ellos cubría la parte supe-
rior de su Cara con una máscara negra.
Un grupo de hombres «armados, de ás-
- pera é innoble mirada, permanecían como
centinelas alrededor de la puerta, y en
medio de ellos, dando cara al estrado,
pude distinguir á un joven militar fran-
cés, con uniforme de infantería ligera.
Cuando volvió la cabeza reconocí en él al
capitán Auret, del 7.” de infantería de
nuestro ejército, un gran tirador de flo-
rete con quien yo había bebido muchos
“vasos de vino durante el invierno. Estaba
tan pálido como la muerte, ¡pobre infeliz!
pea era un hombre completo ante aque-
os asesinos que lo rodeaban.
Nunca podré olvidar la súbita mirada
de esperanza que relampagueó en sus
tristes ojos cuando vió que un camarada
había entrado en aquella estancia, ni la.
desesperación que se pintó en su rostro
cuando comprendió que yo había llegado
allí, no á cambiar s
ur su suerte, sino á com-
partirla con él. | a
No os podéis figurar cuán aterrados z
quedaron todos aquellos hombres cuando
- yO penetré de improviso en la sala. Mis
perseguidores habían seguido mi pista, y -
que rompió el silencio,
detrás de mí cerraron el camino que con-
ducía á las puertas por donde pudiera es-
capar de su persecución. Después de esto
toda pelea quedaba fuera de los límites
de la prudencia y el buen sentido. E
Con aire de dignidad avancé hacia el
tribunal. Mi uniforme estaba desgarrado,
mis cabellos desgreñados, mi cabeza san-
grando, pero yo no sé qué había en mis
ojos y en mi porte que hizo comprender
á aquellos hombres que no era un hom-
bre vulgar el que se 'hallaba delante de 4 |
ellos.
Ni una mano había osado todavía po-
sarse sobre mí para arrestarme. Me ha-
llaba yo enfrente de un formidable hom-
bre, ya de edad, que por su blanca barba
y sus modales daba á entender que era el
que ejercía autoridad sobre los otros.
—Señor—le dije—, ¿querrá usted ex-
plicarme por qué he sido violentamente
arrestado y traído á este palacio? Soy un
honrado militar, como lo es este otro ca- E
ballero aquí presente, y pido que ordene
Usted inmediatamente nuestra libértad.
El más completo silencio reinó por
unos momentos. Os aseguro que es poco
agradable tener enfrente á doce hom=-
bres enmascarados y ver la feroz mirada
de sus ojos vengativos clavada en vues-
tro rostro. Pero yo me conduje como co- .
rresponde á un intrépido y valiente solda-
do: yo no podía perder el gran crédito
- que había conquistado con los húsares de
Confllans. No creo que nadie se hubier
portado con más dignidad que yo en
aquellas dificilísimas circunstancias.
Miraba con arrogancia las caras de |
aquellos asesinos y esperaba con ansia
una respuesta á mis palabras. E
Fué el de la barba canosa el primero *
—¿Quién es este hombre?—preguntó.
—Su. apellido es Gerard—contestó el.
pequeño mayordomo que se hallaba en
a A O E
-—El coronel Gerard —dije yo—. No
engañan á usted. Soy el coronel Gerard,
cinco veces mencionado.en boletines de
batallas, y condecorado con la Legión de
Honor. Soy ayudante de campo del gen:
ral Suchet, y pido mi libertad en el acto,
- así como la de mi compañero de ejército.
El más terrible silencio reinó sobre
asamblea, y los doce pares de ojos inh:
manos permanecieron clavados en mb
rostro. El viejo barbicano rompió de nu
vo paiolción at os al a
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
—Ese hombre está fuera de lugar. Aún
mo le ha llegado su turno, pues hay dos
mombres en nuestra lista antes que el
suyo.
- —Se nos escapó de las manos, y hu-
yendo penetró en esta sala—explicaron
mis perseguidores.
z —Dejad que le llegue su turno—con-
- testó el presidente de la asamblea, que
«era el hombre de la barba cana—. Llevad-
lo abajo, á la cueva de madera.
—¿Y si se resiste, Excelencia?
—Clavadle vuestros cuchillos. Tenedlo
«allí hasta que hayamos despachado con
- los otros.
Aquellos bandidos avanzaron sobre mí,
y por un momento pasó por mi imagina-
ción la idea de oponerles resistencia. Ha-
bría tenido una muerte heroica; pero
- ¡¿¿quién había allí que hubiera relatado
este hecho temerario? Me había hallado
- «muchas veces en malas aventuras y ha-
-—bía salido siempre bien de ellas. Había
«aprendido siempre á esperar y á fiar en
=mi buena estrella. Por esto seguí á aque-
llos bandidos, y cuando abandonamos la
-sala de la asamblea, el gondolero camina-
ba á mi lado con un gran cuchillo desnu-
«do en la diestra. Adivinaba en sus ojos
brutales la satisfacción que le proporcio-
-naría dándole algún motivo para hundir
-su arma en mi cuerpo. a
Hay en Venecia maravillosos palacios;
stas-grandiosas edificaciones son forta-
ezas, prisiones y palacios á la vez.
_Ibamos andando á lo largo de un pasa-
«dizo de piedra húmeda, hasta que fuimos
-á dar con un corredor corto en el que ha-
'bía tres puertas abiertas. Atravesamos
na de ellas, y después de empujarme ha-
sia el fondo de la habitación me dejaron
n ella, cerrando con llave la puerta.
La sola luz que en ella había, penetra - :
'ba por una grieta del muro que daba al
asadizo. Eo pd De
- Examiné cuidadosamente mi prisión.
"Después de lo que había oído en la asam-
blea pronto tendría que abandonar esta
rcel para reaparecer ante el tribunal.
Pero á pesar de esto, tal es mi naturale-
za, que yo confiaba en poder escaparme.
¡El pavimento: de piedra de la cueva era
“tan húmedo y los muros de varios pies de
to tan sucios y viscosos, que se podía
«deducir que mi prisión se hallaba más
baja que el nivel de las aguas del lago.
'n hueco abierto-al sesgo en lo alto de la
ó da, era la única abertura por donde
penetraban la luz y el aire. A través de
este hueco pude distinguir la luz de una
estrella que iluminaba pálidamente mi
calabozo. Aquella vista confortó mi áni-
mo y dióme buenas esperanzas. Quería
confiar en mi buena estrella de otras
ocasiones.
Jamás había sido yo un hombre reli-
gioso, aunque siempre tuviera respeto
hacia ella, pero recuerdo que aquella no-
che, al recibir en mi cueva la luz de
aquel astro, me pareció que el que todo lo
puede velaba por mí. Contemplaba aquel
astro como un joven guerrero contempla
al entrar en batalla la apostura del coro-
nel que vuelve su cara hacia los suyos, y
al arengarlos les inspira confianza en el
triunfo. |
Tres de los lados de mi prisión eran de
piedra, pero el que completaba el cua-
drilátero era de madera. Se podía com-
prender, al verlo, que era de reciente
construcción. Indudablemente se había
levantado con objeto de dividir en dos
cuevas pequeñas una de grandes dimen-
siones. ]
No podía albergar en mi pensamiento
ninguna posibilidad de salvarme al ver
los altos muros de piedra, el estrecho tra-
galuz y la puerta maciza de mi calabozo.
Sólo aquel tabique de madera podía ofre-
cer una remota esperanza. Mi razón me
aconsejaba que si'podía taladrar!o (lo que -
no era muy difícil) lograría, á fuerza de
grandes trabajos, abrirme paso hasta la
otra cueva. ¡Pero esto era tan poco para
lograr una evasión!... Sin embargo, siem-
pre había más esperanzas trabajando que
- estando inactivo; así es que consagré toda
mi atención y mis energías á explorar la
pared de madera. o
Dos fuertes vigas colocadas vertical- -
mente, unían toscamente la tablazón de
aquel tabique, que no me parecía difícil
desclavar. Miré por todo el calabozo bus-
cando encontrar algo que me sirviera de
herramienta para mi obra, y pude utilizar
la pata de una pequeña cama de hierro
destartalada que se hallaba en un rincón.
Introduje este hierro en una hendidura
ds las vigas y la tablazón, y ya empeza-
ban á separarse algunos tablones, cuando
un ruido de pasos agitados que pude per-
cibir, me obligó á abandonar mi trabajo
de carpintero, A
Desearía poder olvidar la impresión -
que me causó lo que en aquellos instan-
tes escuché. Muchos centenares de hom-
“A. Conan-Doyle.—AL GALOPE z E
bres he visto muertos sobre los campos de
batalla, á no pocos he matado yo mismo;
pero en la guerra se muere noblemente
ó se mata por cumplir el deber del solda-
do, por una causa digna, por defender la
integridad de la patria. Pero lo que inten-
taban los asesinos que allí me habían en-
cerrado era lo más horrible y villano que
puede verse.
Los pasos resonaban más cerca y Creí
adivinar que un prisionero era conducido
á aleún calabozo. Pronto me convencí de
ello cuando, al pasar por mi puerta, se
recostó sobre ella un hombre que al pa-
recer se resistía. Lo cogieron á viva fuer-
za los carceleros y lo encerraron en el
tercer calabozo, más allá del mío y del
que estaba separado por el tabique de
madera.
— ¡Auxilio! ¡Auxilio! — gritaba una
voz—. ¡Auxilio, Gerard! ¡Coronel Gerard!
Siguió un terrible grito de dolor.
Era mi pobre capitán de infantería, á $
quien mataban á cuchilladas y á ERES
aquellos bandidos.
_— ¡Asesinos! ¡Asesinos! —grité yo en
son de protesta dando varias patadas en
mi puerta. :
Oí una exclamación de triunfo, y des-
pués se hizo el más profundo silencio.
Un minuto después llegó hasta mí la
caída de un cuerpo pesado en el agua ce-
nagosa del canal, y me pude convencer
de que no habría ojos humanos que vol-
vieran á ver al infortunado Auret.
El pobre capitán había desaparecido
- del mundo, como otros centenares de mi-
litares franceses, cuyos nombres fueron
dados de baja en las listas de sus regi-
ratos durante maneta invierno en Ne e-
necia.
Los pasos" volvieron A oirse e vialéalo”.
hacia el pasadizo, por lo que yo pensé que
llegaban los asesinos á sacarme, de mi
celda. No era así, pues por lo que pude
? percibir entraron en el calabozo próximo
al mío y sacaron á un prisionero. Des-
pués oí el ruido apagado de los pasos que
! E alejaban en dirección á la escalera.
- De nuevo reanudé
abrirme paso en el tabique de madera
: ción medianera, y tardé
pocos minutos en lograrlo. Podía ya se- E
arlos luego de
manera que no se percibiera mi obra de
| Me introduje por el hueco que
aba al separarse las tablas y me en-
hasta la habit
parar los tablones y co,
ilabor para lograr
hacían de jueces, joven, alto, moreno
- sus Compa ñeros de derecho. OS
yo había pensado, era de las mismas di--
mensiones que la mía. :
Con sentimiento me convencí de que:
no tenía tempoco en ésta probabilidades.
para una huída, pues en el nuevo depar-
tamento no encontré, como en el mío,
otro tabique de madera.
Además, la fuerte cerradura de la e
ta había sido corrida momentos antes al
salir de allí la víctima y los carceleros.
No encontré en esta prisión ningún
rastro que me diera idea de quién podría
ser mi compañero de infortunio. Volviíá
mi celda, cerrando tras de mí los tablones:
del hueco por donde había podido llegar
á la habitación vecina, y esperé con re--
primido coraje la llegada de mis verdu-
gos, pensando ya en que mi aventura:
acabaría al fin en un asesinato. 3
Largo tiempo transcurrió sin que nadie- |
se presentase en mi prisión, pero al fin ob
de nuevo sonar en el pasillo pasos de per-
“sonas, y al escuchar el sonido de una lla=
ve en una puerta próxima, me preparé á
escuchar los lamentos de la pobre víctima.
que sería brutalmente maltratada por sus.
verdugos. Nada de esto ocurrió, pues el.
prisionero fué encerrado en su' celda sin.
violencia. No tuve tiempo de establecer:
comunicación con mi compañero de pri-
sión por medio del tabique de madera,
pues en seguida se abrió mi puerta y €
bandido gondolero en unión de los otros-.
asesinos penetró en mi calabozo. :
—Acompáñanos, francés —dijo el gon-
dolero Mateo blandiendo en su mano un
tremendo cuchillo ensangrentado y cla-
- vando en mí sus fieros ojos, como desean»
do encontrar una excusa para sepul-
tármelo en el GOFAZÓN * si le ica la me-
nor resistencia.
Comprendiendo yo que era inútil. re-
sistirse, seguí á mis carceleros sin pro=
—nunciar palabra. Subimos por la gran es-
_ calera y me introdujeron en el salón don-
de se hallaba constituído el tribunal de-
los enmascarados. Los ujieres me anu
-claron, pero la atención de la sala no se
fijó en mí. Estaba concentrada e
discusión mantenida entre uno de los
mtré en la cueva e. la eu como qu |
a A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
- —Abandonad esa idea, hermano—le
contestó el viejo de la barba canosa—. El
caso está juzgado y no hay apelación.
—Por amor de Dios, sed indulgentes—
gritó el joven.
- —Hemos sido ya bastante indulgen-
- tes—replicó el presidente del tribunal —.
- La muerte debía haber sido una pena in-
suficiente aún para tal ofensa. Guarde '
silencio y deje que el juicio siga sus trá-
-—mites.
Viá aquel joven envuelto en su hábito
esforzándose por contener su pesadum-
bre. No tuve tiempo, sin embargo, de
enterarme á qué se refería esta discusión,
pues los otros once enmascarados habían
fijado en mí sus miradas penetrantes. El
momento fatal había llegado.
—¿Es usted el coronel Gerard?—dijo-
- me el terrible viejo.
EVO SOY
—¿Ayudante de campo del ladrón que
se llama general Suchet, y que represen-
“ta al archiladrón Bonaparte?
Se me vino á los labios un insulto
atroz, pero me contuve porque me con-
vencí de que era echar leña al fuego si lo
e soltaba. >.
- —Yo soy un honrado soldado —dije,
—y no he hecho más que obedecer las
Órdenes que se me han dado y cumplir.
con mi deber.
El viejo tuvo un acceso de rabia. La
déhgre que se le subió 4 la cabeza lo
- puso tan rojo, que aun á pesar de su más-
cara podía notarse su pa de excita-
ÓN
llas son Jadrones, y un asesino *
cada hombre de su ejército —grité—. ¿Qué
n ustedes haciendo aquí? Son uste-
des franceses. ¿Por qué no están ustedes.
trancia? ¿Les invitamos «nosotros á
ho están ustedes aquí? ¿Dónde están
nuéstros cuadros? ¿Dónde están los caba-
U San Mercos? ¿Qué han hecho us-
¡quellas peseta 's que nues-
nos legaron durante muchas
tan sagradamente tenía-
radas? nión éramos una
hallaban en París, que sus caballos se
estaban fundiendo, y que él podía ver
héroes —no digo nada de santos — sin ne-
cesidad de volver la vista hacia sus ante-
pasados y aun sin moverse de su silla.
Todo esto le podía haber dicho, pero no
se podía argúir con un mameluco tan
obstinado como aquel. Me encozí de hom-
bros y no contesté nada.
—El prisionero no ofrece defensa—dijo
uno de mis enmascarados jueces.
—¿Tiene alguien alguna observación
que hacer antes que el juicio se dé por
fallado?—dijo el viejo presidente, diri-
giendo su mirada á sus colegas. i
—Hay otro asunto, Excelencia —advir-
tió uno de los jueces—. Puede, con difi-
cultad, tratarse sin volver á abrir las he-
ridas de un hermano de la asamblea, pero
á pesar de esto, os lo traigo á la memoria,
pues hay una razón particularísima que
me obliga á pediros que sea aplicado un.
ejemplar castigo á este militar. :
—No olvidaba esto—contestó el pre- .
sidente—. Hermano, si el tribunal no ha
podido satisfaceros en una cosa, Os dará,
en cambio, amplia satisfacción en otra. -
El joven juez de rostro moreno que ha-
bía estado rogando un favor á sus cole-
gas cuando yo entré en el salón, cayó.
casi desmayado á los pies del presiden-
te, y después que se EpRO dijo á la asam-
blea: a
—Yo no puedo sufrir esto; la satisfac-
-ción debe su Excelencia dármela á mí de-
jándome marcharme. El tribunal puede
obrar sin mi presencia. ¡Yo estoy enter-
mo! ¡Yo me vuelvo loco!
Y agitando sus manos con furioso ges-
to, abandonó la sala del nes ci
—¡Dejadlo que se vaya! ¡Dejadlo mar
| - Char! —dijo el presidente—. Es ciertamen-.
que vinieran Á Venecia? ¿Con qué de-
te más de lo que se puede pedir á u
hombre, que permanezca bajo este te
cho, donde se juz3a una cosa muy rela:
cionada con personas de su afecto. Per
es un verdadero veneciano, y cuando se
serene comprenderá que 10: se podí
obrar de otra manera.
Durante este incidente AN SHbrimalh
E bía hecho caso omiso de mi presencia ;
ya empezaba yo á impacientarme, pue
E soy un. hombre que no me gusta pasar
inadvertido. Pero el viejo presidente no
tardó en volverse hacia. mi y Sot? 0
su mirada.
-—Usted pagará por todos, pues
ES Eon pb lo que ye see alo ac
A. Constr DOpl aL GALOPE. o 15 o
lla fiera —. Usted, un aventurero de baja
«condición, un advenedizo extranjero, se
ha atrevido á á fijar su mirada amorosa en
la noble nieta de un Dux de Venecia que
había ya firmado su contrato de esponsa-
les con un heredero de los Loredan. El
.que se regocija con tales privilegios debe
pagaf un alto precio por ellos. |
—Yo no puedo pagarlos á más precio
que el que sea necesario—le contesté.
—Ya nos lo dirá usted cuando haya sa-
tisfecho una parte del pago—replicó el
viejo —. Quizás su espíritu no se halle tan
fuerte para probarlo cuando llegue esa
ocasión. Mateo, conduce de nuevo á este
prisionero á su “calabozo. Esta noche es
lunes. No darle alimento ninguno, ni aun
agua, y traerlo de nuevo ante el tribunal
el miércoles por la noche. Entonces de-
«cidiremos cuál sea la muerte Ss se le ha
de dar.
No era esto seguramente una promesa
muy agradable; pero, sin embargo, sig-
nificaba la suspensión temporal de la eje-
«cución de un castigo. Tampoco era muy
agradable marchar al lado de aquel ru-
fián Mateo, que blandía en su fiera mano
el enorme cuchillo ensangrentado. Me
hizo salir de la sala del tribunal, descen -
dimos la escalera y llegamos á mi cueva,
donde fuí de nuevo encerrado. ES
Una vez solo allí me entregué á mis re-
flexiones. Mi primer pensamiento fué es-.
tablecer comunicación con mivecino com-
pañero de infortunio. Esperé á que se ale-
- jasen los pasos del gondolero, y caute-
- losamente separé las tablas desencajadas,
asomándome á la celda vecina,
La luz era muy tenue, tan tenue que
apenas llegaba á- distinguir. una forma
humana que se dibujaba « como una silue-
ta en un rincón de la celda. Pude oir el
«dulce susurro de una voz que rezaba una
oración con el mismo fervor que pueda
hacerlo un reo al encontrarse en capilla.
Las tablas produjeron algún ruido, y en-
- tonces oí una exclamación de sorpresa.
-——¡Animo, amigo! ¡ánimo! Todo no se
ha perdido. Tenga fe y confianza en el
- corazón de Esteban Gerard. que: es el que
se halla Asulados +0:
— ¡Esteban! —dijo una” voz de mujer,
i una voz que había sonado siempre como
una armonía celeste en mis oídos.
- Atravesé sorprendido por la. hero
que había abierto en el tabique y sd
y mis brazos hacia donde alía la voz.
o E Ae
¡Esteban! ¡Coi Astsbaas juntos al >
fin, pero ninguno de los dos nos hallába=
mos para hacer discursos en aquel solem-
ne momento de nuestro encuentro; am=-
bos perdimos el uso de la palabra. Fué
ella la primera que habló para sacarme
de mi abstracción, diciéndome:
—¡Oh, Esteban, quieren matarte! ¿Có=
mo has caído en sus manos?
—En el momento de contestar perso-
nalmente á tu carta.
—Yo no te he escrito ninguna carta.
—¡Malditos traidores! Y tú ¿cómo estás
aquí?
—Vine también para acudir á
que me dabas en tu carta. |
—Lucía, yo no te he escrito carta al-
guna. :
—Nos han cogido á los dos con la mis-
ma trampa. E
—Yo no tengo cuidado respecto á mi;
no está tan próximo el peligro. Simple-
mente me han vuelto á mi cueva. O
—¡Oh! Ellos te matarán. A está.
allí.
—¿El viejo de la barba PO
—No, no; un joven de color moren:
Me amaba y yo pensaba también amarlo,
hasta que tú me enseñaste lo que es
amar, mi querido Esteban. El jamás se ;
la cita
olvidará de esto.
— Hagan lo que quieran, nunca podrán
robarme el'amor de mi Lucía. Pero ¿qué
.es lo que tratan de hacer contigo?
—Conmigo nada, Esteban. Solamen
un tormento de un instante, y todo pa
Piensan castigarme con una señal 1
mente, pero la ostentaré como coro
de honor al pensar qee por ti la he ga-
nado.
Sus palabras helaron la sangre en men
venas,
—;¡Lucía, Lucíal—grité—. Por. Dios,
- dime lo que piensan hacer. |
—No quiero decirtelo, Esteban,
la herida quete produciría sería más;
- de que mi tormento. pero no: al fi
diré, pues no quiero que te imagines algo
peor. El presidente ha ordenado que
cortada mi oreja derecha, y quede :
- cada po: a qe haber amado
frances.
me ee trad aún no h
od Ene pasando
'ecutar aquel «
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
- —Te amo demasiado para que vendas
así tu vida. e
-—¡Nadie te tocará!
_—Yo tengo esperanzas. Lorenzo está
allí. Ha podido implorar mi perdón.
—Rogó por ti, ciertamente.
—Entonces puede .haberles movido á
indulgencia.
Sabía yo que no era asi, pero ¿cómo
decírselo? Hubiera callado, pero el ins-
tinto de la mujer, habría interpretado fa-
talmente mi silencio,
- —¡Sus compañeros no le escucharon! —
exclamó ella —. Notengas temor en decír-.
melo. ¿Dónde estará Lorenzo?
—Se marchó de la sala del tribunal.
—¡Me ha abandonado á: mi desgracia!...
¡Esteban, Esteban, ya vienen!
A lo lejos oyérorse pasos que ya me
eran familiares, y el ruido de llaves. ¿Qué
- Objeto tenía su venida ahora, si no había
ningún otro prisionero á quien juzgar?
Sólo podían venir á leer la sentencia á
mi amada Lucía. Permanecí de pie en-
tre ella y la puerta, con la furia de un
león pronto á caer sobre mis enemigos.
staba dispuesto á hacerlos pedazos con
_los dientes y con mis uñas antes de
- permitir que pusieran sus manos en la
A |
- —¡Vuelve á tu cueval ¡vuelve á tu
cueva! —suplicaba Lucia—. Te asesina-
rán si te ven aquí. Mi vida está al menos
- ensalvo. Por nuestro santo amor, Este-
- ban, vuelve á tu calabozo. Yo no me que-
- Jaré; nada oirás,
- Aquella divina criatura se abrazó á
mí, y haciendo sobrehumanos esfuerzos,
me arrastró hasta el agujero abierto en
el tabique de madera. Un súbito pensa-
miento cruzó por mi mente,
—Nosotros podemos salvarnos toda=
-exclamé—. Haz lo que te diga sin
nerme objeciones. Vamos, introdúcete
ta cueva ¡Pronto! 0
La hice atravesar el agujero, y des-
pués, ayudado por ella, coloqué los ta-
blones en su sitio disimulando aquella
abertura. Después me dirigí al rincón
s obscuro de la cueva. Me hallaba allí
cuando la puerta fué abierta y entraron
s hombres. Habia podido observar
e no traían linterna, pues tampoco te-
Ían ninguna luz cuando me habían ence-
o. A la vista de ellos, parecía yo un:
egro en la obscuridad del rincón.
ed una luz—dijo uno de ellos,
o—pronunció una voz, acom-
pañando á sus palabras una terrible im-
precación.
Era el rufián Mateo el que hablaba.
—Para hacer mi trabajo me es lo mis.
mo la obscuridad que la luz. Yo lo sien=
to, señora—dijo el asesino dirigiéndose 4:
mí, como si yo fuese Lucía—; pero la or
den del tribunal tiene que ser cumplida.
Mi primer impulso fué arrastrarme ha-
cia la puerta cautelosamente, atravesando:
entre aquellos hombres, y escapar favo=
recido porla obscuridad. ¿Pero cómo ayu-
daría á mi Lucía? Al lograr yo l.. libertad
quedaría ella en sus manos mucho tiem-
po antes de que yo pudiera volver con
alguna gente de armas que me ayudara
á libertarla. Todos estos pensamientos.
atormentaron mi mente por un instante,
y vi que lo razonable era permanecer
allí esperando los acontecimientos.
Las groseras manos del gondolero ase=
sino tropezaron en la obscuridad con mis
rizados cabellos, que los delicados dedos.
de una mujer habían acariciado hacía un
instante. En menos de un segundo pude
notar que me asían de la oreja derecha y
sentí un dolor terrible producido por un
corte rápido, que despertó en mí una sen-
sación como si me hubieran aplicado un
hierro candente. Mordíme los labios, y
dando un grito rabioso caí en el suelo
desmayado, sintiendo correr en abun
dancia por mi espalda y por el cuello la
sangre caliente de la herida.
_— Gracias á Dios esto está cumplido
—dijo el verdugo gondolero, dándome
una amigable, palmada en la cabeza—.
Es usted una brava muchacha, señora;
_lo único que añadiré es que solamente
deseo que no tenga otra vez el mal gusto
de enamorarse de un francés. Cúlpele á
él y no á mí por lo que he hecho, cu
pliendo las órdenes del tribunal. a
¿Qué podía yo hacer en aquélla situa
ción más que apretar los dientes co
rabia? Pero al mismo tiempo, mi dolo
estaba animado con la satisfacción de ha-
ber sufrido por salvar á la mujer amad
-. Es muy general en los hombres de:
á las damas que de buena voluntad sufri-
rían cualquier dolor por su causa; pero
en mí era esto verdad, pues si lo había.
dicho, lo había sabido cumplir. Yo pensa-
ba también cuán noble parecería
ducta si algún día lo relatara la historia
y Cuán orgulloso podía mostrarse el regi
miento de húsares de Conflans de te er
Un coronel tan digno y valiente. E
y
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
pensamientos me ayudaban á sufrir en
silencio, mientras la sangre corría toda-
vía por mi cuello y formab Ja charcos so-
bre el pavimento de piedra. Esto podía
lentamente acarrearme la muerte.
—La señora :igue sangrando —dijo uno
de aquellos lacayos—. Hágale usted una
cura, Ó si no la hallará muerta por la ma-
ñana.
-—Parece que no se mueve, ni se que-
ja. Aún no ha abierto la boca—dijo otro.
Has debido de matarla.
—No: una mujer joven no muere tan
fácilmente—dijo Mateo—. Yo no he he-
cho más que cumplir estrictamente lo
mandado por el tribuna] para dejarla bien
señalada. ¡Despiértese, señora, despiér-
tesel
Me levantó por la espalda y mi cabeza
permaneció inmóvil por temor á que pu -
dieran conocer al tacto que no era yo la
- que todos se figuraban.
—¿Cómo se encuentra usted ahora?—
preguntó él.
Yo no Poco una palabra.
—¡Maldita sea!... Desearía haber he-
cho esto con un hombre, en vez de una
mujer, y m=nos con la más hermosa mu-
jer de Venecia. ¡Aquí, Nicolás! Venga el
pañuelo y traed una luz.
Todo se había perdido. La hora peor
había llegado; nada podía salvarme. Me
recosté en un rincón, pero mis nervios es-
taban tan excitados que parecía iban á es-
tallar; la cabeza me zumbaba. Si yO había
de morir, estaba determinado á que mi
fin llegase vendiendo cara mi vida.
Uno de ellos había ido por una lámpa-
ra, y Mateo estaba inmóvil delante de mí
con un pañuelo en la mano. Dentro de
un instante, mi secreto sería descubierto.
El gondolero permanecía en su sitio sin
hacer el menor movimiento. En el mismo
momento se. oyó un murmullo lejano de
gente que hablata en voz alta, y cuyo
ruido se percibía junto á la pequeña clara-
boya de la cueva. Más atentamente pude
escuchar un ruido de remos al cho-
car en el agua, y las voces vigorosas de
muchos hombres que se. acercaban á
nuestra prisión. Grandes golpes se oye-
ron fuera de la puerta, al par qn una
voz. gritaba enérgicamente:
| aia ¡Abrid en nombre del empe-
1perador!. -Mendlohd e
un espanto como si se nom-
| to. á DiR demonios. Mateo Se
los sicarios que le acompañaban, todos
aquellos asesinos, capitaneados por el pe-
queño mayordomo, se agitaron corriendo
de un lado para otro, y eritando con con-
vulsiones de terror. En el tabique de ma-
dera que separaba las dos celdas, se per-
cibió el ruido de la separación de los ta-
_blones, forzados por Lucía para volver á
la cueva, que yo ocupaba. En el piso su-
perior sonó ruido de armas con gritos é
imprecaciones de soldados franceses. Los
peldaños de la escalera principal crujían
bajo las pisadas de una persona que corría
y cuyos pasos se percibían por momen-
tos más cerca de nosotros. De pronto,
un hombre franqueó la puerta de la
cueva. !
—¡Lucía! ¡Lucía! —gritó, mientras su:
cuerpo, palpitante, se dibujaba en la dé-
bil luz del corredor y permanecía allí
quieto, sin pronunciar palabra. De preRs ES
-to penetró en la celda
—¿No te he demostrado lo mucho que ;
te amo, Lucía? ¿Qué más podía yo hacer
para probártelo? He hecho traición ámi
país, he roto mis votos, he arruinado á mis
amigos y .he ofrecido mi A a salvar, 59
la tuya. $
Aquel que así hablaba era el joven
Lorenzo Loredán, el novio que yo había
desbancado. Mi corazón se ioclinaba ha-
cia aquel joven en este solemne instante,
pues después de todo, era muy respetable
su loco amor hacia Lucía. Pensaba yo
que si él había perdido en elj juego, debe-
ría serle grato que yo le diese, como ven-
cedor, el consuelo de cederle mis dere
chos sobre el cariño de nuestra dama
Me disponía á apuntarle algo sobre esta.
materia, pero á la primera palabra que
—pronuncié quedó él atónito y corrió en
busca de una lámpara que había colgada
en el corredor, y acercándola á mí alu:
-bró: UM Cara...
¡ES usted, a francés: a, ted
A gritó—. Me PARA el d
_que me ha hecho.
Pero en el. mismo. momento se fij
la palidez de : mi cara y la sangre que ba
- ñaba todavía mi cuello.
- —¿Qué eseso?—me preguntó—. ¿O
ha perdido su oreja? pe
Me sobrepuse á mi debilidad, Ci
: por la pérdida de sangre, y apret da
mi pañuelo contra la erida me leva
del sitio en que es
bré la OS y
18 j A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
1
—¡Mi herida, señor! Con vuestro per-
"miso, no aludamos más á un asunto tan
frívolo y tan personal.
Pero Lucía había entrado ya en la
celda introduciéndose por el hueco abier-
to en el tabique, y relató con toda clase
de detalles lo ocurrido, mientras que
caía medio desmayada en brazos de Lo-
-redán diciéndole:
—Este noble caballero me ha reempla-
.zado para sufrir la ejecución de la terri-
ble sentencia á que yo había sido conde-
nada. Heroicamente ha sufrido el tor-
mento para que yo pudiera salvarme.
Simpaticé con el joven Loredán al ver
la expresión de su cara á medida que Lu-
cía iba relatándole la aventura. Al final
«del relato se adelantó hacia mi, y cogién-
dome una mano dijo:
—Coronel Gerard, es usted digno de
un gran amor. Le felicito á usted, pues
si por una parte me infirió un gran agra-
vio, por otra ha hecho usted vn noble
sacrificio. Pero estoy admirado de ver
á usted con vida. Abandoné el tribunal
antes de que usted fuera juzgado, pero
E comprendía que no se conce dería ningu-
na gracia á francés alguno, desde que han
destruido.los más valiosos ornamentos de
Venecia.
-_ —El no los destruyó— replicó Lucía—.
POr el contrario, protegió del saqueo los
- ornamentos más valiosos de nuestro pa-
taCIO.. >
-——Uno de ellos lo protegí con toda mi
+ alma—dije. yo besando la mano de la .
mosa nieta del Gran Dux. -
-— Esta.esla historia, mis queridos ami-
gos, de como yo perdí mi oreja derecha.
El cadáver de Lorenzo fué encontrado
- en la plaza de San Marcos con el corazón |
- atravesado por una daga, dos noches des-
pués de mi aventura.
Del tribunal y sus rufianes, os diré al
:s Mateo el gondolero y tres más fueron fu-
ados y el resto arrojados de-la ciudad.
> largo y pesado; mi nuevo regimiento ft
ía, mi amable Lucía, se retiró á un
to situado en Murano después que
os franceses hubimos abandonado la ciu-
y allí en aquel retiro podrá hallarse
s todavía alguna gentil abadesa que
wcho tiempo ha olvidado los días
ue nuestros" corazones . latieron Jun-
: e que algunas ve-
retiro del viejo sol-
nó en «aquéllos: ne :
La juventud ha pasado y la pasión se
amortiguó, pero el alma del caballero no
puede nunca camtiar, y todavía Esteban
Gerard mostraría su encanecida barba
ante ella y se vería muy satisfecho de-
perder su otra oreja si con esto podía
prestarla algún servicio.
1
CÓMO EL CORONEL GERARD ENTRÓ
ZARAGOZA
— ¿Nunca os he relatado, mis queridos
amigos, las circunstancias relacionadas
cor mi incorporación á los húsares de
Conflans durante el sitio de Zaragoza y
la notable hazaña que ejecuté con oca-
sión de la toma de aquella ciudad?
NO. :
—Entonces tenéis todavía algo que
aprender.
Voy árelatárosloexactamente, tal com
ocurrió. A excepción de dos ó tres e
bres y una. veintena de mujeres, vais á
ser Jos primeros que habréis oído est
historia. :
Det éis saber que entonces servía ya en
el 2.” regimiento de húsares de Chambe-
rán con el grado de teniente, y al poco
tiempo ccn el de capitán, el más joven de
aquella brillante cole ctividad.
En el tiempo á que me refiero, sólo.
contaba veinticinco años de edad, y er:
tan inquieto y atrevido como el que m
de aquel gran ejército. Aconteció que
guerra había terminado en Alemani
mientras aún seguía en España. Así e
emperador, deseando referzar su ejérci
to de España, me trasladó 4 él con el gr
do de primer capitán á los húsares di
Conflans, que en aquel tiempo figurabar
en el 5.? cuerpo de ejército bajo las
-.denes del mariscal Lannes. y
El viaje de Berlín 4 los Pirineos era
maba parte de la fuerza que bajo el m
do del mariscal Lannes estaba sitian
ciudad española de Zaragoza heroica
Emprendí mi viaje, por consiguiente,
aquella dirección, y una semana más ta
de me encontraba en el cuartel general d
los franceses, de donde fuí mandado al
puesto que ocupaban los húsares E Con:
Sib duda adontós ido: el
z de Zaragoza, y sólo diré que
A. Conam-Doyle.—AL GALOPE 17 '' 19
meral del mundo hubiera podido empren-
«der una tarea tan difícil como la acome-
tida por el mariscal Lannes.
La heroica ciudad estaba llena de 2s-
pañoles de diferente categoría, soldados,
campesinos y sacerdotes, todos poseídos
de un odio furioso contra los franceses, y
con la resuelta determinación de morir
antes que entregar la plaza. Había 80.000
hombres en la ciudad y slo 30.000 en el
ejército sitiador. Sin embargo, nosotros
contábamos con poderosa artillería y
nuestros ingenieros eran de los mejores
«de aquella época. Nunca se ha visto un
sitio semejante, puesto que es ley de la
¿guerra que cuando las fortificaciones se
entregan, las plazas se rinden al ene-
migo; pero allí se puede decir que hasta
que las fortificaciones fueron tomadas no
«empezó la verdadera guerra. Cada casa
era un castillo y cada calle un campo de
batalla. Así es que tuvimos que empren-
der nuestro avance día por día y lenta-
mente, volando las casas con sus mo-
radores, hasta que más de la mitad de
la ciudad fué reducida á ruinas. Sin em-
bargo, la otra mitad de la ciudad conti-
nuaba defendiéndose aún con más furia
y con mejores posiciones para la defensa,
puesto que las casas que quedaban en pie
€ran en su mayoría inmens)s conventos y
monasterios de muros tan fuertes como
los de la Bastilla, que no podíamos des-
uir fácilmente
ÚMDO A 00
Este era el estado de las cosas cuando
yo me incorporé á aquel ejército sitiador.
He de deciros que la caballería no es de
gran utilidad para un sitio, aunque hubo
un tiempo en que yo creía tanto en su
utilidad, que no hubiera permitido 4 na-
die que me hiciera semejante observa-
ción. Los húsares de Conflans hallában-
se acampados en el Sur de la ciudad, y
Su deber consistía.en patrullar para ase-
gurarse de que ninguna fuerza española -
avanzaba sobre aquel flanco.
É *
_El coronel no era un gran soldado, y
el regimiento en aquel entonses estaba'
muy lejos de poseer las condiciones que
p tener.
arde de mi llegada pude
noche cené con veinti
pañeros de armas, y- temo di
para dejarnos el campo
que mi celo me llevó á decirles con mu-
cha claridad que encontraba las cosas
muy diferentes de lo que estaba acostum-
brado á ver en nuestro ejército de Ale-
mania. Después de mis declaraciones rei-
nó gran silencio en la mesa, y sospeché
que había cometido una indiscreción
cuando vi las miradas que me dirigía la
mayoría de los comensales. El coronel, es-
pecialmente, estaba furioso, y el mayor,
llamado Olivier, que era la primera figura
del regimiento, estaba sentado frente á
mí acariciándose las guías de su gran bi-
gote negro y fijando su vista en mí per-
sona como si quisiera comerme. Sin em-
bargo, no me ofendió su actitud. Com-
prendí que había estado indiscreto y que
causaría mala impresión que en el mis-
mo día de mi llegada al regimiento riñe-
ra con mi jefe superior. |
Hasta aquí confieso que me equivoqué,
ero sólo ahora lo comprendo. Concluida
la cena, el coronel y algunos otros oficia=
les se marcharon de la mesa, pues ésta
hallábase instalada en una casa de campo
que reunía poco confort, y ellos gustaban
de él por lo visto. a E
Quedamos de sobremesa hasta una
docena de oficiales, y nos fué traido un
pellejo de vino español, cuyo generoso
líquido nos puso bastante alegres. Pe
_ Poco tiempo después, el mayor Oli-
vier me hizo algunas preguntas concer-
nientes al ejérsito de Alemania y á la e
parte que yo había tomado en la campa-
_ña. Excitado por el vino se me soltó la
lengua, y fuí narrándales 'historia po;
historia. Les dije que había sido modelo
de todos los oficiales de mi edad por mi
comportamiento en el ejército. Era
primer tirador de armas, el más atrevid
_ Jinete y el héroe de cien aventuras. Com=
- prendo que fuí demasiado jactancioso,
pero escuchadme. ¿No era natural, queri
dos amigos, que yo quisiera relatar
aquellos bravos camaradas qué clase de
hombre era el que estaba entre ellos? ¿No
era oportuno que yo les dijera: «¡Reg
_jáos, amigos, regocijáos! No es un hom
bre cualquiera el que se ha unido á v
otros en este día. Yo soy Gerard el v
_cedor de Jena, el héroe de Ratisbona; el
_ hombre que rompió el cuadro en Au
tilo rea OSO ito
sí, pero.
os incidente
os, que 1
tarles respecto á mis triunfos militares.
Ellos escuchaban mi palabra con indi-
ferencia. Al fin les conté cómo había
guiado al ejército á través del Danubio,
y al terminar esta narración estalló una
Carcajada general. Me puse en pie con
vergúenza á la par que con cólera, pues
pude comprender que me habían hecho
hablar para luego burlarse de mí. Ellos,
por lo visto, estaban convencidos de que
tenían que habérselas con un jactancioso
amigo de mentir. ¿Era este el recibimien-
to que yo merecía en los húsares de
-_Conflans? Me limpié las légrimas de rabia
- Que brotaron de mis ojos, y mis compa-
fieros se riercn más de mí.
— ¿Sabe usted, capitán Pelletan, si el
mariscal Lannes está todavía al frente
del ejército?—preguntó el mayor.
—Creo que sí, señor—dijo el capitán.
—En verdad, pienso que su presencia
. Apenas €s necesaria, ahora que el capitán
- Gerard ha llegado—añadió con sorna el
Mayor. ; :
Otra carcajada general acogió estas
- palabras. Aún me parece estar viendo
aquella hilera de caras con ojos burlones
- y bocas al iertas; Olivier, con su gran bi-
gote negro; Pelletan, delgado y despec-
tivo; y hasta los jóvenes subtenientes,
- aguantando el ímpetu de su risa. ¡Cielos,
qué vergienza sufríl La cólera había
- secado mis ojos, haciéndome recobrar mi
frialdad, y dando á mi continente una
serenidad exterior, á pesar de que ardía
en Cólera por dentro.
_—¿Puedo"saber, señor mayor, á qué
hora hay parada en el regimiento? —dije
Olivier.
-. —Espero, capitán Gerard, que usted no
- Querrá alterar nuestras horas—dijo él, y
Otra carcajada general estalló entre los
allí congregados, los cuales comprimían
sus ímpetus de alegría á medida que re-
corría yo con mi mirada fría y serena to-
dos los puestos que ocupaban. |
- —¿A qué hora es la parada?—pregun-
té vivamente al capitán Pelletan.
Tenía en la punta de la lengua una
respuesta burlona, pero mi mirada lo con-
O ao ie cial APA eS
- —La'parada es á las seis—contestó.
A TACIAS dije: PO
espués conté las personas que forma-
_ ban la reunión, y encontré que tenía que
habérme
as con catorce oficiales, dos de ? mos tenido
ar achos recién tiones de honor que despa
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
podía permitirme hacer caso de su indis-
creción. Quedaban, pues, el mayor, cua
tro capitanes y siete tenientes. a
—Caballeros—les dije mirando de uno
á otro—, me sentiría indigno de pertene
cer á este famoso regimiento si no pidie--
ra á ustedes satisfacción por las groserías
con que me han recibido, y yo conside
raría á ustedes indignos de formar en sus
filas si bajo cualquier pretexto rehusasen
concedérmela. E
—No tendrá usted dificultad ninguna
respecto á ese punto—dijo el mayor -—
Estoy dispuesto á desposeerme por unos
momentos de mi grado superior y dar á
usted toda clase de satisfacciones en
nombre de los húsares de Conflans.
—Le doy á usted las gracias—conte
té—, pero tengo, sin embargo..que recla-
mar también la misma saiisfacción de
esos caballeros que se han reído de mí.
—¿Con quién quiere usted pele: r?—
contestó el capitán Pelletan. dle
—Con todos ustedes—contesté,
Ellos se miraron unos á otros con sor
presa, luego se retiraron á un extremo
de la habitación, y pude percibir el susu-
rro de la discusión que entablaron. Conti-
nuaban riéndose, por lo que es evidente
que aún seguían creyendo que se las te-
nían que haber con un fatuo. Luezo vol-
vieron á mi lado, diciéndome: e
—5Su deseo no es muy usual, pero si
embargo, se tomará en consideración
¿Cómo propone usted que se efectúe se
mejante desafío? Las condiciones queda
á su elección. | A
- —A sable—dije yo —, y escogeré á u
tedes por orden de jerarquía, empezan
por usted, señor mayor Oliviér, á las c
co en punto; así podré dedicar cinco mi
nutos á cada uno de mis adversarios, has
ta que haya concluido con todos ell
Debo sin embargo rogar á usted, mi m
yor, que tenga la amabilidad de designa:
_el campo para el combate, puesto qu
_ todavía no conozco la localidad.
Aquellos hombres quedaron impresio-
nados por mimanera fría y práctica de
arreglar las cosas. La sonrisa había ya
desaparecido de los labios de todos y l:
cara de Olivier no era ya burlona, sin
amenazadora y severa.
_ —Hay un pequeño espacio desocupa-
- do detrás de las líneas de los caballos—
dijo él—. Ya.hemos tenido algunas «
! char allí,
han efectuado muy bien. Estarem
A. Conan-Doyle.—AL
ese punto, capitán Gerard, á la hora que
usted ha designado.
Yo me disponía á darles las gracias por
aceptación de los desafíos, cuando la
puerta del comedor fué abierra con vio-
lencia y apareció el coronel del regi-
miento apresuradamente, pintándose en
su rostro gran agitación.
—Caballeros—dijo él —, me han pedido
n voluntario entre ustedes para enco-
mendarle un servicio que envuelve gran-
dísimo peligro. No ocultaré á ustedes que
el asunto es serio en sumo grado, y que
el mariscal Lannes ha escogido un oficial
de caballería, porque se puede dispensar
mejor su anuencia que la de uno de in-
fantería Ó de ingenieros. No se pueden
escoger los hombres casados. De los de-
más, ¿quién se ofrece voluntario?
No. necesito decir que todos los oficia-
les solteros se pusierm al frente. El co-
ronel miró con algún embarazo á aque-
llos. Yo noté su duda. Tenía que esco-
ger el hombre más valiente de su regi-
miento, y, sin embargo, no quería, por
Otra parte, privarse de su concurso.
—Señor coronel—dije yo—, ¿se me
permite hacer una objeción?
El me miró severamente. No había sE
vwidado mis observaciones de la cena, y
sin embargo, me concedió la palabra.
. —Me permitiré decir, coronel, que esta
misión es mía, tanto por derecho, como
por conveniencia.
- —¿Por qué así, capitin Gerard?—con-
testó el coronel. '
-—Por derecho, por ser el capitán más
antiguo, y por conveniencia, porque no
me echarán de menos en el regimiento,
puesto. que mis compañeros o sí me
conocen.
La cara del coronel adquirió cierto as-
pecto de tranquilidad. -
- —Hay ciertamente mucha razón en lo
que dice usted, capitán Gerard—dijo él—.
Creo que usted es el más apto para des-
empeñar esta di fícil misión. Si usted quie-
Te venir conmigo, le Pe usted mis
instrucciones,
-— Di las buenas bal 4 mis arde
y salí de la habitación, no sin antes ha-
berles repetido que estaría á sus órdenes
á las cinco de la mañana siguiente.”
Ellos saludáronme con una inclinación
de cabeza y pude notar. en sus rostros
estimar en
que ya habían empezado á
algo mis dotes de carácter. gu,
Esperaba « es a cor onel me manifesta-
GALOPE Qs te E ds
se pronto lo que se relacionaba con el
desempeño de mi misión; pero en lugar
de esto, caminaba en silencio, yendo. yo
detrás.
Pasamos por el campo y atravesamos
las trincheras saltando por encima de los
montones de piedras y escombros, restos
de las que fueron murallas de la vale-
rosa ciudad.
Dentro del recinto de la plaza veíanse
diseminadas laberínticamente varias sen-
das formadas por los escombros de las
casas que habían sido destruidas por las
minas de los ingenieros.
Extensas porciones de terreno veíansa
sembradas con restos de murallas y mon.-
tones de ladrillos, reliquias de lo que fué
antes una ciudad poblada. Habíanse
abierto callejuelas en los escombros colo -
cándose linternas en las esquinas con
inscripciones para dar. dirección al tran-
seunte. El coronel apresuró el paso, hasta
que al fin, después del largo paseo, en-
contramos el camino interceptado poruna
alta pared gris que se extendía ante nues
tro paso. Allí, detrás de una barricada,
se hallaba situada nuestra guardia avan=
zada. El coronel me llevó á una casa des-
_mantelada y sin techo. Allí encontré dos
oficiales generales y un mapa extendido
encima de un tambor enfrente de ellos.
Estaban arrodillados á su lado, examinán-
dolo cuidadosamente á la luz 'de una lin-
terna. Uno de cara afeitada y cuello torci-
- do era el mariscal Lannes; el otro perso=
naje era el general Razout, jefe de los in-
genieros. | |
-—El capitán Gerard se ha ofrecido A 4
ir—dijo el coronel, =N
El mariscal Lannes se puso en pie y ¡
me estrechó la mano.
- —Es usted un hombre valiente, capi-
tán—dijo él —. Tengo un regalo que ha-
cer á usted—añadió, entregánlome un
- tubo fino de cristal —. Ha sido especial- A
_ mente preparado por el Doctor Fardet.
En el momento supremo no tiene usted
- más que ponerlo en sus. labios y morirá
instantáneamente.
Esto, como verán mis amigos, era un
alegre principio. Os confesaré que un.
escalofrío corrió por mis espaldas y eri:
-záronse mis cabellos.
- —Dispénseme usted, señor—dije yo
mientras saludaba con una mano—. Se
que me ha escogido como voluntario pa
un servicio de gran peligro, pero los
— rá exactos no se me han mado. todaví
O A, GALOPE
—Coronel Perrin—dijo Lannes seve-
ramente—, no es justo permitir á este
bravo oficial que se ofrezca como volun-
tario á desempeñar una misión especial
antes de que conozca los peligros á que
se verá expuesto.
Yo había recobrado mi sangre fría, y
mi decisión de acometer atrevidas em-
presas.
- —General—dije yo—, permitame ob-
servar que cuanto más peligro haya tanta
más gloria se obtendrá, y que sólo podría
arrepentirme de ser voluntario si no en-
- contrara riesgos que desafiar.
Era un noble discurso; y mi apariencia
- dió fuerza á mis palabras. Por un momen.
to tuve la figura heroica, y como yo veía
los ojos de Lannes fijarse con admiración
en mí, me enorgullecía al pensar cuán
espléndido era el debut que yo estaba
haciendo en nuestro ejército de España,
Si yo llegaba á morir aquella noche, mi.
nombre no sería olvidado, y mis nuevos
camaradas, el mayor, el coronel y los ge-
_nerales,todos se unirían en un sentimien-
. to cariñoso de admiración hacia Esteban
"Gerard. * : os
- —El general Razout le explicará la si-
- tuación — dijo Lannes brevemente.
El general de ingenieros se levantó
teniendo su compás en la mano, me llevó
hacia la puerta y me señaló la pared gris
que se alzaba sobre los restos de las que-
—brantádas casas. FE
—Esta esla presente línea de defensa
_del enemigo—díjome—. Es la. pared del .
- gran convento de Santa Engracia. Si po--
-. demos escalarlo, se tomará la ciudad.
Pero ellos han establecido unos fosos que
rodean todo el convento, y las paredes
son tan enormemente espesas que sería
- trabajo imposible abrir brechas en ellas
por medio, de la artillería. Nosotros he-
mos sabido, sin embargo, que el enemigo
tiene un considerable depósito de pólvo-
“raen una de las habitaciones subterrá-
neas. Si se pudiera hacer explotar este
- polvorin, el camino se presentaría claro
para nosotros.
- —¿Cómo puede alcanzarse? —pregun -
OA
ciudad un agente francés llamado Hu-
bert. Este hombre audaz ha estado en
ntinua comunicación con nosotros y ha
prometido volar el almacén de pólvora.
enía que efectuarse esto por la mañana
temprano
—Yo se lo explicaré. Tenemos en la
y tipa des dia cotecuti-
vos hemos tenido preparada una columna
de ataque compuesta de mil granaderos
esperando áque se hiciera la brecha.
Pero la explosión no se ha verificado, y
hace dos días que no tenemos comunica-
ción ninguna con Hubert. Nuestra pre-
gunta es esta: ¿qué ha sido de él?
—¿Ustedes desean que yo vaya á ente-
rarme de esto?
—Precisamente. ¿Está enfermo, heri=
do ó muerto? ¿Debemos confiar en su
cooperación, ó debemos dirigir el ataque
hacia otro punto? No podemos determi-
nar esto hasta que no tengamos noticia
de él. He aquí el mapa de la ciudad, ca=
pitán Gerard. Entérese usted de que den-
tro de este círculo de conventos;y monas:
terios hay calles que arrancan de la plaza
central. Si llega usted hasta esta plaza
encontrará la catedral en un rincón de
ella; en aque! rincón se halla situada la
calle de Toledo (1). Hubert vive en una
casita emplazada entre la casa de un za-
patero y una taberna, á la derecha de la
catedral. ¿Me comprende usted? he
—Muy claramente. Eo
—Tiene usted que llegar hasta esa
casa para verle, con objeto de averiguar
si su plan es realizable ó si debemos
abandonarlo. - o A
—Aquií tiene usted —añadió, mostrán-
dome un rollo de sucia estameña—, un
hábito de fraile franciscano que le podrá *
á usted servir para disfrazarse.
Yo me retiré con asco al ver aquel
disfraz: o RE
_—Esto me convierte en un espía —e
clamé—. ¿No puedo ir de uniforme?
— Imposible. ¿Cómo podría usted atra-
vesar de esa manera las calles de la ciu-
dad? Recuerde también que los españo
les no hacen prisioneros, y que su desti-
no será el mismo, sea el que sea el vesti-
do en que lo sorprendan. es |
Esto era verdad; yo había vivido en
la campaña anterior bastante tiempo en
España para saber que mi destino de pri-
-sionero sería probablemente más temible
que la misma muerte. Desde la frontera
había oído tristes relatos de tortura y de
_ mutilación. Me disfracé con el hábito de
- franciscano. Ea Ñ
_—Ya estoy listo—dije.
(1) El lector tendrá en cuenta que Conan-Doyle es
inglés y como la mayoría de los escritores extranjeros,
incurre en errores y ligerezas al hablar de nuestro
país.—(N, del T.) E O E
4
—¿Está usted armado?
—Con mi sable.
—Sus chasquidos serán oídos; tome
usted este cuchillo y deje su sable. Diga
usted 4 Hubert que á las cuatro, antes
de la madrugada, la partida de ataque se
hallará lista otra vez. Fuera encontrará
e
usted 4 un sargento que le explicará cómo
debe usted llegar á la ciudad. ¡Vaya, bue-
nas noches y buena suerte!
—Antes de que hubiera salido de la
habitación, lós dos generales, con sus
sombreros de picos tocándose, inclinaban
su cabeza sobre el mapa. Un sargento de
ingenieros me esperaba en la puerta. Me
até 4 la cintura el hábito, y quitándome
el chacó me eché el capuchón por la ca-
beza. También me quité. las espuelas, y
luego seguí á mi guía silenciosamente.
Era necesario andar con precaución,
A, Conan-Doyle.—AL GALOPE
Allí encontré dos oficiales generales. (Pág. 21).
23
puesto que las murallas que se hallaban
junto á nosotros estaban vigiladas por
los centinelas españoles, quienes dispa-
raban sus armas continuamente sobre
nuestras fuerzas avanzadas. Bordeando
el convento con precaución extremada.
por toda la sombra de sus muros, buscá-
hos
bamos cuidadosamente nuestro camino
entre los montones de ruinas, hasta que
llegamos cerca de un enorme castaño,
donde el sargento se detuvo.
—Es fácil trepar á este árbol —me
dijo —. Una escalera de mano no sería
más sencilla para subir por él. Suba usted
y encontrará que la rama de encima le
permitirá pasar sobre el techo de aquella
casa. Después de esto, debe ser su ángel
de la guarda el que le guíe, pues yo no
puedo guiar á usted más.
Recogiéndome mi embarazoso hábito
2
alrededor de la cintura, subí al árbol
como me habían aconsejado. La luna men-
guante brillaba con gran claridad sobre
mi cabeza y la línea de un tejado dibuja-
ba en el espacio sobre un cielo estrella-
do. El árbol se hallaba protegido por la
- "sombra de la casa.
- Trepé despacio de rama en rama hasta
que llegué á la cima del árbol Sólo me
quedaba ya atravesar una rama fuerte
- para alcanzar el muro de la casa. De re-
pente mis oídos percibieron un ruido de
pasos, y me agaché contra el tronco, tra-
tando de ocultarme con su sombra.
Un hombre se dirigía hacia mí andan-
do por el tejado. Vi su sombra arrastrán-
dose tras su cuerpo agachado y su cabeza
- avanzada mostrando el cañón de un fusil.
Todos sus movimientos acusaban pre-
- Caución y desconfianza. Se detuvo varias
- veces y luego continuó su marcha hasta
que llegó al borde mismo del parapeto, á
.. pocos metros de distancia de mí. Arrodi-
- llóse, apuntó su fusil é hizo fuego.
- Yo me sentí tan sorprendido al escu-
- Char este estrépito cerca de mis codos,
- que por poco me caigo del árbol. En aquel
- momento no podía estar seguro de que
- no me hubiese herido, pero cuando oí un
. hondo quejido abajo y el español se re-
costó encima del parapeto, viéndose con
- fuerza, comprendí lo que había ocurrido.
Era mi pobre y fiel sargento, que hasta
el último momento había esperado para
verme desaparecer, el que se lamentaba
tan hondamente. El español lo había vis-
to debajo del árbol y lo había matado con
su fusil. Aquella gente usaba trabucos
- que cargaban con toda clase de piedras y
-_ pedazos de hierro, y, por consiguiente,
podían herir á un hombre tirando casi á
ciegas con tal que fuese á corta distancia.
- El español miraba fijamente á través de
la obscuridad,
partió desde abaj
argento aún vivia. El centinela español
miró alrededor; todo'estaba tranquilo y
seguro. Quizás pensaba en acabar con la.
ida de aquel maldito francés, ó tal vez
deseara ver lo que guardaba en sus bol-
llos. Sea cual fuere el motivo, dejó á un
lado su arma, se inclinó hacia adelante y
se lanzó sobr bol. En aquel mismo
instante hundí yo mi cuchillo en su cuer-
po, y cayó con estrépito al través de las
amas, llegando al suelo, con un ruido
jo y una impre-
niras un quejido que
me demostró que el
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
cación en francés; el sargento herido no
había esperado largo tiempo su vengan- :
za. No me atreví á moverme durante
unos minutos, porque esperaba que al-
guien llegase atraído por el ruido. Sin
embargo, todo permaneció quieto menos
las campanas, que anunciaban en la ciu-
dad la media noche. Me arrastré por las
ramas y saltó encima del tejado. El fusil
del centinela español estaba allí, pero no
me servía, puesto que él conservaba el
cuerno de pólvora en su ciaturón. Al
mismo tiempo pensé que si lo encontra-
ban serviría al enemigo para hallar una
huella de lo que hubiera sucedido, por lo
que hice deslizarse el arma por la pared.
Después examiné el medio mejor para
saltar del techo y bajar á la ciudad.
Era evidente que el camino más sen-
cillo para bajar era aquel que el centine-
la español había usado para subir, y pron-
to lo encontré. Una voz que atravesó por
el tejado decía: «¡Manuel! ¡Manuel!l,» va-.
rias veces, y agachándome en la sombra
pude ver á la luz de la luna una cabeza
. barbuda que asomaba por una claraboya.
No recibiendo contestación á su llamada,
salió al tejado seguido de otros tres indi-
viduos, todos armados hasta los dientes.
Ustedes comprenderán, mis queridos
amigos, la importancia que tuvo para mí
no haber descuidado un pequeño detalle,
pues si hubiera dejado el fusil del centiz
nela donde lo encontré, fácilmente ha-
brían dado con mi pista y ciertament
me hubieran descubierto. Pero aquell
patrulia no encontró rastro alguno por el
que pudiese dar con el paradero de su
centinela, y pensando sin duda que ha=
bría seguido á todo lo largo del: tej;
fueron en aquella dirección. En
instante que volvían sus espaldas hac
mí me introduje por la claraboya y baj
unos escalones. La casa parecía esti
vacía, y pasé al t
do á la calle po
ba abierta. E A E
Era una desierta y estrecha callejuela
aba á una calle ancha llena d
ses establecidas por los centinelas, al
, redsdor de las cuales dormían grandes
- grupos de soldados y campesinos.
- El olor que se percibía dentro de la ciu-
- dad era tan nauseabundo, que yo me a
miraba de cómo sus habitantes pudiera
vivir en ella. Durante los largos mese
del sitio no se habían barrido las calle
ni enterrado los muertos, Mucha gent:
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE O 25 :
discurría acá y acullá entre las luces, y
en ella pude observar la presencia de va-
rios monjes.
Viendo que ellos iban y venían sin ser
preguntados, yo me animé y apresuré el
paso en dirección á la gran plaza. De re -
pente un hombre se interpuso en mi ca-
mino, saliendo del círculo de aquellas lu-
ces, me sujetó por la manga de mi hábi-
to, me señaló una mujer que sin movi-'
miento hallábase tendida en el suelo, y
yo comprendí que quería indicarme que
se estaba muriendo y deseaba que le ad-
ministraran los últimos sacramentos. Me
acordé del poco latín que sabía y con una
voz hueca dije: Ora pro nobis. Te deum
laudamus, echando á la vez numerosas
bendiciones. Aquel individuo soltó mi
manga y retrocedió sin decir una palabra,
mientras yo con un gesto solemne me
apresuré á seguir mi camino.
- Como me había imaginado, aquel an-
cho boulevard conducía hasta la plaza cen-
tral, que se encontraba llena de tropas y
i de grandes hogueras. Apresuré el paso
sin prestar atención á la gente que me di-
rigía la palabra; pasé la catedral y seguí
- por la calle que me habían indicado.
Como ésta se hallaba en el extremo más
lejano de nuestras líneas de ataque, no
había tropas acampadas en aquel barrio
que yacía en la obscuridad, salvo las pe-
queñas luces que brillaban en algunas
ventanas. No era difícil encontrar la casa
ue me habían indicado, entre la taberna
portal de un zapatero remendón. No
bía luz ninguna dentro y la puerta ha-
llábase cerrada. Empujé con precaución
el pestillo de la puerta y noté que cedía;
día suponer quién estaba allí y sin
lebía arriesgarme por saberlo.
) a puerta y entré. La obscuridad
; ás completa reinaba en este interior,
mayor aún porque había yo cerrado la
puerta tras de mí al entrar. Palpé alrede-
dor y toqué el borde de una mesa, luego
me quedé quieto, preguntándome lo que
debía hacer y cómo podría tener noticias
de Hubert, en cuya casa me encontraba.
- Cualquiera equivocación podría costar-
me no solamente la vida, sino el fracaso
de la misión que me había sido encomen-
dada, ¿Viviría Hubert tal vez sólo? Quizás
estuviera alojado con una familia españo-
la y mi visita pudiera no solo causar su
ruina, sino también la mía. Rara vez en
mi existencla me he visto. más perplejo
Para ea |
De pronto algo congeló la sangre ek
mis venas. Era una voz muy tenue que
parecía susurrar en mis oídos:
—«¡Dios mío, Dios mío!» — exclamó
aquella voz en tono de agonía—. «¡Oh
Dios mío, Dios mío!.
Luego se oyó un corto sollozo en la
obscuridad y todo quedó en silencio. Esta
voz me llenó de horror, pero aún me.
conmovió más, puesto que hablaba en
francés.
—¿Quién está ahí? —pregunté. :
Oí un quejido, pero ninguña respuesta.
—¿Es usted el señor Hubert?—dije.
¿ —Si, sí —suspiró aquella voz, tan bajo,
que apenas se podía oir—. ¡Agua, agua,
por caridad!
Yo avancé en dirección al sitio de
donde salía aquella voz, pero sólo para
hallarme en contacto con la pared. Oi
otra vez un quejido. Ahora no había
duda; el que lo producía estaba encima
de mi cabeza. Extendí las manos, pero
sólo encontraron el vacto.
.—¿Dónde está usted?—exclamé yo.
—Aquí, aquí —murmuró con débil so-
nido aquella voz extraña y trémula. '
Extendí la mano por la pared y pal-
pé el pie desnudo de un hombre; estaba
al nivel de mi cara y, sin embargo, pude
notar que su pie no se apoyaba sobre
ningún lado. Retrocedí con asombro y,
sacando yesca y o encenlí una
pajuela. aa
Hice luz, y á primera vista un poi e
apareció flotando en el aire enfrente de
mí. Estupefacto dejé caer al suelo la tea.
La encendí con dedos trémulos, levanté
la luz y no fué menor mi asombro que
- mi horror.
El hombre estaba clavado en la pared,
como se clava una comadreja á la puerta
- de una granja. Grandes clavos de made-
ra habían atravesado sus manos y sus pies.
El póbre hombre se hallaba en la últi-
ma agonía; su cabeza caía sobre un hom-
bro, y su lengua negruzca salía de sus
labios. Moría tanto por la sed como por :
las heridas, y sus inhumanos verdugos
habían colocado delante de él un jarro
- de vino en una mesa para añadir nuevas
agonías á sus torturas. Levanté el jarro
hasta sus labios; tenía aún fuerzas para
tragar, y sus ojos ise á animarse
un poco,
—¿Es usted francés? —me preguntó.
-—Sí, me han rngndado en busca de
usted.
ES
8 E Ls E Conan-Doyle.—AL GALOPE
—Ellos me descubrieron y me matan
- por esta causa. Pero antes que yO ca
- voy á declarar á u sted lo que sé. Dem
usted un poco más de vino, ¡pronto, e
to! pues ell PES á mi fin. Se me
escapa la vid cúchemez La pólvora
está deposi lada en la habitación de la
madre supériora. La pared está perfo-
rada y la pun e de la mecha se encuen-
tra en das celda de la hermana Angela, al
lado de la capilla Hace dos días que todo
; estaba liste ” ; pe ro descubrieron una carta
- y me some á tortura.
-—¡Dios mio!
aquí dos días?
—Que me parecen dos años. Camara-
da, he servido 4 Plnicia. ¿no es verdad?,
Hágame usted un pequeño servicio: atra-
viéseme el co razón, querido amigo, se lo
imploro, se lo ruego, para poner fin á mis
sufrimientos.
- El homi re se hallaba en una condición
desesperada, y la acción más benéfica
- que se le p día hacer era acceder í lo
que imploraba. Sin embargo, no podía
atravesarle el cuerpo á sangre fría, aun-
- que sabía muy bien que yo hubiera im-
- plorado la misma misericordia de haber-
me hallado en su lugar. Pero una idea
súbita cruzó mi mente. En mi bolsillo
1 181 ón
- tenía el medio que podía producir una
muerte instantánea y sin dolor. Era mi
pica salvagu: rdia para evitar toda tortu-
- ra, y sin embargo, aquella pobre alma te-
nía muchísima necesidad de acabar de
esta manera y había merecido recompen-
sa de la Francia. Saqué del bolsillo mi tu-
- bito de cristal y lo: vacié en la taza de
vino. Hallábame « itúd de entregár-
- selo, cuaz do de pronto oí ruido de armas
- fuera de la puerta. En un instante apa-
- gué la luz y me escondi detrás del epa
de la ventana.
En aquel momerto la puerta fué abierta
con fuerza y dos españoles entraron en
la habitación con una linterna,
Eran hombres fieros y de rostro more-
MO, vestidos de: paisano, pero con sus fu-
7 siles colgados de los hombros.
Yo los miré protegido por le cortina,
y un súbito temor apoderóse de mí ante
el peligro de que pudieran descubrirme.
risita no tenía otro objeto que
eccionar á mi infortunado compatrio-
ta. Uno de ellos acercó su linterna sobre
Hubert, y después ambos prorrumpieron
en una estrepitosa carcajada. Luego, los
, del hombre de la linterna. se Jero» >)
| ¿Ha estado usted colgado
que allí ;
en la taza de vino que se hallaba coloca=
da sobre la mesa. La acercó con mirada
de demonió á los labios del torturado
francés, y éste ingirió una parte de aquel
líquido; pero luego se lo quitó de los la:
bios y se bebió todo el resto de el conteni-
do de la taza.
En el mismo momento dió un gran gri-
to, se agarró con furia la gar; y cayó
al suelo, muerto instantáneame ate. Su
compañero lo miró con asc coa ro, y luego;
so! recogido de terror y salió como un
loco. Oí sus pasos resonar sobre el par
mento, hasta que se perdieron á lo lejos.
Había dejado la linterna encendida so=
bre la mesa, y á su luz vi, mie
salí de mi escondite, que la cabeza del
desgraciado Hubert había caido sobre su
pecho. ¡También había muerto! El es-
fuerzo que hizo para alcanzar el vino con
sus labios, lo había matado. El tic tac d
un reloj se percibía claramente en el si-
silencio. En la pared se dibujaba la des-
membrada figura del francés, y en el sue-
lo yacía el cuerpo inmóvil del espa
todo tristemente alumbrado por la luz de:
la linterna.
En aquel momento, recuerdo que un
espasmo de terror, por primera vez, en
mi vida, se apoderó. de mi. Habia visto
millares de hombres mutilados sobre los-
campos de batalla, pero este cuadro n
me había afectado tanto como a: quellos
dos cadáveres. as
Salí á la calle ansioso de dejé ar aque a
casa, y corrí hasta cerca de la cated
Me detuve allí, jadeante, en la so
con la mano oprimiendo el corazón,
- traté de reconcentrar mis ideas y trazar
el plan que había de ejecutar Cuando
me hallaba más abstraído, sonó sol
cabeza una de las grandes campan:
templo. Eran las dos; á las cuatro la co-
lumna de ataque tomaría posiciones. Me
: quedaban, por consiguiente, dos horas.
La catedral estaba profusamente ilumi-
nada, y mucha gente entraba y salía. Pe
netré tranquilamente. en ella, pensando
odría meditar mis planes. El
templo ofrecía un aspecto singular. Ha-
biase convertido en hospital, asilo y al-
_macén. Una nave hallábase llena de pro-
visiones; en otra veíanse numerosos e
fermos y heridos, mientras que en el
“crucero central se guarecía mucha gente
que había quedado sin casa. Hallábanst
OS varios hogares dende las mu-
na,
A. io Doyle. a, GALOPE
hollando los hermosos pavimentos. Mu.-
chas personas oraban, y yo también me
arrodillé 4 la sombra de una pilastra y
pedí á Dios salir vivo de mi aventura
y ejecutar mi plan, hazaña que haría mi
nombre tan famoso en España como ya
había llegado á serlo en Alemania. Espe-
ré hasta que el reloj dió las tres. Salí y
me encaminé hacia el convento de Santa
Engracia, donde tenía que efectuarse el
asalto.
Vosotros, que tan bien me conocéis,
omprenderéis que yo no era un hombre
capaz de volverme atrás, hacia el campa-
mento de mi ejército, para contar que
nuestro infortunado agente había muerto
y que debían estudiarse otros medios
para penetrar en la ciudad. O encontra-
ba el modo de terminar su tarea ó dejaría
una vacante de capitán en los húsares de
Conflans. |
Pasé inadvertido por la ancha calle
que antes he descrito, hasta que llegué
al gran convento de piedra que cons-
tituía la obra exterior de defensa de
los españoles. Estaba construído en una
- plaza, con un jardín en el centro. En este
A jardín hallábanse rewnidos unos cien
hombres, todos armados y listos para la
pelea, pues harto conocían en lá ciudad
que aquel era el punto estratégico hacia
el cual los franceses dirigirían su ataque.
Hasta aquellos momentos, nuestras gue-
Tras con toda Europa siempre se habían
hecho entre ejército y ejército, pero en.
España pudimos aprender lo te rrible que
-€s pelear contra un pueblo.
Por un lado no se alcanza gloria, pues
¿qué gloria puede ganarse venciendo á
una muchedumbre de viejos tenderos, ig-
norantes campesinos,
otra parte, había que luchar con toda cla-
se de peligros y asechanzas, pues aquella.
gente no nos daba descanso ni obedecía
á ninguna de las leyes de la guerra. Me-
ditaba, por tanto, cuán odiosa era nues-:
tra tarea mientras examinada los furio-
SOS grupos. ;
No nos tocaba á mOSOtroS, que éramos
soldados, pensar enlas combinaciones po-
líticas, pero desde su principio parecía
pesar una maldición e esta guerra
en España.
Sin. embargo, no tenía. tierrpo para
meditar en asuntos de esta índole. No
na como dt he Pare! ica Erte :
: curas fanfticos,
mujeres exaltadas y todas las demás gen-.
tes que formaban aquella guarnición? Por
na para llegar hasta el jardi n del conven=
to, pero entrar en éste sin ser pregunta- :
do no era tarea fácil. Lo primero que
hice fué dar un paseo alrededor del jar- -
dín, y pronto pude dar con una: de las
ventanas de cristales pintados ae indu-
dablemente pertenecía á la capilla. Había
comp rendido, por lo que me dijo Hubert, :
que la habitación de la madre e superiora,
donde existía el depósito de pólvora, ha-
llábase próxima á dicha ventana, y que -
la mecha había sido puesta 4 través de un
agujero hecho en la pared desde alguna
celda inmediata. A toda costa debía yo
entrar en el convento. :
Había establecida una guardia en la
puerta. ¿Cómo podría penetrar sin. dar
explicaciones? Una inspiración pr eS me
indicó cómo debía ejecutarlo. En el jar-=-
din había un przo, y junto á éste hallá-
banse un gran número de-cubos vacios.
Yo llené dos de éstos, y cargado con
ellos, me aproximé á la puerta, La ocu-
pación de un hombre que lleva un
cubo de agua en cada mano no necesita
explicaciones, El centinela se apartó para
dejarme pasar. Me encontré en un largo
corredor alumbrado con linternas, y al-
cual asomaban las puertas de las celdas
de las monjas. Ahora, por fin,me hallaba
en el camino del éxito, Adel anté sin ti-
_tubear, puesto que sabía por mis observa-
ciones en el jardín el camino que podría
conducirme á lá capilla, Un grupo de so.
dados españoles estaba fumando en
“corredor. Varios de ellos me dirigieron la
palabra mientras yo peda Me imaginé
que era mi bendición la que ellos me Es
-_dían y mi Ora fpronobis, pareció hace
? completamente amigo de ellos.
Pronto llegué ála capilla y me fué ba
tante fácil ver que la celda á que dab
entrada la puerta próxima se destinaba
depósito 6 almacén, pues su suelo hallá
base negro de la pólvora. vas
La puerta estaba cerrada y dos ora
bres de fiero aspecto se encontraban allí
-de guardia. Uno de ellos, con una llave
colgada de su cinturón. Si hubiera esta o
solo no habría pasado mucho tiempo sin
que dicha llave se hallase en mis manos;
pero estando acompañado, era imposible.
para mí el tomar ri puesto á viv
fuerza. |
La celda Lec al almacén, sil
que pertenecía
IAN |
SS
098
Me armé de valor, y dejando en el pa-
- «"sadizo mis cubos me iutroduje en la celda
-resueltamente. Estaba dispuesto á habér-
.melas con media docena de furiosos espa-
Soles; pero lo que se presentó á mi vista
fué ¿ún más embarazoso. Aquella habita-
ción había sido destinada para refugio de
-« algunas monjas que, por diversas razones,
- habían rehusado dejar su convento. Tres
de ellas hallábanse allí. Una era una seño-
ra de edad, de rostro austero, evidente-
El hombre estaba clavado en la pared. (Pág. 25).
- ”.mente la madre superiora; las otras, unas
jóvenes de apariencia encantadora.
- Estaban sentadas juntas en un extremo
- de la habitación, pero todas se levantaron
»
e,
- á mi entrada, y vi con algún asombro, en
"sus maneras y expresiones, que mi llega-
«da era bien acogida y esperada. a
- En un momento recobré mi presencia
-de espíritu y deduje exactamente la si-
tuación en que me hallaba. Naturalmente,
- desde que el ataque se efectuaba contra
«el convento, aquellas hermanas habían
- estado esperando á alguien
| que las con-
jese á un réfugio seguro. Probable-
ente habían hecho voto de no abando-.
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
nar el convento, y por órdenes superio-.
res habían sido alojadas en esta celda
hasta que recibieran nuevas órdenes.
Adopté un plan de conducta con esta
suposición, buscando una excusa para
que saliesen de allí. Como primera pro-
videncia eché una ojeada á la puerta, y
observé que la llave se hallaba en la ce-
rradura por la parte de adentro; luego
hice una señal á las monjas para que me
siguieran. La madre superiora me hizo
algunas preguntas, pero moví mi cabeza
_enactitud negativa con cierta impacien-
Cia y las llamé de nuevo para que me si-
guiesen. La superiora titubeó, pero yo di
con mi pie en el suelo y las llamé de ma-
nera tan imperiosa, que me obedecieron
-SQquIda” AO A
Estarían más seguras en la capilla y allí
las llevé, colocándolas en extremo más le-
Jano del almacén. E E
.
Cuando las tres monjas se colocaron
delante del altar, mi corazón latió con
alegría y orgullo al ver que el último
obstáculo había sido quitado de mi Ca-
"mino. ¡Sin embargo, cuántas veces he |
En Conan-Doyle.—AL GALOPE | a 99 -
podido comprobar que este momenío era
el de peligro más verdadero! Eché una
ojeada sobre la madre superiora, y con
gran pena vi que sus negros ojos pene-
trantes estaban fijos con una expresión
de alarma en mi mano derecha. Había en
ella dos cosas que podían haber atraido
su atención: una era la sangre que aún
conservaba del centinela que había acu-
chillado en el árbol, aunque esto sólo po-
dría ser insignificante, puesto que el cu-
chillo es tan familiar como el breviario
en los frailes de Zaragoza. Pero en mi
dedo índice llevaba un grueso anillo de
oro, regalo de una baronesa alemana,
cuyo nombre no me es permitido revelar,
y brillaba á la luz de la lámpara de la ca-
pilla. Ahora bien; una sortija en la mano
de un fraile es una cosa fuera de regla,
puesto que hacen voto de absoluta po-
breza, :
- Yo me adelanté hacia la puerta de la
capilla, pero el daño estaba hecho. Como
miré atrás, vi que la madre superiora
me seguía con apresurado paso. Pasé co-
rriendo por la puerta de la capilla y á
- todo el largo corredor, pero ella chilló,
avisando á los dos centinelas próximos.
Afortunadamente tuve la presencia
- de espíritu suficiente para chillar tam-
bién y señalar en dirección al pasadizo,
como si la monja y yo persiguiéramos el
mismo objeto, Un momento después ha-
bía pasado por delante de ellos; entré
en la celda y cerré la pesada puerta,
sujetándola por la p:rte interior, .con
un cerrojo arriba y otro abajo, y una.
enorme cerradura en el centro, formando
na masa de madera que reclamaría mu-
cho tiempo para forzarla. E
Aun en aquel momento, si hubieran te-.
nido la ocurrencia de poner un barril de
pólvora contra aquella puerta, yo hubie-
ra perecido y fracasado todo mi plan.
Después de tal serie de aventuras y
peligros que pocos hombres han vivido
para contar, me hallaba al fiñ junto á la
mecha de la pólvora y con el polvorín de
- Zaragoza al otro extremo. j !
.
Los zaragozanos y las monjas aullaban
- como lobos en el corredor y daban fuer-
tes golpes contra la puerta con las cula-
tas de sus trabucos. No hice caso de sus
clamores, pero busqué ansiosamente la
mecha de que Hubert me había hablado.
Naturalmente, debía de estar colocada en
€l lado de la habitación medianero con el
E almacén. se ies
Me arrastré, examinando cada agujero,
pero no pude encontrar ninguna señal,
Dos balas de fusil atravesaron la puerta y -
fueron á aplastarse contra la pared; los-
golpes y los gritos aumentaban. As
Me apercibí de un montoncito gris que
había en un rincón, y me abalancé hacia
él con un grito de alegría; pero encontré -
que era solamente polvo.
Traté de olvidar aquellos chillidos en--
demoniados que retumbaban en mis oídos,
para reconcentrar mi pensamiento sobre-
e] lugar donde pudiera hallarse la mecha. -
Debía de haber sido cuidadosamente pues-
ta por Hubert por miedo á que las monjas -
la descubriesen. Traté de imaginar cómo -
me hubiera arreglado yo de haberme en-
contrado en su lugar. Mi vista fué atraída -
por una imagen de San José que se ha=-
llaba en un rincón. Alrededor del borde
del pedestal había una guarnición de ho-
jas y una lámpara de aceite ardía en.
medio de elias. Me fuí hacia aquel si--
tio y aparté las hojas. ¡Sí, si! Allí habís
una línea negra delgada que desapare:
á través de un pequeño agujero de la pa
red. Vacié la lámpara inflamada sobre
ella, y me arrojé en el suelo. Un instante:
después oí un terrible estampido como
un trueno. Las paredes vacilaron y el
techo se desplomó con estruendo, y cref
escuchar. por encima de las voces de los
españoles el formidable grito victorioso
de la columna de granaderos de la van-
guardia de nuestro ejército. Escuché-
esto como el eco de un feliz ensueño;
después no oí más. : 3
$.» . .... .. »
- Cuando volví en mí, dos soldados fran--
ceses estaban sosteniéndome. Mi cabe--
za parecía un hervidero. Me erguí con.
dificultad y eché una ojeada en derredor.
_Los muebles hallábanse esparcidos y
las paredes de ladrillo mostraban grandes.
grietas, pero eran tan sólidas, que la ex-
plosión había sido insuficiente para de-
rrumbarlas. E
Sin embargo, había causado la explo
sión tal desconcierto entre los defensore
de la plaza, que nuestra co'umna de ata
que pudo penetrar escalando las ventana
y apoderarse de las puertas después d
ruda resisténcia. o
- Eché á correr por el pasadizo y lo en
contré lleno de tropas. Allí di con el mis-
mo mariscal Lannes, que entraba con
Estado Mayor, y se detuvo pa:
- con ansiedad mi e
an
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
Es magnífico, capitán Gerard - -gri
-tó—. Estos hechos, serán relatados al E
perador.
- —He de hacer o bservar á 4 Vuestra Ex.
-celencia—dije yo — que s sólo he concluido
la obra que fué. plane. da y! ejecutada ] por
el señor Hubert, que sacrificó su vida por
: nuestra caus:.
—Sus servicios no
-Có el mariscal—.
son las cuatro y uds la y:
- tar muerto de hambre después de una no-
- Che de tanto trabajo. Mi estado mayor y
yo almorzaremos en la ciudad, y le ase-
—guro á usted que será un huésped mu uy
- honrado. i ;
- —Seré con Vuestra Excelencia. des-
- pués —dije—. Hay un pequeño asunto de
honor que me detiene.
El mariscal abrió sus ojos. con extre-
_ mada sorpresa, y me dijo:
| A esta'hora?
SS —SÍ, señor; mis compañeros de regi-
iento, á los Cuales no conocía hasta
ee no est dE satisfechos si no me
en las primeras horas de la mañana.
¡Adiós entonces! —dijo el mariscal
mprendierdo de nuevo su camino
Yo atravesé aceleradamente la destro-
zada puerta del convento.
- Cuando pasaba ante aquella casa sin
se clvidarán—repli-
o, capitán Gerard,
debe usted de es
tejado, en la cual había celebrado la no-
che anterior mi consulta con los genera-
es para encargarme de mi difícil comi-
sión, me quité el hábito de fraile susti-
uy éndolo por mi uniforme y ciñéndome
1 sable que había dejado allí no hacía
muchas horas.
e ya de verme desembarazado de
mi di fraz, me convertía de nuevo en un
arrogante. "húsar. |
- Con paso precipitado me dirigí hacia
la. expla nada rodeada de árboles, donde
estaba citado con mis compañeros de re.
peraieato para dci un asunto de ho-.
bro estaba todavía vacilante por
e es a emosión Bnia plc
et > Hai Bosh.
—Parecíame ' un sueño ver todo aquel te-
eno á
y ñ )S pOr ión a
j estridentes e |
á través de la opaca luz del ama-
de con. 15. amendies ea de
congregar á la infantería: y pasar re-
vista. Vivas frenéticos se oían también
aplaudiendo la victuria de aquella ma-
ñana.
Seguí mi camin
arboled a situada de ps
caballos, y vi á mis doce
se hallaban esperá:dome
ceñidos á la cintura.
Miráronme con curiosidad á medida
que me aproxinaba al sitio de la cita.
ennegrecida por la
ntern cae por la
de la 0pa de
camarac das que
con sus sables
Quiz izás con mi cara
pólvora y mis manos ensangrentadas pa-
recia yo un Gerard diferente.al joven ca-
pitán que habían ellos conocido, cuando
le hicieron burla la noche anterior.
—Buenos días, caballeros —dije—. Les
pido mil perd: ones si les he hecho espe-
rar, pero les aseguro que ha sido porque
no era dueño de mi tiempo.
No dijeron nada, pero clavaron en mi
con más curiosidad aún sus miradas.
Pude ver, alacercarme más, que se ha-
llaban formados en línea frente Am
hombres de alas. estaturas, gruesos
y delgados; Olivier, con sus gra andes bi-
gotazos; el del gado y nervioso capitán
Pelletan; el joven Oudin, que se mostra- *
ba emocionado co no. el que acude por
primera vez á un duelo; Morti er, con P
mano diestra en la empuñadura de s
sable y una cara ceñuda. Yo puse á E
lado mi chacó E tiré de mi sable, ponién-
-dome en guardia.
—Tengo un favor que pedir á ustedes, j
caballeros—les dije—. El mariscal Lan-
nes me ha invitado á almorzar con él, y
no puedo en modo alguno ha ¿cele es-.
per«r.
—¿Qué
es lo que usted desea? — me y
-. preguntó el mayor Olivier. -
_—Que me releven de la promesa que $
hice de dar cinco minutos á cada uno .
para batirnos y que me permitan los ata.
que á todos juntos.
Mientras esto decía, yo. me afirmaba E
“sobre mi guardia.
La contestación de mis adoos fué.
verdaderamente hermosa, —
A un mismo impulso los doce ' sao
salieron de sus vainas, brillando en el
aire con destellos acerados al hacer el.
saludo reglamentario.
Aquellos doce hombres a
inmóviles en sus puestos formando una
- hilera, con sus sables colocados delante
de las caras en actitud de DECO: ar
E z
A. Conan-Doyle.—AL Ear . se
Yo vacilé un momento echándome ha-
«cia atrás. Miré del primero hasta el últi-
mo' de aquellos hombres. Por un instante
mo podía creer lo que veían mis propios
OJOS.
Estaban riidiéndome homenaje aque-
llos hombres que me habían antes inju-
riado. e
Entonces lo comprendí todo; me con-
"vencí del efecto que había yo hecho so-
bre ellos y sus deseos de darme una re-
paración. Cuando un hombre es valiente
puede desafiar al peligro, pero no puede
sustraerse á la emoción.
—¡Camaradas! —les grité —¡Camara-
CTE ? |
Pero no pude decir más. Parecía que
algo se me había atravesado en la gar-
ganta y me ahogaba, impidiéndome pro -
nunciar más palabras. E
- En aquel mismo instante los brazos de
Olivier me estrecharon con efusión, Pe-
lletan me apretaba con fuerza la mano
derecha, Mortier la izquierda, unos me
daban palmadas en los hombros, otros en
la espalda, y por todas partes encontré
- rostros que me miraban con admiración.
"Así es como conquisté mi puesto de
honor en el regimiento de húsares de
“Conflans.
Tu
EL GRAN CRIMEN DEL CORONEL GERARD
Entre todos los hombres más notables.
del ejército de Francia, existía solamen -
te uno, hacia el cual los ingleses del
ejército de Wellington sentían un odio
- implacable. Había en las filas francesas,
ladrones, hombres de genio violento, ju-
.gadores, duelistas, calaveras. Todo esto
se podía perdonar, puesto que otros de
idénticas condiciones podían hallarse en
-el ejército inglés. Pero uno de los oficia-
_les de las tropas de Massena había co-.
metido un hecho inexplicable, un crimen
militares británicos.
- Lanoticia fué llevada á Inglaterra, y
lo mismo los ricos hacendados que los
_labriegos levantaban sus puños cerrados
hacia el cielo jurando venganza.
y s 4
¿Quién podría ser el héroe de este he-
cho que tan
de nuestra sit:
dar con esmero
idignó á los ingleses, sino -
coronel Esteban Gerard, de los húsares -
de Confla vs, gran jinete, arrogante gue-
rrero, de buen fisico, querido de las da-
mas, y el més gentil oficial de las seis
brigadas de caballería ligera?
Murió viejo, y sin embargo, ni una vez,
con aquella imperturbable confianza en
sí mismo, que desfiguraba ó adornaba su
carácter, llegó á saber que muchos miles
de ingleses lo hubieran ahorcado gusto:
sos con sus propias manos. |
Por el contrario, Gerard añadía esta
aventura muy ufanamente á las otras ha-
zañas que había realizado, y se reía y se
cruzaba de brazos cuando la contaba en
aquel humilde café, donde entre su comi-
da y su dominó relataba, con lágrimas ó
risas, el heroico pasado del reinado de
Napoleón, cuando Francia, como un án-
gel de la guerra, se levantó espléndida y -
terrible. E E
Y he aquí cómo Esteban Gerard, coro»
nel de los húsares de Conflans, relataba
éste suceso que constituye uno de los
episodios más curiosos de sus aventuras.
- —Debéis saber, amigos míos, que co-
rría el año 1810 cuando el general Mas-
sena hizo retroceder á Weilington, Con-
fiaba el mariscal francés, y con él los que
formábamos su ejército, en que lograría-
mos hacer huir á los ingleses hasta cerca
del Tajo; pero nos hallábamos aún á algu-
na distancia de Lisboa, cuando pudimos
- convencernos de que habíamos side ven-
- cidos. El inglés había levantado una fuer-
- te línea de fortificaciones en el sitio cono-
cido por Torre Vedras, las cuales nos in-
terceptaron el paso. El ejército de Lord
Wellington hallábase extendido á lo lar —
go de la Península, y el nuestro estaba
tan lejos de la patria que no nos atrevía-
mos á afrontar reveses de fortuna. Ha-
bíamos aprendido ya en Busaco, que no.
- era juego de niños pelear contra los in-.
gleses. ¿Qué podíamos hacer entontes
sino tomar posiciones enfrente de aque-
llas líneas y fortificarnos lo mejor que
pudiéramos? O
.
Allí permanecimos seis meses con ta:
| un E cab. n tas inquietudes, que Massena dijo de:
inaudito, que llenó de indignación á los
pués que no le quedaba un pelo en su
cuerpo que no se hubiera tornado blanc:
Por mi parte no me inquietaba mucho
1ación, y me dediMué á cui-
ro de l de mi re
sitaban descans:
. Respecto 4 nuestra vida
en aquel campo, la pasábamos lo mejor
que podíamos, bebiendo buen
país y aprovechando to
> gera.
o A. Comam-Doyle.—AL GALOPE
divertirnos. Había una señora en Santa-
rem... pero mis labios no pronunciarán
nada sobre ella. El papel de un hombre
fino y galante es no decir nada aunque
pueda indicar que le sería fácil decir
- mucho.
Un día me mandó llamar el mariscal
- Massena, y lo encontré en su tienda de
- Campaña, con un gran mapa extendido
sobre una mesa. Me miró en silencio, con
aquella penetrante mirada, única y pe-
culiar del ilustre caudillo, y por su ex-
- presión pude comprender que el asunto
que ibamos á tratar era bastante serio.
Se hallaba nervioso, impaciente, pero
- su confianza en mí pareció tranquilizar-
le. No puedo negar que es conveniente
- estaren contacto con los hombres va-
lientes. :
- —Coronel Esteban Gerard—me dijo —,
he oido decir siempre que es usted un
Oficial arrogante y aficionado á desafiar
- aventuras. |
- Nome tocaba á mí confirmar tal aser-
to, y sin embargo, sería una locura ne-
- garlo; así que, avanzando hacia el maris-
Cal, bice un saludo 4 la vez que sonaban
mis espuelas. |
- —Es usted además un excelente ji-
qee.
Yo admiti también este elogio.
- —Y el mejor tirador de sable de las
- sels brigadas de nuestra ceballería li-
. ' Massena era notable por la exactitud
- de sus informes. ¡ a
- —Ahora—añadió—, si quiere usted mi-
Tar este mapa, no tendrá dificultad nin-
- guna en comprender lo que yo deseo que
usted haga. Ahi está la línea de Torres
Vedra. Verá usted que cubre un espacio
demasiado vasto y que los ingleses sola-
mente pueden tener sus posiciones muy
separadas. Una vez pasada la línea, tiene
usted 25 millas de campo abierto que se
extienden entre ellos y Lisboa. Es muy
- importante para mí saber cómo las tropas
de Wellington están distribuídas en ese
espacio, y mi deseo es que vaya usted á
averiguarlo. o a
- - —Mi general —dije yo—, es imposible
jue un corgnel de caballería ligera des-
cienda á convertirse en espía.
Massena se
palmada cariñosa en el hombro.
-. —No sería usted un húsar si no tuvie-
_ una cabeza ligera—dijo—. Si quiere
| eséucharme, comprenderá que no
e echó á reir y me dió una
le pido que sea espía. ¿Qué piensa usted
de este caballo? |
_Me había llevado á la entrada de su
tienda y allí vi 4 un asistente que paseaba
de la brida un admirable animal. Era de
pelo tordo, no de mucha talla, poco más
de doce dedos tal vez sobre la marca, pero
con la cabeza corta y un magnífico cuerpo
arqueado que indicaba que pertenecía 4
la raza de los caballos de Arabia. Sus pe-
chos y sus caderas eran muy musculosos,
y sin embargo, sus remos tan delgados,
que me extasiaba mirándolos. No puedo
contemplar á un buen caballo ni á una
mujer hermosa sin conmoverme, aun aho-
ra que setenta inviernos han enfriado mi
sangre. Figuráos cómo sería entonces,
en el año 1810. ]
—Este—dijo Massena— es Voltigeur,
el más veloz caballo de nuestro ejército.
Lo que yo deseo es que salga usted esta
noche, pase la línea enemiga por uno de
sus flancos y vuelva usted á salir por el
otro flanco, trayéndome noticias de la dis.
posición en que se hallan los ingleses.
' Lleve usted su uniforme, y estará usted
á salvo, si lo capturan, de la pena de
muerte como espía. Es probab!e que pase»
usted por las líneas sin que lo noten, pues
los puestos d+ guardia de las avanzadas
están muy esparcidos. Una vez que haya
usted pasado á la luz del día, puede us-
ted salvarse por velocidad ante cualquier
peligro que encuentre, y si se mantiene
usted fuera de los caminos, tal vez viaje
sin ser observado. Si usted no ha pasado
lista mañana por la noche, comprenderé
que ha caido prisionero y ofreceré á los
ingleses el canjearle por el coronel Petri.
¡Cómo se me ensanchó el corazón de
orgullo y alegría, al saltar sobre la silla
de Voltigeur! Le hice gal par abajo y
arriba para mostrar al mariscal el domi-
nio que tenía sobre el noble bruto. Este
era magnífico, Ó más bien éramos ambos -
magníficos, pues Massena nos aplaudía $
daba gritos de entusiasmo.
No era sólo yo, sino él también el que
decía que un valiente animal merece un
valiente jinete. Luego, por tercera vez,
con el penacho de mi morrión flotando
en el aire y mi dormán flameando detrás
de mi, pasé velozmente delante del ma-
_riscal, y pude ver en su vieja y curtida
cara que no tenía ya duda de que había
escogido el hombre á propósito para sus
deseos. 0 e
- Saqué mi sable, levanté la empuñadu-
A. Conan-Doyle.—At. GALOPE | o da +
ra hasta mis labios, como para saludar,
y me dirigí á todo galope hacia mi cam-
po. Ya la noticia de que había sido de-
signado para una dificil misión se ha-
bía esparcido, y mis compañeros de regi.-
miento salían en tropel de sus tiendas
para felicitarme. ¡Ah! las lágrimas acu-
den á mis ojos cuando pienso qué ufanos
estaban de su coronel, y cómo me entu-
siasmaba yo de tener tan cariñosos su-
bordinados. Eran dignos de su valiente
jefe, )
La noche amenazaba ser tempestuosa,
lo cual favorecía mis deseos. Era mi gusto
guardar muy secreta la noticia de mi
marcha, pues evidentemente, si los ingle-
ses se enteraban de que me había desta-
cado del ejército, comprenderían que algo
importante iba á suceder.
- Sacaron, por consiguiente, mi caballo
fuera del campamento como para darle
de beber, y yo lo seguí y monté en aquel
sitio. Iba provisto de un mapa, una brú-
jula y pliegos con instrucciones del ma -
riscal, y con esto escondido en el pecho
de mi dormán y el sable al costado, em-
prendí mi aventura. EN
Caía una lluvia menuda y no había
luna; así podéis imaginaros que no era
muy divertido el camino; pero mi cora-'
zón sentíase alegre ante el pensamiento
del honor que me habian hecho y la glo-
ria que me esperaba. La hazaña iba á
ser una de las más importantes en aque -
- la brillante serie que yo esperaba iba á
trocar mi sable por un bastón de mariócal.
¡Ah! cuántas ilusiones tienen los jóvenes,
con la esperanza de grandes éxitos! ¿Po-
dría yo haber previsto aquella noche,
- mientras seguía mi camino, que el hom-
- bre elegido entre 60.000 acabaría su vida
como un pobre retirado plantando coles
y sin más sueldo que 100 francos al mes?
¡Oh! ¡adiós mi juventud y mis esperan
zas, queridos camaradas! Pero la rueda de
la fortuna da vueltas y nunca se detiene.
-_ Perdonadme, amigos, estas divagaciones,
pero la ancianidad tiene sus debilidades.
- Mi camino fué á través de la parte si-
_ tuúada enfrente de las alturas de Torres
Vedras, luego atravesé un riachuelo, pa-
—sando una granja que había sido que-
_ mada y servía de avanzada al enemigo.
Después crucé un bosque de alcorno-
ques, y así seguí hasta el monasterio de
San Antonio, que señalaba la izquierda
- de la posición inglesa. Allí ya tomé una
- dirección hacia el Sur, atravesando mon-
- lo, muerto como por un rayo, del
Dr E
tículos de arena. Este era el punto porel
que Massena pensaba que sería más fácil
para mí hacer el viaje, sin ser observado
á través de la posición. a
Iba muy despacio; pero la noche estaba
tan obscura que no podía distinguir mi
mano junto á mi cara. En este caso lo
mejor era dejar las riendas sueltas y per-
mitir á mi caballo que escogiera él su ca-
mino. Voltigeur caminaba con celeridad
y yo me contenté con mantenerme firme
en su lomo y mirar en derredor evitand
todas las luces.
Avanzamos durante tres horas con esta
clase de precauciones, hasta que me pa-
reció que había dejado todo peligro atrás.
Entonces aceleré el paso, porque quería
hallarme á espaldas del ejército enemigo
al amanecer. En aquellos campos esta-
ban esparcidas muchas viñas, que duran-
te el invierno se convierten en llanuras
abiertas, y un jinete encuentra por esta
razón pocas dificultades en su camino.
Pero Massena había calculado mal la
astucia de aquellos ingleses, porque pude
ver que no había una sola línea de defen-
sa, sino tres, y la tercera era la más for-
midable de ellas. A través de esta última
pasaba yo en aquel mismo instante. Mien-
tras marchaba animado por mi éxito, la
luz de una linterna apareció de pronto
delante de mi. Vi el reflejo de un puli-
do cañón de fusil y el color rojo de una
Casaca.
—¡Wo goes there! (¡Quién va!) —gritó
una voz. ¡Qué voz!
Yo me dirigí á la derecha y emprendí e
galope tendido como si fuera un demo-
nio; pero una docena de balas salieron de
la obscuridad y silbaron alrededor de mis
oídos. Aquel no era un sonido nuevo para
mí, amigos mius, aunque no diré, como
un recluta inexperto, que aquel ruido me.
gustase; pero, por lo menos, no me im-
pidió galopar locamente. Pasé al través
de esta guardia de ingleses y como yo no |
oí nada más, saqué en conclusión que ha-
bía al fin atravesado todas las defensas.
Hallábame ya á cinco millas con direc-
ción al Sur, y encendía mi yesca de tiem=
po en tiempo para consultar mi brújula
de bolsillo y rectificar mi rumbo. Lueg:
de pronto—aun parece que lo veo y sie
to un dolor profundo—mi caballo, sin un
queja, sin titubear, cayó redondo al sue-
ajo
No lo había notado hasta entonces;
E A A EE
ES pero. una de las balas de aquel maldi-
- to destacamento había atr
«Cuerpo.
El valiente animal ni se quejó ni había
_debilitad do su marcha; siguió cumpliendo d
como bueno mientras tuvo vida. Momen-
tos antes me creía yo seguro de cabalgar
sobre uno de los más velcces y graciosos
- caballos del ejército de Massena. Ahora
yacía en el suelo, y no tenía más valor
que el precio de su hermosa piel.
Yo era allí el más desmañado y el más
inútil de los seres: un húsar á pie. ¿Qué
.. podía hacer con mis botas, mis espuelas
y mi largo sable? Me hallaba detrás de
las líneas “del enemigo. ¿Cómo podía es-
—perar volver otra vez á nuestro campa-
mento?
- No me avergúenzo de decir que yo, Es-
teban Gerard, me senté sobre el « caballo
muerto y me cubrí la cara con las manos
con desesperación.
Ya los primeros rayos de AS
aclarecían al Este, y dentro de media
hora sería de día. ¡Haber ganado mi ca-
mino, salvando toda clase de obstáculos,
E Juego, en el último instante, encontrar-
me abandonado, 4 á merced de mis ene-
migos, mi misión ada y yo hecho
prisionero! ¿No era esto suficiente para
avesado su
quebrantar el corazón de un soldado?
¡Pero valor, amigos! Los hombres más
alientes tienen momentos de debilidad;
o tengo el espíritu como una tira de
cero: cuanto más se la dobla, más alto
salta. Todavía no estaba todo perdido.
o que había arrostrado tantos azares,,
esafiaría aquel también. Me levanté de.
1 asiento y pensé en lo que podía hacer.
primer lugar, estaba convencido
a imposibilidad de retroceder. Mucho
t mpo antes de que pudiera atravesar
s líneas enemigas sería día completo;
debía, por consiguiente, esconderme du-
rante el día y dedicar la noche siguiente
mi fuga. Quité la silla y la brida de mi.
bre Voltigeur y los escondí entre algu-
no arbustos para que nadie, al encontrar
su cuerpo, supiera que era un caballo
rancés. Después, dejándole alli, fuí en
usca de algún sitio donde pudiera ocul-
arme durante el día, -
todas direcciones divisaba las ho-
ras del campamento enemigo, situado
e los montes. Ya formas
empezaban á moverse alrededor
4 cra
Pero ¿dónde mai yo ge
a ocultarme pror
AL GALOPE
esconderme? Me encontraba en una viña;
las cepas estaban aún en pie, pero no se
veía ni un mal árbol; no había nada con
que poder cubrirse. Además, necesitaría
alimento y agua antes de que llegase la
noche. Me dirigí nerviosamente hacia
delante, en la penumbra dei amanecer,
esperando que la casualidad me protege-
ría, y no me engañé.
La casualidad es mujer,
y tiene, por consiguiente, la vista fija
siempre en un galante húsar. Atravesé -
la viña con paso vacilante y apareció
enfrente de mi vista una gran casa cua-
drada, adosada á otra larga de baja edi-
ficación. Tres Caminos se bifurcaban
allí en distintas direcciones y fácilmente
se podía adivinar que aquel edificio era
venta Ó posada.
No se veía luz en las ventanas; todo
estaba obscuro y silencioso, pero era a
presumir que un sitio tan cómodo par
ero lugares s estaba ocupado y pr: as
mente por algún personaje de im pora
ni
He aprendi do, por experiencia, sin em-
e
bargo, que cuanto más cerca se está del
amigos míos,
peligro, más seguro es el sitio, y así no
estaba dispuesto á alejarme. '
El edificio más bajo era evi a
la cuadra, y entré cautelosamente en ella.
Estaba llena de. bueyes y carneros, que.
se hallaban allilejos del alcance de las
garras de los merodeacores. Una escale-
ra de mano permitía subir al pajar, y tre-
pé por ella, escondiéndome cómodamente
detrás de unos haces de heno. Aquel p
jar tenía una pequeña ventana abierta, y.
por ella pude ver todo lo que ocurría «
la posada. De este modo me dispuse á á es-
-perar los acontecimientos.
Era evidente que no me había equivo-
cado cuando pensé que en aquella casa
debía de hallarse alojada alguna persona
de importancia. Así que la luz de la m:
fana empezó á
4 iluminar los campos, ta
dé paro en distinguir la llegada á toc
galope de un dragón de la caballería 1
gera inglesa, portador de un despach
Momentos después fueron llegando
"la posada varios oficiales de distintas ar-.
mas del ejército inglés, jinetes sobre arro-
gantes y coños caballos. «Sir Staple
sir Stapleton». Estas palabras brotaban
: frecuentemente de sus labios.
Echaron pie á tierra, y no tardó en
aparecer el hostelero con grandes jarros
de 80, que aquellos PP oficiale
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
de distintas graduaciones, unos con caras
comEÉ co ente afeitadas y otros de rubias
patillas, bebían con deleite. Yo los con-
| Pp pee envidia y pensaba para mis -
que una pers:
resar se hal
dido en el
sencié
trañeza.
¡Es increíble la insol
gleses!
¿Podríais imaginaros, mis queridos
amigos, en qué se entretenía Wellington
después de haberlo bloqueado Massena,
-imposibilitando todos los movimientos de
su ejército? Puedo daros sobre esto muy
interesantes detalles. ¿Creeréis que ha-
bía congregado á sus tropas, animán-
dolas á la pelea, invocando el amor á la
- patria y la eloria que se podría obtener
en una batalla decisiva para obtener un
triunfo sobre el enemigo? Pues nada de
esto hizo milord. Se limitó ¿ enviar un
buque de la armada bx titánica A á
adentros cu sorpresa si supie ran
'na que tanto les podía inte-
) plándol OS, escon-
jar de eii ente: Después pre-
una cosa que me llenó de ex-
de estos in-
- cierto número de perros especiales para
dedi 8558 él y sus oficiales á la caza del
zorro. Esto es exacto, como asimismo que
detrás de las líneas de Torres Vedras la
- flor y nata del ejército inglés se dedicaba
-ála caza del zorro tres días por semana.
Nosotros habíamos oído hablar de esto en
nuestro Campamento y no lo creíamos,
pero yo pude, en esta aventura que os
relato, persuadirme de ello. |
E Ade largo del camino que antes os. he
descrito, vi aparecer los perros en cues-
ían treinta ó cuarenta, blancos y -
: marchaban con los hocicos cer-
el suelo y con las colas tan altas y tan
esas, que parecían bayonetas de la Vie-
ja Guardia.
A fe mía que aquello era un bonito es-
pectáculo. Conduciendo á la jauría ve-
—nían tres jinetes, con gorras de jockey,
rojas casacas, ceñidas polainas E grandes
trompas de caza.
Seguían después apuestos caballeros
restidos con uniformes de varias clases, -
otando sobre preciosos caballos de li-
geros movimientos. Caminaba esta comi-
tiva de dos en dos ó de tres en tres, indis-
tintamente, conversando con animación
y riendo con frecuencia á grandes car-
cajadas. Marchaban á buen paso, y esto
me hacía suponer que debía de ser muy
eo: el Zorro e se PP de
- tillería—. ¿Dónde e
Inglate-
rra, con la sola misión de que le trajese.
Sin embargo, esto era de su incombeadia z
y no de la mía, y por consiguiente, así.
que todos desapareciero n de mi vis
retiré un poco de la ventana, es
que seme ofreciera algún nuevo espec-
táculo.
No sei en ver aparecer en el camino
un militar de azul uniforme, parecido al
de nuestra artillería ligera. Su aspecto
era el de un hombre respetabie e, de alta
esta tura y grar ndes patiilas, en las que +
plateaban ya algunas canas. Se detuvo y
comenzó á hablar con un oficial de dra-
gones, e se encontraba esperándole |
fuera de lacasa. Entonces pude compren-
der la ventaja y utilidad que me reporta=
ba haber aprendido el idioma de Lord
Byron. Podía yo desde el sitio en que me
hallaba oir y entender todo lo que habla=
ban, aunque al principio tuve algunas
dificultades. E
—¿Where is the meet—dijo el de ar= >
stá la carne? E
Esto entendí yo que preguntaba el in-
_glés, por lo que me figuré que estaba ham-
-briento de com-rse un bistek, pero a
oficial de dragones reas
—;¡Está en “Altaral —Lo que me dió 4
entender que no era de carne de lo que
se trataba, sino de un lugar, y que la
pregunta indicaba ¿dónde está la caza?,
pues en inglés meet “significa carne e :
reunión de caza al mismo tiempo.
—Vos sois el último, sir Jorg se—dijo el.
oficial. ES
—Sí, porque he tenido que asistirá un
consejo de guerra. ¿Ha ido ya sir e :
ton Cotton? 5: A
En aquel momento una ventana de la a
casa se abrió y un arrogante joven ves=-
tido con espléndido uniforme se asomó á
ella, y mirando hacia el camino, dijo:
—¡Halloa, Murray! (¡Hola, Murray
Estos dichosos papeles me han hecho
detenerme, pero en da seré con us-
TEORS;
—Muy bien, Cotton. Yo soy el al timo.
Os espero. -
—Podéis ordenar á mi groom que me
tralga el. caballo —dijo el joven general
que se había asomado á la ventana, al.
oficial de dragones, que era su ayudant:
mientras que el otro personaje: se dt
- camino abajo.
El ayudante mar -chó también, si
hacia una cuadra próxima, |
36 SS ee a Conan-Doyle.—AL GALOPE
-—imglés, luciendo una escarapela en su
sombrero y llevando de la brida un caba-
llo ¡Oh, mis queridos amigos!, os ase-
-guro que no sabréis jamás á qué grado
de perfección pued llegar un animal,
hasta que hayáis visto un caballo inglés
de los que se destinan para la caza del
-ZOrrO. | :
-. Negro como el carbón de piedra era
su color, y su cuello, sus ancas, sus pe-
chos y sus remos de una finura y elegan-
cia de líneas, incomparables. ¡Pero cómo
os podré describir cuán admirable era!
- El sol brillaba sobre su lomo como sobre
un pulido ébano, y el caballo tan pronto
-se encabritaba como se removía, bailando
-coquetamente, sobre un pequeño espacio
del suelo, haciendo graciosos saludos con
la cabeza, cuyo cuello tenía movimientos
tan elásticos como el de un avestruz.
Piafaba y se removía tascando el freno,
echando espuma por la boca, y dejaba,
- en una palabra, extasiado al que lo veía,
Jamás en mi larga vida de militar he
- visto un animal comparable al que des-
-—cribo; no es posible reunir en un animal
- tal conjunto de fuerza, belleza y gracia.
A menudo había admirado la destreza
con que manejaban sus caballos los hú-
- sares ingleses cuando cargaban sobre los
cazadores de la Guardia en la batalla de
Astorga, pero me maravillé más cuando
- pude ver sus caballos de caza, y á fe que
ninguno de ellos se podría poner en pa-
rangón con el que yo veía paseando por
delante del pajar en que me hallaba.
En la puerta de la posada había una
- argolla para amarrar las caballerías; en
ella ató el groom las bridas del hermoso
- bruto y después penetró en la casa. En
un instante me dí cuenta de la ocasión
- que se me presentaba para proseguir con
- éxito mi empresa. !
- Veía que podía estar mejor montado
“para volver á mi campamento que cuan- '
do salí de él, pues Voltigeur, con todas
sus maravillosas condiciones hípicas no
podía compararse con este hermoso ani-
mal que me deparaba la fortuna. ó
- Pensar es para mí lo mismo que ejecu-
tar, y en un instante salí del granero, lle -
gando á la puerta de la posada, desatando
a brida del caballo y saltando sobre su
Mceciopr os Ros z SA
Alguien, óel amo ó su criado, grita-
ron detrás de mí. ¡Qué había yo de hacer
al escuchar aquellos gritos! Toqué con
las espuelas los ijares del caballo, y éste
salió disparado como el viento, con una
carrera y unos botes, que sólo un jinete
tan diestro como yo podía sostenerse so-
bre la silla. Le volví la cabeza con las
riendas y luego aflojé éstas dejándolo ca-
minar á su antojo. Poco tiempo, por con-
siguiente, tardé en ponerme lejos de los
que pudieran perseguirme.
Saltábamos por las viñas sorteando
diestramente todo obstáculo, y en unos
cinco minutos dejamos la posada bastan-
tes millas atrás. No podrían encontrar por
mucho tiempo los que me persiguieran
ni rastro de mi huída, dada la extensión
grande de aquella campiña. :
Al ver yo que me hallaba en salvo me
enorgullecía y continué cabalgando has-
ta que llegué á la cumbre de una peque-
ña colina. Saqué del bolsillo mi lápiz y mi
cuaderño de notas y empecé á dibujar la
línea exterior de aquellos campos y le-
vanté planos de la topografía del terreno.
Era un animal de tanta sangre el que
yo montaba, que ciertamente era obra
difícil dibujar subre sus lomos, pues á:
cada momento que lo detenía, sus ore-.
jas se erguían y no había rienda posible
para sujetar su impaciencia. Al principio
no pude comprender á qué obedecía esto,
pero poco tardé en darme cuenta de ello,
al oir unos gritos peculiares de la caza del
zorro: «Yoy, Yoy, Yoy», que salian de
la espesura de un bosque de robles situa-
do á corta distancia debajo de nosotros.
No bien oídos estos gritos extraños el
fogoso animal se encabritó varias veces,
dando fuertes resoplidos por sus hincha-=
das narices que parecían dos fuelles, que-
riéndosele saltar de sus órbitas los ojos, y
de un salto terrible se puso á poca dis-
tancia del bosque, por el que nos inter-
namos en una carrera loca, indescripti-
_ble, que me obligaba á hacer gala de mis E z
grandes aptitudes hípicas.
Mi lápiz y mi libro de notas cayeron
sobre el camino en esta rápida carre-
ra, y se presentó entonces á mi vista un.
- cuadro ciertamente sugestivo. En el valle
hallábanse apostados los cazadores. No -
pude ver al zorro, pero los perros se
agitaban en confuso tropel y daban gran-
des aullidos, con sus husmeantes hocicos
cerca del suelo y sus colas tiesas apun-
tando al cielo, Los distintos colores del
paisaje y aquellos inteligentes animalitos,
. en conjunto, semejaban una alfombra
moviente de amarillo y blanco. Detrás | !
de esta agrupación aparecían los horse-
A. ComanDogle ax GALOPE | OS e
men, los jinetes cazadores. A fe mía que
era aquello un magnífico espectáculo!
Unos vestían los típicos trajes de caza,
la mayoría iba con uniformes militares,
rojos y azules dragones, húsares de en-
carnados bombachos, verdes infantes y
artilleros apuestamente montados, lance-
ros de dorados fulgentes, y en toda esta
—multitud abigarrada y pintoresca, domi-
naba la nota roja.
Todos ellos, bien montados unos, otros
mal, pero en general corriendo todos lo
mejor que podían, los subalternos lo mis-
mo que los generales, alegres y clamoro-
sos, animados por el mismo pensamiento,
perseguían al invisible zorro, que parecía
triunfar sobre su astucia.
¡Verdaderamente los ingleses son un
pueblo extraordinario! Pero yo tenía poco
tiempo para contemplar la caza ó envi-
diar á aquellos isleños, pues de todos
los admirables caballos que montaban era
el mío el más admirable y se adelantaba
á todos. Comprenderéis que era un ca-
ballo de caza, y que los aullidos de los
perros eran para él una señal, como para
un Caballo del ejército es el toque de
corneta de suregimiento, que lo hace es-
capar de la calle. al cuartel. Volvió á en-
- Cabritarse en el aire y se precipitó al ga-
lope detrás de los perros. Yo lo oprimía con
mis rótulas y tiraba y tiraba de sus riendas:
empeño inútil; no había manos para de-
tenerlo. Tenía una boca de hierro: no era
posible hacerlo parar; querer detenerlo
- era lo mismo que poner en las manos de
un granadero una botella de vino é in-
tentar que no la bebiera. Me afirmé sobre
- la montura, y dejándolo correr á rienda
suelta, me dispuse á desafiar todo lo que
pudiera sucederme. ¡Qué hermosa bestia
era! Jamás he vuelto á tener entre mis ro-
dillas caballo igual.
Su carrera era veloz como el viento, y
éste hacía flotar mi dormán azotando mi
cara, mientras me atronaba los oídos el
ruido de las ramas y de los arbustos al
romperse baj el nuestra vertiginosa. ca-
- rrera. e
Yo vestía un uniforme viejo y destroza-
do que resultaba obscuro entre aquellos
tan brillantes que ostentaban los cazado-
- Tes, aunque mi apuesta figura denotaba
E e no era un soldado vulgar. En medio
e
de la mezcla de uniformes que se reunían
en uña de estas cacerías, no había razón
para que el mío se destacase mucho y
4
Atrajera las RE de los ingleses. Por
otra parte, conocido es el carácter Ja
pueblo británico, que cuando se halla dis-
traído en el ejercicio de un sport hace
caso omiso de todo lo que con él no se
relacione. La idea de que un oficial fran-
_Cés pudiera estar cabalgando al lado de
ellos, era demasiado absurda para que
Cupiera en sus pensamientos. Yo reía, á.
la vez que corría mi caballo, pensando
en que no hay generalmente un momento .
de peligro en el que no surja á la vez al-
gún incidente cómico.
Ya he dicho que los cazadores estaban
muy desigualmente montados; así es que
- después que hubimos recorrido unas cinco
millas, en vez de formar todos un cuerpo
de hombres, como sucede cuando un re-
—gimiento de caballería entra á la carga,
marchábamos diseminados, cada uno por -
su lado, los mejores jinetes cerca de la
po de los perros, los más malos alejados
á gran distancia.
Os diré que yo era tan buen cabalga
dor como el primero y mi caballo el mejor
de todos los de la partida; así es que poco
trabajo me costó ponerme al frente de
ella. Avanzaba y avanzaba mi caballo
hasta que me puse entre los perros y los
monteros de rojas casacas, y pude ver
que no nos hallíbamos en este espacio
más que unos ocho caballeros. Entonc
me sucedió una cosa extraña, que era ya
raro que antes no me hubiera ocurrido.
Yo, Esteban Gerard, que había estado en
Inglaterra y asistido 4 cacerías de zorros,
que había luchado en peleas de boxeo en
el «Club Bustler», de Bristol, me vi sub-
yugado por rápido instinto y pensé aco-
sar á la pieza hasta tenerla debajo de e
cascos de mi caballo.
Como atraído por un vértigo me preci-
pité en la pista de los perros con tal ve-
locidad, que al poco tiempo no corríamos
cerca de éstos más que tres hombres y.
yo. El temor á ser descubierto había huí-
do de mi mente, Mi pecho se agitaba, mi
sangre corría con velocidad por mis ve-
nas. Solamente un pensamiento me do-
minaba: el deseo de dar caza á aquel i in-
fernal zorro.
Pasé por delante de un jinete; era un Ss
_húsar como yo. Solamente caminaban
junto á mí otros dos jinetes. Uno ves
tido con negra casaca, otro con el unifor-
me azul de la artillería. Era el hombr
que había visto antes frente 4la pos da;
sus canosas patillas flotaban al viento,
ES 28 no.se movía es su De
A. Conan-Doyle.<AL GALOPE
un espléndido jinete. Por espacio de una
milla conservamos este orden en la mar
cha, y al tener que saltar yo una peq
ña loma, logré que mi caballo, más Baro o
y saltador que los otros, adelantase á
ambos, colocándome á unos cien 1 pasos de
los pos Ss los casi rodeaban á la pie za
ZOrro y €
sanzre, todo fué uno.
h; ah! ¡Ya
que perseguían. Ver el z encendér-
seme la
¡A
S
[IP
1 manos
10 te se ne, FE
bandido! nego E
á los od á la vez e qu e con mi maz
hacía señas á los cazadores como para
Indicarles que tuvieran confianza en «mí.
Todos me dejaron el campo libre para
acometer mi empresa, hasta el punto de
que sólo quedaban los perros entre mí y
la pieza.
Aquellos animalitos, cuyo deber era
dar la pista de la caza, servían en aquel
“momento más de estorbo que de ayuda,
pues con frecuencia se enredaban por en-
tre las piernas de mi caballo,
Los monteros apreciaban como yo ésta
dificult tad, pues el más viezo de ellos ca
balgaba detrás de los pa para ver si
me dejab Jan libre la pieza, y no lo legra-
ba. Yo recapacité, diciendo para mis
adentros que “me consideraría
pertenecer á.los húsares de Conflans si
no pi ¡ba salir triunfante de “aquella
aventura. Había que atropellar todo obs-
táculo. e es qué, ¿era Estelar Gerard ca-
- paz de retroceder por una traílla de pe-
Frost, Sería absurda tal idea. Di un grito
oy papas á mi caballo. -
--—¡Cójalo pronio, s
tol —gritó el a
¡za
eñor! ¡Cójalo pron-
«Creía aquel buen hombre que no era.
fácil para mí la empresa acometida, pero
Una seña y uña sonrisa hiciéronle confiar
en mi triunfo.
Los perros abrieron camino dela ante de
má, aunque me vi obligado, por mi impul-
so á que cayeran dos ó: tres de ellos heri-
dos bajo las patas de mi caballo. ¿Pero
qué hubiérais hecho vosotros? Los 1 hue-
; vos necesitan romperse para hacer una
tortilla. Pude oir á los cazadores y mon-
teros sus gritos y exclamaciones de con-
- gratulación hacia mí (1). Hice un nuevo
(1) Inútil es decir que estos gritos nada tenian de
—congratulaciones, Más bien era imprecaciones é insul-
tos contra el profano, ignorante de las reglas más ele-
mentales de la caza inglesa del zorro, en la cual solo
perros deben apoderarse de la pieza, Pero el arrogan-
e coronel tomaba como una explo sión de entusiasmo
lo que sólo era ria ¡A isbarbro por su sacrile-
indig no de
esfuerzo y los perros se hallaron detrás”
Sólo el zorro estaba dándome frente. ¡Ah,
la alegría que me embargaba en aquel
momento! Saber que yo había batido 4
los ingleses en su prop Í ) sport.
Allí estaban trescientos
dos sedientos de la y ida de este a nimal,
y sin embargo era yo el quee staba, más
próximo á robarles su pr resa. Pensaba en
mis camaradas de la bri igad la de caballe-
pi ligera, en mi madre, € n el emperador,
en Francia; para ellos alcanzaba e sei
fo Cada instante que transcurría me e cor
caba más cerca del zorro. + m
Entiirinmdó 'e de la acción había lleg;
saqué mi sable y lo agité en el aire. -. Los
bravos ingleses siguieron detrás de mí
dando gritos de entusiasmo.
Solamente en aquel preciso momento
pude darme cuenta de lo difícil que es la.
caza del astuto pene pues se tiran man-
dobles y mandobles, y raro es llegar á to-
carlo... ¡Es tan ra, tan pequeño y tan
astuto!
Cada vez que blandía mi sable, escu-
chaba exclamaciones de entusia mo que
sonaban detrás de mí, y los cazadores me
azuzaban á cada mom ento para que con-
sumase mi triunfo. La hora suprema llegó.
Pude ganarle una vuelta favorecido por:
un accidente del terreno, y. al fin cayó
en mis manos y de un tajo lo : partí en dos
pedazos, separándole la cabeza del tron
co. ra miré atrás, leds ido en
el aire mi sable, chorreando sangre. ¡En
pal momento confieso con orgullo que
estaba exaltado, soberbio!
¡Ah, cuánto hubiera yo deseado es-
perarme á recibir las felicitaciones de
aquellos generosos enemigos! Había uno
cincuenta al alcance de mi vista y no se
encontraba uno solo que no tremolara
mano en el aire y que no pronunciara
algo que debían ser entusiastas hurras
, No son realmente, como se los considera
una raza tan femática los ingleses. Un
hecho valeroso de guerra ó de sport exalta
siempre el entusiasmo en sus corazones
Como el viejo montero se hallaba junto |
á mi, pude ver con mis propios ojos cuán-.
to era el asombro que le había causado.
mi triunfo. Estaba inmóvil como un pe-
-ralítico, su boca abierta, sus manos al
zódas en el aire en actitud de éxtasis
Por un momento pensé volverme ha-
cia él y abrazarlo, pero ya el grito del
- deber estaba sorando en mis oídos,
aquellos ingleses, á pesar de la fratern
caza dores, to-
A, Conan-Doyle.—AL GALOPE : 39
dad que existe siempre entre sportsmen,
me habrian seguramente hecho su pri-
si01 nero.
No tenía que esperar á
cumplir 13 misión
comenda ida. Ya ha DÍ :
podía por salir airoso de el)
distancia de nosotros estabar
de las avanzadas del ejé
pues por una
aci bía ]
Miré el Zi
cla los cazad
mira os a
rcito de
Ne h;
ia 4
ALO
re
cia 1 mi cam ¡pamen Ed e
Pero aquellos galantes
querían See irme ir tan fác
Yo era el zorro y €
acosadores, que corrían A
la expla pe
Hasta que sali de las
pamento no pudieron dars:
era un francés el hér oe de es
de caza. Siguiéronme
ron á tiro de nuestras
tonces se detuvieron,
grupas antes de haberme
signos amistosos con
que prorrumpían en
entusiasmo. :
Su deseo hubiera sido abr ae al is
cés que tan ga llardamente s se había con-
ducido en su fiesta predilecta a sport.
Aia Es La ' A . 2
-azade res no
1 mi ina
entonces los ri
ravat AUS dor
líneas de su cam-
hast ta ql 1: halla:
avan zadas, y en-
lvieron
hecho nuevos
»
sus manos,
pero no Vol
a la vez
extamaciónes de
IV de je
DE CÓMO EL CORONEL GERARD SALVÓ
Á UN EJÉRCITO
Os voy á decir una vez más, amigos
míos, cómo tuvimos aislados dá rante seis
: meses, des: le Octubre de 1810 4 Marzo
-de 1811, 4 A los ingleses dentro de sus líneas
de Porras Vedras. Durante este tiempo
es cuando yo di caza á un zorro en su
compañía y les pude demostrar que en-
tre todos sus cazadores no había otro que
superase como jinete 4 un húsar de Con-
flans. Cuando volvía á todo galope á las
líneas francesas con misabl año aún
en la sangre del animal, los puestos de
avanzada, que habían visto lo que yo ha-
A O, gritaron con frenesí en mi
, mientras los cazadores ingleses
¡anzaban sus hurras á mis espaldas. Así,
e cuenta de que
a ventur: a.
pues, recogía el aplauso de los dos ej0e>
citos,
Las lígrimas :
r
á mis ojos al
ía ganado la ad-
i o
má is generosos
: la misma tarde
vino á nuestro ca damente un parlamen-
tario con un paquete que traía la siguien-
te dirección: «fl húsares que
cortó y cazó el zorro». : :
Dentro del paquete. encontramos el zo-
rro en dos pedazos, como yo lo había de-
jado, y una misi va corta, pero amistosa,
conforme la costumbre inglesa, en ] a que
se me decía que como yo había matadós
el zorro, me pertenecía participar de su
Carne Pi
Es evidente
enemiz:
que nuestros erosos
s no sabían que los fra
emos zorros, pero. demostraban sus
de seos de que, ya que yo había ganado
los Eonores de la caza; participara de la
prisa. E
No es del genio de un francés ser su=-
perady en cortesía; así, yo devolvíelrega=
lo á: aquellos valientes cazadores, rogán- És
doles que se sirviesen aceptarlo como un
entremés para su almuerzo de caza. Así
es como los nobles enemigos hacen la
gen
.«guerra.
Había traido como resultado de mi via-
je por el campamento de los ingleses ún
plano pequeño, y aquella misma noche lo.
mostré al general Massena.
Abriga! sa la esperanza que de esto re- |
sultaría un ataque, pero todos los maris-
cales estaban deseando agarrarse del
cuello unos á otros, amenazándose y gru-
ñendo como perros ansiosos de caza. Ss
Ney aborrecía á Massena, éste aborre-
cía á Junot, y Soult les aborrecía á todos. -
He aquí por qué no hicimos nada. Al mis-
mo tie mo nuestras raciones se hacían
cada día más escasas y nuestros hermo-.
sos caballos se desmejoraban por falta
de pastos. A fines del invierno habíamos
asolado toda la comarca, hasta el punto
de que no nos quedaba nada de comer, á
pesar de que habíamos mandado á “nues-=
tros furrieles por .todas pártes á buscar.
víveres,
Era evidente, aun para los más va
lientes de nosotros, que había llegado:
la hora oportuna para la retirada. Yo mis-
mo me veía oblizado á confesarlo. Pero.
la retirada no era fácil. No solamente las
tropas se hallaban exhatoa AS «por Je falta
nceses no.
40 A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
de provisiones, sino que el enemigo se
había animado ante nuestra inactividad.
De Wellington no teníamos temores: ha -
bíamos visto que era hombre valiente y
precavido, pero de poca acometividad.
Además de esto, en aquel país, desprovis-
to de todo, las operaciones no podían ser
rápidas; pero en nuestros flancos y en
nuestra retaguardia se habían reunido
grandes grupos de milicia portuguesa,
compuesta de campesinos armados y gue-
rrilleros. Aquella gente se había mante-
difícil inducirles á salir del campamento.
Había especialmente un miserable jefe
de guerrilla llamado Manuel, por apodo
El Sonriente, cuyas hazañas causaban
espanto. Era un hombre gordo, de aspec-
to jovial y se escondía con sus fieros se-
cuaces en las montañas que se hallaban
situadas en nuestro flanco izquierdo.
Pudiera escribirse un volumen de las
crueldades y tropelías de este maldito,
pero no se puede dejar de reconocer
que era un hombre de inteligencia, pues
Sagus mi sable y lo agité en el aire. (Pág. 38).
nido á conveniente distancia durante todo
el invierno, pero ahora que nuestros Ca-
ballos se hallaban débiles, caían como
moscas sobre nuestras avanzadas, y la
vida de un hombre no valía nada si tenía
la desgracia de caer entre sus manos.
Os podría nombrar á una docena de
oficiales amigos míos que cayeron en po-
der de aquellas milicias, y el más afortu-
nado era el que recibía un balazo por de-
trás que le atravesara la cabeza ó el cora-
zón. Había algunos cuyas muertes eran
tan horribles que no se permitía dar cuen-
ta de ellas á sus parientes. Con tanta fre -
cuencia se desarrollaban estas trágicas
muertes, y tanta impresión hacían sobre
nuestros soldados, que llegó á ser muy
organizaba á sus bandidos de una mane-
ra, que hacía casi imposible para nos-
otros atravesar su país. Logró esto impo-
niéndoles una severa disciplina, obligán -
doles por medio de crueles tormentos á
cumplir una ley que les hizo formidables,
pero cuya práctica tuvo resultados ines-
perados, como os demostraré en mi his-
toria. ¡Si no hubiera azotado á su propio
lugarteniente!... Pero de esto hablare-
mos más adelante.
Existían muchas dificultades para nues-
tra retirada, pero era evidente que no
había más remedio que emprenderla. Así
Massena empezó pronto á trasladar su
bagaje, y los enfermos, desde el cuartel
general de Torres Novas á Coimbra, que
q
TY" A, Comam-Doyle.—AL GALOPE 41
era la primera plaza fuerte en sus líneas
de comunicación. No podía, sin embargo,
asar este movimiento desapercibido, por
b que las guerrillas fueron acercándose
en tropel hacia nuestros flancos, estre-
chándonos cada vez más.
Una de nuestras divisiones, la de Clau-
sel, con una brigada de caballería de
- Montbrun, se hallaba apostada en el últi-
mo extremo, al Sur del río Tajo, y fué
necesario poner en su conocimiento que
íbamos á emprender la retirada, pues que
de otra manera quedaría abandonada en
el mismo centro del país enemigo.
Recuerdo que me admiraba yo de cómo
Massena llegaría á cumplir esto, pues los
correos no podían atravesar las líneas
enemigas, y los pequeños destacamentos
eran destruidos. De cualquier manera,
tenía que marchar una orden á las fuer-
zas de Montbrun, ó Francia tendría que
experimentar en su ejército una baja de
14.000 hombres. ¡Cuán lejos estaba de
pensar que sería yo, el propio coronel
Gerard, el que tendría este honor, que
pudiera constituir la gloria de cualquier
hombre, y que me colocó á la mayor al-
tura entre las numerosas hazañas que me
dieron celebridad! '
- En aquella época me encontraba agre-
gado al estado mayor de Massena. Este
mariscal tenía además dos ayudantes de
Campo que eran igualmente bravos é in-
_teligentes. Uno se llamaba Cortex y el
otro Duplessjs. Eran de más edad que yo,
pero más jóvenes en experiencia.
- Cortex era un hombre pequeño, .more-
no y de mirada penetrante; buen soldado,
pes de una afectación exagerada que lo
acía desmerecer. Si escuchábais su opi-
nión, os decía que era él el primer hom-
bre del ejército. Duplessis era un gascón,
y como yo, un buen mozo, como lo son
todos los caballeros de Gascuña. Turná-
bamos en nuestro servicio, y á Cortex le
tocó hallarse de guardia en la mañana á .
que me voy á referir.
Lo encontré durante el almuerzo, A
después ni él ni su caballo se volvieron
4 ver. Todo aquel día Massena estuvo
afectado, y con su habitual triste
la mayor parte del tie
con su anteojo las líne
za, pasó
á nosotros preguntarle sobre este punto.
.
1 glesas y los
barcos que se hallaban en el Tajo. No
habló de la misión que había ericomen-
- dado á nuestro camarada, y no nos tocaba
doce, me hallaba yo fuera del cuartel ge-
neral del mariscal, cuando salió éste y
quedó parado por una media hora, conlos
brazos cruzados sobre el pecho, mirando
á través de la obscuridad en dirección al
Este: Tan rigido y tan erguido estaba,
que se hubiera creído que aquella figura,
envuelta en su capa y con el sombrero de
picos, era una estatua. Yo no podía ima-
ginarme lo que miraba el mariscal; pero
al fin pronunció una imprecación y entró
de nuevo en la casa cerrando la puerta
con estrépito.
Al día siguiente vino el ayudante Du-
plessis, por la mañana, para celebrar una
entrevista con su Excelencia. |
Después de ella, tampoco fueron vistos
en todo el día ni él ni su caballo. Aquella
noche, mientras estaba yo sentado en la
antecámara, el mariscal pasó delante de
mí y observé que se situó en una ven=.
tana mirando hacia el Este, exactamente
como había hecho la noche anterior. Me-
dia hora completa permaneció allí su
negra sombra dibujada en la penumbra.
Luego entró en su cámara con paso agita-
do, se cerró la puerta violentamente y
dejaron de oirse sonar sus espuelas y su
sable á través del corredor. O E
La nota característica en él era un
genio rudo y fuerte. Desde el momen-
to que le contrariaban, valía más ver la
cara del mismo Emperador. Le oí aquella
noche jurar y patear en el suelo de la
habitación, que se hallaba sobre la mía,
pero no me mandó á buscar, y yo le cono-
cía demasiado para presentarme ante él
sin que me llamase. | z e:
- La mañana siguiente me tocó á mí de
servicio, pues era el único ayudante que
le quedaba. Yo era su predilecto ayudan=
te de órdenes. El era siempre expansivo,
con un soldado leal, pero creí adivinar al-
gunas lágrimas en sus negros ojos cuan-
do me mandó á buscar aquella mañan
—¡Gerard, escuche usted! —dijo.
- Con gesto amistoso me cogió por la
manga de mi uniforme y me llevó hacia
la ventana abierta que miraba al Es
- Debajo de nosotros se divisaba el ca
pamento de infantería, y más allá las
neas de la caballería con largas hilera
de caballos. Podíamos ver las avanzada
francesas y luego una larga exten
campo abierto, salpicado de viña
línea de colinas se divisaba más allá,
) | _unalto pico que se destacaba entre
Aquella misma noche, cerca de las . Alrec ase d
as M3 e la base de estas
38 A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
colinas, había una ancha extensión de
bosque. Un solo camino blanco y recto
aparecía entre las sinuosidades del terre-
no, hasta que se ocultaba en una aber-
tura en las colinas.
—Esta—dijo Massena, señalando la
montaña—es la Sierra de Merodal. ¿Ve
usted algo en su cima?
- Contesté negativamente.
- —¿Y ahora? —preguntó, entregándome
su anteojo. !
Con su ayuda, percibí un pequeño mon-
tón como de piedras en la cresta de la
montaña.
—Lo que usted ve es un montón de leña
que ha sido colocado como señal. Nos-
otros loestablecimosallícuandoel país es-
taba en nuestras manos, y ahora, aunque
- no lo tenemos ya, la señal se mantiene in-
- tacta. Gerard, aquella señal debe encen-
- derse esta noche. Francia lo exige, el
emperador lo'necesita y al ejército le es
preciso. Dos de nuestros compañeros han
- ido para encenderla, pero ni el uno ni el
- otro ha llegado á la cima. Hoy le toca á
-. usted, y le ruego ponga de su parte to-
- dos los medios posibles para encenderla.
No es deber de un soldado pedir expli-
- cación de las órdenes que ha recibido; así
-€es que me preparaba para salir de la ha-
-bitación, cuando el mariscal me puso la.
mano en un hombro y me detuvo.
- —Usted lo sabrá todo y conocerá cuán
alta es la causa por la cual va á arriesgar
su vida, —dijo—. A. cincuenta millas al
r de nosotros, al otro lado del Tajo, se
lla el ejército del general Clausel. Su
campamento está situado cerca de un
pico, llamado la Sierra de Ossa. En la
- Cima de este pico hay una señal, custo-
-diada por un destacamento. Está conve-
nido entre nosotros que cuando á la me-
dia noche se vea lucir nuestra hoguera,
él encenderá -la suya como contestación,
y luego, nuestros dos ejéreitos caerán
sobre el grueso de las fuerzas enemigas.
Si él no se moviliza en seguida, tengo
e dar la batalla sin él. Ya hace dos días
' he tratado de enviarle lá comunica-
ón. Es preciso, es indispensable que lle-
gue hoy á su conocimiento; de otra ma-
nera, su ejército quedará atrás y será
- destruido por el enemigo. e
jeridos amigos, cómo se me -
ón cuando supe cuán ardua
la fortuna me había
do sus caballos y esto había debido deser
on vida, se
dida para nada más fácil para los bandi
adornar mi corona de laureles. Si, por el'
contrario, moría, encontraría una muer='
te digna de mi carrera. No dije nada,
pero no me cabe duda que todos mis pen-
samientos interiores resplandecieron en
mi rostro, pues Massena me cogió la ma-
no y me la apretó con efusión. j
—Allí está la colina y allí la señal—
dijo él—. Solamente existe la guerrilla y
sus hombres entre usted y la señal. No
puedo destacar fuerzas para llevar á cabo
esta empresa, pues si la encomendara á
una pequeña columna sería vista y des-
truída, Por consiguiente, usted sólo es el
que lo puede efectuar. Haga eso de la |
manera que mejor le parezca, pero que
yo vea encendida la hoguera sobre el
monte á las doce de esta noche.
—Si no está encendida—dije—, yo le
ruego, mariscal Massena, que trate de
que mis efectos se vendan y que su im-
porte sea remitido á mi madre. 4
Llevé mi mano al morrión en actitud -
de saludo, y salí de la habitación con el
corazón regocijado, pensando en la gran
hazaña que tenía que realizar. 40
Permanecí en mi cuarto un momento
considerando cómo debería llevar á cabo
la empresa. El hecho de que ni Cortex
ni Duplessis, que eran oficiales celosos
y activos, hubieran podido llegar á la
cima de la Sierra de Merodal, demostraba
que el país estaba muy vigilado por las
guerrillas, Yo calculaba la distancia sobre
un plano. Había que atravesar diez millas
de campo abierto antes de llegar á las co-
linas; luego aparecía la línea de bosques
en las ondulaciones bajas del monte, los
cuales podían extenderse en una anchu:
ra de tres ó cuatro millas. Después apare
cía el pico deseado, pero sin mostrar nin
gún sitio donde pudiera yo ocultarme
Estas eran las tres etapas de mi viaje.
Me parecía que una vez llegado al bo
_ que podría ocultarme en él y todo
bien, pues sería difícil dar conmigo d
tro de sus espesuras. Después, en la
curidad de la noche, treparía á la cumbre.
Desde las ocho hasta las doce, contaba
con cuatro horas para hacer la ascensión
Era solamente la primera etapa la que te-
nía que considerar seriamente difí
En el país llano quedaba como
ligro aquel camino tan despejado. Yo r -
cordabaque mis compañeros habíanlle
lo que hiciera fracasar su ma
os ql
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
gilar el camino y hacer prisioneros á to-
dos los que por él pasasen. Yo, en aque-
llas circunstancias, estaba bien montado,
pues no solamente tenía á mi disposición
4 Violeta y Rataplán, que eran dos de los
más hermosos ejemplares del ejército, sino
que poseía también aquel magnifico caba.
llo inglés que había quitado á sir Cotton.
Sin embargo, después de pensarlo mucho,
«decidí ir á pie, puesto que de esta manera
me encontraría en mejor disposición para
aprovechar cualquiera oportunidad que
se me ofreciese. En cuanto á mi traje,
oculté mi uniforme de húsar bajo un lar-
go capote y cubrí mi cabeza con una go-
rra. Me preguntaréis, por qué no me
disfracé de campesino; pero os diré que
un hombre de honor no quiere sufrir la
muerte de un espía. Una cosa es ser ase-
sinado y otra ser justamente ejecutado
por las leyes de la guerra. Yo no quería,
por consiguiente, arriesgarme al primer
paso. |
Por la tarde, al obscurecer, saliinad-
vertido del campamento y pasé á través
de nuestras líneas. Debajo de mi capa
llevaba mis anteojos de. campaña y una
pistola, así como también mi sable, y en
uno de mis bolsillos mi mecha, mi piedra
y mi eslabón. ]
po .
- Por espacio de tres millas caminé ocul-
to por las viñas, salvando los obstáculos '
de pronto, se me ocurrió una idea, la idea
con tal destreza que yo mismo no oía mis
pasos. Ciertamente Cortex y Duplesse,
galopando á lo largo del blanco camino,
- habrían sido fácilmente distinguidos; pero
- el inteligente Gerard, arrastrándose por
entre las vides, estaba seguro de no ser
visto. Me atrevo á decir que habría
- recorrido unas cinco millas sin la menor -
“interrupción, cuando llegué á una casa de
labor en torno de la cual distinguí va-
rias carretas y algunos hombres. Eran |
las primeras personas que me había to-
- pado en mi viaje. Como me encontraba
- fuera de las líneas de nuestro ejército,
- sabia que allí en cada persona podía ver
-á un enemigo. Por esto me agaché bus-
cando un punto desde el cual pudiera
observar bien el sitio donde me encon-
A A Sn do al
Pronto pude enterarme de que aquellos
- hombres eran campesinos, y que estaban
cargando dos galeras con cubas de vino
vacías, y adiviné que se me presentaba
un buen medio de continuar mi viaje,
ayudado por ellos. A pesar de esto pude U
comprender, pocos momentos despu
43
que no era tarea tan fácil la que yo me
proponía. . :
Salí sigilosamente del camino, bordean-
do viñas, á campo traviesa, y me agaché
en una zanja para examinarlos con la
ayuda da mi anteojo. Pronto me cercioré
de que había un centinela que vigilaba á
cada uno de ellos y que aquella gente
tenía establecidos piquetes y puestos de
avanzada delante del camino, muy pare-
cidos á los nuestros.
Había yo oído hablar de la disciplina a
practicada por aquel bandido conocido .
por el apodo del Sonriente, y sin duda era
lo que yo veía un ejemplo de ello.
Entre las colinas había un cordón de
centinelas, y aunque recorrí alguna dis-
tancia alrededor del flanco, todavía me e
encontraba enfrente del enemigo.
Era un enigma para mí lo que debía
hacer. Me hallaba tan al descubierto, que
no hubiera podido atravesar aquel lugar
sin ser visto. AS : es
Muy fácil hubiera sido pasar allí la no-
davía me hallaba muy lejos de la monta-
ña, y no podía, si me dstenía, llegar á
tiempo para encender la señal á media
noche. PermanecÍ escondido en la zanja
mientras combinaba mil planes, cada uno
de ellos á cual más peligrosas, y luego,
que siempre se ofrece al hombre valien-
te que desprecia la vida: la desespera-
CA A ce Lo
- - Recordaréis que he hablado de dos ca-
rretas que estaban cargando varios barri
les en la casa de labor. Las cabezas de
los bueyes estaban vueltas al Este, y era
evidente que aquellas galeras iban en la
dirección que yo deseaba. ¿No pudiera
fácilmente esconderme en uno de aque-
“llos cascos? ¿Qué mejor y más fácil medio
para atravesar las líneas de guerrill
- Tan sencillo y eficaz me pareció el plan
que no pude contener un grito de alegr:
mientras me pasó esta idea por la imá;
-aación, y me apresuré á dirigirme inm
_diatamente hacia la casa de campo.
Allí cerca, detrás de algunos arbustos
examiné lo que pasaba en el camino. H
bía tres campesinos, con gorros colora
dos, cargando los barr a
terminado la carga de una carre
faltaba completar la c
os cuantos barril
che, como lo había hecho en el campa-
mento inglés de Torres Vedras, pero to-
44 CE A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
que los cargaran. La fortura era mi
amiga.
Ya os he dicho siempre que tiene for-
ma de mujer, y no puede resistirse á un
joven húsar.
Mientras yo espiaba, los tres paisanos
entraron en la casa de campo, pues el
día estaba tan caluroso que sentían sed
lespués de su trabajo. Tan veloz como
campesinos y oí encima de mí el estrépito
producido por los otros barriles que com-
pletaban la carga. Apiláronlos de tal ma-
nera, que llegué á imaginarme que jamás
podría salir de allí; pero pensé que si el
destino me había llevado felizmente has-
ta allí, lo mismo me conduciría más lejos..
En seguida que las carretas quedaron
llenas, emprendieron sujcamino y yo den
Pasó lá mayor parte del tiempo examinando con su anteojo las lineas inglesas. (Pág. 41).
un relámpago salí de mi escondite, trepé
sobre la carreta que esperaba carga, y
me introduje en uno de los barriles va-
cíos que ocupaban la primera hilera. Te-
nía fondo, pero le faltaba la tapa y estaba
echado sobre un lado, con la boca abier-
ta hacia dentro de la carreta. Alií me
agaché como un perro en su caseta, con
mis rodillas subidas hasta la barba, por-
que los barriles no eran de mucha capa-
cidad y yo era un hombre alto. Mientras
estaba escondido, aparecieron los tres
tro de mi barril sonreía á cada paso, pues-
to que me llevaban á tan poca costa don-
de yo deseaba ir. Viajábamos despacio y
los campesinos marchaban á pie al lado
de las carretas. Adivinaba yo esto por-
que oía sus voces muy cerca. Me parecía
que eran alegres muchachos, puesto que
reían de corazón mientras caminaban. Lo
que les causaba aquella risa ño lo pude
comprender. Aunque yo hablaba su idio-
ma bastante regular, no ola nada cómico
á través de su conversación.
Calculaba yo que al paso de los bueyes
habríamos andado unas dos millas por
hora. Por consiguiente, cuando estaba
seguro de que hubieran transcurrido dos
horas y media— ¡qué horas,amigos míos! —
agachado, sofocado y casi envenenado
por el olor de las heces del vino; cuando
estaba seguro de que habíamos dejado
atrásel campo abierto y nos hallamos en
el borde de los bosques y de la montaña,
mi pensamiento se concentró en idear la
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE ' ” 45
Todos prorrumpieron en una carcajada.
—Yo estaba asomado á una ventana
de la casa de campo y le vi que saltó
dentro del barril como un torero salta la
barrera cuando un toro corre tras él.
—¿En cuál barril? ¿En éste?—dijo el
carretero mientras que su puño golpea-
ba la madera por encima de mi cabeza.
¡Qué situación, amigos míos, para un
hombre de mi rango! Después de cua-
renta años me avergienzo cuando pienso
Verse encajonado como una gallina...
manera cómo pudiera salir del barril. Ha-
bía pensado varios medios para lograrlo,
y comparaba las ventajas y las dificulta-
des de los unos y de los otros, cuando la
cuestión fué dirimida de una manera muy
sencilla é inesperada.
La carreta paró de repente y oí gran-
des voces.
—¿Dónde, dónde?—preguntó uno de
los carreteros.
—¡En tu carreta! —contestó otro.
—¿Quién es? —preguntó un tercero.
—Un oficial francés—dijo otro—, Vi su
gorra y sus polainas.
en ello. Verse encajonado como una ga-
llina, escuchar sin remedio la: grosera
risa de aquella impertinente chusma y
saber que mi misión había llegado á un
fin tan ridículo é ignominioso.
Hubiera bendecido al hombre que me
enviase una bala á través del barril y me
librara de mi miseria.
Oí el estrépito que producían los ba-
rriles vacíos al ser echados abajo de la ca-
rreta, y luego vi un par de caras barbudas
y los cañones de dos fusiles que apunta-
ban hacia mí. Me asieron por una manga
de mi gabán y me sacaroná la luz del día.
E. ME ds A, Comam-Doyle.—AL GALOPE
Mi cuerpo se hallaba doblado como el
de un paralítico, porque no podía soste-
- nerme en pie sobre mis coyunturas, y mi
capote estaba tan rojo como el de un sol-
dado inglés, pues se había manchado
con el tanino que conservaban las pare-
- des del barril donde me habia ocultado.
_ Reían y reían á carcajadas aquellos pe-
rros, mientras yo trataba de expresar por
mi continente y mis gestos el desprecio
que les tenía. Pero ante esta actitud, su
risa llegaba á ser más vehemente.
Aun en aquellas difíciles circunstan -
cias, me comporté como un hombre de
horror. Eché una ojeada en torno de mí
y pude convencerme que la actitud de
- aquellos hombres que reían no era muy
propicia, en verdad, para hacerles frente.
Ura mirada alrededor fué lo suficiente
para explicarme en qué situación me
hallaba. Aquellos villanos campesinos me
¿habían delatado á un puesto avanzado
de las guerrillas, y varios guerrilleros
habían venido á cogerme entre sus manos.
_ Formaban el grupo ocho guerrilleros
con aspecto de foragidos, criaturas bar-
budas y desgreñadas, con pañuelos de
algodón debajo de sus sombreros, cortas
Chaquetas adornadas con vistosos botones
y fajas coloradas que rodeaban su cintu-
«ra. Cada uno estaba armado de un fusil y
con una ó dos pistolas en su faja. El jefe
de aquella partida, un hombrón de larga
- y negra barbz, tenía apuntado su fusil á
mi oído, mientras los otros registraban
mis bolsillos y me quitaban mi gabán, mi
pistola, mis gemelos de campaña, mi-
sable y, lo peor de todo, hasta los avíos
de encender. Sucediera lo que sucediese,
me hallaba perdido, puesto que aun lle-
ando al punto deseado, carecía de los
ara encender la hoguera.
cho guerrilleros c con tres campesinos,
: o en cambio desarmado!... ¿Estaba Es-
teban Gerard desesperado? ¿Perdió su se-
nidad? ¡Ah, me conociés demasiado
bien! ¡Pero ellos no me conocían, aque-
los bandidos! Nunca en mi vida he hecho
A Supremo y sorprendente esfuerzo co-
en aquel instante, cuando todo pare=
a perdido. Aunque me veis aquí, no po-
déis adivinar cómo escapé de aquella di-
l situación. Escuchad, amigos míos, y
¿lo diré. *
e habían arrastrado, apartóndome de
ta después de haberme desvalija-
. Aún me hallaba yo encogido, sin po=
| bros, en medio e
ellos, pero la tirantez de mis músculos:
iba disminuyendo y mi entendimiento.
maquinaba ya algún medio para escapar.
Era en una senda estrecha donde los.
bandidos tenían sus puestos de avanzada,.
bordeando por una parte las estribacio-
nes de una alta montaña y descendiendo
por la otra el terreno para terminar en un.
valle de bosques espesos, situado muchos
metros abajo. Aquellos individuos, como-
comprenderéis, eran curtidos montañeses.
que podían andar colina abajo ó colina
arriba con más destreza que yo. Calza-
ban abarcas que les permitían caminar
más fácilmente por las sinuosidades de-
aquel terreno. Un hombre menos resuelto
que yo se hubiese desesperado, pero en
un instante me aproveché de la extraña
casualidad que la fortuna había colocado-
en mi camino.
En el mismo borde de la pendiente se:
hallaba uno de los barriles vacíos, me:
moví despacio en dirección á él, y luego,
saltando como un tigre, me metí én su in-
terior, y torciendo mi cuerpo lo incliné:
hacia el lado del precipicio.
¿Olvidaré nunca este horrible viaje?
¡Cómo saltaba, cómo rechinaba y volaba.
por aquella terrible cuesta! Me había
abierto de rodillas y codos, formando mi
cuerpo una masa compacta para sujetar-.
me en el interior del tonel, pero mi ca-
beza sobresalía algo del borde, y esma-
ravilloso que no me la estrellara entre los.
picos de las rocas ó las raíces de los ar-
bustos. Rodaba por cuestas largas y llanas,.
hasta que me puse en contacto con terre-
nos escarpados, y el barril, en vez de de-
tenerse, saltaba en el aire como un ciervo,.
produciendo al chocar en el suelo tal es-
_trépito, que quebrantaba todos los huesos.
- de mi cuerpo. ¡Cómo soplaba el viento en
mis 0ídos! La cabeza se me iba hasta pro--
ducirme náuseas y quedarme casi privado -
de sentido. Después, entre un silbido-
agudo, rompiendo ramas y arrancando
piedras y tierra del camino, llegué á los. E
árboles que yo había visto antes, de Jejos ls
debajo de mí. ,
Nos abrimos paso de nuevo el tonel y
yo, por entre aquellos arbustos, y nos lan-
_zamos por otra cuesta muy honda sem=
_brada también de árboles, hasta que el
barril tropezó contra un tronco, ore sccndl
dose en pedazos.
Salí de entre las duelas y los aros con:
mi cuerpo molido materialmente y lleno»
; E one, ce mi corazón Line de eg
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
y mi espíritu animado, pues sabía cuán
grande era la acción que acababa de rea-
lizar y ya me parecía ver la señal ardien-
do en el monte. .
Una horrible náusea se había apodera-
do de mí por los saltos y las vueltas que
había dado, y me sentí completamente
mareado, como si estuviera en el Océano
desafiando una tempestad. Tuve que sen-
tarme unos minutos junto á los restos del
“barril, con la cabeza apoyada en una
mano; pero no había tiempo para des-
cansar. - o : dis
Ya había oído gritos arriba, que indi.-
caban que mis perseguidores descendían
por el monte. Me precipité en la parte
más espesa de la arboleda y corrí y corrí
hasta que me encontré materialmente ex-
tenuado por la fatiga:
Me acosté jadeante en el suelo y escu-
chaba ansiosamente, pero ningún ruido
de pasos llegó á mis oídos. Me había pues-
to en salvo. A a a
Cuando recuperé alientos emprendí de
_nuevo velozmente mi viaje, teniendo que
vadear con agua hasta las rcdillas varios
riachuelos, porque se me ocurrió pensar
que pudieran seguirme con perros, y
quería borrar todo rastro de mi pista.
- Llegando á un lugar claro y mirando
- enderredor de mí, encontré con gran de-
leite que á pesar de mis aventuras no me
. había alejado mucho de mi camino. Enci-
ma de mí, como una torre, se asomaba el
pico de Merodal con su atrevida y pro-"
minente cima desprovista de toda vege-.
- tación, sobresaliendo los grupos de enanos
robles que adornaban sus flancos. Estas
alamedas eran la continuación del bosque
en el cual me había ocultado en mi huída
y me pareció, por tanto, que no tenía.
que temer náda hasta que llegase al otro
lado del bosque. Al mismo tiempo adivi-
naba que todas las manos de los enemi-
gos se unían contra mí, que yo estaba
desarmado y que mucha gente hallábase
á mi alrededor. No vi á nadie, pero va-
rias veces oí penetrantes silbidos y una
de ellas el sonido de un tiro de fusil á
- larga distancia.
- Era traba
wés de los arbustos; así es que me llené
de satisfacción cuando llegué á los árbo-
- les más gruesos y divisé una senda por
entre ellos. ao Ea :
jo muy arduo caminar 4 tra-
2
su curso á cierta distancia. Había corrido
mucho y me imaginaba haber llegado
casi á los límites del bosque, cuando un
¿extraño sonido, parecido á un lamento,
hirió mis oídos.
Al principio pensé que podría ser el
quejido de algún animal, pero después,
las palabras francesas ¡Mon Dieu! se per=
cibieron claramente. »
Con gran precaución avancé hacia
donde salía la voz, y he aquí lo que vi.
Sobre un montón de hojas secas yacía
un hombre con el uniforme que yo mis-
mo llevaba. Era evidente que estaba ho-
rriblemente herido, porque su pecho apa-
recía rodeado de un paño teñido de car-
-mín. Un charco de sangre encenagaba su
lecho de hojas. E
Permanecí un momento quieto temien-
do alguna emboscada, y luego mi piedad
y mi lealtad, atropellando á los sentimien-
tos del instinto de conservación, me atra-
jeron hacía aquel hombre, al lado de cuyo.
cuerpo me arrodillé. Volvió su cara mo-
ribunda hacia mí. Era Duplessis, el ayu-
dante de campo del mariscal Massena,
que había salido antes que yo para cum-
'plir la difícil misión que allí me llevaba.
Sólo necesité echar una mirada á sus
mejillas hundidas y sus ojos turbios, para |
comprender que estaba agonizando.
- —¡Gerard! —dijo él —¡Gerard!. E
Solo pudo con la mirada expresarme su
simpatía; pero áunque la vida estaba pró-
xima á abandonarle, tuvo presente su de-
ber como un cumplido caballero que era.
—;¡La señal, Gerard! ¡Usted podrá en-
cenderla!
—¿Tiene usted piedra y eslabón? a
—Aquí está—dijo haciendo un esfuer=
“zo, para señalar uno de sus bolsillos.
, P
—Entonces la encenderé esta noche.
—Yo muero feliz, compañero Gerard,
al oir á usted estas palabras. Me dieron
un tiro, pero dirá usted al mariscal que
hice lo mejor que pude para cumplir la
OD. is ES
- —¿Y Cortex?—pregunté yo.
—Fué menos afortunado. Cay
nos del enemigo y murió
Si usted ve que no puede libra: e
_rard, dispárese un tiro antes de caer en
sus manos. Procure no morir como
A PR A O
- Tenía demasiado juicio, sin embargo, —i
para recorrer descuidadamente este ca-
mino, pero nolo perdí de vista y seguí ay
48 A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
—Sí, si—contestó —. De Pombal le
ayudará á usted. Confíe en de Pombal.
Pronunciadas estas palabras, su cabeza
cayó atrás y exhaló el último suspiro.
—¡Confíe usted en de Pombal! ¡Es un
buen consejo!
Al escuchar estas palabras, dichas jun-
to á mí por una voz extraña, volvi la ca-
beza con asombro y pude ver á mi lado
un hombre de pie. Tan absorto me habían
este era el hombre á quien mi amigo y
camarada me había recomendado.
—Por desgracia ha muerto—dijo el
nuevo personaje inclinándose sobre Du-
plessis. Huyó al bosque después de recibir
el tiro, pero yo tuve la suerte de encon-
trarle donde había caído y hacer que sus
últimas horas fueran menos crueles. Este
lecho de hojas lo hice yo, y también traje
el vino para saciar su sed. h
ca ma
Tuve que sentarme unos minutos, junto á los restos del barril. (Pág. 47.
tenidoflas palabras de mi compañero y la
atención que prestaba á su consejo, que
se había aproximado este hombre sin que
yo lo observase. Me puse de pie inmedia.-
tamente y le hice cara. Era un individuo
alto y¿moreno, con ojos y barba negros,
de'cara larga]y triste. En su mano tenía
una botella de vino y de su hombro colga-
ba; uno de los trabucos peculiares á los
bandidos de la selva.
F No hizo esfuerzo alguno para requerir
su arma, y yo, comprendí, por tanto, que
—En nombre de Francia le doy las
gracias —dije yo—. Soy coronel de la ca-
ballería ligera, me llamo Esteban Gerard
y mi nombre representa algo en el ejér-
cito francés. ¿Puedo yo preguntar?...
—Sií, señor; me llamo Alfonso de Pom-
bal, y soy hermano menor del noble de
este nombre. Ahora soy el primer tenien-
te de la banda del jefe de guerrilla, cono-
cido por Manuel el Sonriente.
Por respuesta eché mano al sitio don-
de mi pistola debería haber estado; pero
aquel hombre sonrió ante mi gesto.
—Soy su primer teniente, pero tam-
bién soy su mortal enemigo—dijo él.
Quitóse la chaqueta y levantó su cami -
sa, mientras hablaba.
—Mire usted esto—gritó, y me volvió
su espalda que estaba sembrada de cica-
trices de profundas y anchas heridas—.
Esto es lo que el Sonriente me ha hecho
á mí: un hombre, con la més noble san-
gre de Portugal en sus venas. Lo que yo
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE : 49
¿Os sobrecogéis, amigos míos, abrís
los ojos con espanto? Pensad, pues, cuál
sería el estado de mi ánimo ante esta te-
rrible sorpresa. Delante de mí apuntaba,
amenazador, el cañón de su trabuco, y el
hombre, con fiereza salvaje, clavaba su
vista en mi persona.
¿Qué podía yo hacer? Me hallaba ab-
so'utamente desprovisto de toda ayuda.
Levanté las manos en el aire. En aquel
m smo momento se oyeron voces en todas
—¡Levanta tus manos, perro francés!
haré al Sonriente todavía lo ha de ver
usted. *
it Había tanto odio en sus ojos y mostra-
ba tan apretados sus blancos dientes, que
no pude dudar de la verdad de sus pala-
bras. Aquella espalda herida corroboraba
sus afirmaciones.
—Yo cuento con diez hombres, y den-
tro de unos días espero reunirme con
vuestro ejército, cuando haya terminado
aquí mi trabajo. Entretanto...
Un extraño cambio se notó en su cara.
Descolgó su trabuco del hombro, y se lo
echó á la cara apuntándome.
—¡Levanta tus manos, perro francés!
¡Arriba con ellas, ó te saltaré la tapa de
los sesos!
pirtes del bosque, así como las pisada
de muchos heubres. Una caterva de fa
cinerosos, de horrible catadura, se abrió
paso por entre los arbustos, y yo, pobre
infortunado caía prisionero una vez más.
Gracias ¿ Dios que no tuve ninguna
pistola en mi cinto para haberme suici-
dado en aquel mismo momento, pues
comprenderéis que de estar armado en-
tonces no me hallaría ahora sentado en
este café, relatándoos viejas hazañas de
otros tiempos mejores.
Con manos sucias, toscas y velludas,
me cogieron los dos brazos y fui llevado
por la senda á través del bosque, mien-
tras el traidor de Pombal dictaba sus ins-
trucciones. Cuatro de los bandidos levan-
- E A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
taron el cuerpo de Duplessis. Las som-
bras de la noche empezaban ya á cubrir-
nos con su obscuridad, cuando salimos
del bosque y llegamos al lado de la mon-
taña. Ascendiendo ésta, fuí conducido
como un perro, hasta que llegamos al
Cuartel general de las guerrillas, que
- — estaba situado en una hendidura cerca
de la cima de la cumbre., Allí estaba la
señal que tanto me costaba intentar en-
cender: un cuadrado montón de maderos
colocado encima de nuestras cabezas.
Abajo había dos ó tres chozas de pasto-
res, que servían entonces de alojamien-
to á los bandidos.
En una de ellas fuí encerrado, atado y
yA desprovisto de toda ayuda. El cuerpo de
mi difunto compañero lo colocaron á mi
lado. Estaba allí acostado, consumiéndo-
- me con el único pensamiento que me
atraía; el de cómo podría conseguir llegar
hasta “aquel montón de leña, cuando la
* puerta de mi prisión se abrió y un hom-
- bre entró en ella. Si mis manos hubieran
estado libres, me hubiera abalanzado á
su cuello, porque no era aquel individuo
otro que Pombal. Dos bandidos estaban
| E de él, pero los mandó retirar y ce-
E rró la puerta tras de sí.
—¡Es usted un villano!—le dije.
- —¡Calle usted!-—exclamó—. Hable bajo,
sl Sra, pudieran estar escuchando, y mi
vida está á merced de quien llegue á oir-
- nos. Tengo que decirle algo, coronel Ge-
- rard. Yo deseo tanto bien para usted como
- lo deseaba para su infortunado compa-
- fiero. Mientras le hablaba á usted al lado
- de su cuerpo, vi que estábamos rodeados
- y que su Captura era inevitable. Hubiéra-
_mos sufrido ambos la misma suerte si
yo hubiera titubeado. Inmediatamente le
- Capturé yo mismo para conquistarme la
confianza de la banda. Su buen sentido
le dirá que no había otra cosa que hacer
en tal situación. Yo no sé si ahora podré
salvarle; pero por lo menos he de poner
s los medios para lograrlo.
ista era una nueva fase de mi situa-
ón que me alentaba algo respecto al
rvenir. Le dije que no sabía hasta qué
punto podía confiar en sus palabras, pero
que lo j Juzgaría por sus acciones.
—Yo no pido nada mejor—dijo él —.
o Ba e e la banda
formes que necesite, pues en eso consiste
su única salvación. Si puede ganar tiem-
po, algo resultará en.nuestro favor. Por
ahora no podemos: hablar más. Venga
conmigo en seguida ó podemos dar motl-
vo para que sospechen algo.
Me ayudó á levantarme, y luego,
abriendo la puerta, me arrastró con ru-
deza hacia afuera y ayudado por los ban-
didos que le esperaban, me condujo bru-
talmente hasta el sitio donde el jefe de. la
guerrilla estaba sentado, rodéado de sus
secuaces.
Era un hombre notable «quel Manuel
el Sonriente; gordo, mofletudo, de fres-
cos colores y de cara grande y 'afeitada,
el modelo de un buen. padre de familia.
Cuando se contemplaba su plácida son-
risa, apenas se podía creer que fuese
aquél el infame bandido cuyo nombre
era el ho:ror del ejército inglés, como
también del nuestro. Se ha sabido des-
pués que el oficial británico Trent lo man- .
dó ahorcar. El bandido hallábase dctaco
en un banco y 'me sonreía como si estu-'
viera frente á un antiguo amigo. Sin em-
bargo, observé que uno de sus hombres
se apoyaba sobre una larga sierra, cuya
vista fué bastante para curarme de todas.
las ilusiones de salvación.
—Buenas noches, coronel Gerard—
me dijo—. Hemos sido honrados por
las visitas de los oficiales del estado
mayor del general Massena. El mayor
Cortex un día, el coronel Duplessis el
Otro, y ahora el coronel Gerard. Es po-
“sible que el mariscal mismo pueda ser.
inducido á honrarnos también con su vi-
sita. He oído decir que ha visto usted 4
Duplessis. En cuanto á Cortex, lo encon»
trará clavado en un árbol allí. Resta aho-.
ra decidir cómo podemos disponer de su
persona de usted. :
Esto no era ciertamente un alegre ba.
curso, pero de su cara no se borraba la
sonrisa, ni el tono de sus palabras dejaba.
de ser dulce y amable. Luego se inclinó, |
y pude ver una expresión hondamente
intensa en sus ojos.
—Coronel Gerard— exclamó—, no pue: |
_do prometerle la vida, no es nuestra COs-
tumbre; pero puedo. darle una mue
te dulce ó puedo convidarle con un:
muerte horrible. ¿Cuál «quiere esco:
ger?
—¡Qué desea usted que haga yo en
cambio! ye
| 2H quiere “morir tranquilamente,
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
pido unas contestaciones francas á las
preguntas que yo le haga.
Una idea cruzó por mi mente.
—Desea usted matarme—le dije—y no
puede importarle la manera cómo yo
muera. Si yo contesto á sus preguntas,
¿querrá usted dejarme escoger la manera
de morir?
—¡Sí quiero! Con tal de que sea antes
de las doce de esta noche.
—Júrelo —exclamé.
—La palabra de un caballero portugués
es suficiente. .
—Ni una palabra diré hasta que no
haya jurado. ]
El viejo bandido se puso colérico,
mientras que sus ojos se dirigían hacia la
sierra. Pero comprendió por mi tono que
yo era sincero en lo que decía, que no
podía amedrentarme hasta la sumisión.
Sacó una cruz de debajo de su zamarra
de piel negra de cordero y besándola,
dijo: > |
—¡Lo juro!
¡Oh! ¡Qué alegría causaron en mí aque-
llas palabras!... ¡Qué fin para un hombre
que se consideraba como la primer espa-
da de Francia! ¡Alegrarse por el jura-
mento de un bandido! Hubiera podido
reir ante este solo pensamiento.
- —Ahora la pregunta—dije yo.
—¿J ura usted á su vez dar contestación
verdadera á todo lo que le pregunte?
—Lo juro por el honor de caballero y.
de soldado. S
Era, como veis, mis queridos compañe
ros, una cosa terrible la que prometía;
«pero ¿qué era un perjurio ante lo que yo
pudiera ganar gracias á él?
- —Esto es un justo pacto—dijo el ban-
dido sacando un libro de notas de su bol-
sillo—. ¿Quiere usted tener la amabilidad
de volver la vista hacia el campo francés?
Siguiendo la dirección de su gesto
volví mi cabeza y miré hacia el campo
que se divisaba en la llanura situada de
bajo de nosotros. A pesar de las quince
millas de distancia á que nos hallábamos,
se podía ver con la mayor claridad. Allí
estaban los grandes cuadros de nuestras
Chozas y tiendas de campaña, con las
líneas de caballos y las obscuras piezas
que señalaban las diez baterías de arti-
lería. ¡Qué tristeza pensar que mi brillan.
_te regimiento me esperaba allí, y saber
que nunca volvería á ver á su coronell -
Con solo un escuadrón hubiera podido
barrer á todos aquellos asesinos fuera de mi
dh
la superficie de la tierra. Mis ojos ansio- A
sosse empañaron de lágrimas mientras.
contemplaba el rincón del campo donde,
yo sabía que había ochocientos hombres,
de los cuales cada uno individualmente
hubiera muerto por su coronel. Pero mi.
tristeza desapareció cuando vi detrás de'
las tiendas las nubes de humo que seña-
laban el cuartel general de Torres Novas.
Allí estaba Massena, y Dios mediante, 4.
costa de mi vida, su misión se cumpliría
aquella noche. Hubiera querido tener la
voz de trueno para poder llamarles y de-
cir: «Mirad, soy yo, Esteban Gerard, que
morirá para salvar al ejército de Clausel.»
Era en verdad triste pensar que tan
noble acción llegaría á realizarse y nadie |
estaría allí para consignarla en la historia.
-—Ahora - prosiguió el bandido —, ¿veis
el camino que conduce á Coimbra? Está
cubierto con vuestros furgones y Vues-
tras ambulancias. ¿Significa eso que Mas-
sena emprende la retirada?
Se podían ver, efectivamente, las si-
luetas obscuras de los furgones con los
resplandores de los sables y los cascos |
de la escolta, Aparte de mi promesa, no
podía haber indiscreción en afirmar o di
que se veía ya claro. Así, dije: MESES
, —Se retira, efectivamente.
—¿Por Coimbra? o
—Creo que sí.
- —Pero ¿y el ejército de Clausel?
Yo me encogí de hombros al oir esta
—pregunta.
Toda senda hacia el Sur está blo-
_queada. Ninguna comunicación pue de e
alcanzarles. Si Massena se retira, el ejér=
cito de Clausel está perdido.
—Eso aún está por ver - dije yo.
—¿Cuántos hombres tiene? A
-—Yo calculo que cerca de catorce mil.
-—¿Cuánta caballería? ae
—Una brigada de la división de Mont-
bruá.. Edo > A
—¿Cuántos regimientos? ces
_—El cuarto de cazadores, el noveno
de húsares y un regimiento de coracero
- —Mauy bien—dijo él mientras consul-
taba su libro de notas—. Veo que dice
usted verdad; pero que el cielo le ayude
si me cogata. aa
- Luego fué nombrando todas las en
dades del ejército, división por divisió
preguntando la composición de cada bri
eciros, amigos m
52 A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
antes de hacerle estas declaraciones si
mo hubiera tenido ya resuelta mi decisión.
Le diría todo lo que él quisiera, pero sal-
varía en cambio al ejército de Clausel.
Al fin cerró su libro de notas y lo me-
tió de nuevo en su bolsillo.
—Estoy agradecido por estos informes,
que serán entregados á lord Wellington
mañana mismo—dijo él—. Ha cumplido
Usted nuestro pacto por su parte; tócame
á mí ahora cumplir con la mía. ¿Cómo
- Quiere usted morir? Como soldado pre-
_feriría, sin duda, ser fusilado, p=ro al-
gunos piensan que un salto al precipicio
Ae Merodal es una muerte más fácil. Unos
Cuantos lo han hecho, pero desgraciada-
mente nunca hemos podido obtener des-
pués su opinión. Allí está también la sie-
- rra, que no parece ser muy agradable. Pu-
- diéramos ahorcarle á usted, sin duda, pero
esto ofrece la incomodidad de tener que
bajar hasta el bosque. Sin embargo, lo
prometido es deuda y como es usted un
- excelente camarada, no encontraremos
- Obstáculo p:ra acceder á su: deseos.
—Usted dijo que yo debía morir an-
tes de la media noche. Yo escogeré, por
- Consiguiente, que sea un minuto antes
- de aquella hora. ¡
- —¡Muy bien! Tales deseos serán cum- |
-plidos. | >> pS
- —En cuanto á los medios—añadi—,
- soy amante de la muerte que todo el mun-
do pueda ver. Colóquenme sobre aquella
“pira de madera y quemadme vivo, como
- Jos santos y los mártires han sido quema-
- dos antes que yo. No es un final de vida
-. muy común, pero un emperador pudiera
- €envidiarlo. $
La idea parecía divertir mucho á aque- e
_Jlos bergantes.
- —¿Por qué no?—dijo el Sonriente—. Si
-Massena le ha mandado á usted á espiar-
- go sobre la montaña. 0
- —Perfectamente— contesté —. Usted
ha adivinado mi razón. El lo adivinará, y
todos sabrán que he muerto como un sol-
dado. SH, A
- —Noencuentro objeción alguna que
- Oponer—dijo con su abominable sonrisa
-€l bandido—. Mandaré alguna carne de
<abra y vino á su choza. El sol se oculta
son casi las ocho. Prepárese dentro de
cuatro horas para el suplicio. de
- Era un hermoso mundo el que yo iba
- nos, comprenderá lo que significa el fue-
«<Jor del sol poniente, cuyos
abandonar. Miraba el dorado resplan-
)s últimos rayos
brillaban sobre las azules aguas del tor-
tuoso Tajo, reflejándose en las blancas
velas de los barcos de transporte ingle-
ses. Muy hermoso era este espectáculo
y muy triste para mí abandonar el mun-
do en que se desarrollaba, pero hay co-
sas más hermosas aún. La muerte que
se sufre pour cariño á los semejantes, por
el honor, el deber, la lealtad y el amor,
ofrece bellezas mucho más espléndidas
que ninguna de las que la vista pueda
presenciar.
Mi pecho estaba lleno de admiración
ante mi propia conducta y me pregunta-
ba si mis amigos vendrían á saber alguna
vez cómo me había colocado en el mismo
centro de la hoguera que salvó al ejérci-
to de Clausel. Yo lo esperaba así, y ro-
gaba que así fuera. ¡Qué consuelo sería
para mi madre, qué ejemplo para el ejér-
cito y qué orgullo para mis húsares!
Cuando de Pombal llegó al fin ámi
choza con el alimento y el vino, la pri-
mera súplica que le hice fué que es-
cribiera una nota relatanto mi muerte y
la mandase al ejército francés. No con--
testó una palabra, pero yo, sin embargo,
comí con el mejor apetito, aun con la cer-.
teza de que mi glorioso destino sería
completamente desconocido. a
Llevaba encerrado cerca de dos horas,
cuando la puerta se abrió otra vez y apa
reció el jefe de la gavilla. A
Me hallaba en la obscuridad, pero un
_bandido con una antorcha en la mano.
llegó al lado del Sonriente. Yo veía sus
ojos brillando delante de mí. ve
—¿Está usted listo?—me preguntó.
—No es todavía la hora, E:
—¿Mantiene su derecho hasta el último *
minuto? —exclamó el bandido.
—Una promesa es una promesa.
- —Muy bien. Tengo ahora que castigar
á uno de los míos, que se ha portado mal.
Nuestra ley no nos permite respetar á
ninguno del bando de usted. Volveré
para presenciar su muerte. Ya podéi
atarle. ER |
- Salió. De Pombal y el hombre de la an-
torcha se me aproximaron, mientras que
yo oía alejarse los pasos del jefe de los
bandidos. De Pombal cerró la puerta.
—Coronel Gerard —dijo —, tiene usted
que confiar en este hombre, pues es uno
- de nuestro partido. ¡O esto ó nada! Pod
mos salvarle todavía, pero arriesgo much
en ello y necesito una promesa solemne
-Si nosotros le salvamos, ¿quiere usted
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE BB
rantizarnos que tendremos amistosa aco-
gida en el campo francés y que todo será
olvidado?
—Lo garantizo.
—Confío en el honor de usted. Y ahora
¡pronto, pronto! ¡No hay un instante que
perder! Si ese monstruo vuelve, morire-
mos los tres. ¡
- Yo miré con asombro lo que hacía. Co-
giendo una larga cuerda la pasó alrede-
dor de Duplessis, mi compañero muerto,
y ató un paño á su boca con objeto de
cubrirle casi toda la cara.
-—¡Ahí se queda usted! —exclamó, y me
dejó en el lugar que había ocupado el
cadáver de mi infortunado compañero—.
Yo tengo ahí á cuatro de los míos; ellos
colocarán á éste sobre la hoguera.
Pombal abrió la puerta y llamó. Va-
rios bandidos entraron y se llevaron el
cadáver de Duplessis. En cuanto á mí, me
quedé inmóvil en el suelo, llena miimagi.-
nación de esperanzas y de asombro.
—Está usted colocado sobre la hogue-
ra—dijo de Pombal—, y yo desafío á que
cualquiera en el mundo, que no sea usted, -
afirme lo contrario. Ahora sólo queda
- llevar el cuerpo de Duplessis para arro-
- jarlo al precipicio de Merodal.
Dos de aquellos hombres me cogieron
- ¡pordebajo de los hombros y otros dos
por los pies, y con mi cuerpo rígido como
- un cadáver salieron de la choza. Cuando
- me vial aire libre la luna aparecía enci-
ma del montón de leña, y allí, claramente
recortada por su luz, se veía la figura de
- un hombre tendido sobre los troncos. Los
bandidos se ballaban alrededor de la pira.
- De Pombal nos llevó en dirección del pre-
| -cipicio. Amparados por la sombra de los
peñascos no corríamos peligro de que
nos vieran, y me permitieron caminar
por mis pies. Avanzábamos por una es-
A A io a
- Un grito terrible salió de los bosques
“situados debajo de nosotros, y vi que De
mbal temblaba.
Es ese miserable—murmuró—. Está
izando á otro como á mí. Pero ¡jade-
nte! ¡adelante! A
Nos agachamos para caminar á gatas.
í llegamos al fondo del precipicio. Los
- De pron to un rojo resplandor brilió en
la altu
bosques se extendían enfrente de nos-'
la altura y las sombras de los troncos se
recortaron claramente sobre el césped.
Habían encendido la hoguera. Desde don-
de estábamos podíamos divisar el cuerpo
inmóvil entre las llamas y las obscuras
figuras de los guerrilleros que bailaban
alrededor de la humeante pira. ¡Ah!
¡cómo les enseñé mi puño á aquellos pe-
rros! ¡y cómo juré que un día mis húsa-
res y yo tomariamos el desquite!
De Pombal conocía todos los senderos
que atravesaban el bosque. Para evitar
que nos vieran, teníamos ahora que in-
ternarnos en los montes y andar muchí-
simo, bordeando el terreno. ¡Sin embar-
go, con qué alegría no hubiera yo anda-
-do muchas más leguas á cambio de lo
que se ofreció á mis ojos algún tiempo
después! : a
Serían las dos de la madrugada cuando
nos encontramos sobre la falda de un
monte desprovisto de toda vegetación.
Por allí teníamos que continuar nuestro
camino. AN
Mirando atrás, veíamos las grandes
llamas de la hoguera, como si un volcán
estallase en el alto pico de Merodal.
Y luego vi algo más, algo que me hizo
dar un-grito de alegria... 2
A lo lejos, hacia el Sur, brillaba un
gran resplandor, y no era la luz de una
casa, ni la luz de una estrella, sino la ho-
guera con que contestaban del monte de
Ossa, demostrando que el ejército de
- Clausel se enteraba al fin de lo que Es-
teban Gerard tenía encargo de comu-
nicarles. AS: IS
V
DE CÓMO EL CORONEL GERARD- TRIUNFÓ
EN INGLATERRA es
- Yaoshedicho, mis amigos, cómo triun-
fé yo sobre los ingleses en la caza del
zorro, cuando perseguí al animal con tan=
ta velocidad que ni aun la traílla de lo
perros podía mantenerse á mi paso, y
cómo yo sólo, con mi propio sable, lo cor-
té en dos pedazos. e
Tal vez he hablado demasiado de est
asunto; pero se experimenta tal entusias-
mo en los triunfos del sport, que ni a
_mismas guerras pueden proporcionar!
igual, pues en las guerras se compart
las victorias con vuestro propio re;
miento y con el ejército en general; pero
yt l sportman solo y sin ay!
54 | Ea A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
sobre nosotros, y todas las clases de la so-
“ciedad en aquel pueblo toman gran inte-
rés por las diversas clases de estos agra-
dables ejercicios. Puede ser que esto obe-
dezca á que son más ricos que nosotros,
Ó más perezosos; pero yo juro que me
sorprendí cuando me hicieron prisionero
en aquel país, viendo qué desarrollo te -
- nían estas aficiones, y cuánto preocupa-
ba el pensamiento y las vidas de la gen-
te. Por un caballo que corre, un gallo que
- pelea, un perro que mata ratas ó un hom-
bre que boxea, volverían los ingleses las
espaldas á un emperador con toda su glo-
ria, para mirar una de estas diversiones.
Podría contaros muchos relatos de los
sports ingleses, porque vi mucho de esto
durante el tiempo que fuí huésped de
lord Rufton, después que la orden de mi
- rescáte hubo llegado á Inglaterra. Tenían
que pasar muchos meses antes de que pu-
diera ser repatriado á Francia, y perma-
-'necí todo este tiempo al lado de este buen
-—Jord Rufton, en su hermosa finca de High
-Combe, que está situado en la punta
- Norte de Dartmour. El ilustre lord había
corrido á4 caballo junto con la policía,
cuando ésta me venía persiguiendo des-
de Princetown, y había sentido gran
afecto hacia mí, cuando fuí alcanzado,
como yo mismo 16. hubiera sentido, si en
- mi propio país viera á un valiente y apues- |
to soldado, sin un amigo para ay udarle.
En uña palabra, me llevó á su casa, me
vistió, me dió de comer y me trató como
si hubiera sido mi hermano. Yo diré siem-
_ pre de los ingleses que son generosos
_€nemigos y muy buena gente con aque-
llos con quien pelean. En la Península,
los puestos avanzados españoles presen-
- taban sus mosquetes á los nuestros, pero
- los británicos presentaban sus botellas de
brandy, y de todos estos hombres gene-
rosos no había ninguno que igualara á
quel admirable milord, que tendió su
sano noble á un enemigo que se hallaba
esamparado. ¡Ah, qué recuerdos de ca-
erías vuelven á mi imaginaeión! El mis-
mo nombre de High Combe evoca en mi
memoria una larga casa de ladrillos, con-
ortable y coloreada, con blancos pilares
la puerta.
Era un gran las aquel lord Rufton
deis De los que le rodeaban. Pero ya sa-
is que hay pocas Cosas en que yo no.
pudiera alternar E aun superar:
de criaban faisanes, y lord Rufton era
gran aficionado á matar estos pájaros, lo
cual hacía empleando hombres que los
asustasen mientras que el lord y sus ami-
gos estaban esperándolos y les tiraban al
vuelo. :
Por mi parte era yo más astutó, porque
estudiaba las costumbres de estos pája-
ros, y saliendo fuera, sin que nadie lo ad-
virtiese, maté por la tarde gran número
de ellos mientras dormían en los árboles.
Apenas desperdicié un tiro, pero el guar-
da acudió atraído por el ruido de mi es-
copeta y me suplicó en su duro-inglés que
perdonase la vida á los que quedaban.
Aquelia noche pude colocar doce faisa-
nes en la mesa de lord Rufton, y él se reía
hasta que se le saltaban las lágrimas, sin
duda por lo contento Esp Se de ver-
los (1).
—¡Cáspita, Gerard, me va 2 usted á ex-
- ceder en los tiros! —exclamó. + de >
Repetía muy á menudo esta exclama-
ción, porque á cada paso le asombraba
la facilidad con que yo aprendía los sports
ingleses.
Hay un juego llamado el its al
que se juega en el verano, y cuyo sport
aprendí también. Rudd, el capataz de los
jardineros, era un gran jugador: de crichek,
como igualmente lord Ruíton. |
Delante de la casa había un campo, y
allí precisamente Rudd me enseñó el jue-
go. Es un magnífico pasatiempo, un jue-
go admirable para los soldados,
Eo e uno trata de dar al otrocon 1
ta, y sólo podéis defendero: pe
queña pala. Unas estacas que se colocan
en el campo de juego, señal siti
más allá del cual no se puede maniobrar.
- Puedo aseguraros que no es un jue;
- para niños, y confesaré que, á pesar de
las nueve campañas que había hecho en
el ejército, me puse pálido cuando la
primera pelota pasó por delante de m
Tan veloz venía, que no tuve tiempo d
levantar mi pala para rechazarla; pero
por mi suerte pasó adelante y fué á dar
en las estacas de madera que señalaban
el campo, derribándolas.
Le tocó á Rudd entonces delendetsb;
y á mí atacar. Cuando yo era muchacho
y vivía en Gascuña, aprendí á tirar qq
(a Aquí el inglés se burla jagiante del bascito
Gerard, pues los faisanes hay que cazarlos al vuelo y
m0 cuando descansan en los árboles, como lo hacía
famoso húsar. También producían no menos hil
y sus a en e cricket ee otros Es y
+
*
la pelota en línea recta, de modo que es-
taba seguro de que podría ganar á aquel
arrogante inglés.
_Arrojé la pelota con gran violencia
4 Rudd; silbó tan veloz como una bala de
fusil hacia «us costillas, pero sin pronun-
ciar. palabra le dió cón su pala, y la pe-
lota se levantó á sorprendente altura.
Lord Rufton aplaudió entusiasmado.
Me trajeron otra vez la pelota y otra
vez metocó tirar, y entonces pasó por en-
cima de su cabeza. Me parece que á su
vez palideció. Pero era un hombre valien-
te aquel jardinero, y otra vez se puso en-
frente de mí. ¡Ah, amigos, la hora de mi
triunfo había llegado! Vestía un chaleco
colorado, y á este blanco tiré. Hubiérais
dicho que yo era un buen tirador, no un
húsar, porque nunca había tirado nadie
tan derecho. Con un grito desesperado, el
grito del hombre valiente que se ve ven-
cido, cayó sobre las perchas de madera
que estaban detrás él y todas rodaron por
el suelo. NOA E
Era cruel aquel milord inglés, pues se
vió de tal manera, que no pudo llegar á
- ayudar á su criado. Me tocó á mí, al ven-
cedor, acercarme á mi adversario y abra-
zar á aquelintrépido jugador, ayudándole
á ponerse en pie con palabras de ánimo
y de alabanza. Le dolían Jos huesos de
tal manera, que no podía enderezarse;
sin embargo, el honrado muchacho con-
fesaba que no podía negar mi victoria.
- Yo quise volver á jugar, pero lord Rufton
- me dijo que ya estaba muy avanzada la
- estación y que en otra época jugaríamos.
¡Cuán viejo y quebrantado estoy yo
ahora para tener humor de acordarme de
estas cosas!... Pero confieso que estos re-
cuerdos alivian mis penas y confortan mi.
espiritu, pues nunca olvido mis triunfos
- en amores ni á los hombres á quienes he
vencido; 3.0000 pe E iS
. Fué una gran satisfacción para mí
cuando cinco años después de la paz
- vino á París lord Rufton, el que me con=
-fesase que mi nombre era todavía célebre
en el Norte de Devonshire, por las her-
_mosas hazañas que yo había ejecutado.
Recordaban especialmente mi desafío de
boxeo con el honorable Baldock, que su-
cedió de esta manera: - a
Por la noche muchos cazadores se re-
unían en casa de lord Rufton, donde se
bebía mucho vino, se hacían apuestas tantes
atrevidas y se hablaba de caballos y de y muy
zorros. ¡Qué bien me acuerdo de aquellas en
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
- nuestro huésped.
- Sadler, que estaba sentado en un
6
excéntricas criaturas; Sir Warrington,
Jack Leupton, Barnstaple, el coronel
Addison, Johnny Miller, lord Sadler, y
mi enemigo el honorable Baldock! Eran
todos de la misma estampa, bebedores,
calaveras, peleadores, jugadores y llenos
de extraños caprichos y extraordinarias
ocurrencias. Sin embargo, todos eran
unos amables camaradas con sus modales
bruscos, menos el tal Baldock, un hombre
gordo que se jactaba de su habilidad en
el boxeo. Era éste quien por su risa con=
“tra todo lo francés me irritaba los nervios
y más aún por su lástima al ver que yo
ignoraba los secretos del boxeo. Al fin
acabé por declararle que era capaz de
vencerlo á puñetazos.
Diréis que esto,era una necedad, ami-
gos míos; pero el cántaro había ido mu- |
chas veces á la fuente y la sangre de la
juventud hervía en mis venas. Quería
pelear con él para demostrarle que si él
tenía habilidad, nosotros los franceses.
teníamos valor. Lord Rufton no lo quiso
- permitir, pero yo insistí en ello; los de-
- más camaradas me animaban á la pelea
y me daban palmaditas en la espalda.
_ —No. ¡Nunca!, Baldock — dijo lord
Rufton—. Piense usted que Gerard es
_ —El tiene la culpa de ello—contestó
sel Obro. LE RS io
- —Piense usted, Rufton, que no pue-
den lastimarse si llevan los guantes—ex-
-clamó lord Sadler. Y así quedó convenido.
-Yono sabía qué eran los mawleys Ó
sean los guantes, hasta que trajeron cua-
tro objetos de cuero parecidos á los guan-
- teletes de esgrima, pero mucho más gran-.
des. Con aquello se habían de protege:
nuestras manos. Asílo hicimos, quitándo-
nos antes las chaquetas y los chalecos.
mesa fué empujada á un rincón de la h
bitación y nos pusimos cara á cara. L
adler, que sillón,
tenía un reloj en la mano y dijo:
-——¡Ya estamos á tiempo! ¡Listos!
-Os he de confesar, mis queridos ami-
- gos, que en aquel momento experimenté
- un temblor tal, como jamás lo había sen-
tido en los muchos duelos que tuve en
¡ Con los sables y con las pistolas estaba
' tan familiarizado, que un duelo era paz
- mí un pasatiempo; pero en aquello:
ntes sólo veía un hombre muy g
lante de mí, muy maestro
56 A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
parecían morcillones, que no sabía cómo
los iba á usar para poder vencerle.
Al primer asalto quedé desarmado, per-
diendo el guante de la mano derecha y
recibiendo un buen golpe en un hombro.
—Amigo Gerard—dijo á mi oído lord
Rufton—, entendimiento y mala intención.
Aunque yo estaba calzado con unos
finos zapatos de baile pensé, no obstante,
que una buena patada con ellos, bien di-
rigida al grueso cuerpo de mi contrin-
cante, que presentaba un gran blanco,
me podía dar la victoria. Pero allí la cos-
umbre se ajustaba á las reglas de la es-
ingleses, á la vez que me aplaudían y me
daban golpecitos en la espalda!
—Todo mi dinero por el francés—gri-
tó lord Sadler.
—Esto no vale; pelea con fullería—gri-
tó mi enemigo, rascándose sus hinchadas
orejas, encarnadas como tomates—,. Me
ha atacado brutalmente sobre el suelo,
y esto no es regla del boxeo.
—Tiene usted que atenerse á las con-
secuencias—le dijo lord Rufton fríamente.
—;¡Listos! —gritó lord Sadler.
Y de nuevo reanudamos el ataque.
Mi adversario estaba nervioso como un
—Habiían encendido la hoguera. (Pág. 55).
grima; así es que no era prudente defen -
derme á patadas. Miraba yode hito en
hito á aquel jactancioso inglés, y no acer-
taba á dar con el medio que usaría para
ganarle en el duelo. Sus orejas eran gran-
des y prominentes. ¡Podía yo asirle por
ellas y arrojarlo al suelo! Así lo hice por
dos veces sin lograrlo, puesto que el enor-
me guante de la mano izquierda me em-
barazaba todos los movimientos de los
dedos. Mi adversario me dió una buena
tunda, pero como eran tan gruesos los
guantes no lo sentí mucho. Al fin volví á
asirle por una oreja, cayó al suelo, y sin
soltarle di unos cuantos golpes con su ca-
beza en el suelo de la habitación. ¡Cómo
se reían y me azuzaban aquellos galantes
azogado y sus pequeños ojos parecían tan
vidriosos como los de un bulldog. Colocó
un guante sobre su cara para guardar el
golpe. Yo esquivé con ligereza su ataque,
pero le hice cara. Un caballero francés '
pelea pero no huye el bulto. Me coloqué
delante de él ni más ni menos que si se
tratara de un duelo á pistola ó á sable.
Podía haber cortesía, gracia y defensa en
el adversario, y yo procuré reunir estas
tres circunstancias ante una actitud ri-
dícula en que se colocó él frente á mí.
En aquel momento me atacó él dándo-
me un golpe con su guante en la cara. La
habitación me pareció que giraba en de-
rredor mío. Cai de espaldas por la tre-
menda impresión del golpe; pero instan-
A, Conan-Doy yle. —AL GALOPE e e 57
táneamente me había vuelto 4 poner en
pie y me dispuse á emprender una fiera
lucha. Me agarré á sus ojos, su nariz, sus
cabellos con la cólera propia de un tigre.
La sangre de batallador acudía otra vez
á mis venas. El antiguo grito de triunfo
que me había alentado en tantas ocasio-
nes de mi vida acudió á mis labios. «¡Viva
el Emperador!» —grité—. Le arremetí fie-
ramente dando con mi cabeza contra su
panza. El rodeó con sus brazos mi cuello
y después, sujetándome con una mano
- me dió con la otra un golpe en la cabeza.
Yo clavé mis dientes en su brazo y él
exhaló un terrible grito de dolor.
—¡Llámele al orden, lord Rufton!l—ex-
clamó en el colmo de su indignación—.
¡Llámele al orden! ¡Me está mordiendo!
El auditorio me aplaudió y me felicitó
con entusiasmo. ¿Podré yo olvidar jamás
aquellas felicitaciones, aquellos vivas,
aquellos actos de congratulación de los
galantes ingleses?
Mi adversario intentó atacarme de nue-
VO, y ambos recorrimos el comedor bus-
- cando la ocasión más oportuna de vencer.
el uno al otro. Yo, por fin, le agarré por
los carrillos y mostré á todos su Cara, roja
por la cólera y por la humillación.
_ Cinco años después de este aconteci-
miento pude saber por boca de lord Ruf-
ton que mi noble triunfo de aquella tarde
se conservaba i impreso. aún en la memoria
de mis amables amigos ingleses.
- No he de limitarme sólo al relato de
mis éxitos en sporf, pues esta noche es
mi deseo hablaros de lady Juana Dacre y
de una extraña aventura de la cual fué
ella la causa.
Lady Juana Dacre era hermana de lord:
_Rufton y á la vez estaba encargada del
gobierno de la casa.
- Yo creo que tengo motivo para sospe-
char que desde que llegué yo á-ser el
huésped de su hermano, pensaba lady
Juana en algo más que en el Bubierno do- :
—méstico.
Era una hermosa y admirable mujer, |
que parecía una planta exótica entre las
personas que la rodeaban. Ciertamente
esto podía decirse de muchas damas in-
lesas de aquellos días, pues los caballe=
os eran rudos, groseros, viciosos, llenos -
- deliciosos instantes de contemplación,
de malos hábitos y de muy pocos cumpli-
mientos, mientras que las mujeres eran
lo más cariñosas y tiernas que jamás he -
conocido. Se
E E La y yo habíamos legado á
ser excelentes amigos, pues no me era
posible beber tres botellas de Oporto des- E
pués de comer como lo hacían aquellos
caballeros de Devonshire, y por esto bus-
caba refugio en su salón tardes y noches.
Ella hacía música en su clave, y yo can-
taba aires de mi país.
En aquellos pacíficos y dulces momentos. LE
encontraba yo alivio para alejar la pena
que me embargaba, al pensar en que mi
regimiento había quedado frente al ene-
migo sin su jefe, á quien oficiales y sol-
dados habían aprendido á amar con cari-
ño entrañable y á considerarlo como un
compañero. Ciertamente podía yo haber-
me tirado de los cabellos cuando leía en
los periódicos ingleses los relatos de las
hermosas batallas que se estaban dando
en Portugal y en la frontera de España,
todas las cuales no veía yo por haber te-
nido la mala fortuna de caer en manos de;
lord Wellington. e
Desde el momento en que os he habla- e
do de lady Juana, veo que tenéis impa-
ciencia por conocer el final y los inciden-
tes de la aventura, mis queridos amigos.
Esteban Gerard estaba en su elemento -
cuando se hallaba cerca de una joven y
hermosa mujer. ¿Qué significaba esto para
él? ¿Qué significaba para lady Juana? No
era digno de mí, el huésped, el cautivo,
hacer el amor á la hermana del amable
lord que me hospedaba bajo su techo.
Pero yo era reservado y discreto. Probé
á ocultarle mis propias emociones y des-
Cubrir las de ella, pero por mi parte te-
“mía venderme, pues los ojos hablan más
elocuentemente cuando la lengua está en
silencio. E
Cadatemblor de mis dedos, cuando le
volvia las hojas de música, le decían mi
secreto. Pero ella, ella era admirable en
este punto, como lo son por regla gene-
_ral todas las mujeres. Si yo no hubiera
penetrado su secreto, hasta habría pen=
sado que ignoraba que yo estaba en casa a
de su hermano. E
Por algunos momentos abstralásé e
una dulce melancolía, mientras yo admi
raba su pálida cara y los hermosos rizo
de su pelo á luz de lámpara, y pensaba
en mi interior que estaba enamorada de
mí con toda su alma. Después de esto:
hablaba, y ella volvía su silla hacia mí,
como si no supiera que yo había estad:
desde mucho antes en el salón admir
Sola, se mostrabra sorprendic
O 2 Conan-Doyle.—AL GALOPE
¡Ahi cuántas veces pensé arrojarme á
- sus pies, besarla su blanca mano, decirla
que hab'a sorprendido su secreto y que
no abusaría nunca de su confianza! Pero
no, yo no era su igual, y me hallaba bajo
su techo, como un náufrago enemigo; por
- esta razón mis labios estaban callados.
- Trataba por todos los medios humanos de
imitar su propia maravillosa afectación
de indiferencia, pero como podréis supo-
ner siempre estaba alerta á pesar de esto
para ofrecerla una galantería.
Una mañana lady Juana había salido
- en su faetón hacia Okehampton, y yo
5 5añ poco después á, pasear á lo largo del
- Camino, con la esperanza de que pudiera
encontrarme. con ella cuando volviese,
-— Empezaba entonces el invierno y la ca-
_rretera se hallaba orlada de helechos á
todo lo largo del camino. Es un psisaje
“verdaderamente triste y árido aquel de
- Dartmoor. Comprendía, cuando por allí
me paseaba, que no era extraño que el
¡pleen se apoderase de los ingleses, pues
bajo aquel cielo y aquel ambiente, el
. mismo estado de ánimo se apoderaría de
las razas criadas en el clima más caligi-
1080. Mi propio corazón hallábase influído
por esta atmósfera de tristeza, y me sen-
té sobre una roca, á un lado del camino,
irando á lo lejos y embargado por pen-
samientos de melancolía.
-- No tardó mucho en sacarme de mi en-
- simismamient> un grito Ye una exclama-
- ción de cólera que pude oir no muy lejos
de mí. Por una curva de la carretera vi
aparecer un faetón arrastrado por un vi
goroso caballo, que corría á carrera desen-
frenada como si á su espalda dejase algún
peligro. Dentro del coche venía la en-
antadora dama que yo había salido á es-
O
Me arrojé hacia el coche, emprendien-
Eo precipitada carrera para ver á qué
Obedecía esta alarma y si podía prestar
gún servicio A la dama de mis pensa-
mismo. Tastants! que el coche apa-
recía en la curva del camino vi surgir
1 perseguidor, y mi expectación creció
n este momento.
- Era el perseguidor un caballero vesti-
o con casaca roja de caza y montaba so-
e un herm aso caballo tordo. Venía ga-
opando como si se disputara una Carrera,
ds. paso largo de su magnífic;
Le vi pararse y sujetar las riendas del
caballo del faetón con una mano, logran-
do parar al animal. Mantenía exaltada
conversación con lady Juana, que no era
otra la que ocupaba el carruaje, y ella
parecía no querer hacerle caso é intenta-
ba seguir su camino.
“Vosotros pensaréis, mis queridos ami-=
gos, cuál era mi situación, en aquellos
momentos. ¡Cómo latió mi corazón al
pensar que una casualidad me había co-
locado en situación de pr un “servi-=
cio á lady Juana!
Corrí con toda la energía de mi juven=
tud hasta acercarme al faetón. Aquel ca-
ballero me miró con sus azules Ojos, pero
era tan interesante por lo visto lo que
hablaban él y lady Juana, que no volvió.
á fijarse en mí, así como tampoco ella.
Ella volvía su pálida cara, como no
queriendo oir las palabras que él la diri-
gía. Era un caballero de alta estatura, -
delgado, de color moreno y de vigorosa
complexión. Un sentimiento de celos se.
apoderó de mí á medida que lo miraba.
Hablaba bajo y despacio, como los in-
.gleses hablan cuando tiene marcado in-
terés el objeto de su conversación. i
“ —Yo te aseguro, Juana, que tú eres la
única mujer que verdaderamente amo—
dijo él —. No creas qus estas palabras e
vuelven la menor malicia, querida Juani-
ta. ¡Volvamos á hacer las ' paces! Vamos
4 hacernos amigos de nuevo, y lo pasado E
lo echaremos al olvido.
—No; ¡Jjamás, Jorge, jamásI—gritó ell
“mientras su cara se enrojecía de cóle
poniéndose cada vez más hermosa.
- El hombre estaba furioso. | ]
mi Juanita? |
- —Yono puedo olvidáb lo pasado.
—¡Por San Jorge, que es preciso que
lo olvides! Ya te he suplicado bastante.
Ahora es preciso que yo ordene. Te
go mi derecho y te lo haré respetar. ¿Has
oído? se
La mano de dul hótibre exaltado se
cerró al crisparse y mostró su pas xl bo
-dama objeto del diálogo.
Al fin, vencida mi. sica: pude. reco- |
: brar la serenidad.
| —Señora—dije, á la vez que saludaba
cortésmente con mi sombrero—. ¿Soy un
intruso, Ó hay aquí alguna ocasión en
que mis servicios humildes os puedan si
E Arscidos
Polo o ninguno de lo los dos interlocute
A, Conan-Doyle.—AL GAIKPE
ses se dignó enterarse de mis palabras.
Hicieron en ellos un efecto algo seme-
jante al zumbido de un insecto al agitar
“sus alas en el espacio. Sus miradas se
hallaban clavadas la del uno én la de la
-Otra. e y E :
—Yo haré valer mis derechos, te lo
<aseguro—dijo él —. Ya he esperado bas-
tante tiempo, E
—Es inútil que insistas, Jorge.
—Vamos, ¿accedes de una vez?
—¡No, jamás! | ]
—¿Es esta tu respuesta decisiva?
—¡S', esta es! :
El se mordió una mano y la volvió la
espalda, diciendo: |
— Perfectamente, Lady, Ya nos ve-
_Temos. e
- —Dispénseme usted por un momento,
caballero —dije yo con dignidad.
+ —¡Oh, vaya usted con mil demonios! —
me contestó él volviéndose hacia mí con
su caballo y mostrándome su furiosa
«Cara. ; ips | A
Al mismo instante espoleó al ¡animal y
desapareció por la carretera á todo ga-
EN IN ! i
Lady Juana le siguió con la vista has--
- ta que hubo desaparecido, y yo me admi-
ré al notar, cuando me saludó, que su
- cara estaba sonriente y no furiosa, como
yo esperaba. Ella me tendió su mano y
me dijo: pa a
- —Es usted muy amable, coronel Ge-
rard, Le aseguro que le agradezco su ga-,
dagte OLeCIMEnO o aa e
_—Señora —dije yo—, si usted me faci-
lita el nombre y la dirección de ese caba-
llero, yo le aseguro que jamás volverá á
molestarle. sy
-.—No hay que dar escándalo: se lo rue-*
go á usted —gritó ella.
-. —Señora, yo no puedo olvidar fácil-
mente lo que he presenciado. Sin embar-
-go, puedo aseguraros que vuestro nom-
bre jamás será mencionado por mí, con
referencia á este incidente. Pero ese hom-
“bre me ha dado motivos para que yo ten-
ga el derecho de retarlo á un duelo.
.—Coronel Gerard—dijo lady Juana—,
«es preciso que me dé usted su palabra de
soldado y de caballero, asegurándome
que no volverá 4 mencionar este asunto
“ni irá más lejos sobre él, así como tam-
bién que no dirá nada á mi hermano so-
bre lo que ha presenciado. ¿Me lo pro=-
“mete usted? al
- —¡Si usted me lo exige!...
59
—Exijo. su palabra de honor. Ahora 2
suba conmigo al coche, y mientras nos
dirigimos á High Combe, le hablaré en
el camino sobre este asunto. q
Las primeras palabras de su conversa-
ción hicieron en mí un efecto igual al de
un sable agudo. | de e
—Ese caballero—dijo ella—es mi ma-=
ado. ue 0
—¿Su marido? !
—¿Usted no sabía que yo era casada?—
me dijo, mostrándose sorprendida por la
agitación que producían en mí sus pala-
- bras.
—No lo sabía. PE a z
—Ese señor es lord George Dacre.
Nos casamos hace dos años. No creo ne-
cesario decir cómo me injurió, hasta que
lo abandoné y me refugié en casa de mi
hermano Federico. Hasta hoy no me ha-
bía vuelto á molestar. Lo que yo deseo,
sobre todo, es evitar un duelo entre él q.
mi hermano. Me horrorizo al pensar que
esto pudiera suceder. Por esta razón, es PS
preciso que lord Rufton no sepa nada de
_lo que ha ocurrido hoy.
—¡Si mi pistola pudiera librar 4 usted
de este disgusto!... ¡ E
—No, no; no hay que pensar en eso...
Recuerde usted su promesa, coronel Ge-
rard, ¡y ni una palabra en High Combe de
lo que ha presenciado usted esta tarde!
¡Su marido! Yo me había figurado que
era una joven viuda. Aquel joven, decara
morena y modales toscos, con ojos azu-
les, era el esposo de esta tierna y cari-
ñosa mujer. ¡Oh, si ella quisiera confe=
sarme el odio que hacia él sentía! No ha-
bría divorcio tan rápido y tan cierto como
el que yo le pudiera proporcionar.
Pero una promesa es.una promesa, y
yo me veía obligado á guardarla al pie
de la letra. Mi boca estaba sellada. Den- ñ
tro de una semana tenía yo que ser ea-
viado á Plymouth, y de allí 4 Saint Mal
.y.me parecía que nunca volvería
hablar de aquella historia. Pero todavía el.
destino me tenía deparado enterarme de
nuevos incidentes y jugar un papel muy
-honroso en el transcurso de los hechos.
_ Habían pasado tres días después de
este acontecimiento que os he descrito
cuando lord Rufton entró con precipit
ción en mi cuarto. de ds
Su cara estaba pálida y sus mane
eran las de un hombre muy agitado
_—Gerar Í; ha visto/ usted
ST 71 "A, Cómam-Doyle.—AL GALOPE
La había visto después del almuerzo,
y en este momento á que me refiero eran
las doce del día.- |
—Por amor de todos los santos—gritó
mi amigo, paseándose por la habitación
- como un loco—, aquí hay una gran villa-
nía. El alguacil ha estado aquí para de-
- Cirme que una silla de posta con dos ca-
ballos pasó á gran velocidad por el ca-
mino de Tavistock. El herrero oyó á una
mujer que chillaba mientras pasaba por
delante de su fragua. Juana ha desapa-
- recido. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Creo que ha
sido raptada por ese villano Dacre.
Tiró de la campanilla con furor.
- —¡Dos caballos en este mismo instan-
tel —gritó—. Coronel Gerard, prepare us:
ted sus pistolas. ¡O Juana vuelve esta no-
che conmigo desde Gravel Hauger, ó ha-
- brá un nuevo amo en esta casa! :
Media hora después corríamos á todo
galope como dos caballeros andantes de
-_Jostiempos antiguos, para auxiliar áaque-
lla dama que se hallaba en peligro.
Vivía lord Dacre cerca de Tavistock, y
en cada portazgo del camino recibíamos
la noticia de que una silla de posta había
- pasado á carrera tendida delante de nos-
Otros; de modo que no podía caber la me-
nor duda respecto al sitio donde se diri-
-—glan. e,
Mientras galopábamos, lord Rufton me
- contó algo respecto al hombre que per-
MOFA Eee
Parece que su nombre corría de boca
en boca por toda Inglaterra para censu-
-rarlo. Vino, mujeres, dados, cartas, carre-
ras, todas las formas del vicio se enseño-
- reaban en él; haciéndole adquirir una no-
- toriedad terrible. Pertenecía á una vieja
grasa familia, y todo el mundo espera-
- ba que cambiase su modo de ser cuando
se casó con la hermosa Lady Juana Ruf-
ton. Efectivamente, por unos meses se
jabía comportado bien, pero luego hirió
á su esposa en su amor propio de la
manera más grosera y brutal, entablan-
do relaciones con una persona de baja
stofa y peor nombradia. Lady Juana, no
udiendo sobrellevar con dignidad los
esaires de su esposo, había huido de la
asa de éste, refugiándose en la de su
'ermano lord Rufton, de la que había
sido ahora sacada á viva fuerza, contra
su voluntad. O
Ah
justa que la que llevábamos lord Rufton
yo en nuestro viaje. :
—Allí está Gravel Hauger—gritó Ruf-
ton, al fin, señalando con la empuñadura
de su látigo. | |
En el lado verde del monte, se; veía
efectivamente una antigua casa de ladri-
llos y madera, tan hermosa como pueda
ser cualquiera casa de campo de Inglate-
rra. Había una posada al lado de la verja
del parque y allí dejamos nuestros Ca-
ballos. i
Me parecía á mi que, dada la justa cau-
sa que nos guiaba, debiéramos haber lle-
gado hasta la misma puerta de la finca y
ordenar á lord Dacre que entregase la se-
ñora. Pero me equivoqué, pues la cosa
que más temen los ingleses es la ley, y en
aquel caso lord Dacre tenía más derecho
sobre su esposa que el hermano. ;
Mientras pasábamos á través del par-
que, lord Rufton me decía que estaba yo
equivocado respecto á la ley en el asunto
objeto de nuestro viaje. Lord Dacre tenía
derecho á llevarse su esposa, puesto que
le pertenecía, y nuestra posición en el
presente caso era la de ladrones y trans=
gresores. |
No era, pues, natural que los ladrones
se aproximasen á la puerta principal. Po-
díamos apoderarnos dela señora por fuer-
za Ó por astucia, pero no por derecho,
puesto que la ley estaba contra nosotros. -
- Esto me explicaba mi amigo mientras
nos internábamos en la espesura de la
arboleda situada cerca de las ventanas
de la casa. Desde allí podíamos exami-
nar la fortaleza para ver si era posible
efectuar una entrada, y sobre todo tra-
tar de establecer alguna comunicación
con la hermosa prisionera.
- Estábamos, pues, ocultos en la arbole-
da, cada uno con una pistola en el bolsi-
llo de la casaca de montar, y con la más
- resuelta determinación de no volver atrás.
sin la señora. Examinamos cada ventana,
á todo lo largo de la casa, con verdadera
ansiedad. No se notaba la más mínima
señal de la prisionera ni de persona al-
guna; pero en el camino de coches, fren-'
te de la puerta, estaban marcadas las
huellas de las ruedas de una silla de pos
ta. No cabía duda que habían llegado.
_Agachados bajo los árboles, á media
- voz, celebramos consejo; pero una rara é
inesperada interrupción puso fin á nues
tro diálogo. De la puerta principal de
casa salió un hombre alto, de cabello r
| A. Conan-Doyle.—AL GALOPE HTA | E 00
bio, que por su tipo parecía un granade-
ro de la Guardia. Mientras volvía su cara
tostada por el sol y sus ojos azules hacia
la dirección en que nosotros nos hallába-
mos, reconocí en él á Lord Dacre. Con
pasos agitados vino recto hacia el sitio
donde estábamos escondidos.
—¡Sal de ahi, Federico —gritó—, ó el
guarda te va á dar un tiro! ¡Sal, hombre,
sal, y no te escondas más detrás de los
arbustos!
No era una posición muy airosa la
nuestra. Mi pobre amigo se levantó con
una cara llena de azoramiento. Yo me
puse también pronto de pie y saludé con
la cabeza, con toda la dignidad que pude
dar á mi saludo.
—¡Hola! es el francés, ¿verdad?-—dijo
sin devolver el saludo—. Tengo una pe-
queña cuestión que arreglar con él. En
cuanto á ti, Federico, ya sabía que ibas
á ponerte muy cerca, al acecho, así es
que estaba esperándote; te vi atrave-
sar el parque y llegar á la arboleda.
Entra, hombre, vamos á jugar á las car-
tas. ;
Parecía ser el dueño de la situación
- «quel gigante, hallándose en su propio
- terreno, mientras nosotros acabábamos
de ser descubiertos en nuestro escondite
en actitud bien poco envidiable. Lord
Rufton no dijo una palabra, pero por su
- ceño comprendí que la tempestad estaba
“rugiendo por dentro. Lord Dacre empren-
- dió el camino hacia la casa y nosotros le
seguimos, penetrando en ella y cerrando
él la puerta detrás de nosotros, Nos intro-
dujo en un gabinete con altos zócalos de
nogal, cerrando también la puerta cuan-
do nosotros entramos.
-—Mira, Federico—dijo él—, yo siem-
pre he creío que cuando una familia in-
glesa tiene que arreglar sus asuntos no
se sirve de ajenos intermediarios ¿Qué
pinta aquí este amigo tuyo con lo que yo:
tenga contigo y con tu hermana, que es.
á la vez mi esposa?
—Señor—dije yo—, permíitame que le
diga que aquí no se trata simplemente de
una hermana ó una esposa, sino que soy
un buen amigo de la señora en cuestión
y que tengo el privilegio que todo caba-
llero posee de proteger á una dama con-
tra la brutalidad. Solamente con un ges-
to puedo mostrar á usted lo que sobre e
pa pienso.
-— Yo tenía un guante de montar
mano y le crucé la cara con él, E
: asesinato. 2
la cara con una amarga sonrisa y sus Ojos
parecían echar fuego.
— ¡Muy bien! ¿De modo que te has traí- os
do un matón contigo, Federico?—dijo—.
¿Es que no quieres concertar la pelea solo,
si es preciso llegar á una pelea? e
—Así lo haré— gritó lord Rufton—.
Aquí y ahora mismo.
—Después de que yo haya matado á
este bravucón francés— contestó lord Da-
cres.
Dió unos pasos hacia una mesa próxi-.
ma, y de un cajón de ella sacó un estuche
forrado de terciopelo que guardaba las
pistolas de desafío. ho
—¡Bs Gad! (por todos los santos) óese
hombre ó yo, juro que saldremos de esta .
habitación con los pies para adelante. No -
quería reñir contigo, Federico, en ver=
dad; pero ¡por San Jorge! que he de fusi-
lar 4 este militarcito amigo tuyo, tan se=
guro-como me llamo Jorge Dacre.
_TEscoja usted pistola, señor — aña-
dió—, y tire por encima de la mesa. Los -
gatillos están montados. Tire con buena
puntería y procure matarme, pues por.
Dios que si no lo hace es usted. hombr
muerto.
Lord Rufton trató de que el He
fuese con él. Dos cosas estaban muy fijas
en mi mente: una, que lady Juana hab
_temido sobre todas las cosas que su mi
rido y su hermano pelearan; la otra, que
si yo podía matar á aquel milord, la cues
- tión quedaría solucionada de la mejor ma-
nera posible para siempre, tanto para lord
Rufton como para lady Juana. Por con.
siguiente, yO, Esteban Gerard, su amigo
pagaría la deuda de gratitud que les e
bía librándoles de este estorbo.
La verdad era que no había que esf «es
ger en el asunto, puesto que lord Da-
cre estaba tan ansioso de e vend
- de un balazo, como yo de hacerle el mis-
mo servicio. En vano lord Rufton argu
_mentaba y reñía; el asunto debía del er
_minarse. boe
—Bien; si tú quieres. pelear. con mi
huésped en vez de conmigo, que sea .el
lance para mañana por la mañana C
dos testigos —exclamó al fin lord Ru
ton—, pues de la manera que yas á ha
cerlo idos á través de la mesá, € es E
62, z pr dei de Conan-Doyle.—aL GALOPE
me lavo las: manos como. Pisiós en este
asunto — gritó lord Rufton—. Solamente te
diré, Jorge, que si tú matas á tuadversa-
rio, el coronel Gerard, en estas circuns-
- tancias, irás á la. cárcel, pues yo me ne-
garé á declarar que fuí "padrino, Esta es
mi firme decisión.
—Señor, yo estoy dispuesto á proce-
der sin padrinos—dije yo. i
- —Tu argumento no sirve, y considero
- que es contra la ley —gritó lord Dacre—.
Vamos, Federico, no seas tonto. Tú ves
- que tenemos la intención de pelear, Vaya,
- sólo necesito que dejes caer un pañuelo
sobre la mesa: esa será la señal.
No tomo participación en esto—con-
- testó resueltamente lord Rufton. -
- —Entonces buscaré yo á alguien que
nos ayude. .
- — Cubrió con un paño las pistolas que se
- hallaban sobre la mesa y, tiró del cordón
- de la campanilla, Un lacayo entró.
Pregunta al coronel Berkeley si quie-
re tener la amabilidad de venir un ins-
tante. Lo encontrarás en la sala de billar.
Un momento después entró un in-
s alto y delgado, de grandes bigotes,
que era una cosa rara en ese pueblo
ien afeitado. He sabido después que
lo los guardias reales y los húsares lle-
vaban en su cara este distintivo, Parecía
Una persona cansada, lánguida y extra-
fía con un gran cigarro negro que salía
por entre su poblado bigote. Miró hacia
nosotros con verdadera flema inglesa, y
- nodemostró la más mínima Sorpresa cuan-
- do le contaron lo ocurrido.”
—¡Muy bien, muy. bien! —dijo el. nue- A
vo personaje. ;
-—Yo rehuso tomar. parte, coronel Ber-
keley—gritó lord Rufton—. Recuerde
para más adelante que este desafío no
puede realizarse sin usted, y que yo le.
- considero desde este momento responsa-
ble de lo que ocurra.
_ Aquel corcnel Berkeley. parecía o A
una autoridad en la cuestión, pues se *
“ted. Es una equivocación, se lo aseguro,
quitó el cigarro de su boca y con voz
lánguida y extraña pronunció las siguien-
tes palabras:
-_ —Las circ stancias del, duelo son
'0. usuales, pero no irregulares, lord
Eaton Este caballero ha dado un golpe
otro lo ha recibido. Esto es un punto
de la cuestión. El tiempo y las con-
diciones dependen de la persona que
le satisfacción. Muy bs 2n: la recl
los separa esta mesa, y está obrando den»
tro de sus derechos. Yo estoy dispuesto
á aceptar la responsabilidad. >
No había nada más que decir. Lord
Rufton se sentó mal humorado en un rin-
cón con las cejas fruncidas y las manos
metidas hasta el fondo de los bolsillos de:
sus pantalones de montar. El coronel
Berkeley examinó las dos pistolas y las
colocó en el mismo centro de la mesa.
Lord Dacre se situó en una punta de la
mesa, yo en la otra, con ocho pies de-
brillante caoba entre nosotros. El alto:
coronel, con su pañuelo en la mano iz-
quierda. y su cigarro entre los dedos de:
la mano derecha, se hallaba situado en
la alfombra próxima á la chimenea y de:
espaldas al fuego.
—Cuando yo deje caer el pañuelo re-
cogerán ustedes sus pistolas y podrán ti-
rar desde ese momento cuando Y; como:
gusten—exclamó. 30
—Si—contestamos. j
Su mano se abrió y cayó el vifeldl
Yo me incliné pronto hacia adelante y
cogí una pistola, pero la mesa, como he
dicho, tenía ocho pies de largo, y por
consiguiente mi adversario, que tenía los -
- brazos más largos que yo, pudo alcanzar
antes la pistola que estaba en el centro de ó
la referida mesa z
_No me había enderezado para poner
me en guardia, cuando él disparó su arma
contra mí, y á esta circunstancia debo 1
- vida. Su bala me hubiera saltado la ta
de los sesos si hubiera estado en pie,
mientras que no hizo más que silbar á
traves de los rizos de mis cabellos, En el.
mismo intante que yo levantaba mi pisto-
la para tirar, la puerta de la habitación
se abrió y un par de hermosos brazos ro-
dearon mi cuello. Era la cara sofocada,
frenética y encantadora de Lady Juana, E
que miraba á la mía. p
—¡No quiero, que tire usted, coronel
Gerard: por nuestra buena amistad se lo
pido —exclamó Lady Juana—. No tire us-
una equivocación! Es el mejor y más
querido de los maridos. Nunca le abando- :
naré más. dd
Sus manos se agarraron. 4 mis brazos Ñ
y AS mi pistola. : +
— ¡Juana! ¡Juana! Ven conmigo, no de-
bes permanecer aquí. Sal conmigo—dijo y
su hermano. '
Esto es una maldita irregularidad — :
dijo sl coronel AROS:
A. Conan-Doyle.—AL. Me 0 e A 8
—¡Coronel Gerard! Usted no tirará,
¿verdad? Quebrantaría mi. corazón si él
fuera herido. |
—¡Cáspita, Juana! ¡Déjale el campo li-
bre! —gritó lord Dacre—. El resistió mi
- tiro como un hombre, y no quiero que sea
interrumpido. Sea lo que fuere lo que
- OCurra, no podré obtener resultado peor
del que merezco. | eden
Pero ya nos habiamos cruzado una mi
rada la dama y yo que lo explicó todo.
Sus manos abandonaron mis brazos y
ella dijo: :
—Dejo la. vida de mi marido y mi pro-
pia felicidad en. las manos del coronel
Gerard. 0 |
¡Qué bién me conocía aquella admira-
-ble mujer! Estuve un momento dudando
lo que hacer con la pistola cargada en
mi mano. Mi adversario me hizo cara con.
valor, sin notarse la menor variación en
su rostro atezado por el sol. Ninguna os-
cilacion noté en sus atrevidos ojos azules.
-— Vamos, señor. Tome usted su re-
vancha —exclamó el coronel inglés.
- —¡Vamos, pues! —dijo lord Dacre.
Yo quería por lo menos demostrarle
cómo su vida estaba completamente á mi
merced y habilidad. Debía esto á mi pro-
plo respeto. Miré alrededor buscando un -
blanco. El coronel Berkeley miraba tam-
- bién hacia mi antagonista esperando ver-
Y ear y estaba colocado-con su cara
de
- labios, que tenía una pulgada de ceniza
en su extremidad. Pronto como un relám-
pago, levanté mi pistola y tiré, diciendo
al mismo tiempo:
—Permítame, señor, que le quite la
ceniza de su cigarro. ¡
Y saludé con una gracia desconocida
entre aquellos hijos de las islas.
Estoy convencido de que la falta fué de
la pistola y no de mi puntería. Apenas
podía creer el hecho cuando lo vi por
mis propios ojos que le había partido el
cigarro media pulgada fuera de los labios.
El me miraba fijamente con el pedazo de '
cigarro roto, entre sus chamuscados bi--
gotes. Me parece estar viéndolo en estos
momentos, con sus ojos coléricos y orgu-
llosos, y su larga y sorprendida cara.
_Luego empezó á hablar. Ya os he dicho
_máticos y taciturnos cuando se les saca
de sus casillas. Nadie hubiera podido ha-
blar en tono más animado que aquel co-.
ronel. Lady Juana puso lasímanos en sus
rfil 4 mí, con su largo cigarro en los
oídos al vir los juramentos de Berkeley. ; ] a
— Atención, coronel Berkeley, usted se
olvida de que hay una señora en lá habi-
tación. es noia al o
El. coronel hizo un frío saludo, y dijo: -
—Si lady Dacre quiere hacernos el
honor de dejar la habitación, podré decir
á este infernal francesito lo que pienso
de sus juegos de mano | |
Yo estaba espléndido en aquel mo-
mento. ] e Pe
—Señor —dije —, le ofrezco francamen-
te mis excusas por este desgraciado inci.
dente. Sentía que si no descargaba mi
pistola, el honor de lord Dacre pudicra cd
_resentirse, y, sin embargo, era imposible
para mí tirar contra el marido, después
de oir lo que su esposa/había dicho Miré
alrededor mío para encontrar un blanco,
y he tenido la desgracia de quitarle el
cigarro de la boca, cuando mi intención -
era solamente quitarle la ceniza. Mi pis-
tola me ha fallado. Esta es mi explica=
ción, señor, y si después de escuthar mis
excusas todavía siente usted que le debo
una satisfacción, no necesito decirle que
este es un deseo que yo no podré rehusar.
Era ciertamente una actitud encanta
dora la que yo presentaba, y ganó el co-
razón de todos. Lord Dacre se adelant
hasta mí y me apretó la mano, diciend:
—¡Por San Jorge, señort, nunca creí
que sentiría hacia un francés lo que sien-
to por usted. Es usted un hombre y
caballero: no puedo decir más. e
- Lord, Rufton no dijo nada, pero un -
fuerte apretón de mano me dijo más que
sus palabras, respecto á lo que pensaba
de mi. Hasta el coronel Berkeley me hizo
un cumplimiento y juró que no pensaría
- más en el cigarro. ¡Y ella! ¡Ah, si hubié-
rais visto la mirada que me dirigió, con
- sus mejillas sonrosadas, sus ojos mojados
en lágrimas y sus labios trémulos! Cuan-
do pienso en aquella hermosa lady Juana,
no puedo olvidar aquel momento emocio-
nante. Querían que me quedase á come
pero comprendereis, amigos, que no e
aquel momento ni para lord Rufton
para mí el más á propósito de perman | |
cer por más tiempo en Grael Hauger.
Aquella pareja reconciliada, desea
“sien ele | _ ciertamente estar á solas, En la silla d
siempre que los ingleses dejan de ser fle-
posta la había convencido él de su since-
ro arrepentimiento, y una vez más vol-
vían á ser amantes esposos. Si ellos t
- nían que permanecer así, era mejor q
yo mi . ¿Porque d3bía yo pe
y 7077 A. Comam-Doyle.—AL GALOPE
turbar aquella paz doméstica? Aun contra
mi propia voluntad, mi sola presencia y
mi apariencia pudiera ejercer cierto efec-
to en la señora.
—¡No debo marcharme fuera de aquí! —
-me decía.
- Ni los ruegos de la señora pudieron
- hacerme detener. i
Años después he oído que el matrimo=
nio de los Dacres se consideraba como
uno de los más felices de todo el país, y
que ninguna nube había vuelto otra vez á
-—Obscurecer sus vidas.
Sin embargo, me atrevo á decir que si
él hubiera podido leer el secreto de su
- esposa... ¡Pero sobre esto no hablo más!
El secreto de una señora es muy suyo
- y yo temo que ella y él están enterrados
hace años en el cementerio de Devons-
hire. Quizás también aquel alegre círculo
ha desaparecido, y lady Juana vive ahora
.acordándose del antiguo húsar, que hoy
es un viejo brigadier francés á media
paga: El por lo menos, nunca la podrá ol-
vidar. | E
1d
' CÓMO EL CORONEL VIAJÓ Á CABALLO
a - _ HASTA MINSK
Quisiera tener un vino más fuerte esta
- noche, amigos míos, un vino de Borgo-
- ña, más bien que un vino de Burdeos,
- pues mi viejo corazón de soldado pesa
sobre mí. Es una cosa extraña sentir estos
_entusiasmos á esta edad que va consu-
_miéndole á uno. En realidad los de mi
Clase estamos para descansar, pero tan
- pronto como el brillo de un sable tiembla
', Volvemos á ser los que fuimos. -
s, me parec eestar viendo cier- -
cuando todos presenciamos la
'mpo de Marte (1). ¿No era
, espléndido? Yo estaba colocado
A parte reservada á los oficiales ve-.
teranos condecorados. Esta cinta que os-
ento en mi solapa era mi pasaporte; la
ruz la conservo en casa, guardada en un
stuche de piel. Nos tributaron honores,
puesto que nos hallábamos colocados en
1 lugar de saludo de las banderas, te-
iendo al emperador rodeado de su corte
á nuestra derecha. Después de esto ya no
ty El veterano Gerard alude á la gran revista pa-
da por Napoleón III antes que las tropas francesas
marchasen á la guerra de Crimea,
EA
he formado yo en una revista, porque no
puedo estar conforme con muchas cosas
que veo. No apruebo los pantalones colo-
rados en la infantería, acostumbrado co-
mo estoy á ver á los infantes pelear con
pantalones blancos. El rojo es para la ca-
ballería. Por poco más pedirán los peo-
nes nuestros morriones y nuestras espue-
las. Si me hallase en una de estas revis-
tas de ahora, podrían decir que yo, Este-
ban Gerard, los criticaba. Por esto he .
resuelto que lo más prudente es quedar-
me en mi casa. Pero ahora, con la guerra
de Crimea, es diferente; los hombres van
á pelear, y no me toca á mi ausentarme
cuando los hombres valientes se reúnen.
¡A fe mía que esta pequeña infantería
marcha bien! No es muy numerosa, pero
los soldados son robustos y de buen por-
te. Yo me quité el sombrero cuando des-
filaban; luego vinieron los artilleros, bue-
nos artilleros, bien montados y mejor ar-
mados. También les saludé. Desfilaron
después los ingenieros, que también re-
cibieron mi saludo. No hay hombres más
valientes que los ingenieros. Luego des-
filó la caballería, lanceros, coraceros, ca-
zadores y spahis, á todos los cuales, á su
vez, pude saludar, menos á los spahis.
El emperador no tenía ninguno de és-
tos en su escolta. Pero cuando todos ha-
_bían pasado, ¿quién pensaréis que venía
á lo último?... ¡La brigada de húsares, á la
carga! ¡Oh, amigos míos. ¡El orgullo, la
gloria y la belleza! ¡El brillo y el cente-
lleo de sus sables, el estrépito de los cas-
cos de sus caballos, el ruido de las cad
nas de sus cabezadas, las crines flotantes,
sus graciosas cabezas y los ondulantes
destellos de los plateados uniformes, qué
efecto producían en mi corazón, recor-
dándome las glorias del pasado! Y el ú
timo de todos los regimientos, ¿cuál fué
para desfilar? Mi propio antiguo regimien-
_to. Mis ojos cayeron sobre los grises y
plateados dormanes ribeteados de pieles
de leopardo, y en aquel instante me
transporté á los tiempos en que yo man-
daba este brillante regimiento. Los años
huyeron de mí; y vi á mis queridos hom-
bres y caballos siguiendo detrás de su jo-
ven coronel con el orgullo de la juventud
y de la fuerza, justamente como hacía
Cuarenta años. No pude ocultar mi entu-
siasmo, y agitando mi bastón en el aire á
guisa de sable, les grité: «¡Carguen!
¡Adelante! ¡Viva el emperador!» Aquello
era el pasado volviendo al presente. Pe-
Es
ro, ¡0h, qué voz la mía tan débil! ¡Y pen-
sar que era la misma voz de trueno que
había sido oída de regimiento á regi-
miento, recorriendo toda la brigada!
Mi brazo, que apenas tenía fuerza para
sostener una caña, era el mismo brazo
musculoso, fuerte como el acero, que no
tuvo rival entre los más arrogantes gue-
rreros del ejército de Napoleón. Los hú-
sares de ahora me sonreían y daban vi-
vas, el emperador de ahora reía y me sa-
ludaba con la cabeza. Pero para mí el
presente no es más que un sueño, y la
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE E 65
ca, una línea negra de figuras movibles,
marchando y marchando, cientos y cien-
tos de millas, y encontrando eternamente
la misma blanca estepa. Para variar la
monotonía de la marcha se encendían
hogueras de pino, pero en las lejanías no
se veía más que blancura hasta casi lle-
gar al frio cielo azul, y la línea negra se-
guía su dificultoso camino. Aquellos hom-
bres, cansados, llenos de harapos y muer-
tos de hambre, cuyo espíritu se hallaba
tan frío, tan frío como el país que reco-
rrían, no se cuidaban de mirar ni á dere-
7 ¿ Enelmismo instante que yo levantaba mi pistola para tirar, la puerta de la habitación se abrió. (Pág. 62.)
realidad es que han muerto ochocientos
húsares, y en cambio existe el Esteban
de hace muchos años. Pero basta ya. Un
hombre valeroso puede hacer frente á la
edad y al destino, como antes hacía fren-
te á los cosacos y á los hulanos, en los
momentos en que bebe Montrachet en
vez de vino de Burdeos.
El ejército va ahora á Rusia, así es que
os voy á relatar una interesante historia
acaecida en aquel país. ¡Ah, qué mal sue-
ño parece aquel lejano recuerdo! Sangre
y hielo, hielo y sangre, caras salvajes,
con la nieve posada en las patillas; ma-
nos heladas extendidas en demanda de
socorro y á través de la gran llanura blan-
cha ni á izquierda; pero con los ojos hun-
didos y las espaldas dobladas caminaban
adelante y siempre adelante, dirigién-
dose á Francia, como los animales heri-
dos llegan á sus guaridas. No hablaban,
y apenas se podía oir el roce de sus pies
sobre la nieve. Una vez solamente les of
reir. Nos hallíbamos fuera de Wilna,
cuando un ayudante llegó á caballo hasta
la cabeza de aquella nutrida y larguísima
columna, y preguntó si ellos eran el
Gran Ejército.
Todos los que,estaban al alcance del
ayudante para Oir sus palabras, miraron
hacia él, y cuando aquellos hombres, que -
brantados por la larga fatiga, aquellos re-
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
gimientos diezmados, aquellos esqueletos -
con gorros de piel que fueron_una vez la
Guardia, reían, la risa hizo eco en toda la
columna como fuego de alegría. He oído
muchos quejidos, gritos y chillidos en mi
- vida; pero nada tan terrible como la risa
del Gran Ejército.
_ ¿Y por qué no fueron destruidos por
los rusos aquellos hombres desgraciados?
¿Cómo es que no fueron atravesados por
las lanzas de los cosacos ó amontonados
como rebaños y capturados como prisio-
eros en el mismo centro de Rusia? Por
todos los lados por donde se miraba aque-
- lla serpiente negra ondulando en el neva-
_do camino, se veían sombras obscuras
moviéndose, que iban y venían como las
- nubes de nieve por cada flanco y detrás
- del Gran Ejército. Eran los cosacos que
nos rodeaban como los lobos alrededor
de unrebaño. ' a
Pero la razón por qué no llegaran á
_ atacarnos, fué porque todo el hielo de
- Rusia no podía enfriar los corazones ar-
- dientes de algunos de nuestros soldados.
Con este fin siempre había algunos dis-
puestos á arrojarse contra aquellos salva-
Jes y su presa. A ;
- Había uno que adquirió gran fama mien-
“tras el peligro aumentaba y ganó un nom-
bre más elevado en el desastre guardando
retaguardia á la victoria. A la salud
de.él bebo este vaso: á la salud de Ney.
Aquel león de crin colorada volvía la es-
palda para mirar al enemigo, el cual te=
mía que le pisara demasiado los tacones.
Lo veo ahora: su ancha cara blanca, con-
-vulsa de furia, sus ligeros ojos azules
chisporroteando como eslabones, su gran
voz sonando y chillando entre el estam-
pido de la mosquetería. Su cabeza cubier-
ta con su charolado tricornio desprovisto
e plumas, era el símbolo sobre el que
Francia descansaba en aquellos terribles
as. 0 E
- Sesabe muy bien que ni yo ni mi re-
imiento de húsares de Conflans estába-
mos en Moscou IPS
Nos dejaron atrás en las líneas de co-
municación, situadas en el Borodino.
Cómo el emperador pudo haber avanzado
in nosotros es incomprensible para mí, y
en verdad que entonces solamente fué
uando comprendí que su juicio se debi-
itaba y que ya no era el hombre que ha-
da sido. Sin embargo,' el soldado tiene
18 Obedecer las órdenes de sus superio-
SÍ es que permanecí en aquel pue-
blo que estaba envenenado por los cadá-
veres de treinta mil hombres que habían
perdido sus vidas en la gran batalla. Pasé
lo último del otoño poniendo á mis caba-
llos en condiciones y vistiendo á mis hom-
bres de nuevo; así que cuando el ejército
retrocedió sobre Borodino, mis húsares
eran los mejores de la caballería y fui-
mos colocados bajo las Órdenes de Ney
en la retaguardia. ¿Qué hubiera podido
él hacer sin nosotros durante aquellos.te-
rribles días? :
—¡Ah, Gerard!—dijo el mariscal una
tarde; pero no me toca á mí repetir sus
palabras.
Basta con repetir que él dijo lo que todo
el ejército sentía. La retaguardia cubría
al ejército y los húsares de Conflaus cu-
brían la retaguardia. Esto era la verdad
en toda la extensión de la palabra. Los
cosacos siempre estaban persiguiéndonos
y nosotros los repelíamos de nuestro lado.
No pasaba un solo día que no tuviéra -
mos que limpiar nuestros sables, ¡Estas
sí que eran operaciones de soldados!
Pero llegó un momento, cuando nos ha.
llábamos entre Wilna y Smolenko, en
que la situación se hizo imposible. Con.
tra los cosacos, y aun contra el frío, po-
díamos pelear, pero no podíamos comba-
tir contra el hambre. Debíamos obtener
alimento á toda costa. Aquella noche Ney
me mandó llamar y yo me presenté en el
furgón donde dormía. Su gran cabeza es-
taba apoyada en sus.manos. Su inteligen-
cia y su cuerpo se hallaban cansados
hasta lo sumo. dr Ó ;
—Coronel Gerard—dijo—, las cosas
van muy mal para nosotros. Los hombres
están muriéndose de hambre; necesitamos
alimento á toda costa.
—Tenemos caballos—dije.
_—Salvemos la poca caballería que nos
contestó Ney.
queda. ¡Si casi no tenemos ningunal—
je yo.
ración. | s
- —¿Por qué la banda?—preguntó.
—Porque los hombres que pelean son
—Tenemos la banda de música—di-
El mariscal rió 4 pesar de su desespe- y
de valor; pero los que tocan, ¿para qué
nos sirven? Comámonoslos.
_—No—dijo él —. Siempre estás de bro-
ma, aun jugando la última carta de la ba-
raja. Así quisiera yo ser. ¡Bueno, Gerard,
bueno! —y me apretó la mano—. ¿Pero no
queda algo que escoger todavía, Gerard?
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE e:
Descolgó una linterna que se Pallaba
suspendida del techo del furgón y la co-
locó sobre un mapa que estaba extendi-
do delante de él. :
—A nuestro Sur—dijo—está la ciudad
de Minsk. Yo he sabido por un deser-
tor ruso que hay un gran depósito de tri-
go en el Ayuntamiento. Quisiera que lle-
vases los hombres que creas conveniente.
Sales para Minsk, te apoderas del trigo,
lo cargas en los carros que se puedan en
contrar en la ciudad y los traes aquí, en-
tre este punto y Smolensko. Si te falla la
empresa, nos perderemos todos; pero si
tienes la fortuna de triunfar, será una
nueva vida para el ejército.
- ¡Qué «misión tan honrosa y llena de
riesgos! ee |
—Si depende de hombres mortales el
poder traerlo—le dije—ese trigo vendrá
desde Minsk. |
Y pronuncié algunas palabras entu-
siásticas sobre el deber de un hombre de
valor, hasta que el mariscal se conmovió
tanto, que se levantó, y cogiéndome ca-
riñosamente por los hombros, me acom-
pañó hasta fuera del furgón. de
- Era evidente que para que alcanzase
- éxito mi empresa debía llevar una peque-
ña fuerza aprovechándome más de la sor-
- presa que del número Un destacamento
grande no podía esconderse, tendría mu-
Chas dificultades para obtener alimento y
sólo conseguiría que todos los rusos de los
alrededores se reuniesen para atacarnos,
siendo cierta nuestra destrucción. .
Por otra parte, si un pequeño destaca-
mento de caballería lograba pasar por en-
tre los cosacos sin ser visto, era probable
que no encontraría más tropas para opo-
nérsele, pues sabíamos que el grueso del
ejército ruso marchaba detrás de nos-
otros con varios días de retraso, y.el tri-
go estaba destinado, sin duda, para su
- consumo. Un escuadrón de húsares y.
treinta lanceros polacos fueron todos los
que yo escogí para la aventura. Aquella
misma noche salimos del campo y'nos en-
caminamos al Sur en dirección á Minsk.
- Afortunadamente no había'más que
- media luna y pudimos pasar sin ser ata-
cados por el enemigo. Dos veces vimos
- grandes hogueras ardiendo en medio-de
la nieve y alrededor de ellas un espeso
bosque de largos palos. Estos eran las
lanzas de los cosacos, que las ponían en
pie mientras ellos dormían. Hubiera sido
para mí una gran satisfacción haberles
entrado á la carga, porque teníamos pro=
babilidades de vengarnos y los ojos de
mis camaradas miraban ansiosos hacia
- aquellas señales de luz vacilante en la |
obscuridad. A fe mía que casi estuve
tentado de atacarles, porque les hubiera
enseñado que debían mantenerse á unas
cuantas millas de distancia entre ellos y el
ejército francés. Es, sin embargo, esencia
de la buena disciplina cumplir estricta-
mente con la principal orden que se reci=
be; por eso pasamos silenciosamente al
través de la nieve, dejando á estos viva-
ces cosacos á derecha é izquierda. Detrág
de nosotros el cielo obscuro estaba salpi-
cado por una línea de llamitas, que de-
mostraba donde nuestros pobres compa-
fieros estaban tratando de conservarse
vivos para pasar otro día de hambre y
miseria. E A
Durante toda aquella noche camina-
mos hacia adelante y despacio, llevando
las cabezas de nuestros caballos en direc-
ción 4 la estrella polar. Había muchas
sendas en la nieve y nos mantuvimos
dentro de ellas para que nadie pudiera
observar que un destacamento de caba-
llería había pasado por la nieve: éstas
son pequeñas precauciones que señalan
la experiencia de un oficial. Además,
manteniéndonos en aquellas sendas era
probable que diéramos con los pueblos, :
sólo en ellos es donde teníamos esperanza
de obtener alimento. AN
Al amanecer nos encontramos en un
bosque espeso de abetos, cuyos árboles
estaban tan cargados de nieve que la luz
apenas podía llegar 4 nosotros. Ad
Tan pronto como lo atravesamos, era
ya día completo y un hilillo de sol asoma-
ba por el borde de las grandes estepas de
nieve y las iluminaba con su color car-
mesí. Me detuve con mis húsares y lance-
ros cerca del bosque para estudiar el país
Junto á nosotros había una pequeña
casa de campo, y más allá, 4 distancia de
algunas millas, un pueblo. A lo lejos se
distinguía en el horizonte una ciudad con
relucientes torres de iglesia que se re-
flejaban en el espacio. Debía ser Minsk.
No veía señales de tropas en ningun
dirección. Era evidente que habíamos
pasado á través de los cosacos y que
existía nada entre nosotros y el límite
nuestro viaje. Un alegre viva salió de l
hombres cuando les comuniqué nue:
tra actual posición, y adelantamos rápida
mente hacia el pueblo,
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE *
Ya os he dicho, sin embargo, que había
una pequeña granja enfrente de nosotros;
-como avanzamos hacia ella, observé ata-
- do al lado de la puerta un hermoso caba-
- llo tordo con equipo militar. Galopé in-
mediatamente hacia él, pero antes de que
pudiera llegar, un hombre salio precipi.-
tadamente de la casa, se abalanzó sobre
- €l caballo y salió como un relémpego,
haciendo saltar como uns xub: la secs
- «nieve del caminc. ?
La luz del sol brillalta «<okre «us cha:
_rreteras de oro, por las que conoci que
era un oficial ruso. Levantaría contia
nosotros todo el país si no lo cogíamos.
Espoleé 4 mi Violeta y volé detrás de
- £l, seguido de mi escolta, pero no había
- caballo entre todos que pudiera compa-
- rarse con Violeta, y yo sabía muy bien
que si no me apoderaba del ruso no podía
esperar que mi gente me ayudase.
- Había de ser un caballo muy veloz en
verdad y un jinete muy hábil el que pu-
diera escapar de Violeta, con Esteban
- Gerard en su silla. A
_Montaba bien aquel joven ruso y su
caballo era excelente, pero poco á poco
o alcancé. Su cera se volvía continua-
mente atrás para mirarnos, una cara mo-
rena y hermosa, con ojos como una águi-
- la. Mientras me aproximaba á él, vi que
estaba midiendo la distancia entre nos-
Otros. E : al
- De pronto se volvió un poco. Noté un
refleio en el aire, oí un ruido y una bala
de pistola silbó en mis oídos. Antes de
que pudiera sacar susable me hallaba ya
4 su lado; pero él aún espoleó su caballo -
y los dos gslopamos por la extensa lla-
_nura. Manteniéndome á su lado, teniendo
mi pierna contra la del ruso y mi mano
izquierda sobre su hombro, vi que una
de sus manos se aproximaba é su boca
con el objeto de tragar algo.
illa y lo sujeté por la garganta de modo
MENO: DUEÑA Agar o.
_ Su caballo salió precipitadamente de
ebajo de él, sujeté al ruso sobre mi
montura, y Violeta paró alinstante. El
argento Oudin de los húsares fué el pri-
ero que llegó. Era un viejo soldado, y
', primera vista comprendió lo que yo ne-
cesitaba, diciéndome: - n |
O A
Sacó su cuchillo, metió la hoja entre
apretados dientes del ruso y la vol-
- Inmediatamente lo arrastré sobre m
—¡Agárrelo fuerte, mi coronel, que yo i
vió para obligarle á abrir la boca. Sobre
su lengua encontramos un pedacito de
papel mojado que tanta ansia tenía por
tragar. Oudin lo sacó y yo solté la gar-
ganta del joven ruso.
Por la manera como él miró al papel,
medio estrangulado como estaba, pude
deducir que el mensaje era de extrema
importancia. Sus manos estaban convul-
sas, como si quisiera otra vez apoderarse
de aquel documento; sin embargo, se en-
cogió de hombros y sonrió. de buen hu-
mor cuando yo le dí mis excusas por mi
modo rudo de tratarle.
—Ahora vamos al asunto —dije yo
cuando él hubo concluido de toser y es-
cupir—. ¿Cómo se llama usted?
—Alexis Barakoff.
..—Su grado y regimiento,
—Capitán de los dragones de Grodno.
—¿Qué significa ese papel que llevaba
usted en la boca?
—Son unas líneas que yo había escrito
4. MiNOVIA
—¿Cuyo nombre—dije yo examinando
la dirección —es Hetman Platoff? Va-
mos, vamos, señor, esto es un importante
mensaje militar que lleva usted de un
general á otro. Digame en este mismo
instante lo que es eso. | e
—Léalo usted y Juego lo sabrá—dij
en correcto francés, pues lo hablaba tan
bien caro la mayor parte de los rusos
bien educados. : y
Pero el maldito sabía muy bien que
no había entre los miles de oficiales del
ejército francés ninguno que supiera ni
una palabra de ruso. El interior del pliego
contenía una sola línea que decía lo sí-
guiente: LR | : on
<«Pustj Fanzuzy pridutt v Minsk Min
Gotovy » ts ) SS
Yo lo examiné, pero tuve que mover la
- cabeza negativamente. Luego lo enseñé
á mis húsares, pero no pudieron tampoco
descifrarlo. Los polacos eran todos rudos
individuos que no sabían leer ni escribir,
salvo el sargento que venía de Memel, al
Este de Prusia, pero no sabía el ruso.
Era para volverse loco, porque yo su-
ponía que tenía en mi poder algún im-
portante secreto que pudiera constituir
la seguridad del ejército, y sin embargo
no podía descifrarlo. Otra vez supliqué á
nuestro prisionero que me lo descifrase,
ofreciéndole 4 cambio su libertad. Se li-
mitó á sonreir ante mi súplica y yo no
- pude menos que admirarle porque era 1
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE 69
suya la misma sonrisa que hubiera yo te-
nido al hallarme en su posición.
—Por lo menos—dije yo—, díganos el
nombre de este pueblo.
—Es Dobrova.
—¿Y aquel más distante es Minsk, se-
gún supongo?
—SÍ, aquel es Minsk,
—Entonces iremos al pueblo y pronto
encontraremos alguien que nos traduzca
este despacho.
Salimos juntos, llevando un soldado
me sucedió lo mismo con la hija que vivía
con él. ó
Era una morenita—cosa rara en Rusia
—con cutis de crema, cabellos como el
azabache, y un par de admirables ojos
negros que se animaron á la vista de un
húsar. Desde el primer momento pude
“ver que se había prendado de mí, pero no
era aquella ocasión propicia para el amor,
cuando el deber del soldado tenía que
cumplirse. Sin embargo, mientras gusta”
ba el modesto alimento que ella colocó
Sujeté al ruso sobre"mi montura (Pág. 68).
con su mosquete cargado á cada lado del
prisionero. El pueblo era muy pequeño,
así es que situé mis guardias á los dos
extremos de la única calle que había, para
que nadie pudiera escapar. Era necesa-
rio detenernos para encontrar alimento
para hombres y caballos, puesto que ha-
bíamos viajado toda la noche y nos que-
daba aún un largo viaje que hacer.
Había una gran casa de piedra en el
centro del pueblo. En aquella casa me
alojé. Era la casa del pope, un viejo sacer-
dote, sucio y malhumorado que no tuvo
ni una contestación cortés á ninguna de
nuestras preguntas. Nunca tropecé con
un individuo tan feo, pero á fe mía no
delante de mí, bromeé con la muchacha
y antes de que hubiera pasado una hora
éramos los mejores amigos. Sofía era st
primer nombre; su apellido nunca lo he
sabido. La enseñé á que me llamara Este-
ban y traté de animarla, pues su dulce
cara estaba triste y furtivas lágrimas se
escondían en sus hermosos ojos negros.
La rogué que me dijera lo que causaba su
tristeza. |
—Qué ha de ser—dijo ella hablando
en francés conadorable dulzura—, cuan-
do uno de mis pobres paisanos está pri-
sionero en vuestras manos. Le he visto en
medio de dos de vuestros húsares, mien-
tras entraban ustedes en el pueblo.
e E A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
-—Son los azares de la guerra. Hoy le
tocó á él su vez, mañana quizás me toca-
-— ráámíi | ns
_—Pero considere, señor...—dijo ella.
- —Esteban—dije yo.
¡Oh! señor...
- —Esteban—dije yo de nuevo.
-——Bien entonces—exclamó muy exci-
tada y desesperada—. Considere usted,
Esteban, que este joven oficial será lleva-
do á vuestro ejército, y allí, ó morirá de
hambre, ó se helará, pues si como yo he
- oido decír, vuestros soldados tienen que
- aguantar una marcha dura, ¿Cual suerte
será la de este prisionero?
Yo me encogí de hombros.
-— —Usted tiene cara de bueno, Esteban,
y no querrá condenar á este pobre hom-
bre á una muerte cierta. Le ruego que
lo ponga en libert.d. pg
Su mano delicada descansaba sobre mi
_dormán, y sus negros ojos posaban una
mirada suplicante en los míos.
- Una idea cruzó por mi mente. Accede-
ría á su súplica, pero le exigiría á cambio
un favor. Dí orden de que el prisionero
fuese traído á la habitación.
_ —Capitán Barakoff—dije yo—, esta
señorita me ha suplicado que le dejara á
usted libre, y me hallo dispuesto á hacer-
lo; sin embargo, exijo vuestra palabra de
honor de que quedaréis en esta morada
or veinticuatro horas, y que no toma-=
réis medidas para informar á nadie de
nuestros movimientos. S !
—Así lo haré — dijo el prisionero. *
—+Entonces, me confío á vuestro honor.
Un hombre más ó menos no puede ejer-
cer gran influencia en una lucha entre
dos grandes ejércitos, y llevár á usted de
vuelta como prisionero, sería condenarle
á la muerte. Márchaos, caballero, y mos-
trad vuestra gratitud no hacia mí, sino al
primer oficial francés que caiga en vues-
as manos. : dead ia
Juando hubo él salido, saqué el pa pe-
lito de mi bolsillo. ">
- —Ahora, Sofía—dije yo—,
na lección de ruso.
Con mil amores—contestó.
- —Vamos á empezar con esto—dije yo, -
ndo el papel delante de ella—. Va-
mos á traducirlo palabra por palabra, á
FURJUO SESARASo: 28712983 19 eso
miró al escrito con sorpresa. emb y
ni -dijo ella=: «S1 los - Nes y Cosacos,
la ciudad.
] | como he
lo que usted me ha pedide, todo lo
yo pido en cambio es que usted me
_ceses llegan á Minsk, todo se ha per-
dido». az
Una mirada de consternación pasó por
su hermosa cara.
—¡Gran Dios, qué es:lo que he he-
chol—gritó ella—. He sido traidora á mi
patria. ¡Oh, Esteban, vuestros ojos debe -
rían haber sido los últimos que leyeran
este mensaje! ¿Cómo ha podido usted ser
tan astuto para engañarme haciendo tral-
cionar la causa de su patria, á una pebre
muchacha sin experiencia? |
Consolé á mi pobre Sofía lo mejor que
pude, y le aseguré que no era un repro-
che para ella haber sido engañada por
un campeón veterano y hombre tan as-
tuto como yo. Pero no era tiempo de ha-
blar más, Aquel mensaje demostraba cla-
ramente que el trigo estaba en Minsk y
que no había allí tropas para defenderlo,
- Dí una pronta orden desde la ventana, el
corneta tocó á botasilla, y á los diez mi-
- minutos dejábamos el pueblo detrás de
nosotros y nos dirigíamos á gran trote á
Las doradas cúpulas de los campana-
rios brillaban, por encima de la nieve en
el horizonte; aparecian cada vez más vi-
sibles, y cuando el sol se hundía hacia el
Oeste entrábamos nosotros por la calle
principal y subíamos galopando entre los
- mujik, y los gritos de las asustadas mu=-
jeres, hasta encontrarnos enfrente del
gran Ayuntamiento. Situé la caballería
en la esquina de la plaza, y acompañado
de mis sargentos Oudiñ y Papilette, des-
monté, y penetramos en el edificio. NES
Por Dios, os áseguro que jamás ol-
vidaré el espectáculo que se presentó á
nuestra vistá. A la derecha, y frenteá
nosotros, se hallaba situada una triple
línea de granaderos rusos. Sus fusiles '
apuntaron hacia nosotros, y dispararon
sobre nuestras mismas caras, producien=.
do un ruido como un trueno. Oudin y Pa-
- pilotte cayeron al suelo acribillados á ba-
lazos. En cuanto á mi, mi morrión fué
arrancado de mi cabeza por un tiro y me -
_perforaron por dos lados el dormán.
- Los granaderos corrieron hacia m0s-
otros con sus bayonetas caladas. +.
¡Traición! —grité - yo—. ¡Hemos sido
vendidos! ¡Montemos á caballo!
Yo salí fuera del patio y pude ver que
toda la plaza estaba cubriéndose de tro-
pas. Por todas las calles que en ella des-
embocaban venian sobre nosotros drago-
, y de todas las casas de al-
qn
A. Dvicioi eye —AL GALOPE
rededor salía tal estrépito y tantos tiros,
que la mitad de mis hombres y sus caba-
llos se hallaban tendidos en el suelo.
¡Seguidme!—grité, á la vez que de un
salto montaba sobre mi yegua Violeta.
Pero un oficial de dragones ruso, de
gigantesca estatura, me rodeó con sus
brazos y caímos al suelo juntos. Cogió su
sable por la mitad de la hoja con objeto
de asesinarme, pero cambiando de idea
me agarró por el cuello y golpeó mi ca:
beza contra las piedras, hasta que perdí
el conocimiento.
De esta manera quedé prisionero de
“los rusos.
e MUSA
' oportunamente. :
aquel despacho qué me había hecho des-
cuidar todas las precauciones y caminar
Cuando recobré mis sentidos, el único
sentimiento que tenía era el que mi apre-
hensor no me hubiese partido el cráneo.
Allí, en la gran plaza de Minsk, estaban
la mitad de los hombres de mi escolta, Ó
muertos ú heridos, y nuestros enemigos
se jactaban impunemente de lo que ha--
_bían hecho.
El resto de mi escolta se hallaba pri-
sionera en uno de los pórticos del Ayun-.
tamiento guardándola un piquete de co-
sacos, ¿Qué podía yo hacer? Era eviden-
por mi atolondramiento había
llevado á mis hombres dentro de una
trampa cuidadosamente preparada. Se
habían enterado por lo visto nuestros ene
migos de esta misión, y se prepararon
Sin embargo, existía
directamente á la ciudad. ¿0mo debía
- yO dar cuenta de esto?
Las lígrimas corrían por mis da:
mientras veía la ruina de mi escuadrón,
y pensaba también en la situación difícil.
en que se hallaban mis compañeros del
Gran Ejército, quienes esperaban el ali-
mento que yo debía llevarles,
- Ney confiaba en mí y yo le había tn
tado. ¡Cuántas veces extendería su vista
sobre los extensos terrenos de nieve para
ver si distinguía el convoy de grano que:
- debía llenar de gozo á todo el ejército!
- Mi propio destino era bastante penoso.
Un encierro en la Siberia era el mejor
porvenir que se me presentaba... Pero”
podéis creerme, amigos; no era por mí
propio por quien me entristecía, sino por
los camaradas medio muertos de hambre
- que se hallaban en aquellas estepas. Por.
esto las lágrimas corrían por mis mejillas. -
q
—¿Qué e es eso?-exclamó una voz brus-
ca á mi pe: yn me dbide) viéndo cara 4.
.-
cara á aquel gran dragón de barba negra, |
que me había arrancado por fuerza de mi
montura —. Mirad al francés llorando. Yo
creía que los de Córcega eran calificados
como hombres valientes, no como niños.
—Si usted y yo estuviéramos caraá
cara y solos, ya le haría ver cuálesel
hombre mejor entre los- dos. E
Por contestación el animal me dió en n dá ?
cara con su mano abierta. :
Yo le así por la garganta, pero una dal
cena de sus soldados me apartaron de él
y me golpearon más de una vez, mien=
tras sujetaban mis manos. E
—¡Abajo, perros! ¿Es ésta, viles. solda-
dos, la manera cómo tratáis á un Por
y á un caballero? |
—Nunca os hemos convidado á que
viniéseis 4 Rusia—dijo el oficial—, y al E
venir debéis aceptar el tratamiento que
nos dé la gana daros. Si de mi dependie- -
se, haría de una vez que fuéseis pasado
por las armas. me
—Ya responderá usted de esto algún
día—exclamé yo, mientras limpiaba la
sangre de mi bigote. )
—Si el Hetman Platoff piensa como )
yo, no estaréis vivo á esta hora mañana
por la mañana—me contestó con una mi-
rada feroz. Be dl >
Dió algunas ines 4 las pd
rusas y “todos saltaron inmediatamente
: “sobre sus caballos.
La pobre Violeta parecía. tan triste :
como su amo. Fué conducida á donde yo
estaba y me mandaron que la montase.
Mi brazo izquierdo estaba atado con una
cuerda, el cabo de la cual fué amarrado
á uno de los estribos de un sargento de.
dragones, Así, en la más triste condición
el resto de mis hombres e yo salimos
. de Minsk.
Nunca he dnsbattáda un Hombre tar
bruto y tan salvaje com> aquel Sergin
que mandaba la escolta.
El ejército ruso contiene lo mejor y
peor del mundo, pero peor que el m
yor Sergine, de los dragones de Kieff,
lo he visto en mi vida en ningún ejército
Era un hombrón, de cara dura y seve
“ ra, con barba que casi cubría su coraza.
Me decían que era notable por su fue
y su valor, y yo podía asegurar que tenía
las garras de un oso, pues bien lo hal
sentido cuando me arrancó de mi
q den
é hizo algunas observacio s en
A nuestra on
72 A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
todos los dragones y los cosacos. Dos ve-
ces pegó á mis camaradas con su látigo
de montar, y upa vez se aproximó á mi
lado con el látigo en alto, pero había algo
en la expresión de mi vista que le impi-
dió descargarlo sobre mi.
Con esta miseria y esta humillación,
helados y muertos de hambre, pasó la
desconsoladora columna á través de la
llanura de nieve. El sol se había oculta-
do, pero todavía en el largo crepúsculo
del Norte seguimos nosotros nuestro tris-
te viaje. -
Trastornado y helado, con mi cabeza
do, era la misma casa del sacerdote don-
de habíamos parado en la mañana.
Allí fué donde mi querida Sofía, con su
inocencia de muchacha, - había traducido
el desgraciado mensaje, que nos había
conducido á nuestra ruina de una manera
algo extraña. ¡Pensar que hacía solamen-
te unas pocas horas que habíamos aban-
donado aquel sitio con tantas esperanzas
y tantas probabilidades de éxito para
nuestra misión, y en aquellos momentos
el resto de nosotros nos hallábamos ven-
cidos y humillados, á merced de la suerte
que un enemigo brutal nos quisiera de-
Me agarró por el cuello y golpeó mi cabeza contra las piedras,
hasta que perdí el conocimiento. (Pág. 71).
dolorida por los golpes que había recibi-
do, era llevado camino adelante por Vio-
leta, sin darme cuenta de dónde me ha-
llaba ni adónde iba. La pequeña yegua
andaba con la cabeza agachada, levan-
tándola sólo para relinchar y echar su es-
puma con desprecio contra los potros su-
cios de los cosacos que caminaban alre-
dedor suyo. De pronto la escolta se de-
tuvo y pude notar que habíamos hecho
alto en la única calle de una pequeña al-
dea rusa. Había una ig!lesia en un lado
y en el otro una gran casa de piedra, el
exterior de la cual me parecía serme fa-
miliar. Miré en derredor á la luz crepus-
cular, y vi que habíamos sido conducidos
otra vez á Dobrova, y que aquella casa
y la puerta á la cual estábamos esperan-
parar!... Era bien triste, pero tal es el
destino del soldado, amigos míos. Besos
“hoy, palos mañana.
Los jinetes rusos echaron pie á tierra
y á mis pobres muchachos se les mandó
hacer lo mismo. Era ya tarde y eviden-
temente pasaríamos la noche en aquel
pueblo.
* Hubo muchos vivas y palabras de ale-
gría entre los campesinos cuando com-
prendieron que nos habían cogido prisio-
neros, y se reunieron alrededor de los
caballos de los dragones rusos con antor-
chas encendidas los hombres, y las muje:
res, llevando coñac y te para los cosacos.
Entre otros, salió el sacerdote de su casa,
aquel viejo sucio que nosotros habíamos
visto por la mañaña. En aquel momento
A. Conan-Doyle.—AL. GALOPE : ! 13
todo era para él motivo de sonrisas y traía
consigo un ponche caliente sobre una
bandeja, el olor del cual puedo recordar
todavía.
Detrás del padre venía su hija. Con
horror la vi agarrarse á la mano de Ser-
gine y darle la enhorabuena porla victo-
ria que había ganado y los prisioneros
que había hecho.
El viejo sacerdote, su padre, me miró
con una cara insolente é hizo algunas ob-
servaciones insultantes á mis expensas,
señalándome con su escuálida y sucia
mano. Su hermosa hija Sofía, me miró
también, pero no dijo nada y pude leer
una tierna simpatía en sus obscuros ojos.
Al fin ella se volvió hacia el mayor
Sergine y le dijo algo en ruso, Mhte lo
cual frunció él las cejas y meneó la cabe-
Za con impaciencia. Parecía que ella ar-
gumentaba-mientras se iluminaba su figu-
ra con la luz de la antorcha que brillaba
sobre la puerta abierta de la casa de su
padre. Mis ojos se-fijaron en ambas caras,
en la de la hermosa muchacha y en la del
moreno y fiero dragón, pues mi instinto
me indicaba que era mi propio destino el
que estaba debatiéndose. - EE RR
Muchas veces el oficial movió 5u cabe-
za en actitud negativa, y luego, ablan-
dándose á las súplicas de la joven, pare=
Cía ceder. Volvió donde yo estaba, con el
sargento de guardia á mi lado. ed
_ —Esta buena gente os ofrece el techo
- de su casa por esta noche—dijo mirándo-
me de piesá cabeza con ojos vengati-
vos—. Encuentro difícil rehusar lo que
me piden, pero os aseguro de una vez,
que por mi parte preferiría veros en me-
dio de la nieve que enfriara vuestra san-
gre caliente, ¡bribón de francés!
o le miré con todo el desprecio que
sentía hacia él, diciéndole:
-—Has nacido para salvaje y morirás
como tal. ig ! . !
Mis palabras le hirieron, porque profi-
rió una blasfemia levantando su látigo
- COMO para pegarme. :
—Silencio, perro de orejas cortadas.
- Si yo dispusiera de mi voluntad, tu inso-
lencia se acabaría de una vez antes de la
mañana. A :
- Dominando su genio volvió la cara ha»
cia Sofía con una expresión que quería
ser galante, y dijo:
—Si tiene usted un
subterráneo con a
le hace el honor de tomarse algún inte=
rés por él. Necesito su palabra de que no
tratará de jugarnos alguna mala pasada,
puesto que debo responder de él hasta
que yo lo entregue en las manos de Het-
man Platoff mañana mismo. !
Sus arrogantes modalés eran más de lo
que yo podía soportar. Hasta hablaba en
francés con la señorita, con objeto de que .
yo pudiera comprender la manera humi-
lante con que hacía referencia á mi per-
sona. e
—No, no quiero aceptar ningún favor
de ti—dije yo—. Puedes hacer lo que te
parezca más conveniente. Nunca te daré
mi palabra de honor. | e
El ruso encogió sus grandes hombros
y me volvió la espalda como si el asunto
hubiera terminado.
- Luego se volvió y me dijo: e E
—Muy bien, arrogante mozo. Tanto
peor para tus manos y tus pies. Veremos
cómo estás por la mañana después de una
noche en la nieve. : a a ON
—Un momento, mayor Sergine—gritó
Sofía —. Usted no debe ser cruel con este
prisionero. Hay especiales razones para
que él reclame para sí nuestra bondad y
nuestra misericordia. - A
El ruso nos miró con una expresión de
sospecha impresa en su cara. o
— ¿Cuáles son estas razones especiales?
Ciertamente parece que toma usted un
extraño interés por este francés—dijo él.
—La razón principal es que esta mis-
ma mañana con su propio, consentimie
to, soltó al capitán Alexis Barakoff, de
los dragones de Grodno. MOS ia
_ —Es verdad —dijo Barakoff, que salió
_de la casa en aquel momento al oir pro-
nunciar su nombre—. Me cogió prisione-
ro esta mañana y me puso en liberta
- bajo mi palabra de honor, para no llevar-
me á las filas del ejército"francés, donde
hubiera muerto de hambre.
—Puesto que el coronel Gerard—dijo
Sofía—ha obrado con tanta generosidad
nos permitirá usted ahora que la fortuna
ha cambiado contra él, que le ofrezcam:
el humilde techo de nuestro subterráne
en esta noche fría. Es poco, en cambio, á
su generosidad. o a OS
- Pero el dragón eomservaba todavía
mal humor. EOS
e
nor d
_ buena cerradura, este individuo puede él-
_tenderse allí por la noche, ya que usted
7 | A. Cónan Dor ye. —AL GALOPE
isCofonel Gerard— exclamó Sofía, di-
-_ rigiéndose hacia mi con una sonrisa cari-
ñosa—, usted me dará á mí su palabra.
¿No es verdad?
-—A usted, señorita, no puedo rehusarla
nada; le doy á usted mi palabra con mu-
cho gusto.
-——Vamos, mayor Sergine — exclamó
- Sofía con aire de triunto—, esto es sufi-
ciente. Yo respondo por él.
De una manera poco fina, el oso ruso
- gruñó su consentimiento. Me introduje -
ron en la casa, seguido por el sacerdote,
- que me miraba con e jos fieros, y por el
- gigante y barbudo dragón. En la parte
-—— baja de la casa había una gran habitación
- que servía de leñera. Me llevaron allí y
- me dijeron que este era mi alojamiento
- para la noche. En un lado de aquel frío
departamento, la leña estaba apilada has-
ta el techo; el resto de la habitación ha-
- llábase adoquinado con piedras, y las pa-
redes desnudas con una sola ventana á
un lado guarecida con barras de hierro.
Para alumbrarme tenía una linterna de
cuadra suspendida de una qe e vigas
del techo bajo.
El mayor Sergine sonreía 'mientras
ogió la linterna y la movió alrededor
como para ojear cada rincón de la triste
estancia. !
-—¿Te gustan nuestros hoteles de Ru-
ia?—díjome con expresión de aborreci-
miento—. No son muy hermosos, pero
los mejores que podemos ofrecerte. '
s la próxima vez que vosotros los
franceses os encaprichéis por viajar, es-
- que las palabras de Barakoff pudieran sig-
cogeréis otros países donde os ofrezcan
más comodidades.
“Estuvo riéndose de mí un buen rato.
Sus blancos dientes brillaban á través de
su barba. Luego me dejó y oila gran lla-
e girar en la cerradura.
- Por espacio de una hora completa e es-
uve agobiado por tristísimos pensamien-
os, helado de cuerpo y de alma. Me sen-
obre un montón de leña, con la cara
escondida en mis manos y con mi mente
lena de penosas ideas. Bastante frío ha-
ía dentro de aquellas cuatro paredes,
Pero yo pensaba en lo que mi pobre tropa
a afuera y me apesadumbraban sus
frimientos. Luego paseaba de arriba
a ajo Edo las manos y dando pata-
las contra la pared, para impedir que se
paria La pa:
más por no haber tomado alimento al-
guno desde la mañana. Me parecía que
todo -el mundo me había olvidado, pero
al fin oí que la llave giró en la cerradura
y con sorpresa mía entró mi prisionero
de la mañana, el capitán Alexis Bara-
koff. Debajo del brazo llevaba una bote-
lla de vino, y en su mano un plato de
carne caliente.
—¡Callad! Ni una palabra—me dijo —.
No desanimarse. No puedo detenerme á
darle explicaciones, puesto que Sergine
está todavía con nosotros. ¡No dormir y
estar listo!
Con estas palabras apresuradas dejó el
alimento y echó á correr de la habita-
ción.
«No dormir y estar listo». Estas pala-
bras quedaron grabadas en mis oídos.
Comí mi alimento y bebí el vino. Pero
no era niel alimento ni el vino lo que
había calentado mi corazón.
¿Qué significaban las palabras de Bara-
kofÉ ¿Por qué debería yo quedarme des-
pierto y para qué debería estar listo? ¿Era
posible que todavía tuviese la suerte de
poder escapar? :
Nunca he respetado al henbbe que
descuida sus oraciones en los momentos
supremos de su vida, y más aún cuando
está en peligro. Me parece semejante á
un mal soldado que no respeta á su coro-
nel, salvo cuando le tiene que pedir un
favor. Y sin embargo, cuando yo pensaba
en las minas de sal de la Siberia por un
lado y en mi posible fuga por otro, rezaba
egoístamente con todo mi corazón, para
nificar todo lo que yo esperaba. Pero una
hora después de otra sonaban en el reloj
del pueblo y no oía nada, excepto los
alertas de los centinelas que se hallaban |
en la calle.
Luego me latió el corazón de alegría,
porque oí un paso ligero en el comed: r.
Un momento después se abrió la puerta,
entrando Sofía en la habitación. ]
| —Señor—dijo ella.
—Esteban—dije yo. oO
—No hay nada que le cambie q Le
nio—exclamó ella—. ¿Pero es posible que
usted no me aborrezca? ¿Ha perdonado
usted la superchería de e le hice vic-
tima? 5d
—¿Qué superchería?—pregunt6. EE
_—¿Dios mío: es posible que ni siquiera
ahora lo haya comprendido usted? Que-
a
| ría usted que yo le at: el pci
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
<ho. Yo le dije á usted que se leía: «Si
los franceses vienen á Minsk todo se ha
perdido.»
—¿Cómo se leía entonces?
—Se leía: «Dejad á los franceses venir
á Minsk, que estamos esperándoles.»
Dí un paso atrás.
—¿Usted me engañó entonces? —gri
té—. Usted me hizo caer dentro de la
trampa; ¿es á ustedá quien debo la muer-
te y la captura de mis hombres? Qué ton-
to he sido de fiarme de una mujer.
—No sea usted injusto, coronel Gerard.
Soy rusa y mi primer deber es mi patria.
¿No hubiera usted querido que una fran-
-cesa procediese de la misma manera? Si
yo hubiera traducido el despacho correc-
tamente, no hubiera usted ido á Minsk y
su escuadrón hubiera escapado. Dígame
que me perdona. +
Ella me miró con ojos seductores como
defendiendo su causa, pero yo, sin em-
bargo pensaba en mis hombres muertos y
no pude decidirme á tomar la mano que
ella me tendía.
—Muy bien—dijo ella , y la dejó caer—.
Usted lo siente por su gente y yo lo sien=
to por la mía. Somos iguales. Pero usted
ha dicho una cosa juiciosa y bondadosa
«dentro de estas mismas paredes, coronel
Gerard. Usted ha dicho que un hombre
«más ó menos no puede hacer diferencia
en la lucha entre dos grandes naciones, y
su lección de nobleza no ha sido mal
aprovechada. Detrás de esta leña hay una
_ puerta franca. Salga usted por ella, coro-
_mel Gerard, y yo espero que nunca vol-
veremos á vernos.
Permanecí un momento conservando
en la mano una llave que ella me dió,
«con mi cabeza trastornada. EURO le de- i
volví la llave.
+—=No puedo aceptarla—le dije.
—¿Y por qué no?
«—He dado mi palabra.
—¿A quién? —preguntó ella.
. —Austed.
-—Y yo le relevo de ella.
Mi corazón se expansionó con alada.
. Epa verdad lo que decía. Había rehusado
dar mi palabra á Sergine. No le debía
ningún compromiso; y si ella me relevaba,
- de mi promesa, mi honor estaba limpio.
Avancé hacia. ell
k —Enthuirará us d, coronel td á
- la salida de la calle del pueblo al capitán
Bardo Areas la sente del, Norte no
ogl la llave de. su
pero por SE para
olvidamos una injuria ni una bondad. El
tiene preparados la yegua y el sable de
usted. No tarde un instante, puesto que
dentro de dos horas será de día.
Así salí fuera de mi prisión, en aque-
lla noche tachonada de estrellas, y re-
cogí la última mirada de Sofía, mientras
ella me dirigía sus ojos á través de A
puerta abierta. Me miró ansiosa como
si esperase algo más que las finas gracias
que yo le dí. Pero aun el hombre más ss
humilde tiene su orgullo, y yo no negaré
que el mío estaba lastimado por el enga- E
ño sufrido. No podía decidirme á besarle
la mano y mucho menos sus labios. La -
puerta daba paso á una estrecha calle-
juela y en la extremidad de ésta había un
hombre envuelto en una capa nas Y
á Violeta por la brida. :
—Usted me dijo que fuese amable con
el primer oficial francés que encontrase
en situación difícil y cumplo su consejo.
¡Buena suertel, ¡buen viaje! —dijo él en .
voz baja mientras yo saltaba á la silla—.
Recordad que Poltava es A contraseña
para pasar. )
Era muy conveniente que me hubiese
dado esta contraseña, puesto que. dos
veces tuve que pasar por piquetes de co-
sacos antes de encontrarme fuera ae. las
líneas rusas. i
Acababa de atravesar los últimos pues: :
tos y esperaba ser hombre libre otra vez,
cuando oí un suave trote sobre la nieve
detrás de mí y un hombre alto montad:
en un caballo negro vino velozmen
mi encuentro. Mi primer impulso fué
polear á Violeta; pero después, al ver u
barba larga y una coraza de acero, 1 e
detuve para esperarle.
—¡Pensaba que eras tú, perro francés
—gritó enseñándome su sable—. ¡Conque
has faltado á tu palabra, pe
—Yo no di palabra,
—¡Mientes, perrol |
Yo.miré alrededor y nada vi. Las avaz
- zadas estaban silenciosas y distantes. N:
hallábamos solos, con la luna arriba
_ la estepa helada debajo. La dere siem
pre ha sido amiga mía.
- —¡No te di palabra!
—La diste á la señorita.
—Entonces, yo responderé de
señorita. a
—Eso te convendrá mejor sai q
Má. tendi
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
-—¡Tu sable también! Hay, pues, tral-
ción en esto. ¡Ah, ya lo comprendo todo!
Lalmujer te ha ayudado. Te juro que
verá ella la Siberia por su trabajo de
esta noche!
- Aquellas palabras eran su sentencia de
muerte. Por el amor de Sofía no podía
consentir que aquel hombre retrocediese
vivo. Las hojas de nuestros sables se cru-
- zaron, y un instante después, la del mío
había atravesado su negra barba, claván-
dose honda en su garganta. Me desmon-
- té tan pronto como él para rematarlo,
- pero aquel pinchazo fué bastante. Murió,
al fin, no sin antes tratar de morder mis
- talones como un lobo rabioso.
A los dos días me había unido con
- nuestro ejército en Smolensk y formaba
- parte, una vez más, de la triste procesión '
- que marchaba á través de la estepa, de-
-— Jando una larga línea de sangre para de-
- mostrar el camino que había tomado.
- ¡Basta ya, amigos míos! No quisiera
- recordar de nuevo aquellos días de mise-
_ria y muerte; ¡me persiguen aún en mis
sueños! ¡ ¡ ]
-Paramos por fin en Varsovia. Había-
mos dejado detrás nuestros cañones, nues-
tros carros de transporte y unas tres
cuartas partes de nuestros camaradas.
- Pero no dejamos detrás el honor de
Esteban Gerard. Han dicho algunos en -
- vidiosos que yo falté á mi palabra. Que
- pongan cuidado cómo lo dicen en mi cara,
ues la historia es como yo os la cuento,
viejo como soy, el dedo índice de
ano derecha no es demasiado ende-
ble para apretar el gatillo de una pistola
ando mi honor está comprometido.
ME
DE CÓMO SE PORTÓ EL CORONEL
+
EN WATERLÓO
17
HISTORIA DE LA POSADA DEL BOSQUE
e todas las grandes batallas en que
e tenido.el honor de combatir en servi-
io del emperador y de Francia, no hay
una que se perdiese, pues aunque me ha-
Waterlóo, no pude pelear, y quizás
: migo alcanzó la victoria.
>
nocéis demasiado para imaginar que pu-
diera hacer semejante reclamación, pero
da motivo en qué pensar, y algunos han
sacado conclusiones para mí muy lison-
jeras.
Después de todo, la dificultad de aque-
lla batalla se reducía á haber quebranta-
do algunos cuadros del ejército inglés;
entonces la victoria hubiera sido nuestra.
¿Y los húsares de Conflans, con Esteban
Gerard á su cabeza, no podían hacer eso?
Pero el destino, que había mandado
detener mi mano y que el imperio caye-
ra, había dispuesto también que aquel
triste día me aguardara un honor, como
jamás había soñado durante las muchas
ocasiones que volé en las alas de la vic-
toria.
Nunca me mostré tan arrogante como
en aquel supremo momento, en que me
decidí á entrar en la obscuridad.
Sabéis que permanecí fiel al empera-
dor en su adversidad, y que rehusé ven-
der mi sable y mi honor á los Borbones.
Jamás mis rodillas oprimirían ya un
caballo de guerra, ni volvería á oir el
redoble de los tambores y el sonar de los
clarines de plata de mi regimiento. |
Se conforta mi ánimo y acuden las lá-
grimas á mis ojos, al pensar cuán grande
me mostré en aquel último día de mi vida
de soldado, y al recordar que entre todas
las hazañas que me habían conquistado el
amor de tantas hermosas y el respeto de
tantos hombres, no hay ninguna que pue-.
da compararse con mi grandiosa expedi-
ción á caballo durante el 18 de Junio
de 1815. 5
Sé que esta hazaña se cuenta á meru
do en los comedores de los cuarteles y
en los cuartos de banderas y pocos hay .
- en el ejército que no la conozcan. La
modestia ha cerrado mis labios hasta hoy
en estas reuniones íntimas, pero ahora
estoy dispuesto á relataros mi aventura.
En primer lugar, os puedo asegurar
que Napoleón no había tenido jamás un
ejército tan brillante. En 1813 Francia
se hallba extenuada. Por cada veterano
había cinco reclutas de María Luisa, como
los llamábamos nosotros, á causa de que
la emperatriz se dedicaba á alistar solda-
dos mientras Napoleón se ocupaba de la
muy diferentes.
Los veteranos habían vuelto á la patria;
- los de las nieves de Rusia, los de los sub-
terráneos de España y los de las barras
A. dan Dd GALOPE 7 o : O
de los barcos de Inglaterra. Eran hom-
bres peligrosos aquellos veteranos de
veinte batallas. Las filas veíanse llenas de
soldados que adornaban sus pechos con
dos ó tres condecoraciones, cada una de
las cuales significaba cinco años de ser-
vicio.
El espíritu de estos hombres era ver-
daderamente temible. Fanáticos, adoran-
do al emperador, estaban prontos á atra-
vesarse con sus propias bayonetas si ne-
cesitaba su sangre.
Si hubiérais visto á estos fieros ve-
teranos entrando en batalla, con sus
rostros encendidos, sus ojos fieros y sus
roncos gritos, os hubiérais admirado de
que pudiera resistirse su ataque.
Tan alto estaba el espíritu de Francia
en aquel tiempo, que nadie lo podía
aventajar.
Pero aquella gente, aquellos ingle-
ses no tenían espíritu, no tenían alma,
sino solamente sólidos é inconmovibles
«<cierpos contra los que se estrellaba nues-
- tro empuje. ¡Esto era lo que sucedía,
amigos míos! l'or una parte todo lo que
- es hermoso y heroico; por la otra, carne,
carne y más carne
Nuestros ensueños resultaban estériles
ante aquella terrible masa de carne de la
vieja Inglaterra.
Habréis leído cómo el pomos re-
unió sus fuerzas, y como después él y yo
con cient» treinta. mil veteranos avanza-
mos hasta la frontera del Norte y caímos
sobre los prusianos y los inglesess.
-El 16 de Junio, Ney hizo detenerse á
los ingleses en Quatre-Bras, mientras que
nosotros derrotábamos á los prusianos en.
-Ligny.
No me toca á mí decir lo que contri-
buí á esta victoria, pero se sabe que los
húsares de Conflans se cubrieron de
gloria. ¡
Aquellos prusianos petoaba bien, y
“sin embargo, ocho mil pasa: sobre el
campo de batalla.
El emperador pensaba que había con-
cluído con ellos, puesto que mandó al ma-
riscal Grouchy con treinta y dos mil hom-
bres para seguirles y para Apo que
«molestaran sus planes.
Luego, con unos ochenta mil hom-
- bres, cayó sobre los dichosos ingleses.
“ ¡Qué desquite teníamos que tomar con-
tra ellos! ¡Las libras esterlinas de Pitt, las.
prisiones flutantes de Portsmoutlf, la in-
ig vasión ee ión y las pértidas victo-
rias de Nelson! Al fin parecía haber lle- ]
gado el día del castigo. =
Wellington tenía setenta y siete mil
hombres, pero muchos de ellos eran ho-
landeses y belgas que no sentían ganas de
combatir contra nosotros. De tropas lea-
les disponía de cincuenta mil hombres.
Encontrándose frente al emperador en
persona, con ochenta mil hombres, aquel
inglés estaba tan atemorizado, que no
podían desenvolverse ni él ni su ejército.
14
¿Habéis visto á un conejo cuando se le
aproxima una serpiente? Pues bien, así
estaban los ingleses sobre las filas de.
Waterlóo. z
La noche antes había perdido Napo-
león un ayudante de campo en Ligny, y
me mandó unirme á su Estado Mayor.
Dejé mis húsares al mando del mayor
Víctor. No sé quién experimentó más
pena por aquella separación, si mis su-
bordinados ó yo, que era llamado en la
_ misma víspera de una batalla. Pero una
orden es una orden y el buen soldado no
tiene más remedio que obedecer. | |
Atravesé cun el emperador el frente
de la posición del enemigo en la mañana
del 18. Él lo miró á través de su anteojo,
calculando cuál sería el camino más corto
para destrozarlo. Soult estaba á su lado,
también Ney, Foy y otros que habian
peleado con ls ingleses en Portugal y en
España.
— Tenga cuidado, majestad. — dijo
Soult—; la infantería inglesa es 2 só-
lida.
—General, usted los cree buenós. sol-
dados, porque le han pegado: COEN
emperador. :
Nosotros, los jóvenes, volvimos la car
y sonreímos, pero Ney y Foy se mantu-
vieron muy serios.
A menos de un tiro de fusil, la línea
inglesa se presentaba á- nuestra vista
- destacándose en su conjunto rojo y az
salpicado con las manchas obscuras de
los cañones, silenciosos y en guardia pa:
el combate. Al otro lado, en un valle poco
profundo, se hallaba nuestra gente, qu
había acabado de tomar su rancho se
disponía á la batalla.
Había llovido mucho, pero en aque
- momento el sol brillaba y sus rayos
Caer sobre el ejército francés
nuestras brigadas
de caballería n b
llantes ríos de acero y arranca! /
; destellos sobre las bayonet
: Te E dd A. Coma Dog —AL GALOPE
Ala vista de aquel espléndido ejército,
ante la belieza y majestad de sus atala-
- jes, no pude contenerme , y levantándome
sobre los estribos agité mi morrión en el
aire prorrumpiendo en un viva entusiasta
8 emperador, grito que, como un rugido
de león, repercutió de una á otra línea
del ejército. Los jinetes levantaban las
- Empuñaduras de sus sables hasta sus
- frentes y los infantes colgaron sus chacós
de las bayonetas. Los ingleses permane-
- —Cían como petrificados en sus puestos.
Sabían que su hora había llegado. —
Efectivamente, la hora llegó, y no se
las hubieran dado tan felices si en aquel
. Imcmento se hubiera dado la voz de ata-
Que, permitiéndonos avanzar. Sólo tenía-
mos que caer sobre ellos y Larrerlos de
la superficie de la tierra.
Puesta á un lado la cuestión de valor,
_éremos más numerosos, més viejos sol-
- dados y con mejores jefes; pero el empe-
_ radcr quería hacer las cosas en orden y
E espera! ba que el suelo estuviera más seco
y Más duro para que la artillería pudiera
_Iranicbrar. Así desaprovechamos tres ho-
ras. Eran ya las once cuando vimos avan-
zarála izquierda. las columnas de Jeró-
-nimo Bonaparte y oímos el estrépito de
los cañones, irdicando que la batalla ha-
bía empezado.
- La pérdida de aquellas tres horas fué
y la causa de ruestra destrucción. El ata-
que ála izquierda fué dirigido hacia un
cortijo custodiado por las guardias ingle-
sas. Todavía estaban resistiéndose, cuan-
do el cuerpo de D'Erlon avénzaba hacia
la derecha para atacar otra posición.
El emperador había estado mirando
on su anteojo á la izquierda de la línea
lesa, y después fijó su mirada en el
¡ue de Dalmacia, ó Soult, como nos-
los soldados preferíamos llamarle.
Qué pasa, Trariscal?— dijo el empe-
¿DS
- Todos seguimos la dirección de sus mi-
das; unos haciendo uso de sus gemelos
úros extendiendo la mano por encima
los ojos para ver mejor. Distinguíase
espeso bosque, luego una gren cuesta |
O bosque más lejano. Sobre el terre-
escubierto entre los dos bosques, e.
bs Al algo 'SbSCarO que se movía.
ento brilló un erápico cen-
p e a ells sombra .o 0d
jo habían sido derrotados por nadie, y al
mirar su severo continente, me decía.
que nunca serían vencidos. ¡Gran Dios!
=Es Grouchy— dijo el emperador re»
tirando sus anteojos—. Estos ingleses es-
tán completamente perdidos. Los tengo-
en la palma de la mano; no se escaparán.
Miró alrededor y sus ojos se clavaron»
en mí.
—Aquí está el príncipe de los mensa-
jeros. ¿Estáis bien montado, coronel Ge-
rard?
Yo montaba mi Violeta, el orgullo de
la brigada, y asi se lo dije.
—Entonces llegáos cerca del mariscal
Grouchy, cuyas tropas se ven allá. De-
cidle que tiene que caer sobre la reta-
guardia de los ingleses, mientras que yo
les ataco de frente. Juntos les aplastare-
mos; no podrán escapar.
Yo saludé militarmente y partí ligero-
como un rayo. Mi corazón latía de alegría.
al pensar que se me había enc mendado-
tal misión. A través del humo de los ca-
ñones, miré aquella compacta línea roja
y azul, y le mostré mi puño.
Los aplastaremos y no se escapará ni
un solo hombre, me decía yo. Estas fue-
ron las palabras del emperador, y fuí yo,.
Esteban Gerard, el que tenía que poner
los medios para lograrlo.
Ardía en deseos de llegar cerca del
mariscal, y pensaba cómo podría pasar á
caballo á través de la línea izquierda in-
-glesa, por ser el camino más corto. He
realizado actos mucho más atrevidos;
pero reflexionaba que si las cosas iban
mal sería hecho prisionero ó fusilado, y
los planes del emperador se frustrarían.
Pasé por enfrente de la caballería, de
los cazadores, los lanceros de la Guardia, ;
los car abineros, los granaderos montados,
-y últimamente. frente á mi regimiento,
cuyos soldados y cuyos jefes y oficiales
me miraban ansiosamente.
Más allá de la caballería estaba la vieja :
Guardia, formando un total de doce regi-
mientos, veteranos de muchas batallas,
de rostros enérgicos, con largos capotes-
azules y grandes pieles de oso. Todos. |
llevaban en su mechila de piel de cabra,
sujeta á la espalda, el uniforme de gala
.que se pondrían para su entrada en Bru-
Pp
selas al día siguiente. e
Cuando pasé á caballo delante de ellos. ,
reflexionaba que aquellos hombres no
¡Cómo podía yo prever lo que sucedería.
unas cuantas horas más tarde! -
E
“A. Conam-Doyle.—AL GALOPE
A la derecha de la vieja Guardia esta-
ba la Guardia joven y el sexto cuerpo de
-_Lobau. Después de atravesar por delan-
te de éstos, pasé ante los lanceros de Jac-
-quinot y de los húsares y los lanceros de
Marbot, que cubrían el flanco extremo de '
la línea.
Todas estas tropas no sabían nada de
las fuerzas que venían hacia allí á través
de los bosques. Su atención estaba fija
en la batalla que se daba á la izquierda.
Más de cien cañones por cada ejército
combatiente atronaban el espacio. El es-
trépito era tan grande, que de todas las
batallas en que he peleado, no puedo re-
cordar ni media docena que fueran tan
estruendosas. :
Miré atrás, y pude ver dos brigadas de
coraceros ingleses y franceses corriendo
por la colina con las puntas de los sables
relampagueando en el espacio.
¡Cuántos deseos tuve de volver hacia
-mis húsares y lanzarme á la pelea! ¡Qué
cuadro aquel! ¡Esteban Gerard vuélto de
espaldas á la batalla, mientras que :ar-
gaba una hermosa fuerza de caballería!
Pero el deber es el deber; así es que,
abandonando mis reflexiones, seguí hasta
las avanzadas de Marbot y adelantándo-
me hacia el bosque, dejé la villa de Fris-
hermon á mi izquierda. E
Enfrente estaba el gran bosque, llama-
do de París, formado de nogales, con
unas cuantas estrechas sendas que lo
atraviesan. RS O. das
Cuando llegué allí escuché atentamen :
te, pero en ninguna dirección se oía el
sonar de cornetas, ni el crujir de ruedas,
ni las pisadas de caballos, que señalaran
el avance de aquella gran columna que
yo habla visto... 0. > o
La batalla rugía detrás de mí, pero
enfrente todo estaba callado, tan silen-
-cioso como las tumbas donde tantos de
- nuestros valientes dormirían. El sol que-.
-dó oculto por la mole de follaje que se
- extendía encima de mi cabeza; un gran
- olor de humedad subía del suelo. Anduve
-muchas millas á un paso que pocos jine-
tes resistirían galopando entre raíces y
ramas que hacían más difícil la marcha.
Al fin, topé con la primera avanzada de
las fuerzas de Grouchy. Varias partidas
de húsares pasaron á alguna distancia de
- mí por entre los árboles á derecha é iz-
- quierda. Oí el eco lejano de los tambores — lan
y el murmullo de un ejército que se dis-
«pone para avanzar. En cualquier mo
ES 8
mento podría encontrar al Estado Mayor
y entregar el mensaje á Grouchy en per-
sona. Sabía muy bien que en esta mar-
cha, un mariscal de Francia iría con M5:
impedimenta del ejército. 0 a
A medida que iba avanzando, los árbo-
les se, aclaraban. Comprendí que iba 4
salir del bosque y podría ver al ejército
y encontrar al mariscal. 9
A la salida distinguí una ruinosa posa=
da donde unos leñadores y unos carrete-
ros estaban bebiendo. A un lado de la
puerta detuve las riendas de Violeta,
mientras estudiaba el terreno. A algunas
millas erguíase un segunlo bosque, el de |
San Lamberto, fuera del cual el empera-.
dor había visto las tropas que avanzaban.
- Era fácil comprender por qué habían
tardado tanto tiempo en pasar de uno á
otro bosque, pues entre los dos corrían.
las aguas del Lasnes, que habían estor-
“bado el avance de las fuerzas. Segura
mente la larga columna de tropas, caba
llos, infantería y artillería, estaba des
“cendiendo por un lado, mientras la guar-=
dia de avanz«da ya estaba entre los árbo-
les á cada uno de mis lados. Una baterí:
avanzaba por el camino, y me disponía ;
poner al. galope-mi yegua para pregun
tar al oficial dónde encontraría á Grou
chy, cuando observé que los artilleros,
aunque vestidos de azul, no llevaban €:
sus dormanes los alamares rojos de nues-
tro uniforme. Asombrado miraba á iz
quierda y derecha, cuando una mano se
agarró á una de mis polainas. Era el po-
sadero, que había salido precipitadame
te de su casa y que me gritaba:
—+¿Pero está usted loco? ¿Qué hace us-
ted aquí? O
- —Busco al mariscal Grouchy. E
+ —Está usted en medio del ejército pru-
siano. Huya usted volando. E
-—Eso es imposible; aquellas son las
tropas de Grouchy. 5-00
"¿Cómo lo sabe usted?»
-—Me lo ha dicho el emperador.
—Entonces, el emperador ha sufrid
una equivocación terrible.
-+ —Yo le aseguro que una patru
“nuestros húsares acaba de pi
bosque ¿No la ha visto uste:
_ —Esel enemigo.
—¿Dóndé está, pues,
—Debe estar detrás
80 A, Conan-Doyle.—AL GALOPE
encontrarle en cualquier parte que se
halle.
El posadero reflexionó un instante.
—¡Pronto! ¡Pronto!—gritó, cogiendo
las riendas de Violeta—. Haga usted lo
que le digo. No le han visto á usted toda-
vía. Venga conmigo y le esconderé hasta
que pasen. |
Detrás de su casa había un pequeño
establo bajo, y alli dejé 4 Violeta; luego
me llevó, casi á empujones, hasta la co-
—¡Eres un zote! —dijo 4 su marido—.
Vas á conseguir que nos quemen la casa.
¿No comprendes que si has peleado bajo
la bandera de Napoleón fué porque éste
gobernaba en Bélgica? Ya nolo hace. Los
prusianos son nuestros- aliados y Napo-
león es nuestro enemigo; no podemos
amparar á ningún francés. Entrégalo.
El posadero se rascó la cabeza y me
miró con desesperación. En realidad,
aquella mujer no se cuidaba de Francia
Agité mi morrión en el aire prorrumpiendo en un viva entusiasta al emperador. (Pág. 78).
,
cina. Era una habitación con el suelo de
ladrillos. Una gruesa mu'er, de rostro co-
lorado, estaba asando unas chuletas en
el hogar.
—¿Qué pasa? —preguntó mirándonos
al posadero y á mí—. ¿Quién es ese que
traes?
—Es un oficial francés, María. No po-
demos dejarle en manos de los prusianos,
—¿Y por qué no?
—¡Por que no! ¡Cáspita! ¿No fuí yo sol-
dado de Napoleón? ¿No he ganado un
fusil de honor entre Jos Velites de la
Guardia? ¿Voy á permitir que prendan á
un compañero? Tenemos que salvarle.
La mujer siguió mirándome con ma-
los ojos.
ni de Bélgica; su casa era lo"único que le
interesaba.
—Señora—dije yo con toda la digni-
dad de que pude revestirme—, el empe-
rador está á punto de vencer á los ingle-
ses y el ejército francés estará aquí antes
de la tarde. Si usted me trata bien será
recompensada, y si me denuncia la cas-
tigarán quemando su Casa.
Ella se conmovió ante estas palabras,
y yo me apresuré á aprovecharme de mi
triunfo poniendo en juego otros resortes.
—¿Es posible que una: joven tan her-
mosa como usted pueda tener un corazón
tan duro?—le dije.
Ella me miró fijamente y pude notar
que había producido efecto. Le tomé la
2 Conan-Doyle.—AL GALOPE ps si >
mano, y en dos minutos éramos tan ami-
gos, que su marido juró que me entrega-
ría si volvía á insistir.
—El camino está lleno de prusianos—
gritó —. ¡Pronto, pronto, al granero!
—¡Pronto, al granero! —repitió su es-
posa—, y me empujaron los dos hacia
una escalera por la que subí hasta una
trampa abierta en el techo.
Sonaron en aquel momento grandes
golpes en la puerta; no tardé en hacer
desaparecer mis espuelas por el agujero,
y la trampa se cerró detrás de mí. Un
momento después oí las voces de los pru-
sianos. :
El sitio donde me encontraba era una
buhardilla desde la que se abarcaba todo
un lado de la posada. A través de las ren-
dijas del suelo podía ver la cocina, una
salita y el mostrador.
No había allí ventanas; en un lado se
apilaba forraje para las caballerías, y enel
otro había un montón de botellas vacías.
-Me senté sobre un costal de heno para
reunir mis ideas y pensar mis planes.
Era muy grave que los prusianos lle-
garan más pronto que nuestras reservas;
pero sólo aparecía un cuerpo de ejército,
y un cuerpo más ó menos no representa-
ba nada para un hombre como Napoleón.
No le importaba dar á los ingleses esta
supremacía y vencerles encima. La mejor
manera de servirle, era esperar que los
- prusianos pasaran y luego continuar mi
viaje para verá Grouchy y darle las ór-
denes del emperador.
Si Grouchy avanzaba sobre la reta-
guardia de los ingleses, en lugar de se-
guir á los prusianos, todo iría bien.
El destino de Francia dependía de mi
juicio y de mi sangre fría. No era la pri-
mera vez que yo podía confiar en que no
habían de faltarme ni mi serenidad ni mi
juicio.
Era evidente que el emperador había
escogido al hombre á propósito para su
misión. «El príncipe de los mensajeros»,
- me había llamado, y a merecer este
título.
En realidad no podía hacer nada hasta
que los prusianos hubieran pasado y me
entretuve mirando á través de las rendi-
jas. No me gusta mucho esta gente; pero
estoy obligado á decir que mantenían ex-
celente disciplina. Ni uno solo entró en
la posada, aunque sus labios estaban se--
cos con el mee y sus cuerpos rendidos
bo de Pd
Aquellos que habían llamado á la puer-
ta traían un compañero RO de senti-
do, y habiéndolo dejado allí volvieron en
seguida á sus filas. Otros fueron también
traídos á la posada y acostados en la co-
cina, mientras que un joven médico, casi
un muchacho, quedó al cuidado de ellos.
Miré después. por los agujeros del tejado,
que eran una excelente atalaya para ver
lo que ocurría fuera.
Los regimientos prusianos estaban to-
davía desfilando. Habían hecho una te-.
rrible marcha disponiendo de escaso ali-
mento. Las caras aparecian pálidas y los .
uniformes cubiertos de barro por las fre-
cuentes caídas en los caminos, resbaladi-
zos á causa de la lluvia.
Sin embargo, agotados como estaban, -
su espíritu era excelente; empujaban los :
armones cuando las ruedas se hundían
hasta los ejes en el fango y los caballos
cansados, enterrados hasta los corvejo=
nes, no podían arrancar. Los oficiales re=
corrían de arriba abajo las columnas, ani-
mando á todos y repartiendo explanazos
sobre los perezosos. Del otro lado del bos-
que, frente á ellos, se oía el tremendo ru-
gir de la batalla. Los oficiales señalaban
allí con sus sables, y con roncos gritos
- que salían de sus secos labios, aquellos
hombres llenos de barro se apresuraban
á dirigirse á la lucha.
Por espacio de una hora estuve vién=-
dolos pasar. Calculaba que su vanguar=
dia debía haber tocado con las avanzadas
de Marbot y que el emperador ya sabría
que llegaban.
—Vais muy de prisa, me decía yo; pero :
más pronto tendréis que huir.
Y me consolaba esta idea. A
Un nuevo suceso vino á romper la mo-
notonía de aquella larga espera. Me con
gratulaba de que el ejército hubiera pa-
sado ya casi todo, con lo cual el camino
pronto estaría l:bre, cuando oí que dispu- :
taban en francés en la cocina. :
-. —No tiene usted que subir para nada :
gritó una voz de mujer.
-—Es necesario; déjeme usted pasar—
replicó una voz de hombre. pe
Siguió un rumor de lucha.
Miré á través de las rendijas del suelo,
y vi á la mujer gorda interponién lose
como un fiel perro al pie de la escaler
El médico prusiano, con el rostro ¡ |
por la cólera, trataba de separ
- poder subir. Varios de los soldados, s
tados. en el suelo, c 'emplaban la disp |
Me AE A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
ta. No se veía al posadero por ninguna
parte. |
— No hay licores _allí — advirtió la
mujer. pe
—No busco eso—dijo el médico—; lo
que necesito es un poco de paja para que
sirva de cama á esos hombres; ¿por qué
han de acostarse sobre los duros ladrillos?
—Allí no bay paja—costestó ella.
-—¿Pues qué hay?
—Botellas vacías.
—¿Y no hay otra cosa?
—Nada más. |
- El médico parecía convencido cuando
- uno de los soldados señaló á la techum-
bre. Calculé que había visto algunas briz-
- nas de paja que debían asomar entre 1as
tablas.
-— En vano protestó ya la mujer. Dos de
los soldados pudieron incorporarse y la
- echaron á un lado. El médico subió co-
-rriendo por la escalera. Abrió de un em-
-—pujón la trampa y penetró en la buhar-
-—dilia, Mientras empujaba la puerta yo me
deslicé detrás de ella, pero la cerró otra
- vez y nos encontramos cara á cara,
En mi vida he visto un joven tan ató-
so E A Se
-- —¡Un oficial francés! —exclamó sobre-
saltado.
j —Calle usted—le advertí yo—. Hable |
] más bajo. ds
- Había sacado mi sable.
—Yo no soy combatiente. Soy un mé-
- dico. ¿Por qué me amenaza usted con su
sable? Bien ve que voy desarmado.
—No quiero hacele daño, pero debo
defenderme.
" —¡Un espía!” AT |
-—Un espía no lleva un uniforme como
este, y, además, los espias no pertenecen
al Estado Mayor de un ejército. Vineá
1ballo por una equivocación; tuve que
travesar por enmedio del ejército pru-
siano y Mme escondí aquí con la espe-
ranza de escapar cuando hayan pasado
todos. No le haré ningún daño si no me
lo causa á mí; pero necesito su palabra
de que no me denunciará; de lo contrario
no saldrá de aquí con vida.
: —Puede usted guardar su sable—me
ARESó cáibión ac a |
ertí una expresión amistosa en sus
Soy polaco—añadió—y no le quiero
¿Usted ni á su gente. Hago lo me-
edo por asistir á mis pacien-.
, más. Capturar húsares
- podía salir de la
prisionero.
no es el deber de un médico; por consi-
guiente, con el permiso de usted voy 4
bajar con esta paja para hacer un lecho
á esos pobres muchachos. |
Mi primera intención fué exigirle un
juramento, pero sé por experiencia que
si un hombre no quiere decir la verdad,
mucho menos la jurará; así es que no
dije más. ES,
El médico abrió la trampa, tiró una bue -
na cantidad de heno y bajó, cerrando
tras sí la puerta. ]
Le observé ansiosamente cuando ya
estuvo abajo, pero no hizo más que aten-
der á sus soldados sin pronunciar una pa-
labra.
En aquel momento estaba yo seguro de
que el último cuerpo del ejercito había
pasado ya y me dirigí á la miriila del te-
jado con la confianza de que encontraría
el camino libre, salvo algunos rezagados,
los cuales no abrigaba temor de que me
importuneran..
Efectivamente, el primer cuerpo ya ha-
bía pasado y podía ver las ú'timas filas .
de la infantería desapareciendo por la es- *
pesura. : y
Pero qué sorpresa tan desagradable
cuando vi salir del bosque de San Lam-
berto, un segundo cuerpo tan numeroso
como el anterior. Sand
No dudaba ya de que todo el ejército.
prusiano que yo creía que habíamos des-
truíido en Ligny, se disponía á arrojarse
sobre nuestra ala derecha, mientras el
mariscal Grouchy había sido engañado y
alejado de allí. j
El ruido atronador de los cañones, cada
vez más cercano, me anunciaba que las
baterías prusianas que acababan de pasar
habían entrado ya en acción. $
-Imagináos mi terrible situación; trans-
currían las horas, el sol estaba ponién-
dose y, sin embargo, aquella maldita po-
sada en que yo estaba refugiado seguía
siendo como una isla emplazada en un
- mar de furiosos prusianos.
Era indispensable para mí llegar hasta
el mariscal Grouchy, y, sin embargo, no
posada sin ser hecho
Podéis pensar cómo maldecía mi suerte
mesándome los cabellos. Y sin embargo,
¡quién sabe lo que nos está reservado!
Mientras me desesperaba, la suerte me
tenía reservada una hazaña mucho más
_meritorialque llevar un mensaje á Grou»
-chy; una aventura que no hubiera sido-
y Conan-Doyle. —AL GALOPE És A 88 de
mía sino me hubiera ocultado en aque-
lla pequeña posada del Bosque de París.
Dos cuerpos prusianos acababan de pa-
sar y un tercero venía detrás, cuando oí
voces en la salita de la posada. Me apo:
suré á observar lo que ocurría.
Dos generales prusianos estaban allí
con las cabezas inclinadas sobre un mapa
extendido sobre una mesa. Varios ayu-
dantes de campo y oficiales de Estado
Mayor les rodeaban silenciosos. Uno de
los dos generales era un anciano de mi-
rada feroz, pelo blanco, cara arrugada y
bigote gris,
El otro era más joven, de cara alarga-
da y muy serio. Medía distancias sobre el
mapa con gran atención.
Su viejo compañero daba patadas en
el suelo y maldecía como un sargento de
caballería. Era extraño ver á este viejo
tan fiero y aquel joven tan comedido,
—Le digo á usted que no tenemos más
remedio que avanzar— gritaba el ancia-
no acompañando sus palabras con un fu-
rioso juramento—. He prometido á We-
llington que estaría allí con todo el ejér-
“cito, aunque me ataran al caballo. El
cuerpo de Biillow está en acción y el de
-Ziethen la sostendrá. ¡Adelante, Gneise-
nau, adelante!
El otro meneó la cabeza desaprobando.
_ —Recuerde su Excelencia que los in-
gleses, si son vencidos, pueden escapar
-por la costa. ¿Y nosotros? ¿cuál sería en-
tonces nuestra posición, estando Grou-
- Chy entre nosotros y el Rhin?
-. —Serán derrotados,
el duque y yo les aplastaremos. ¡Adelan-
te, Por Todo el ejército caérá de un
solo golpe. Traiga adelante á Pi rsch, y en-
tonces podremos poner sesenta mil hom-
bres en el sitio, mientras Thielmann de-
tiene á Grouchy más allá de Wavre.
- Geneisenau se encogió de hombros, -
En aquel instante entró un ordenanza.
- —Unayudante del duque de Welling-
- ton—dijo.
—Vamos á ver lo que éste tiene que
decir—exc!amó el anciano.
Un oficial inglés entró penosamente en
la habitación. Su uniforme se hallaba sal-
picado de sangre y de barro; traía un pa=
ñuelo ensangrentado alrededor del brazo.
- Se agarró á la mesa para no caer...
—Mi mensaje es para el mariscal Bli- :
5 cher—advirtió.
—Yo soy el mariscal Blicher—contes- >
| qn el mporcras riejo.
semejante á mí.
Gneisenau; entre
—El duque me manda para que diga á
su Excelencia que el ejército inglés pue-=
de sostenerse y que no abriga temor por
el resultado. La caballería francesa ha
sido destruida, dos de sus divisiones de
infantería han quedado sobre el campo
de batalla y sólo les.queda la guardia de
reserva. Si vuestras fuerzas nos prestan
vigoroso apoyo, nuestra victoria será una
completa derrota para el ejército francés.
Acababa de decir estas palabras cuan=,
do las rodillas del oficial inglés, se do=
blaron y cayó inerte al suelo. :
—¡Basta, bastal—gritó Bliicher—. Gnei-
senau, mandad un ayudante de campo á
Wellington para asegurarle que tenga
completa confianza en mí. ¡Adelante, ca=
ballerosl
Se apresuró á salir con todo su estado
mayor, sonando las espuelas detrás de él.
Dos ordenanzas llevaron al mensajero
inglés para que lo asistiera el cirujano.
Gneisenau, el jefe del Estado Mayor,
se retrasó un poco para hablar con unc
de sus ayudantes de campo. |
Este ayudante había llamado mi aten-
ción. Era alto y delgado, la figura de un
buen jinete. En su continente “había algo
De cara morena y Ojos
negros y penetrantes bajo espesas cejas
“ desgreñadas; su bigote hubiera hecho
honor al escuadrón de mis húsares. Ves-
tía uniforme verde con pechera blanca y
- un casco con penacho de crines de caba-
llo. Era un dragón tan arrogante que in-
citaba á cruzar gallardamente el sable
con él.
—Una palabra, conde Stein—le dij
Gneisenau—. Si es derrotado el enemigo
y si el emperador escapa, reunirá otro
ejército y todo tendrá nuevamente qué
empezar. Si podemos apoderarnos el
- emperador, entonces la guer
minado. Lo que le voy r
muy O Se corre un E ries
en ello. e
- con gran e cr
—Vamos á a e End
_senau—que las palabras del duque
- Wellington resulten confirmadas y
el ejército francés es completament d
rrotado. El emperador en este Cas
rá seguramente la retirada á e
_Genappe y Charleroi, que: son
nos más cortos para la frontera,
mos afirmar que sus caballos :
; —fugiti abr
84 E ai A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
para él. Nuestra caballería seguirá á la
- retaguardia del ejército francés, pero el
emperador estará lejos.
El dragón inclinó la cabeza afirmativa-
mente.
-—A usted, conde de Stein, le encargo
la captura del emperador. Si usted lo
- coge prisionero, su nombre vivirá glorio-
- so en la historia. Tiene usted fama de ser
- el mejor jinete de todo el ejército. Escoja
usted los compañeros que necesite; creo
- que doce serán suficientes. No debe usted
comprometerse en la batalla ni seguir las
- maniobras generales; antes al contrario,
- apartarse del conjunto, con el objeto de
reservar sus energías para lo que le he
indicado; ¿comprende usted bien?
- De nuevo el dragón inclinó la cabeza
afirmando. Aquel silencio me impresio-
naba, comprendía que era un hombre pe
ligroso.
“—Entonces dejo los detalles en sus
manos. No puede usted equivocar el co-
che nigeria! ni la figura del emperador,
Si nos volvemos á ver, confío que será
para felicitarle por un acto que repercu-
tirá en toda Europa.
- El dragón saludó y Gneisenau se apre-
suró:á salir.
El joven oficial permaneció pensativa
por espacio de algunos minutos. Después
siguió al jefe del Estado Mayor.
- Lo miré con curiosidad desde mi pues-
to de observación. Su caballo, un hermo-
so animal de pelo castaño con las cuarti-
llas blancas, se hallaba atado á la me
de la posada.
- Saltó sobre la silla y fé 4 detener una
columna de caballería que desfilaba en
aquel momento.
- Después vi á dos húsares, puesto que
el que se detuvo era un regimiento. de
húsares, salir de las filas y colocarse al
lado del conde de Stein. El otro regi-
miento que seguía también paró, y dos
lanceros fueron agrezados á la escolta.
Del otro regimiento. se destacaron dos
dragones, y de otro dos coraceros.
Stein reunió su grupo de jinetes y les
explicó lo que tenían que hacer. Después
desaparecieron entre la espesura.
- No necesito deciros, amigos, lo que
caba todo esto. Stein había obrado
imente como yo hubiera hecho en
A cada coronel había pedido
cuentra sin escolta esta gente-—me dije.
Mis queridos amigos, ¡imagináos la an-
siedad que se apoderó de mí! Todo pen-
samiento respecto á Grouchy había vo-
lado de mi imaginación.
Ya no se oían los cañonazos “hacia el
Oeste; no podía estar cerca de Grouchy,
y aunque viniese, no llegaría á tiempo
- para cambiar la “fase de los aconteci-
mientos.
El sol había comenzado á ponerse, y sólo
faltaban tres horas para terminar el día.
El objeto de mi misión era ya inútil; pero
había ahora otra de más empeño, más
inmediata, que significaba la seguridad y
tal vez la vida del emperador.
A toda costa debía llegar á su lado.
¿Pero cómo lograrlo? Todo el ejército ale-
mán me separaba de las líneas francesas.
Los prusianos bloqueaban aquel camino,
pero no podían bloquear el del d*ber para
Esteban Gerard. Me decidí á partir.
Sólo había una salida en aquella buhar-
dilla, y, por lo tanto, tenía que bajar por
la escalera,
Miré hacia la cocina y vi al cirujano
que se hallaba todavía allí. El ayudante
de lord Wellington, estaba sentado en
una silla, y sobre la paja yacían dos sol-
dados prusianos extenuados por la fatiga.
Los demás se habían repuesto y empren-
dido de nuevo la marcha. !
Estos eran mis ene nigos y tenía que
pasar ante ellos para llegar á donde esta-
ba mi Violeta. | |
No tenía nada que temer de parte del
cirujano; el inglés estaba herido y su sa-
ble con su capote se hallaba en un rin-
cón; los dos prusianos no podían mover-
se y los fusiles se a lejos de su al-
-Cance.
Abrí la trampa, me deslicé por la es-
calera y aparecí en medio de ellos con mi
sable desenvainado en la mano. :
¡Qué sorpresa! El inglés y los dos pru-
sianos debieron creér que un dios de la
guerra acababa de descender ante ellos. |
Con mi continente, mi uniforme gris y
plata y el resplandeciente sable en la
mano, debía en verdad presentar una
figura digna de admirarse. Ss
“Los dos prusianos quedaron petrifica-
dos con los ojos desmesuradamente abier-
tos; el oficial inglés quiso incorporarse,
pero estaba muy débil y cayó nueva-
los mejores e an: Sub dl |
mente sobre la silla con la boca abierta y
la mano apoyada én uno de los barrotes.
05, ruego aa no se iii Ei
A. Conan- “Doyle. SN, y CALDPR ? : 85 eras
No quiero hacer daño á nadie, pero Cui.
dado con el que intente detenerme. Soy
el coronel Esteban Gerard, de los húsa-
res de Confans,
—¡Diablo! —exclamó el inglés—. ula
ted es el que mató al zorro?
Sus Cejas se fruncieron y una terrible
expresión de cólera obscureció su rostro.
Los celos de un sportsman son una pa-
sión terrible. Aquel inglés me odiaba
porque yo había logrado antes que él
matar al animal. ¡Qué diferencia de ge-
niós! Si yo lo Anbasiá visto acometer tal.
obra, lo habría abrazado con gritos de
alegría. Pero no había USPrO para re-
flexionar.
—-Lo siento mucho, señor=je dije—,
pero voy á tomar su capote, lo necesito.
Trató de levantarse de la silla para al-
canzar su sable, pero yo me interpuse.
—( ¿Tiene algo en los bolsil! los?—le pre-
gunté.
—Hay un estuche—contestó.
—No quiero robar á usted —le dije, y le-
vantando el capote saqué de sus bolsillos
un frasco de plata, una cajita cuadrada
y unos gemelos de campaña, todos cuyos
Objetos le entregué.
El miserable abrió la cajita,
ella una pistola y apuntando á
za, exclamó:
—¡Ahora entréguese!
Estaba tan atónito ante aquella ias
acción, que me quedé petrificado. Vi sus
duros ojos fijos en mí ysu mano apretan-
do la pistola.
- —¡Pronto! ¡Entregue su sable! —me
dijo. |
sacó de
á mi cabe-
¿Cómo podía yo soportar tal humilla |
_ ción? La muerte era preferible á ser des-
armado de tal manera.
La palabra ¡fuego! estaba en "mis la=
bios, cuando el inglés desapareció de mi
vista, y en su lugar apareció un gran
“montón de paja del que salía un brazo
colorado y dos botas de charol dando
- puntapiés. ¡Oh, amable hostelera!. ¡Mis 4
. bigotes me habían salvado!
- —¡Huid!l-—me gritó.
- Echó otro montón de paja. sclas el pe
-glés, que pugnaba por salir y alcanzarme.
- En un momento había llegado al patio.
-Saqué del establo 4 Violeta y salté sobre
ella, Una bala de pistola silbó cerca de
i hombro, y al volverme, vien la ven-
tana el rostro furioso del inglés. Sonreí
E desprecio y. espoleé á mi yegua.
¿Los pinos. imei habían. pue :
ya, y el camino se hallaba libre al dar ES
Si Francia ganaba, todo estaba bien;
pero si Francia perdía, entonces de míy
de mi y¡equeña yegua dependía lo que era
más que victoria Ó derrota: la salvación
y la vida del emperador. |
—¡Adelante, Esteban! ¡Adelantel—me
dije —. De todas tus hazañas, la más
grande, aunque sea la última, es esta que
tienes delante de ti. a
el
HISTORIA DE NUEVE JINETES PRUSIANOS
—Ya os dije cuando nos reunimos la
última vez que la importante misión que
el emperador me encomendó para el ma-
riscal Grouchy, había fracasado, aunque
no por culpa mia. :
Os conté cómo durante una larga tarde
estuve encerrado en un granero sin po-
der salir á causa de hallarme rodeado d
prusianos. Recordaréis también cómo o
la conversación del jefe del Estado Mayor
prusiano cuando - comunicó sus instruc-
ciones al conde de Stein, y así supe E
p'an que se tramaba para matar ó para
capturar al emperador ante el evento se
la derrota francesa.
Al principio no hubiera creido en se-=
mejante cosa; pero puesto que los caño=
nes habian tronado todo aquel día y su es-
tampido no había venido en mi dirección,
era evidente que los ingleses se había:
mantenido por lo menos en sus puestos E
rechazado todos nuestros ataques.
_Yaos he dicho que la lucha de aque
día se jugaba entre el alma de Francia y
la carne de Inglaterra; pero hay que con
fesar que encontramos una carne Mi
dura de roer.'
Era evidente que si al td 10
podía vencer á los ingleses cuando esta-.
ban solos, debía serle más difícil ahora
que tenían el apoyo de sesenta mil mal-
ditos prusianos que acudían como ho: y
migas. |
Siendo dueño de este secretas mi pue
-to'me reclamaba al lado del emperador.
Había salido de la posada dejando en
- ventana al ayudante de camp
no pude menos. de reirme al y
encendida por la cólera. y
- briznas de heno. Y
86 ¡ > | EE Conan-Doyle.—AL GALOPE
hermoso capote negro, forrado de rojo.
—Caía hasta mis altas botas de montar y
- cubría mi uniforme, que me hubiera de-
- nunciado al enemigo. En cuanto á mi
morrión, había muchos entre los milita-
res prusianos y no había motivo para que
E se fijaran en él.
Con tal de que nadie me hablara, no ha-
A bía temor de que no pudiera pasar á tra-
vés del ejército prusiano. Yo comprendía
- €l alemán, pues había tenido muchas ami-
- gas entre las damas alemanas durante los
- años que había peleado en aquel país;
pero lo hablaba con marcado acento pa-
_risién, que no podía confundirse con su
acento rudo é inarmónico. Sólo podía de-
-sear que me permitieran atravesar el ca-
mino en silencio.
El bosque de París era tan grande, que
no había que pensar en rodearlo. Me
- armé de valor y fuí galopando á retaguar-
dia del ejército alemán.
No era difícil el itinerario, pues el ca-
=mino estaba surcado por las huellas de
dos pies de profundidad que habían de-
jado las ruedas de los cañones y los ca-
rrOS de municiones.
Pronto hallé á ambos lados filas de he-
ridos, prusianos y franceses. Era el lugar
en que las avanzadas del ejército de Bu-
low y las de los húsares de Marbot ha-
bían sostenido una refriega. ;
Un anciano de larga barba blanca, que
me pareció un cirujano, corrió detrás de
mí llamándome. No volví la cabeza y es-
.poleé á mi yegua. Oí sus gritos mucho
tiempo después de haberlo perdido de
vista entre los árboles.
No tardé en llegar á donde estaban las-
reservas prusianas. La infantería estaba
- descansando sobre sus fusiles ó tendién-
dose sobre el fangoso suelo. Los oficiales,
en grupos, escuchaban el clamor de la
alla que se estaba dando lejos y dis-
ían sobre los despachos que llegaban
campo de operaciones.
e apresuré á seguir 4 todo galope; !
pero uno de aquellos oficiales me inter-
ceptó el paso, levantando su mano en
y me que me ea sue un momen-
| E
dente. ¡Tenían
prasianos!
¿Quién de ellos era capaz de detener á
quien llevase un mensaje para su general?
Mi disfraz era un talismán que me iba
á sacar del peligro, y mi corazón latía
al pensarlo. No esperé ya á que me hi-
cieran preguntas. Mientras pasaba á tra-
vés de los prusianos iba gritando:
— ¡El general Blúcher! ¡el general
Bliicher!
Y cada hombre me señalaba hacia ade-
lante dejándome franco el paso. Hay mo-
mentos en que la más suprema impruden-
cia es la más alta sabiduría. Pero es pre-
ciso tener discreción; y os confieso que
llegué á ser muy indiscreto, pues mien-
tras avanzaba en mi camino, ya cerca de
la línea de batalla, un oficial de hulanos
cogió las riendas de mi yegua y señaló
un grupo de hombres próximo á un case-
rón que ardía.
—¡Allí tiene usted al mariscal Blú-
cherl ¡Entréguele su despacho! —me dijo.
Y efectivamente, allí se encontraba el
terrible viejo de grises patillas á un tiro
de revólver, con sus ojos vueltos hacia mí.
Pero mi buen ¿mgel guardián no me
abandonó. Rápido como un relámpago,
vino á mi memoria el nombre del general
que mandaba la avanzada de dos pru-
sianos.
—¿El general Búlow?—grité.
El hulano soltó la rienda.
- —¡El general Bilow, el general Búlow!
—gritaba yoá á cada salto que daba mi
yegua.
Galopé á través de las calles de Plan-
cenoit que estaban ardiendo, espoleé 4
Violeta por en medio de dos columnas de
infantería prusiana; me interné por unas
arboledas con el sable en la mano, y de-,
rribé de un sablazo á un húsar que se
interpuso en mi camino. Con el capo-
te abierto mostrando mi uniforme, pasé á
través de las filas de la décima línea y me
hallé de vuelta de 'mi viaje en el centro
del cuerpo de Lobau.
Los prusianos, en número superior á los. |
franceses, les obligaban lentamente á re-
cular sobre. sus flancos. Galopé hacia ade-
lante ansioso solamente de encontrame
al lado del emperador.
Pero el espectáculo que presencié heló
mi sangre. Mi ruta me obligaba á re-
montar una colina, y cuando llegué á su
cumbre miré hacia bajo del valle de Wa-
terlóg. Antes de mi marcha había visto
en él dos grandes ejércitos y un espacio
entre ños. Ahora no habla me q. qe
ed
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE : ss 87 eS
largas hileras de regimientos quebranta-
dos, cuyos hombres yacían muertos y he-
ridos sobre ambos lados del campo de ba-
talla. A lo largo del camino se veían
amontonados cadáveres y más cadáve-
res; pero esta carnicería no era espec-
-táculo nuevo para mí. No era esto lo que
-— helaba mi sangre, si no el ver subiendo
la larga cuesta de la posición inglesa un
verdadero bosque de hombres negros,
ondulantes y compactos. Eran las pieles
de oso de la Guardia.
Mi instinto de soldado me hacía adi-
vinar que aquella era la última reserva de
Francia, la última carta que jugaba el
emperador. ; :
-_Ascendían grandiosos, inquebranta-
bles, acribillados por la fusilería, mar-
-Cchando hacia adelante como una marea
negra que ametrallaban las baterías bri-
tánicas. hs k
Con mi anteojo pude distinguir á los
artilleros ingleses que se ocultaban de-
bajo de sus piezas ó corrían hacia la re-
taguardia. e
La Guardia, seguía ascendiendo peno-
sa pero denodadamente hacia la cresta
de la colina, De pronto, un terrible estré-
pito llegó 4 mis oídos. La vi chocar con
- la infantería británica.
Pasó un minuto y después otro y otro;
se me heló el corazón al ver que aquellas
compactas columnas no avanzaban y que
se hallaban detenidas. ¿Sería posible que
viera rotas sus filas? Una mancha negra
descendió por el monte, luego dos, luego
cuatro, luego diez, luego un número
grande esparcido. Una masa luchando,
- abriéndose y parándose de nuevo y al fin
en pequeñas fracciones arrojándose hacia
delante como locos... _
-——¡La Guardia está batida! ¡La Guardia
está batida. eos o
- Por todas partes. repercutía el mismo
grito. Por toda la línea la infantería vol- .
- vía la cara y los artilleros abandonaban
sus piezas.
¡La vie)
de -— ¡Hemos
Otro.
¡acia la retaguardia saltando y vacilando
a Guardia está vencida! ¡La
Guardia se retiral : e
Un oficial con cara lívida pasó por de-
lante de mí gritando estas palabras de
OLA la o E salad RA de
-—¡Sálvese el que pueda! ¡Sálvese el
- que pueda! ¡Hemos sido engañados!
sido engañados! —repitió
bía hombres que corrían como locos.
Se oían gritos y aullidos por todo mi de-
rredor. Y en aquel momento, mientras
miraba hacia la posición inglesa, vi lo
que nunca olvidaré. A
Un jinete solo se dibujaba como una
sombra negra y bien definida sobre el úl-
timo resplandor del sol poniente. Tan obs-
curo, tan inmóvil sobre aquella tenue luz,
que pudiera haber pasado por el espíritu
de la batalla lamentándose sobre aquel
terrible valle. poa ho
Mientras yo le miraba levantó su som--
brero en alto, y á aquella señal, con
un bajo y hondo ruido como de una ola
que se rompe, todo el ejército británico
aparecía por encima del borde, descen-
diendo rápidamente hacia el valle.
Una inmensa franja de acero salpica=
da de colorado y azul, barría cuanto se
oponía á su paso. La caballería y la arti-
llería retumbaban con estruendo al des-
cender sobre nuestras diezmadas filas.
Un grito de agonía, la agonía de los
hombres bravos que ven perdida toda es-
._peranza de salvación, repercutió de un:
flanco á otro, y en un instante el total de
aquel noble ejército huyó á la desbanda-
Ca con el terror pintado en el rostro d
todos aquellos militares que tantas vece;
habían jugado su vida consiguiendo el
laurel de la victoria. Aun ahora, mis que-
ridos amigos, no puedo recordar tan tris
te cuadro sin que acudan las lágrimas .
mis ojos y se turbe mi voz por la an ¿ustia
Caminaba y caminaba por entre la;
filas desbandadas y por entre los diezm
dos regimientos, cuando tuve que par.
por la emoción que me produjo lo que
veía, En medio de aquella ola humana
que venía en todas direcciones aparec
un grupo de jinetes con uniformes grise
adornados de plata. Llevando un estan=
darte deshecho, traspasado por las bal:
y cuya insignia cuidaban de defender
más que sus propios cuerpos. ¿Quiéne
eran? Los bravos húsares de Conflans, á
los que ni todo el poder de Inglaterra
- de Prusia había podido vencer. Pero
-do.me acerqué á ellos mi corazón q
- traspasado por el más profundo dol
mayor, siete capitanes y quinientos
do le pregunté dónde habían
- cinco escuadrones, volviendo la cab
apuntó detrás de nosotro:
ncontrará usted, mi Coront
e O a Do on
deando uno de aquellos cuadros ingleses.
Hombres y caballos se mostraban en su
último esfuerzo cubiertos de sudor y de
barro, ennegrecidos por la pólvora. Pero
me llenó de orgullo el ver cómo aquel
resto de valientes, desde el cornetín has.
ta el furriel, conservaban su puesto.
¡Ojalá los hubiera podido llevar como es-
colta para el emperador! ¡En medio de los
_húsares de Conflans hubiera estado se-
- guro! Pero los caballos estaban demasia-
dy cansados para trotar.
Les dejé atrás, conviniendo en reunir-
nos hacia el cortijo de Saint- Aunay, don-
- de habíamos acampado dos noches antes.
- Hice correr mi yegua á través de la mu-
chedumbre en busca del emperador.
-— V1imuchas cosas, mientras me aceleré
- á pasar por aquella terrible multitud, mu-
Chas cosas que nunca podrán borrarse de
mi imaginación. Jamás olvidaré aquella
Impetuosa corriente de hombres de caras
lívidas, ojos espantados, que aullando
como fieras se precipitaban en todas di-
recciones. ¡Me parecía una pesadilla!
-. Enla victoria no comprende uno los
horrores de la guerra; para esto es nece-
- sario tocar de cerca el frio de la derrota.
Todavía veo un viejo granadero de la
Guardia caído al lado del camino, con la
pierna partida. : PR
- — —¡Camaradas! ¡Camaradas! ¡Cuidado
- con mi piernal—gritaba—. Pero el ejérci-
_toenretirada se precipitó sin hacer caso
sobre él pisoteándolo. : e
- Delante de mí había un oficial de lan-
eros sin uniforme; su brazo había sido
mputado en la ambulancia. Era horrible
la impresión que causaba verlo; hasta
_los vendajes se le habían caído.
Dos artilleros trataron de pasar con
sus cañones; un cazador levantó su fusil
disparó un tiro en la cabeza á uno de
o PES AS ;
Yo vi un mayor de coraceros sacar sus
dos pistolas de la montura y matar pri-
mero á su caballo y luego matarse él.
- Al otro lado del camino, un hombre
e guerrera azul estaba rabiando como
r la pólvora; su uniforme desgarrado,
Cha
etera perdida y la otra colgan-
pecho. Solamente cuando
de él reconocí al mariscal
las tropas que huían, y su
Oz apenas parecía humana, Después, le-
Jan el trozo de su sable, partido á
la empuñadura, gritó:
contestó,
«Venid á ver cómo un mariscal de Fran-
cia puede morir». (
De buena gana hubiera participado de
su suerte, pero mi deber me llamaba á
otra parte. No encontró la muerte que él
buscaba, como vosotros sabéis, pero la
halló unas semanas después á sangre fría
y á mano de sus enemigos.
Hay un viejo proverbio que dice que
en el ataque los franceses son más que
hombres, pero en la derrota son menos
que mujeres. Aquel día se confirmó.
Pero aun en la derrota vi cosas que
puedo contar con orgullo,
A través de los campos que bordeaban
el camino, evolucionaban los tres batallo -
nes de la Guardia de Cambronne, la cre-
ma de nuestro ejército.
Marchaban en cuadro; sus banderas
flameaban por encima de la sombría línea
de las pieles de oso. A su alrededor rugía
la caballería inglesa y los negros lanceros
de Brunswick agitándose en oleadas con
ruidoso estruendo; se rompían en filas
batiéndose en retirada.
Los cañones ingleses, seis á la vez,
arrojaban su metralla á través de las fllas
francesas. La infantería inglesa se halla-
ba cercada en tres lados por nuestros
bravos, que arrojaban nutridas descargas
sobre ella; todavía como un león con fie-
ras garras agarrándose á sus flancos.
Los gloriosos restos de la Guardia mar-.
-chaban despacio, parando de tiempo en
tiempo, replegándose, organizándose
para la marcha, y saliendo majestuosa -
mente de su última batalla. Detrás de
ellos venían las baterías de la Guardia
con los tres cañones de treinta y seis, re-
plegados sobre el borde del valle. Cada
artillero se mantenía en su puesto, pero
ningún cañón disparaba. ( E
- —¿Por qué no tiran? —pregunté al co-
ronel mientras pasaba. e
_—Se nos ha concluido la pólvora —
_—Entonces, ¿por qué no retirarse? ?
—Nuestra presencia puede detenerlos
un poco. Debemos dejar tiempo al empe-
rador para escapar. ! 8
_ He aquí el espíri
Francia... E eN
Detrás de aquella muralla humana de
valientes, los otros, los más fatigados, to-
tu del soldado de
-maban alientos, para luego reanudar la
marcha con menos desesperación.
- Habíame alejado del camino, y por tod
el lado del campo, á la luz crepuscula
A. Conan-Doyle.—at GALOPE O -89 0
podía verse la timida y dispersa multitud
Que diez horas antes había formado el
mejor ejército que jamás marchara á la
batalla.
| Con mi magnífica yegua pronto puda
- salir de aquel tropel de gentes, y en el
moménto que pasaba por Genappe, al-
cancé al emperador con su estado mayor.
Soult estaba con él todavía, como tam-
bién Drouot, Lobau y Bertrand; con
cinco cazadores de la Guardia montados.
Sus caballos apenas podían sostenerse.
La noche caía y la cara cansada del em-
perador aparecía blanca á través de la
media luz, mientras volvía hacia nosotros
su mirada.
—¿Quién es aquél?—preguntó.
—Es el coronel Gerard—exclamó Soult,
—¿Habéis visto al mariscal Grouchy?
—No, majestad, Estaban de, por me-
dio los prusianos.
—No importa; Soult y yo volveremos.
El emperador intentó que girase su ca-
ballo, pero Bertrand se cogió á la rienda.
—¡Ab, majestad! —dijo Soult—. El ene-
migo ha tenido ya bastante buena suerte.
Todo el estado mayor suplicó al empe-
rador que siguiera con nosotros.
Caminaba en silencio con la barba caí-
- da sobre su pecho y parecía el más gran-
de y más triste de los hombres. |
A lejos, detrás de nosotros, aquellos
cañones sin remordimiento estaban toda-
vía rugier do. Al Igunas veces entre la obs-
curidad se oían gritos humanos y ruido.
de cascos de caballos al galope.
Ante aquellos ruidos nos apresurába-
mos á espolear nuestros caballos para
colocarnos á vanguardia de las tropas es:
parcidas.
Al fin, después de a toda la no- | ,
_cheá la luz de la luna, habíamos dejado
- atrás perseguidos y perseguidores. Cuando
pasamos por el puente de Charleroi ya era
- de día. ¡Qué desfile de espectros semeja-
ba nuestra comitiva á través de aquella
fría y penetrante luz! (
El emperador, con la cara pálida como
la cera, Soult manchado de pólvora, Lo-.
bau salpicado de sangre. Marchábamos
con más facilidad, sin tener que mirar
- atrás, pues Waterlóo estaba ya á más de
treinta millas Habíamos encontrado uno
de los coches del emperador en Char-
leroi, y nos paramos momentos después
al otro lado del Sambre, gear de. A
nuestros caballos.
aquel tiempo no había dicho ni una pala- $
bra al emperador, m
estaba decidido á proteger su persona
hasta la muerte?
Había tratado de hablar de esto á Soult
y 4Lobau, pero estaban demasiado sobre=
cogidos por el desastre y por las precau-
ciones nscesarias de la marcha. Era impo-
sible hacerles comprender. lo urgente de
mi mensaje.
Además, durante aquella larga marcha
habíamos tenido siempre gran número
de fugitivos franceses junto á nosotros, y.
por desmoralizados que estuvieran nos
habrían apoyado contra un ataque de
nueve hombres.
Pero ahora, frente al coche del empe-
rador, observé que no se veía ni un solo
soldado en aquel largo camino. Nos ha-
bíamos alejado del ejército. ze
Miré á mi alrededor para ver qué me-
dios de defensa nos quedaban. q
Los caballos de los cazadores de la ES
Guardia habían tenido que quedarse en
el camino. Sólo quedaba en la escolta un
sargento de mostacho gris. Allí estaban
Soult, Lubau y Bertrand, pero hubiera
preferido un sargento de mis húsares, á
aquellos generales con todo su talento. -
El cochero y un lacayo de la casa im-
- perial, se habían unido á nosotros en
Charleroi. Total, ocho hombres; pero de
“los ocho, solamente dos, el sargento y yo,
éramos soldados para la lucha.
Sentí un escalofrío al pensar á qué e
-tremo habíamos llegado.
En aquel momento alcé los ojos y vi á
los nueve jinetes prghes descendiend
por la colina. St
Al Sur se encontraba el camino de
Francia. A lo largo de él venían ya ca-
balgando los prusianos. El conde de Stei
habia cumplido bien sus instruc
_Avanzaban para encontrarse de
con el emperador y ya estarían á una : me-
dia milla de distancia. Era el punto donde
_menos hubiéramos podido ii en
- migos.
— ¡Majestad! ¡ Cos prusianos!—gri !
Todos se sobresaltaron ante mis p:
bras y miraron hacia el grupo de j Jine :
El emperador fué el e que
eL silencio.
—¡Yo, señc e
Cada vez e una cesto
pia alas: ¿por q que durante o todo ha
manifestándole que PE
con voz ronca y áspera, aquella voz de
corso, que solamente hacía oir cuando
había perdido su presencia de espíritu.
—Siempre seréis un bufón— gritó—.
- ¿Qué queréis significar al decir que son
prusianos? ¿Cómo pueden ser prusianos y
"venir del lado de Francia? Habéis perdido
toda la inteligencia que poseíais.
Sus palabras fueron un latigazo para
mí, y, sin embargo, todos sentíamos hacia
el emperador un cariño como el que un
- 'VIejÓ perro conserva á su amo. Sus des-
- precios eran pronto olvidados y perdona-
dos. No quise en este caso argúirle.
A primera vista pude distinguir las pa-
- tas blancas del caballo de Stein, Los ji-
netes, reparando en nosotros, espolearon
- Sus Caballos, lanzando un grito de triunfo.
Habían comprendido que la presa estaba
en Sus manos. | / dl
Ante aquel avance toda duda había
desaparecido.
PU —¡Por todos los diablos! ¡Majestad, *
- que son en verdad los prusianos! —gritó
Soult. 3 A
- Lobau y Bertrand corrieron por el ca-
mino como dos gallinas asustadas. El sar-
-gento de cazadores sacó el sable lanzan -
do una imprecación. El cochero y el la-
Cayo lloraban y se retcrcian las manos.
- — Napoleón estaba con la cara fría, te-
- niendo un pie en el estribo del coche.
¿Y yo? ¡Ah, amigos míos, estaba sober-
10! ¿Qué palabras emplearé para hacer
sticia á mi propio comportamiento en
quel supremo instante de mi vica? Frío,
a a e A
Me había llamado el emperador bufón;
pero ¡qué noble fué mí desquite! Cuando su
“propio talento le había abandonado, era
ereno, con el entendimiento claro, y
o, Esteban Gerard, el que suplía su falta.
se Pelear era absurdo, y huir, ridículo en
tal caso. El emperador, grueso, y agotado
or el cansancio, nunca había sido gran
o podía escapar de aquellos hom-
bres que habían sido elegidos entre todo
n ejército? ES y ]
] mejor jinete de
ro yo era el mejor jinete de Francia y
0, solamente yo, podía igualarme á ellos.
rseguían en vez de perseguir al
_todo iría bien. a
amente salté al lado del empera-
Rápidam
r, que estaba petrificado junto al coche
ingot, majestad! ¡Su sombre- mo or |
ps días de fatiga, y el emperador era uno
E E
y A. Conanm-Doyle.—AL GALOPE *:
Prusia estaba allí,
e
Se los arranqué de encima. Nunca lo
había visto tan anonadado como en aquel
momento. Inmediatamente me puse aque-
llas premdas y empujé al emperador den-
tro del coche.
En un momento salté sobre su famoso
caballo blanco 4rabe, y saliendo del ca-
mino me separé rápidamente de la comi-
tiva imperial.
¿Habréis adivinado mi plan? Pero me
preguntaréis cómo podía pasar por el
emperador. Mi cuerpo es todavía como lo
veis; el suyo nunca fué elegante, porque
era bajo de estatura y obeso; pero la talla
de un hombre no se aprecia cuando está
á caballo. Por lo demás, sólo había que
inclinarse hacia delante, arqueando las
espaldas como un saco de harina. Lleva-
ba el pequeño sombrero de tres picos y el
redingot«eris con la estrella de plata, co-
nocido hasta por los niños de extremo á
extremo de Europa. Oprimía bajo mis ro-
dillas el famoso caballo blanco y, por con-
siguiente, todo era completo para carac-
terizar á Napoleón. :
Cuando me aparté del coche imperial
los prusianos estaban á trescientos metros
de nosotros. Hice un gesto de terror y de
desesperación con mis manos y me lancé
- conel caballo hacia el banco de arena
que bordeaba el camino: esto fué lo sufi=
ciente. . E
- Los prusianos lanzaron un grito que
parecía el aullido de lobos hambrien-
tos que olfatean «su presa. Espoleé á mi
caballo y lo lancé por la pradera, miran-
do por debajo del brazo á mis enemigos.
¡Oh, qué momento glorioso aquél en que
vi-á los prusianos que me perseguían!
Sólo uno de ellos había quedado atrás
y oí gritos y ruido de lucha, Me acordé .
de mi viejo sargento de cazadores, y me
convencí de que el número nueve no nos
molestaría más. S es
El campo estaba despejado y el empe-
rador libre para continuar su viaje.
Pero ahora tenía que pensar en mi pro-
pia persona. Si me alcanzaban los prusia-
nos no tardarían en matarme en cuanto
me reconocieran. De! perder la vida la
hubiera vendido á glorioso precio, pero
aún abrigaba esperanzas. Contra otros ji-
netes y otros caballos no hubiese dudado
poder escapar; pero en aquel caso, Jine-
tes y caballos, eran de los mejores.
Era un magnífico animal el que yo.
montaba, pero estaba cansado por largos
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE ' : só , aL ]
«le esos jinetes que no saben manejar un
«caballo. Se preocupaba de ellos muy paco
y su mano era dura para el freno. Pero
Steint y sus hombres habían venido tam-
bién desde muy lejos y á marchas forza-
das. La carrera, pues, era igual.
- Tan pronto había sido mi impulso y
tan rápidamente había obrado, que no
había podido pensar en mi propia segu-
ridad. De lo contrario hubiera ido en lí-
nea recta por el camino que antes había-
“mos recorrido y me habría encontrado
entre los nuestros.
Pero había salido del camino y galo-
paba sobre la llanura á una milla de él
«Cuando se me ocurrió esta idea.
Entonces, al mirar atrás,
prusianos se habían extendido en línea
recta para cercarme en el camino de
Charleroi. No podía retroceder, pero po-
-día escabullirme hacia el Norte. Sabía
que todo el campo estaba cubierto por
nuestras tropas en retirada, y que tarde
-Ó temprano encontraría algunas.
-Pero había olvidado el río Sambra. En
-mi excitación, jamás había pensado en él.
hasta que lo vi ancho y profuado, bri:lan-
* do á la luz del sol de la mañana. Aquel
obstáculo me detuvo. Los prusianos chi-
llaban detrás de mí. Avan cé rápidamente
“hacia la orilla, pero mi caballo se resistió
«4 entrar en el agua. Lo espoleé, pero la ri-
bera era muy alta y el río profundo. Ara-
be retrancaba, relinchando y poniendo
sus orejas erguidas. .
Los gritos de triunfo sonaban cada vez
- <más cerca. Llevé mi caballo hacia un pe-
queño remanso. Había que atravesar por
«allí de cualquier manera, pues mi retira-
da estaba bloqueada. De pronto vi una Ca-
“sita junto al río donde estaba y otra en
la orilla opuesta. Donde hay dos casas así
¿en un río es natural que no falte un vado.
Una senda en pendiente conducía hasta
la misma orilla, y obligué á mi caballo.
4 seguirla. Mi Arabe, al fin, entró en el
río; el agua le llegaba hasta. la silla. La
«espuma nos rodeaba; hizo un falso movi-
“miento, y por un instante créí que está-
“bamos perdidos. Pero se repuso, y poco -
“tiempo, después trotaba por la otra orilla.
A En aquel momento oí un chapuzón
- detrás de mí. Era el primer prusiano
«que saltaba al agua. No había más distan-
«Cia entre nosotros que la. anchura del
Sambre.
Mi Caminaba yo con la cabeña o casi “sepul- »
A tada entre 9108 horda e era. el modo. ES
vi que los.
de cabalgar de Napoleón, y no me atre-
vía á mirar atrás por miedo de que vie-
ran mis bigotes. A
Me había subido el cuello del redingot E
para ocultarme mejor. Si se convencían
de su error podrían volver aún y as a
zar el coche imperial. |
Pero pronto pude comprender por las
pisadas de sus caballos, cuán lejos se ha-
llaban de aquelcoche y cuán cerca de mí.
Miré furtivamente por debajo del brazo,
y me apercibí que el peligro dependía de
un sólo jinete que se había adelantado
mucho á sus camaradas. Era un húsar,
un muchacho muy pequeño, montado so-
bre un gran caballo negro. A su ligero
peso debió sin duda adelantarse á los
demás.
Era un puesto de honor el que ocupa- E
ba, pero también un puesto de peligro.
Tenté los bolsillos del redingot, y pude
convencerme de que no había pistola al-
guna en ellos. Encontré unos anteojos en
uno, y el otro estaba lleno de papeles.
Había dejado mi sable en la silla d
Violeta. Si hubiera tenido mis armas y
mi yegua, habría jugado con aquellos
-bribones. Pero no estaba completament
desarmado, pues el sable del emperador
colgaba de la silla. Era de hoja corva
corta, con la empuñadura incrustada en
oro, una cosa más propia para brillar e:
una revista Ó un besamanos, que par
servir á un soldado en el momento dec:
sivo. Cada instante, oía más cerca el ca-
ballo de mi perseguidor, su aliento fati-
goso y las amenazas que me dirigía el
muchacho. Llegamos á un poblado,
la revuelta de una callejuela volví mi ca-
ballo sobre los cuartos traseros, y me en-
contré cara á á cara con mi enemigo.
Al verme, el muy torpe se hizo á un
lado y siguió corriendo por mi derec
En aquel preciso momento me incliné
bre el cuello del caballo y hundí el s
en su costado. Debía ser este sable del
_mejor acero y tan afilado como una ni
vaja de afeitar. Apenas sentí esfue
alguno cuando entró en el cuerpo
enemigo, y sin embargo, la sangre m:
chó hasta dos Ó tres pulgadas la em-
puñadura. |
Su caballo salió galopando
tuvo en la silla unos cien m
- pués se dejó caer de cara so
del caballo, y cayó al suelo.
Oi los gritos de rabia y de ve
sianos al encontras
de su camarada, y no pude evitar una
sonrisa cuando p>nsaba lo que opinarían
del emperador como jinete y como esgri-
midor. Miré atrás con la misma precau-
ción que antes y vi que ninguno de los
siete hombres se había parado.
Seguían como perros de caza sobre su
presa; pero yo estaba bastante alejado, y
el valientes1rabe galopaba bien.
Ya me creía en salvo, y sin embargo,
me esperaba el más terrible peligro.
La callejuela se dividía, y yo avancé
92 A. Conan-Doyle.—AL CALOPE
bía una porqueriza. Su pared frontera es-
taba formada por estacas de cuatro pies
de alto. Al otro lado había un muro de
piedra. Hice saltar á mi Arabe por enci-
ma de la barrera de estacas, pero al po-
sar sus manos delanteras resbaló hacia
delante cayendo sobre sus rodillas. Yo
fuí arrojado por encima del muro, y Caí
sobre unas matas.
Mi caballo se hallaba dentro de la por-
queriza, yo al otro lado y los prusianos
embocaban al galope la plazoleta.
¡Qué glorioso momento aquel en que vi á los prusianos que me perseguían! (Pág. 90.)
por la parte más estrecha porque estaba
cubierta de hierba y por lo tanto podía
pisar mejor el caballo. Imagináos mi ho-
rror cuando al final me encontré en una
plazoleta sin ninguna salida. ¡Ah, amigos
mios! Si están blancos mis cabellos, ¿no
es verdad que he pasado bastante para
que se volvieran así?
Era imposible retroceder; oía el ruido
atronador de los caballos prusianos en la
- misma Callejuela. Miré en derredor mío.
La Naturaleza me ha favorecido con una
vista perspicaz que. es uno de los prime -
ros dones para el soldado.
Entre una larga hilera de cuadras ha»
Me puse instantáneamente en pie y
cogí las riendas del caballo, que trataba
de franquear el muro, sin poder conse-
guirlo. La pared estaba formada con pie-
dras sueltas, derribé unas cuantas y que-
dó una abertura por la que pudo saltar el
caballo. Un instante después estaba sobre
su montura. Mientras montaba había pa-
sado por mi mente una idea heroica. Si
aquellos prusianos saltaban por la por-
queriza sólo podían hacerlo uno á uno, y
su ataque no sería peligroso, pues no te-
nían tiempo de ponerse en guardia des:
pués del salto.
¿Por qué no esperar para matarlos uno
O
dio AN
- A. Conam-Doyle.—AL GALOPE a
tras uno mientras Salah? Era un glo-
rioso pensamiento. Aprenderían que á
Esteban Gerard no era muy fácil darle
caza. Mi mano buscó la empuñadura del
sable, y podéis imaginaros mi terrible
sorpresa cuando solo encontré vacía la
vaina. En la sacudida de mi caballo al
saltar ó al resbalar éste el sable se había
caído. ¿De qué circunstancias depende á
veces nuestros destinos? No podía saltar
de nuevo la pared para coger mi sable
porque los prusianos estaban ya en la
plazoleta. Piqué mi caballo para seguir
huyendo.
Había caido en una trampa peor que
la de antes. Estaba en una huerta rodea-
da por un alto muro.
Sin embargo, pensaba que habría al-
guna puerta, pues no era de presumir
que allí se entrase saltando por la pir-
queriza. Recorrí á caballo todo el muro,
y como esperaba, encontré una verja,
cuya puerta tenía colocada la llave en
- el interior.
Me apeé del caballo, abrí, y me encon=
tré con un lancero prusiano que estaba.
montado, á unos cuatro metros. de dis-
tancia.
Durante un momento nos miramos fija-
mente el uno al otro, luego cerré Ja puer-
ta otra vez con llave. Un estrépito y un
grito sonó por el otro lado de la huerta.
Comprendí que uno de mis enemigos ha=
—bía sufrido un accidente al pretender
saltar. Pero ¿cómo podría escapar yo?
Era evidente que alguno de mis perse-
- guidores se había destacado para galopar
-_ alrededor del muro mientras que. los
otros seguían mi pista.
“Si hubiera tenido mi sable me habría
podido librar de aquel lancero; pero salir
de allí desarmado como estaba, era en-
- tregarse. Sin embargo, no podía. esperar,
pues no tardarían en alcanzarmelos otros.
¿Qué debía hacer entonces? Había que
obrar en seguida ó estaba perdido. Afor-
tunadamente, en tales momentos mi men-
te está más despejada y mis acciones son
; más rápidas. Llevando á mi caballo de
las bridas corrí hasta unos cien pasos más
allá de donde el lancero : aa. aguar-
; dando,
Con gran ealsónto- e caer algunas
] piedras del muro. En seguida me apre;
- suré á volver á la puerta. ¡
Sucedió como yo esperaba. El lancero
- pensó que intentaba abrir una brecha
SS ad a nia y o el ruido: de las
verme. á mirar atrás.
pisadas de su caballo mientras galopaba
para cortarme la retirada. E
Cuando llegué á la puerta miré y vi al E
conde de Stein, que acababa de saltar
por la porqueriza y galopaba furiosamen-
te á través de la huerta.
—¡Entregáos, majestad! ¡Entregáosi—
me gritaba—. ¡Os daremos cuartel!
Me deslicé á través de la puerta, pero
no tuve tiempo de cerrarla. Stein estaba
á mis alcances y el lancero había ya vuel-
to su caballo. E
Saltando á la silla de Arabe, emprendí
la huida á galope sobre una llanura Cu=
bierta de hierba. Stein tuvo que apearse
del caballo para abrir la verja y poder
pasar. A él era á quien yo temía más que
al lancero, cuyo caballo era basto y estar:
ba además muy fatigado.
Galopé más de una milla antes de atre-
Stein se hallaba
á un tiro de fusil, seguía el lancero y más
allá otros tres prusianos. Los enemigos s
aproximaban, y uno solo era demasiad:
para un hombre sin armas. |
Me había admirado de no encontrar
durante aquella larga huida á ningún fu-
gitivo de nuestro ejército. Calculé que
estaba al extremo Oeste de las líneas.
_retirada y que debía dirigirme más haci
el otro lado si deseaba unirme con ellas.
De no hacerlo así, era probable que mis.
perseguidores, si no podían alcanzarme
me tendrían á la vista, hasta que me hi
-cieran frente algunos de sus camarad.
que venían del Norte.
A lo lejos veía una línea de polvo.
se extendía á través del campo.
Aquel era ciertamente el camino E lo
largo del cual huía nuestro desgracias
ejército. Pronto pude comprobar que al-.
gunos de nuestros extraviados fugitivo:
habían pasado por allí. Vi un caballo
- ciendo en un campo, y junto á él, caíd:
sobre la hierba, un coracero francés h
rriblemente herido, y que se hallaba pró
ximo á EXPUAL o
Me apeé para apoderaltas de su sab
Nunca olvidaré la cara que puso aq
hombre al seguirme con su vista desf:
| cida. Era un aros do de pe
A as idón pie eo ON :
llo, todo relucía en su pálida cara. D.
algo y temi que fueran sus últimas pal
, pero y tenía ti , ese
A. Conan-Doyle—AL GALOPE -
Durante todo aquel tiempo había ca-
minado á través de los campos, cortados
por anchas zanjas, algunas de las cuales
-no tendrían menos de catorce ó quince
pies de ancho,
Mi corazón latia violentamente mien-
- tras el caballo saltaba cada una de ellas,
- pues un resbalón me hubiera perdido.
- — Peroel que escogía los caballos para
el servicio del emperador había hecho
bien su trabajo. Saltamos todas -las zan-
- Jas, y, sin embargo, no nos podiamos sa-
- Cudir de aquellos infernales prusianos.
- Miraba atrás y veía á Stein sobre su ca-
_ballo de pelo castaño, de patas blancas,
saltando con tanta ligereza como yo lo
había saltado con mi Arabe. Era mi ene-
migo y lo admiraba. Medí la distancia
ue me separaba de él y del primer jine-
ue le seguía. Se me ocurrió esperarle
ble en mano, como había hecho con el
húsar; pero los otros prusianos venían
' Cerca, prontos á unirse á él. Pensé
demás que aquel conde de Stein pudie-
ser tan buen esgrimidor como jinete,
que necesitaría en tal caso algún tiem-
) para vencerle. Mientras tanto llegarían
y demás y yo estaría perdido. En suma,
más juicioso era continuar la huída.
Un camino bordeado de álamos atra-
=vesaba la llanura hacia la larga línea de
polvo que señalaba la retirada francesa.
alopé por él. A mi derecha apareció un
serón con una rama colgada de la puer-
ta, indicando que aquello era una posa-
En la puerta había varios campesinos,
o lo que me sobrecogió fué ver una
haqueta colorada, lo cual me indicaba
ue en aquel sitio había. inglesés.
- Sin embargo, no podía parar ni podía
etroceder. No había más remedio que
par hacia adelante y abandonarme á
fortuna.
No había tropas á la tar así es que
quellos hombres podrían ser soldados
xtraviados Ó merodeadores, lo cual me
ba poco cuidado.
Mientras me aproximaba, vi á dos de sd
Éntados en un banco, bebiendo. Se
ncorporaron con dificultad; era evidente
mbos estaban embriagados. Uno de
leándose, se aaa en a
llos, tam
bía precipitado dentro de la posada, y le
vi salir con un fusil en la mano.
Se arrodilló y yo me agaché sobre el
cuello de mi caballo. Un tiro de un pru-
siano ó de un austriaco, era poca cosas,
pero los ingleses tenían "fama de ser los
mejores tiradores de Europa, y el borra-
cho, que sin duda era inglés, parecía
bastante firme cuando tenía su fusil sobre
el hombro. .
Galopé asma: oí la detonación
y mi caballo dió un salto terrible, un sal-
to que hubieran podido aguantar muy
pocos jinetes. En aquel momento llegué
á creer que me habían matado el caballo.
Me volví sobre la silla y vi que la san-
gre corría por una de las patas.
Miré al inglés y el bruto había mocdido
la punta de otro cartucho y cargaba de
nuevo su fusil; pero antes que lo hubiera
preparado ya me hallaba yo fuera de su
alcance. :
Eran soldados de infantería, y no po-
dían unirse á la caza; les oí chillar y aco-
sarme como si hubiera sido un zorro. Los
campesinos también corrían y re
con sus palos levantados.
Por todas partes había gritos y perso-
nas persiguiéndome. ¡Pensar que así se
daba la caza al gran emperador! |
Deseaba ya tener á aquellos bribones
al alcance de mi sable. Ahora sentía que
se aproximaba mi fin. Había hecho todo
lo que se podía esperar que un hombre
hiciera, y aun más; pero al fin había lle-
gado á an punto donde no veía manera
de escapar. Los caballos de mis perse-
guidores estaban rendidos por la marcha.
El mío también, pero además se hallaba
herido. Perdía mucha sangre y dejaba
tras de sí una huella roja sobre el blanco
camino, cubierto de polvo. -
Sus pasos eran cada vez más débiles y
y acabaría por caer. Miré atrás, y allfes-
taban los cinco prusianos. Stein, á unos
cien metros de mí; luego el lancero y des:
pués los otros. |
-El conde de Stein huible desenvainado
su sable y me lo mostraba. Por mi parte,
estaba decidido á no entregarme; trataría
de ver cuántos de aquellos prusianos po-
día mandar al' otro mundo.
En aquel supremo momento todas las .
|. grandes hazañas de mi vida se presenta-
ron como una visión delante de mí. Sentí
que ésta era la última aventura, digna E
E de en verdad, de tal carrera.
Mi muerte sería un 1 golpe £ fatal pata
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
aquellos que me querían, para mis húsa-
res y para otras personas que no nombro;
pero todos merecían mi honor y mi fama,
y sentí que su pena sería coronada con
orgulio cuando supieran cómo había ga-
lopado y peleado hasta el último momen-
to. Hice un nudo en mi corazón, desen-
vainé el sable que había quitado al cora-
cero, y me apresté para mi última lucha.
Con una mano sujetaba las riendas,
pues temía que, si tardaba más tiempo,
pudiera encontrarme á pie peleando con-
tra cinco jinetes.
En aquel instante apercibí algo que
confortó mi corazón, y un grito de alegría
brotó de mis labios. )
Por una senda de árboles frente á mí
se asomaba el campanario de una iglesia
de aldea.
- Lo había visto dos días antes. Era la
iglesia del pueblo de Gosselies.
A media milla divisé la granja de Saint-
- Aunay, enla cual habíamos estado alo-
jados mi regimiento y yo, y á donde ha-
bía dado cita para reunirnos después de
la batalla al capitán Sabbatier de los hú-
sares de Conflans. ;
Allí estaban aquellos pícaros 4 los que
yo tenía que acercarme. Mi pobre caballo
andaba cada vez más penosamente por la
ñindida de dangre. 04 Ct
- Cada momento se hacía más percepti-
ble el galopar de los caballos de mis per-
seguidores, y ya los
—paldas, ]
Un tiro de pistola silbó en mi oído.
-. Castigué con las espuelas y con mi sable
de plano al pobre Arabe, obligándole á
hacer un supremo esfuerzo.
Frente á mí aparecía abierta la puerta |
- de la granja, y pude ver resplandores de
“acero en el interior.
La. cabeza del caballo del conde de |
- fBtein se hallaba á unas diez brazas del
_mío, cuando penetré en la casa y grité
- con toda la fuerza de mis pulmones:
. —¡A mí, camaradas! ¡A mí! |
- rodeasen. ,
- suelo del patio. De lo demás, ya no me di
o A a
Tal fué mi última y más famosa hazaña,
queridos amigos, historia que corrió por
toda. Europa y que hizo célebre el nom -
bre de Esteban Gerard...
,1Ay de: mil ¡Que todos mis
sentía á mis es-
Oí como un zumbido de abejas que me ds
- Entonces el caballo cayó muerto bajo
- La Gascufía me
yo veo el azul Garona,
s esfuerzos ent
no pudieran dar al emperador más de unas
pocas semanas de libertad, hasta que
cayó prisionero en manos de los ingleses
el 15 de Julio! De
Pero no fué por mi culpa por lo que.
Napoleón no fué capaz de reunir de nue-
vo las fuerzas que le esperaban en Fran=
cia y volver á batirse en Waterlóo con un
resultado feliz. : a
Hubieran sido otros tan leales como yo,
y la historia del mundo hubiera cambia=
do y el emperador habría conservado su
trono, y un soldado de mi talla no se de=
dicaría, como yo hoy, á plantar coles ó.
pasar los ratos de ocio relatando viejas
historias en un café, : Ed
¿Me preguntaréis cuál fué el fin del con-.
de Stein y de los otros jinetes prusianos?
De los tres que quedaron en el camino, n:
os puedo decir nada; uno de ellos recor
réis que murió á mis manos. Ultimamen
te, llegaron á ser cinco los que me perse:
guían; tres de los cuales fueron matad
por mis valientes húsares, quienes por e
instante se hallaban bajo la impresión
que ciertamente era al emperador en pe
sona al que estaban defendiendo.
Stein había sido hecho prisionero, lige-
'ramente herido, y con él dos khulanos
No supieron la verdad, pues todos pen-
-“samos que era prudente no dar noticia
falsas ni verdaderas respecto á dónde s
encontraba Napoleón; así es que el conde
de Stein quedó tan convencido de que
bía estado á pocas varas del emperados
4 punto de apoderarse de su persona
—Podéis amar y honrar á vuestro em
perador—decía—; no he visto en mi vida
ni un jinete ni un esgrimidor tan diestro
COMO PR AS :
Stein no podía comprender por q
capitán Sabbatier se reía al oir esta
labras.
- Pero ya lo sabría más adelante. a:
oa
LA ÚLTIMA AVENTURA DEL CORONE:
- No voy á relataros más hazañas,
_ridos amigos. Se dice que el hombre es
parecido á la liebre, que corre
circulo y vuelve 4m90t A a
donde o
ascuña me va reclamando
| serpent:
las v
96 3 E | E bata —AL GALOPE
j aún, hacia el Aín sus aguas se dirigen.
Veo la vieja ciudad y el bosque de más-
tiles desde el gran muelle de piedra. Mi
- corazón late al ( pensar que voy á respirar
- el aire de mi tierra y á ver el sol de mi
país.
Aquí, en París, están mis amigos, mis
pe ocupaciones y mis placeres, mientras allí,
todos los que me han conocido reposan
- en sus tumbás. Y, el viento del Sudeste,
- siempre que suena en los cristales de mi
- ventana, me parece la triste voz de la
madre tierra que llama á su hijo. He
desempeñado mi papel durante mi tiem-
po. Este tiempo ha pasado, y yo tengo
Que pasar también.
No, queridos amigos, no me miréis con
tanta tristeza, ¿qué : puede ser más feliz
que una vida en la que no han faltado el
honor, la amistad y el amor? Es solemne
momento en q el hombre se aproxi-
ma al fin de su largo camino y llega á
er la vuelta que le conduce á lo des-
conocido,
- El emperador y todos los mariscales
han viajado por esa obscura vuelta, lle-
.gando más allá. Mis húsares también han
o en número de más de cincuenta, y
) tengo que ir también. Esta última
oche os diré lo que es más que un re-
lato: un gran secreto histórico.
Mis labios han estado cerrados hasta
ra, ao no veo razón para no ceja
table aventura, que de otro modo sería
¡teramente desconocida, puesto que yo,
olamente yo entre. todos los hombres
entes, ha a conocimiento de
po ze
e más ala de los mares, Ineiddo
vivía todavía. No os podéis figurar
el cariño que hacia él sentíamos,
mo lastimaba "nuestros corazones el
ar que se hallaba prisionero, consu-
miendo su En de gigante en una solita-
ia isla.
- Desde que nos levantábamos Hastá que |
ueño cerraba nuestros ojos nunca se
Ss qu aba del pensamiénto el recuerdo
r. Nos sentíamos deshonra-
mM estro jefe se € encontraba a
cedido el resto de su vida para llevarle
un poco de comodidad; pero todo lo que
podíamos hacer era sentarnos y gruñir
en nuestros cafés y mirar el mapa, con-
tando las millas de agua que lo separa-
ban de nosotros.
Parecía que estuviera en la luna, aten-
dido á lo que podiamos hacer en su auxi-
lio; pero esto se debía solamente á que
éramos todos soldados y no conocíamos
el mar.
Muchos entre nosotros habíamos te-
nido altos grados y los tendríamos toda-
vía si él hubiera vuelto entre los suyos,
No queriamos alistarnos bajo la bandera .
blanca de los Borbones ni hacer el jura-
mento que pudiera volver nuestros sa-
bles contra el hombre que tanto: quería-
mos; así es que nos encontrábamos sin
- mando y sin dinero.
De tiempo en tiempo, si teníamos suer-
te, nos arreglábamos para reñir con al-
guno del cuerpo de guardia, y si lo dejá.
bamos boca arriba en el bosque, veíamos
en ello que habíamos dado otra vez un
golpe más para la causa de Napoleón.
Llegaron á conocer los sitios donde nos
reuníamos y nos ponían obstáculos como
si se tratara de fieras. E
Uno de aquellos sitios, conocido bajo
_elnombre de Lx insignia del gran hom-
bre, estaba situado en la calle Varennes.
Lo frecuentaban los más distinguidos y
entusiastas oficiales napoleónicos. Casi
todos habían sido coroneles ó ayudantes
de campo, y cuando cualquier hombre de
menor distinción acudía allí le hacíamos -
comprender que se había po una
libertad.
Allí estaban el capitán Lepine, que
había ganado la legión de honor en
Leipzig; el coronel Bonnet,
ayudante
de campo de Macdonald; el coronel Jour-
dán, cuya fama en el ejército era casi
igual á la mía; Sabbatier, de mis propios
húsares; Meninier, de los lanceros rojos;
el Bretón, de las er y hasta una
docena Hálsos a y
Todas las noches nos reuníamos, char-
| lábamos, jugábamos al dominó, bebíamos
un vaso Ó dos y calculábamos cuánto z
) tiempo tardaría en volver el emperador,
> lo podríamos ocupar nuestros puestos en
Os
regimientos. —
Los Borbones habían perdido la poca
influencia que tuvieran en el país, según
- se vió unos cuantos años después, cuan-
do París se levantó contra ed y sa
ME Conan-Doyle.—AL GALOPE
ron echados por tercera vez de Francia.
Si Napoleón hubiera estado en la cos-,
ta, habría entrado en París sin disparar
un solo tiro, exactamente como hizo cuan-
do volvió de Elba.
Pues bien; cuando los asuntos se halla-
ban en este estado, llegó una noche de
Febrero á nuestro café un hombre muy
singular. Era bajo de cuerpo, pero exce-
sivamente ancho, con grandes hombros,
cabeza deforme, su cara morena mostra-
ba varias "cicatrices. Usaba patillas gri-
- ses como las que llevan los marinos, zar-
cillos de oro en sus orejas y complicados
tatuajes en las manos y en los brazos.
Todos juzgamos que era un marino,
antes de que se presentara á nosotros
como el capitán Éod “ne de la mari-
na del emperador.
Trajo cartas de presentación y no ca-
bía duda, por lo tanto, que era un devoto
de la causa. Pronto ganó nuestra estima-
ción, ya que había tomado parte en tan2
tos combates como OS de nos-
Otros.
Las cicatrices de su cara procedían de.
- las quemaduras que recibió en el navío
Oriente en la batalla del Nilo, por haber
- permanecido en su puesto hasta que el
barco explotó sepultándose en el mar.
A nta hablaba poco de sus ha-
- zañas y se sentaba en un rincón del café,
miróándonos á todos con unos ojos muy
¿vivos y escuchando con mucha atención
nuestra charla.
Una noche me disponía á marcharme
del café, cuando el capitán Fourneau me
siguió, y tocándome en el brazo me llevó
- sin decirme una palabra hasta su aloja- |
por unos cuantos meses. Debe u ste
miento.
—Tengo que hablar con usted —me
dijo mientras subíamos por la escalera, y
entrábamos en su habitación.
Alí encendió una lámpara, luego me
entregó una hoja que sacó de un sobre
de su burean, y que estaba fechada desde
- hacía unos meses en el palacio de A |
brunn, en Viena, y decía:
«El capitán Fourneau está HEáhajaado
- con el más grande interés por el empera-
“ dor Napoleón. Aquellos que aman al em-
: eos deberán obedecerle sin titubear.
-» María Luisa. »
| - Ea es lo que yo 18, Yo conocía la fir- !
ma de la emperatriz, y por consiguiente,
no podía dudar a E Sé E
: po es he
—Bien—dijo él—. ¿Está usted satisfe- :
cho de mis credenciales?
—Completamente. :
—«¿Está usted preparado á interpretar |
mis órdenes? Es
—Ese documento es una ley para mí. -
—Está bien. En primer lugar, por lo
que usted ha dicho creo adivinar que co-.
noce el inglés. i
-—Sí, puedo hablarlo.
—Veámoslo.
Yo dije en inglés:
—«Cuando el emperador necesite la
ayuda de Esteban Gerard, él está listo
noche y día para dar su vida en su ser=
vicio.» ,
El capitán Fourneau, sonrió y me dijo:
—Es un inglés algo raro, pero mejor
que el que hablan algunos que se jactan
de saberlo á perfección. Por mi parte, yo
hablo inglés como un hijo de las islas;
es todo lo que puedo demostrar después.
de seis años pasados en una cárcel ingle-
sa. Ahora diré á usted por qué he venid
á París. El objeto de mi viaje era busca
un amigo que me ayude enun asunto %
afecta 4 los intereses del emperador.
dijeron que en el café del «Gran Hom
bre» encontraría la flor y nata de los o
ciales veteranos y que podía fiar en cada
uno de aquellos hombres como devoto
de la causa. He hecho un estudio det
nido de todos ustedes, y he venido á s
car en conclusión que es usted el mejor.
para mi objeto.
Yo agradecí el camplida: :
—¿Qué es lo que usted quiere PEE yo
haga?—le pregunté.
—Solamente vivir en mi com;
ber que después de ponerme en liber
en Inglaterra, fijé mi residencia en aq
país; me casé con una inglesa, y llegué á
- mandar un pequeño barco mercante n-
elés, en el cual hice varios viajes desde
Southampton á la costa de Guinea.
toman allí por un inglés. Puede usted
comprender, sin embargo, que c
idea fija en el emperador, estoy Ss
algunas veces, y sería para mí una ve:
taja. tener un compañero que pud
compartir mis. pensamientos. Se a
uno en estos largos viajes, y yo
de que no le pese á usted
Me miró REE con sus ojos ast
ciaba aquellas p:
O AS Conan-Doyle.—AL GALOPE
- Me enseñó un saco de lona lleno de di-
- nero, y dijo:
—Aquí hay cien libras en oro; podrá
usted comprar algunas cosas necesarias
para su viaje. Le recomendaría á usted
que hiciera esas compras en Southamp-
- ton, de donde saldremos dentro de diez
días. El nombre del barco es el Black
- Swan; vuelvo á Southampton mañana, y
- espero verle á usted la semana próxima.
—Vamos—dije yo—, cuénteme usted
con franqueza cuál es el objeto de nues-
tro viaje.
-— —¿No se lo he dicho á usted? Nos di-
rigiremos á la Guinea.
- —Entonces, ¿cómo puede estar esto
“relacionado con el más alto interés del
emperador?
- —H—Es del más grande interés que no
haga usted preguntas indiscretas, para
que yo no le de indiscretas respuestas—
me dijo vivamente, poniendo fin á la en-
_trevista.
Me encaminé 4 mi casa sin Otra cosa,
xcepción hecha del saco de oro, que in-
icara aquella singular entrevista.
_Había poderosas razones para que yo
niese el desenlace de esta extraña aven-
tura; y una semana después emprendi
mi viaje á Inglaterra. Pasé por Saint
Malo, llegué 4 Southampton, y, pregun-
ando en los Docks, encontré fácilmente
el Blak Swan, que era un bonito barco
de pequeño porte, del tipo, según supe
espués, que se denomina bergantín.
lí estaba el capitán Forneau á bordo,
on siete ú ocho marineros rudos, lis
nando los preparativos para hacerse á la
mar. Me saludó, y me llevó á su camarote.
—Es usted ahora, señor Gerard, un
: encillo. viajero del Canal de Islandia, y
agradecería á usted que olvidara sus mo-
dales militares y dejara esos aires de ofi-
l de caballería cuando pasee usted so-
re cubierta. Una barba también le daría
á usted más aspecto de marino que esos
A Yo estaba trorizado ante aquellas Y
labras, pero después de todo no había se-
“foras en alta mar, ¿y qué me importaba
quello que el capitán me proponía? |
có el pito para llamar al mayordomo,
- Gustavol—dijo—, atenderá usted á
ni a Esteban Pepe. ue hace el
es. Gustavo o Keronan, mi mayor- $
—: có—, y está a >
z pafíero, de ninguno. de sus aid sa-
El mayordomo tenía una cara dura y:
ojos enérgicos y me pareció una persona
muy belicosa para tan apacible empleo.
No dije nada, sin embargo, aunque po-
déis adivinar que tenía los ojos muy abier-
tos. Me habían preparado mi litera en el
camarote contiguo al del capitán, que me
hubiera parecido bastante confortable si
no hubiera contrastado extraordinaria-
mente con el camarote de Fourneau. Era
ciertamente una persona muy amante del
lujo, puesto que su habitación estaba ta-
pizada de terciopelo y plata, como si fue-
ra la de un noble.
Así pensaba el segundo. de á bordo,
Mr. Burns, que no podía ocultar su risa y
su desprecio cada vez que lo miraba,
Aquel muchachófera un inglés de pelo
rojo y de cuerpo fuerte y obeso. Ocupa-
ba el otro camarote que comunicaba con
la cámara principal.
Había en la tripulación un segundo ofi-
cial llamado Turner, que dormía en un
camarote situado sobre cubierta. !
El total de la gente lo componían nue-
ve hombres y un grumete, tres de los
«cuales, según fuí informado por míster
Burns, eran viajeros del Canal de Islan-
dia como yo. El segundo del buque,
Mr. Burns, mostraba gran interés en sa-
ber á qué obedecía mi viaje con ellos.
—Yo hago un viaje de placer—le dije.
- El marino me miró con extrañeza.
—¿No ha estado usted nunca en las
costas del OBste?—me preguntó.
- :—No, señor; no he estado nunca por
esas costas. :
—Pues pienso que no volverá 4 hacer
por gusto esté viaje.
Tres días después de 'mi HeLada des-
atracamos y largando velas abandonamos
el puerto de Southampton.
Nunca fuí buen marino, y el mareo no
me permitió abandonar mi camarote así
_que zarpamos. El quinto día, por fin,
pude beber el caldo que el buen Keronan
me trajo y arrastrarme hasta la escalera.
El aire fresco me animó, y pude acos--
tumbrarme al balanceo del barco sin su -
frir más mareos, a:
Mi barba había crecido, y no me
duda que me hubiera hecho un arrogante
“marino. Aprendí á tirar de las cuerdas, á
izar las velas. La mayor parte del tiempo
la pasaba jugando á las cartas con el ca-
pitán Fourneau y conversando con él..
No es-extraño que necesitara un com: E
“* A, Conan-Doyle.—AL GALOPE o ss
bía leer ni escribir, aunque eran excelen-
tes marinos.
Si nuestro capitán hubiera muerto de
repente, no sé cómo hubiéramos encon-
trado nuestra ruta en aquel desierto de
aguas, pues solamente él conocía la carta
de navegar. La tenía colgada en su ca-
marote y cada día señalaba el camino
recorrido, de manera que podíamos sa-
ber á cuánta distancia nos encontrába-
mos del puerto de salida.
Era sorprendente su precisión; una , tar-
de dijo que veríamos la luz de Cabo Ver-
de, y efectivamente, apenas vino la obs--
| curidad . de la noche la farola brilló á la
izquierda del huque. Al otro día, la tierra
había desaparecido degnuestra vista, y
Burns, el segundo de 4 bordo, me advir-
tió que no veríamos más tierra hasta que
llegáramos al Golfo de Biafra.
Volábamos hacia el Sur, con vientos
favorables cada vez más cerca de la costa
de Africa. Ya sabía que íbamos á buscar
aceite de palma, á cambio de telas de co-
3 lor, fusiles de desecho y pequeños ava-
lorios que deslumbran á los salvajes.
Cesó el viento, y durante muchos días
_ flotamos Sobre un mar en calma y bajo
Un sol que hacía burbujear el alquitrán
entre las tablas de la cubierta.
_ Al fin aprovechando un poco de viento
pudimos dirigirnos hacia el Sur otra vez.
El mar aparecía invadido por. bandadas
de peces voladores.
Burns estaba muy inquieto; 'confisild?
. mente fijaba su vista en el horizonte como
si estuviera buscando tierra. )
Dos veces le sorprendí en el camarote,
i mirando la aguja que nunca marcaba la
costa de Africa.
Al finuna tarde, miéntras que el capi-
tán Fourneau y yo estábamos jugando á
las cartas, entró Burns y vi brillar una
mirada colérica en su cara curtida por el
sol y el viento del mar.
—Capitán Fourneau, ¿sabe usted el
rumbo que llevamos?
-— —Rumbo al Sur—le contestó el capi.
tán—fijando en él una penetrante mirada.
- —Pues- did ad hacia el
e ES
- —¿Qué quiere usted decir?
- —Yo podré no ser muy instruido—con
testó Burns—, "pero permitame que le
diga, que he navegado por estas aguas -
desde que tenía diez años. Conozco la lí-
_nea, y sé cuándo salimos de*su rum
Deberíamos dirigirnos al Este, en lug
del Sur, si el puerto de destino es el mis-
mo al que los armadores le mandaron á
usted dirigirse.
—Dispénseme usted, señor Ctd: por
un momento; acuérdese que me toca ju-
gar á mi—dijo el capitán, á la vez que
dejaba sus naipes sobre la mesa. A
—Venga usted aquí al mapa, señor
Burns, que voy á darle una lección de
navegación. Aquí tiene usted. el viento
del Sudoeste y esta la línea. Aquí está el
puerto donde queremos ir, y aquí hay un
hombre que quiere ser el único que man-
de á bordo de su barco. %
Había cogido. al segundo por la gar- ;
ganta y le apretaba casi estranguládole.
Keronan, el mayordomo, había entrado
con una cuerda y Burns no tardó en que-
dar amarrado. ' .
—Hay uno de nuestros franceses en el
timón. Más vale que arrojemos al mar á
este hombre-dijo el mayordomo.
—Eslo seguro —afirmó el capitán Four:
neau.
Pero aquello era más de lo. que yo po
día tolerar. Nada podía persuadirme de
que debía matarse así á un hombre in:
fenso. El capitán accedió de mala gana á
mi súplica de perdonarle la vida y lo lle
vamos á la bodega de popa debajo de
camarote, Allí fué colocado entre las De
las de paño de Manchester. eS
—Gustavo—vete á avisar á mister Tar
- ner—que quiero hablar con él.
El segundo oficial, sin sospechar nada
entró en el camarote y fué inmediatamen
20% maniatado como Burns. Se le coloc:
en la bodega, al lado de su compañero.
He tenido que aplicar la mecha á la
nina antes de lo que deseaba hacerlo—
dijo el capitán—. Sin embargo, esto : o
desbaratará mis planes. Keronan, lle
“un barrilito de ron á la tripulación, :
que se lo da el capitán y para que be
su salud con motivo de cruzar la
Ellos no sospecharán nada. En cuanto
á los nuestros, llévales 4 su rancho para
asegurarnos de que estarán listos para l:
acción. Ahora, coronel Gerard, con s
ra podemos continuar nuestra pa
tida. i
Fué aquel uno de € esos. “momentos q
- no se olvidan jamás. El capitán, qu
un ombre de haa spas las
orale por los pañuelos que les amor-
dazaban.
Fuera del camarote las maderas cru-
Jían y las velas se hinchaban con la fres-
- Ca brisa que nos llevaba hacia nuestro
destino.
Entre el rumor de las olas y el silbar
- del viento en las jarcias, oímos los vivas
de los marineros ingleses, que se estaban
bebiendo el ron del barrilito. Acabada
- nuestra partida, reanudanios otra, y as
hasta seis juegos. Después el capitán se
levantó.
- —Creo que este es el momento—dijo.
Tomó un par de pistolas y me entre-
- una.
Pero no necesitamos defendernos, pues
no hubo nadie que nos atacara.
_Los ingleses de entonces, soldados 6
marineros, borrachos incorregibles, sin
la bebida eran valientes y buenos; pero
si la bebida se ponía delante de ellos, se
volvían locos. - :
Encontramos á los cinco marineros
sin sentido, chillando y cantando. Aque-
lla era la tripulación del Black Swan.
l mayordomo trajo cuerdas, y con. la.
ruda de los dos marineros franceses (el
ercero se hallaba en el timón) atamos á
borrachos y los amordazamos. Fue-
ron encerrados en la bodega de proa. Así
el bergantín Black Swan quedó entera-
mente en nuestras manos.
Si hubiera habido mal tiempo no sé
cómo habríamos podido ejecutar todas
las maniobras; pero el viento nos ayudó.
A los tres días vi al capitán que estaba
examinando ansiosamente el horizonte.
¡Mirad, Gerard, mirad! —me dijo, se-
ialando en línea recta desde la proa del.
bergantín.
- Aló lejos, donde : se unfan el cielo y el
mar, se percibía como una nube cbscura,
-¿Qué es RS FO.
is la tierra. -
Y qué tierra? -
) esperé ansiosamente ía respuesta, |
in embargo, la adivinaba.
Es Santa Elena—dijo el capitán.
Jues, estaba la isla de mis sue-
la jaula: donde la Gran Aguila de
cruceros ingleses cerca de la isla, los
antas millas de agua no habían podi-
4 Gerard del emperador. Allí
a se hallaba encerrada.
LE o banco po que apa-
mar. ¡06 mo miraban mis
lab ; m ente del 4
cirl E labras.. a
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
se le había olvidado, que después de mu-
chos días de ausencia un ñiel amigo acu-
día á su lado! A cada momento el color
obscuro que se divisaba sobre las aguas
se trocaba más claro, y pronto vi que era,
en verdad, una isla montañosa.
Cayó la noche, pero todavía me hallaba
yo arrodillado sobre cubierta, con los
ojos fijos hacia el sitio donde la isla se
había hundido en la obscuridad. Pasó una
hora tras otra, y luego, de pronto, una
pequeña luz vacilante brilló enfrente de
nosotros. Era la Juz de una ventana, tal
vez la casa de nuestro emperador. No es-
taba á más de una milla del buque. ¡Oh,
cómo extendí mis manos hacia ella! Eran
las manos de Es Ms Gerard, pero re-
presentaban las de toda Francia.
Las luces del barco fueron apagadas,
forzamos, y el capitán me pidió que baja-
ra con él al camarote.
—Usted lo comprende todo ahora, co-
ronel Gerard, y me perdonará que no le
haya demostrado mi confianza antes. En
un asunto de tal importancia yo no
hago confidencias á nadie. He estado
mucho tiempo planeando el modo de res-
catar al emperador, y mi estancia en In-
glaterra y mi incorporación á su mari-
na mercante era enteramente con este
objeto. Todo ha salido hasta ahora como
yo esperaba. Hice varios viajes á la costa
- Oeste de Africa y obtuve sin dificultad el
mando de este buque. Uno á uno fuí alis-
tando á estos veteranos de nuestra mari-
na. En cuanto á usted, sabía que contaba
con un hombre á toda prueba y que pue-=
de acompañar al emperador en su viaje á
Francia. Mi camarote ya está dispuesto
para su servicio, Espero que antes del
amanecer estará aquí, y habremos per-
- dido de vista á esa maldita i isla. d
Podéis pensar cuíl era mi emoción.
Abracé á Fourneau y le rogué me aces |
cómo podía ayudarle.
—Eso queda en vuestras manos—me ?
dijo —. Hubiera querido ser el primero
en rendirle homenaje, pero no sería jui-
cioso que yo fuera; el barómetro baja,
- va á haber tempestad pronto, y tenemos
la tierra al costado. Además hay tres
cuales pueden' echarse sobre nosotros á
la primera ocasión. Mi deber es quedar-
me aquí guardando el barco, y el de ra y
traerme al emperador...
Temblé de emoción al oir esas -pa-
F "A, Conan-Doyle.—AL GALOPE
—Dadme vuestras in.trucciones—le
dije.
—Sólo puedo dar á usted un hombre,
porque ya apenas podría tirar yo de las
cuerdas. Uno de los botes ha sido descol-
gado y le conducirá á tierra. El marinero
esperará en el bote. La luz que ha visto
usted es la luz de Lougwood. Todos los
que están en la casa son amigos, y se
puede contar con todos para la evasión
del emperador. Hay un cordón de centi-
nelas ingleses, pero no están muy cerca
de la casa. Una vez que usted haya pasa-
do este cordón podrá hablar al empera-
dor, y guiarlo hasta el bote y tra erlo á
bordo.
El emperador mismo no podía haber
dado sus instrucciones más prontas ni
más claras. No había un momento qué
perder. El bote con el marinero me es-
peraba al costado del bergantín. Salté en
él, y un instante después habíamos des-
atracado.
Nuestro bote bailaba sobre las obscu-
ras aguas, pero la luz brillaba siempre
ante mis ojos; era la luz de Longwood, la
luz del emperador, la estrella de la espe-
ranza.
Momentos después la quilla del bote
tocaba contra las rocas de la costa. Era
una playa desierta, y no turbó el profun-
do silencio el alto de ningún centinela,
- Dejé el bote, en el que quedó el marine-
-TOpÑ empecé á subir por la colina. Ondu-
laba una senda tortuosa entre las rocas,
y no tuve dificultad para encontrar mi
camino.
Llegué á la verja; no había centinela |
alguno y pasé sin dificultad; otra verja
- sin ningún centinela, y atravesé también
por ella. Yo me preguntaba qué habria
sido del cordón de centinelas de que me
había hablado Fourneau.
Había llegado á la cima de la cola,
pues allí estaba la luz enfrente de mí. Me
- escondí y examiné el terreno, qa vi señal
_ del enemigo.
Cuando me aproximé divisé lac casa, un
- edificio largo y bajo, con un extenso bal-
-—concillo. Un hombre estaba paseárdose.
arriba y abajo en aquel sitio, Me acerqué.
más para fijarme en él. Era tal vez aquel
maldito Hudson Loove. ¡Qué triunfo si
- podía no solamente salvar al os
; ner >
Pero era más que probable que nod
a, uera un centinela inglés. Me
aproximé aún más, $ el hombre se paró
E
enfrente de la ventana alumbrada, de *
manera que pude verle bien, No era sole :
dado, era un sacerdote. Da
Yo me admiraba de lo que pudiera es=-
tar haciendo allí tal hombre á las dos de
la madrugada. ¿Era francés ó inglés? Si
era uno de la casa, contaría con él; pero
si era inglés podía “deshacer mis planes.
Me aproximé un poco más y en aquél
momento penetró en la casa, y un destello
de luz salió á través de la puerta abierta.
Todo estaba libre y comprendí que no
debía perder un instante. Agachándome
corrí hasta la ventana. Levanté la cabeza,
miré y no os podéis figurar lo que veía.
¡Allí estaba el emperador, muerto, en-
frente de mí!
Caí sin sentido. Tan terrible fué la i im-
presión, que me admira cómo pude so-
brevivir. Al fin volvi á ponerme en pie;
y crispados todos mis nervios, estuve mi
rando como un loco al interior de aque-
lla habitación de la muerte.
El emperador estaba en un ataúd en el
centro de la habitación. Su rostro teni
una expresión tranquila y majestuosa
llena de aquel respeto que alentaba
nuestros corazones durante la batalla
Una sonrisa se dibujaba en sus pálidos
labios, y sus ojos me abiertos _pare-
cían mirarme. EN
Lo encontraba más grueso que cusadó
lo vi en Waterlóo. A cada lado de su
ataúd ardía una fila de blandones, y estas
luces eran lo que habíamos visto del m
lo que había guiado al bote, lo que yo
había creído estrella de esperanza.
Poco á poco me dí cuenta de que ha
mucha gente arrodillada enla habitación
Los que habían compartido con él su
suerte: Bertrand, su esposa, el sacerdote,
Montholon, todos estaban allí. Yo hubi
ra rezado también; pero mi corazón
hallaba demasiado amargado para oracic
nes. Debía marcharme, y no podía deja:
una señal mía en aquel lugar.
Me puse bien derecho frente al cadá:
ver del emperador, uní mis tacones y. le
vanté la mano en último saludo. i
Después me alejé apresuradame te
través de la obscuridad, con la impre
_de aquellos tristes labios sonrien
aquellos ojos fijos que Parecian segui
; enfrente de mí.
Creí haber estado q poco tiem
po; pero. el marinero me dijo ye
102
- olas rompían furiosamente contra la cos-
ta. Dos veces tratamos de empujar nues-
tro bote, y dos veces fué echado sobre
-— la playa. La tercera vez una gran ola lo
- anegó, destrozándole el fondo.
- Aguardamos allí al lado de aquellos
- restos, hasta el amanecer. El mar estaba
agitadísimo y sendos nubarrones anun-
- ciaban tempestad. No había señal del
Black Swan. |
- —Trepamos por una colina, para obser-
"var mejor. En toda la extensión del mar
- nose veía vela alguna. Nuestro bergan-
- tín había desaparecido. ¿Se había hun-
- dido ó había sido tomado de nuevo por
la tripulación inglesa? El destino que tu-
«viera, yo no lo sé. El hecho es que no
he vuelto á ver al capitán Fourneau y
no he podido darle cuenta del resultado
- de mi misión. Me entregué á los ingleses
-<con mi batelero, diciendo que éramos los
- únicos supervivientes de un barco que
se había perdido, y ciertamente no los
- engañamos. Aquellos oficiales me brin-
- daron la generosa hospitalidad que siem-
pre he encontrado entre sus paisanos;
- pero pasaron muchos meses antes de que
_ pudiera obtener pasaje para la querida
_ tierra, fuera de la cual no hay felici-
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
dad completa para un verdadero francés
como yo. |
Os he contado en una tarde cómo me
despedí de mi querido emperador, y aho-.
ra me despido también de vosotros, mis
buenos amigos, que habéis probado vues-
tra paciencia»escuchando las largas his-
torias de este viejo sdldado. Rusia, Ita-
lia, Alemania, Portugal é Inglaterra. Ha-
béis recorrido todos esos países conmigo,
y habéis visto al través de mis tristes
ojos algo del brillo y del esplendor de
aquellos grandes días evocando algunas
sombras de aquellos hombres bajo cuyos
pasos tembló la tierra.
Conservadlo en vuestra mente y-comu-
nicadlo á vuestros hijos, porque la me-
moria de una gran edad es el más pre-
ciado tesoro que una nación puede po-
seer.
Me voy á mi retiro de la Gascuña, pero
mis relatos quedan aquí en vuestra me-
moria, y acaso mucho tiempo después de
que Esteban Gerard yazca en el olvido,
algún corazón pueda alentarse con el po-
bre eco de mis palabras. ¡Amigos míos!
Un viejo caballero y un veterano soldado
se despide de vosotros dándoos su adiós
cariñoso. :
FIN DE «AL GALOPE»
0,
ÍNDICE
A
1.—De cómo el coronel Gerard perdió VI.—Cómo el coronel viajó á 4 caballó
UNA OTOjA.. oo corredor ro.o.o.... hasta Minsk. ..veseoropr.ractrss
“IL.—Cómo el coronel Gerard entró en VII.—De cómo se portó el coronel en
LAPAROZA 0 id es DE» Walerión. res nasa neos 2d
I11.—El gran crimen del coronel Ge- I.—Historia de la posada del
d A
y no ya
AU. ..o.oooroeoon pornos... o.
1V.—De cómo el coronel Gerard salvó T,—Historia de nueve jinetes pru-
£
URI... o —SÍANMOB a ccormerrosrosonamos
V.—De Pomo el coronel Gerard triun- “Via última aventura del co-
fó en Inglaterra....o.oooooo..... 0 : roNel.....oo.omomoromoorsosrconso
Ads GALO PE
ma xrite Ol A CLASSIC!
y a ' 8080 208090 ea >.
os
E 34 170 ME
S0% ¿0909 seco
e 9008 359800
¿odos ¿o: a E So e
dó0e S009
DIN 19 051
z 2809 09909
8900 90909
IS) US
0909 99009 29 VIS
o 100 A 120 M6
90 99 so » 9D
0090 9090 $009 00989 80980 2089
—
a
| | | e
teclado decrecer