«35 UN REAL CADA NÚMERO N. 12. UN NÚMERO SEMANAL _S_
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SUELA
Los Tres MosqueTErROs.—Esa cabeza jamás ha conspirado, murmuró,
90 MUSEO DE NOVELAS.
LOS TRES MOSQUETEROS
(Continuacion).
—¡0h! sí, sí, es muy cierto, y cualquiera otro
amor que no fuese el mio hubiera sucumbido á
tan dura prueba; pero mi amor salió de ella mas
ardiente y mas tierno. Creisteis que huiais de
mí volviéndoos á París, creisteis que no me de-
terminaria á abandonar el tesoro cuya guarda
me habia encargado mi amo. ¡Ah! ¡qué me im-
portan todos los tesoros del mundo, ni todos los
reyes de la tierra! Ocho dias despues estaba yo
de vuelta, señora. Esta vez no tuvisteis nada
que decirme: habia arriesgado mi valimiento,
mi vida, por veros un segundo, ni aun llegué á
tocar vuestra mano; y vos me habeis perdonado
viéndome tan sumiso y arrepentido.
—8í, pero la calumnia se ha apoderado de to-
das esas locuras, en las que yo no entraba para
nada, bien lo sabeis, milord. El rey, escitado
por el cardenal, ha causado un escándalo terri-
ble; la señora de Vernet ha sido despedida; Pu-
lange desterrado; la señora de Chevreuse ha per-
dido su favor, y cuando quisisteis venir como
embajador á Francia, el mismo rey, acordaos
bien de esto, milord, el mismo rey se opuso.
—SÍ, y la Francia va á pagar con una guerra
la negativa de su rey. Yo no puedo ya veros,
señora; pues bien, quiero que diariamente. ogals |
hablar de mi. ¿Qué objeto creeis que haya leni-
do esa espedicion de Rhé, y esa liga que proyec-
to con los protestantes de la Rochela? El placer
de veros. No tengo esperanza de entrar en París
á mano armada, bien lo sé; pero esa guerra po-
drá traer la paz; la paz necesitará un mediador,
y ese seré yo. Entonces no se atreverán á á re-
chazarme, y vendré á París, y os veré, y seré
dichoso un momento. Es cierto que millares de
hombres habrán pagado con su vida mi felici-.
dad, pero, ¡qué me importa con tal que os vea!
Quisa sea todo esto un delirio, una insensalez;
pero decidme, ¿qué mujer ha nido un amante
mas amoroso, y qué reina un servidor Mas ar-
diente? -
—¡Milord, milord! invocais en vuestra e
sa aquello que mas os acrimina, lodas esas prue-
bas de amor que me quereis. dar casi son Crí-
menes.
—Porque no me amais, señora; si me amaseis,
lo veriais de distinto modo: si me amaseis, ¡oh!
si me amaseis, seria demasiada felicidad, y me
volveria loco. ¡Ah! la señora de Chevreuso fué |
menos cruel que vos. Holland la amó, y ella cor-
respondió á su amor.
¡muró Ana de Austria, vencida á su pesar, por
la espresion de un amor tan profundo.
—¿Me amariais si no lo fueseis, señora? decid,
¿me amariais entonces? ¿Puedo creer que solo la
dignidad de vuestro rango es la.que os obliga
á ser cruel conmigo? ¿puedo creer” que si hubie-
seis sido la señora de Chevreuse, el pobre Buc-
kingham hubiera podido esperar? Gracias por
esas dulces palabras, ¡oh! mi hermosa reina,
cien veces os doy gracias.
—Milord, habeis oido é interpretado mal:
he querido decir...
—¡Callad! ¡callad! interrumpió el duque; si
soy dichoso por un error, no tengais la crueldad
de disiparlo. Vos misma lo habeis dicho, me han
atraido á un lazo, y quizá dejaré en él mi vida,
porque habeis de saber, aunque parezca estraño,
que hace ya algun liempo. que tengo presenti-
mientos de que voy á morir.
Y el duque se sonrió con una espresion triste
y encantadora á la vez.
—:¡Oh! ¡Dios mio! esclamó la reina con un
acento de lerror que manifestaba mayor interés *
del que queria manifestar por el duque.
—No lo digo para alerrorizaros, señora, y aun
añadiré que es ridículo lo que os digo: creed que
me hacen poquísima espresion semejantes sue-
ños; pero esa palabra que acabais de decir, esa
esperanza que casi me habeis dado, lo habrá pa-
gado todo, aun cuando fuese mi vida.
—¡Pues bien! dijo Ana de Austria, yo tambien,
duque, tengo presentimientos; tambien tengo
suéños. He soñiado que os veia acostado y ensan-
grentado, con una horrorosa herida.
—¿lin el lado izquierdo? y con un cuchillo,
¿no es verdad? interrumpió. Buckingham.
—sSí, en efecto, milord, en el lado izquierdo y
con un cuchillo. ¿Quién ha podido deciros que
he tenido ese sueño? No lo he confiado mas que
á Dios, y en mis oraciones..
—No necesito Mas: vos me amais, señora, eslo
es cierto.
—¿Qué yo os amo? :
—i¡Sí, vos! ¿Os enviaria Dios los mismos sue-
ños que á mí sino me amaseis? ¿Tendríamos los
mismos presentimientos, si nuestras dos exis-
tencias no estuviesen unidas por el corazon? ¡Me
amais, oh reina, y me llorais!
1041 ¡Dios mio! ¡Dios mio! esclamó Ana de
te eslo es superior á mis fuerzas.: Escu-
chad, duque, en nombre del cielo, partid, reti-
raos;. yo no sé si os amo ó no 0s amo; pero sí sé,
que no seré perjura. -Compadeceos de mí, y par-
tid. ¡Oh! si fueseis herido en Francia, si murie-
seis en ella, si pudiese suponer que vuestro
—La señora de Chevreuse no era reina, mur- ¡amor por mí fuese causa de vuestra muerte,
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nunca me consolaria: me volveria loca.. , Partid, j
partid, os lo suplico.
—¡0h! ¡cuán hermosa estais así! ¡cuánto os
amo! dijo Buckingham.
—¡Partid! ¡partid! os lo suplico, y volved mas
adelante, volved- como embajador; volved como
ministro; volved rodeado de,guardias que os de- |
fenderán, de servidores que es por vos, y
entonces, entonces no lemeré ya por vuestros
dias, y tendré un placer en volveros á ver.
— ¡Oh! ¿es cierto lo que me decís?
—SÍ...
—¡Pues bien! un gaje de vuestra indulgencia,
un objeto que venga de vos y que me recuerde
que no ha sido esto un sueño; algun objeto que
hayais llevado, y que pueda llevar á mi vez, un
anillo, un collar, una cadena.
EY partireis, partireis si os doy lo que me
pedís?
SL:
—¿Al momento?
—DÍ.
—¿Saldreis de Francia, y volvereis á Ingla-
lerra? |
—Sí, os lo juro.
—Enlonces aguardad.
Ana de Austria entró en su habitacion y vol-
vió á salir al instante trayendo en la mano una
cajita de palo de rosa toda incrustada de oro, con
su cifra.
— Tomad, milor, tomad, y conservad esto como
una memoria mia.
Buckingham tomó el cofrecillo y cay ó segunda
vez de rodillas.
—Me habeis prometido que partiriais, dijo la
reina. ;
—Y yo cumplo mi palabra: dadme vuestra
mano, dadme vuestra mano, señora, y parto.
Ana de Austria alargó su mano cerrando los
ojos, y apoyándose con la otra en Estefanía, pues
conocia que las fuerzas iban á fallarle.
Buckingham apoyó con pasion sus labios en
aquella hermosa mano, y enseguida levantándose
dijo:
—Antes de seis meses, si no he muerto, os E
veré á ver, señora, aunque para ello debiera Lras-
tornar el mundo.
Y fiel á la promesa que habia hecho, salió fuera |
de la habitacion.
En el corredor oí ála señora Bonacieux,
Des y la misma dicha, lo volvió á llevar fuera
del Louvre.
Que le aguar laba, y con las mismas precaucio-=
MUSEO DE NOVELAS. 91
CAPITULO XUI
El señor Bonacieux.
N medio de todo, como se ha
podido notar, habia un perso-
naje de quien nadie se cuidaba
á pesar de su precaria situa-
cion. liste personaje era Bona-
y] an 8 cieux, respetable mártir de las
S>TTTAL intrigas políticas y amorosas
que entre sí se confundian en aquella época á la
vez lan caballeresca y tan galante.
Afortunadamente, recuérdelo ó no el lector,
hemos prometido no perderlo de vista.
- Los alguaciles que lo habian preso lo llevaron
derechito á la Bastilla, donde lo hicieron detener
temblando, delante de un peloton de soldados
que cargaban sus mosqueles.
De allí fué introducido en una galería medio
subterránea, siendo por parte de los que le habian
llevado, objeto de las mas groseras injurias y del
mas duro trato. Los esbirros veian que no tenian
que habérselas con un caballero, y le trataban
como á un verdadero belitre.
Al cabo de cerca media hora, un carcelero fué
á poner término á sus tormentos; pero no á sus
inquietudes, dando órden de conducirle luego á
la habitacion de los interrogatorios. Regular-
mente se interrogaba á los prisioneros en sus ca-
sas, pero con Bonacieux no gastaron tantos cum-
plimientós.
Dos guardias se podia del tendero, le hi-
cieron atravesar un patio, y entraron en un cor-
redor, donde habia tres centinelas; abrieron una
puerta y lo introdujeron en una habitacion baja
en la que solo habia por todo mueblaje una mesa,
una silla, y un comisario. El comisario estaba.
en la silla, ocupado en escribir sobre la mesa.
Los dos guardias llevaron el prisionero delan-
le de la mesa, y á una seña del comisario, se
alejaron á una distancia desde donde no podian
oir su voz.
El comisario que hasta entonces habia estado
con la cabeza inclinada sobre los papeles, la le-
vantó para ver con quién tenia que habérselas.
Este comisario era un hombre de cara avinagra-
da, nariz puntiaguda, juanetes amarillos y so-
bresalientes, 0jos pequeños, pero escudriñadores
y vivos, participando á á la vez su fisonomía algo
de la garduña y del zorro. Su cabeza, sostenida
por un cuello largo y movible, salia de su gran
| vestido negro balanceándose con un movimiento
casi parecido al de la tortuga co saca la
cabeza fuera de su concha.
Comenzó por preguntar á Bonacieux su nom-
92 MUSEO DE NOVELAS.
bre y apellido, su edad, su estado y su don
cilio.
El acusado contestó que se llamaba Jacobo
Miguel Bonacieux, que tenia cincuenta y un
años, y que era mercader retirado, que vivia en
la calle de Fossoyeurs, número 11.
El comisario entonces, en vez de continuar
interrogándole, le hizo un grande discurso acer-
ca del poligro que corre un vecino oscuro mez-
clándose en asuntos públicos.
Complicó este exordio con una esposicion, en
la que volvió á contar el poder y los actos del
cardenal, este ministro incomparable, este ven-
cedor de los ministros pasados, este ejemplo de
los ministros futuros: actos y poder que nadie
contrarestaria impunemente.
Las reflexiones del mercader estaban ya todas
hechas; daba al diablo el instante en que Lapor-
te tuvo la idea de casarlo con su ahijada, y aquel
en que esta ahijada habia sido recibida por dama
de la lencería de la reina.
El fondo del carácter de Bonacieux, era un
profundo egoismo mezclado de una avaricia sórdi-
da, todo unido á una estrema cobardía. El amor
que le habia inspirado su jóven compañera, era
un sentimiento muy secundario, incapaz de lu-
char con los instintos primitivos que acabamos
de enumerar.
Bonacieux reflexionó en efecto sobre lo que
acababan de decir. :
—Señor comisario, dijo con timidez, creed
positivamente que yo conozco y aprecio mas que
á mi persona el mérito de la incomparable Emi-
nencia por la cual tenemos el honor de ser go-
bernados.
—¿De veras? preguntó el comisario con aire
de duda; entonces siendo así como decís, ¿por
qué estais en la Baslilla? ;
—Como estoy, ó mas bien porque esloy, re-
plicó Bonacieux, eso es lo que me es absoluta-
mente imposible deciros, pues lo ignoro yo mis-
mo; pero á buen seguro que no será por haber.
desobedecido al cardenal, al menos á sabiendas.
—Sin embargo, es menester que hayais co-
metido un crímen; pues estais acusado de alta
traicion. |
—¡De alta traicion! esclamó Bonacieux espan-
tado, ¡de alta traicion! ¿y cómo quereis que un
pobre mercader que detesta los hugonotes, y que
aborrece á los españoles, sea acusado de alta
traicion? Reflexionad, caballero, que esto es ma-
terialmente imposible.
—Bonacieux, dijo el comisario mirando al
acusado como si sus ojillos tuviesen la facultad
de penetrar hasta en lo mas profundo de los co-
razones, Bonacieux, ¿leneis mujer?
—Si, señor, respondió el mercader todo tem-
bloroso, conociendo que esto iba á embrollar el
negocio; es decir, tenia una.
— ¡Cómo! ¡leniais una! ¿pues qué habeis he-
cho de ella, si no la teneis ya?
—Me la han robado, caballero.
—¿0s la han robado? dijo el comisario. ¡Ya!
Bonacieux conocia por este ¡ya! que el nego-
cio se empeoraba cada vez mas.
—¡0s la han robado! continuó el comisario, y
¿sabeis quién es el raptor?
—Creo conocerle. *
—¿Quién es?
—Mirad que no afirmo nada, señor comisa-
rio, y que solo sospecho.
—¿Qué sospechais? Veamos, responded fran-
camente.
Bonacieux se hallaba en la mayor perplegi-
dad: ¿debia negarlo todo, ó confesarlo todo? ne-
gándolo todo, podia creer que sabia mucho para
confesarlo: diciéndolo todo, daba una prueba de
buena voluntad. Por consiguiente se decidió por
este úllimo partido. á
—Sospecho, dijo, de un hombre alto, more-
no, de buena presencia, y que tiene todo el
aire de un gran señor; nos ha seguido muchas
veces, segun me parece, cuando yo aguardaba
mi mujer delante del postigo del Louvre para
llevarla á mi casa.
El comisario pareció esperimentar alguna in-
quietud. '
— ¿Y su nombre? dijo.
—¡0h! en cuanto á su nombre lo ignoro, aun-
que si le encuentro alguna vez le reconoceré al
instante mismo, aunque fuese entre mil per-
sonas.
El comisario arrugó la frente.
—¿Lo reconoceriais entre mil decís? continuó.
-—ls decir, contestó Bonacieux, que conoció
que habia dado un paso en falso, es decir..
—Habeis respondido que lo reconoceriais, dijo
el comisario. Está bien, eso me basta por hoy.
Es menester, antes de ir mas lejos, avisar á
ciertas personas de que conoceis al raptor de
vuestra mujer.
- —¡No he dicho que le conociese! esclamó Bo-
nacieux desesperado. Os he dicho al contra-
rio... al
—Llevaos al preso, dijo el comisario á los
guardias.
E
escribano.
—A un calabozo.
—¿A cual?
—¡Oh! ¡Dios mio! al primero que se encuen -
¡Lre, con tal que esté bien asegurado, respondió
á dónde le hemos de llevar? preguntó e)
ió
el comisario con una indiferencia que horrorizó
al pobre Bonacieux.
—¡Ay! ¡ay! dijo para sí, la desgracia eslá so-
bre mi cabeza; rxi mujer habrá cometido algun
crímen espantoso; me creerán su cómplice, y
me castigarán con ella: ella habrá hablado, ha-
brá confesado que me lo habia dicho todo; ¡una
mujer es tan débil! ¡Un calabozo! ¡el primero
que se encuentre! ¡esto es hecho! ¡una noche se
pasa bien pronto; y mañana, al tormento, al
cadalso! ¡Oh! ¡Dios mio! ¡tened piedad de mi!
Sin escuchar los lamentos de Bonacieux, á los
cuales debian estar además acostumbrados, los
dos guardias cogieron al preso por el brazo, y
se lo llevaron, mientras que el comisario escri-
bia de prisa una carta que su secretario estaba
esperando.
Bonacieux no cerró los ojos, no porque el ca-
labozo fuese demasiado incómodo, sino porque
sus inquietudes eran grandes. Permaneció toda
la noche en su escabel estremeciéndose al me-
hor ruido; y cuando los primeros rayos del dia
penetraron en su habitacion, le pareció que la
aurora habia tomado matices fúnebres.
De repente oyó descorrer los cerrojos, y le
acometió un sobresalto terrible. Creyó que le
iban á buscar para llevarlo al cadalso; así es
que cuando vió pura y sencillamente aparecer,
en lugar del verdugo que se habia figurado, al
comisario y su escribiente de la víspera, le die-
Ton ganas de abrazarlos. Y
—Vuestro negocio se ha complicado mucho
desde ayer tarde, amigo mio, le dijo el comisa-
rio, y os aconsejo que digais la verdad sin ro-
deos, pues solo vuestro arrepentimiento puede
apaciguar la cólera del cardenal.
-—Estoy pronto á decirlo todo, esclamó Bona-
cieux, al menos todo lo que yo sé. Inlerrogad,
os lo suplico.
- -—Primeramente, ¿en dónde pára vuestra mu-
a
—¿No os dije que me la han robado?
— ¡Ya! pero ayer dadas las cinco de la tarde, |
Eracias 4 vuestros esfuerzos, logró evadirse.
—¡Mi mujer se ha fogado! esclamó Bona-
-Cieux, ¡Oh! ¡desgraciada! Caballero, si se ha fu-
gado, yo no tengo la culpa, os lo juro.
—Entonces, ¿con qué objeto fuisteis á casa de
d'Artagnan, vuestro vecino, con quien tuvisteis
Una conferencia?
—¡Ah! sí, serior comisario, sí, es verdad, y lo
confieso; he hecho mal. Sí, estuve en casa de
d'Artagnan.
—¿Cuál era el objeto de esa visita?
—Suplicarle que me ayudase á encontrar á
Mi mujer. Yo creia que lenia derecho para. recla- |
MUSEO DE
NOVELAS. 93
marla: me he engañado, segun parece, y 0s su-
plico que me dispenseis.
—¿Y qué os respondió d'Artagnan?
—D'Artagnan me ofreció su ayuda; pero me he
convencido bien pronto de que me hacia trai-
cion.
— ¡Vos sois quien trata de engañar á la justi-
cia! D'Artagnan hizo pacto con vos, en virtud del
cual puso en fuga á los agentes de policía que
habian preso á vuestra mujer, y la ha sustraido
á todas nuestras pesquisas.
—¿D'Artagnan se ha llevado mi mujer? ¿qué
decís?
—Por fortuna, d'Arlagnan ha caido en nues-
lras manos, y vais á ser careado con él inmedia-
lamente.
—A fe mia que es cuanto deseo, esclamó Bo-
nacieux, pues no me disgustaria ver la cara de
un amigo.
—Haced entrar á d'Artagnan, dijo el comisa-
rio á los dos guardias.
Estos hicieron entrar á Athos.
—JYArtagnan, dijo el comisario dirigiéndose
al mosquetero, declarad lo que ha pasado entre
este caballero y vos.
—;¡Pero este caballero no es d'Arlagnan! escla-
mó Bonacieux.
—¿Cómo que no es d'Arlagnan?
—Repito que no lo es, contestó Bonacieux.
—Enlonces, ¿cuál es su verdadero nombre?
preguntó el comisario.
—No os lo puedo decir, porque no le conozco.
—¿No le conoceis?
—No, señor.
—¿Ni le habeis visto nunca...? ¡hum!
—Sí tal; pero no sé como se llama.
— ¿Vuestro nombre? preguntó el comisario.
—Althos, respondió el mosquetero.
—Ese no es nombre de persona, sino de una
montaña, esclamó el pobre comisario, á quien
empezaba á á trastornársele la cabeza.
—Es el mio, dijo tranquilamente Athos.
—Con todo, se me ha dicho que os llamais
d'Artagnan.
—¡ Yo! -
—i¡Sí, señor, vos!
—No hay mas sino que al prenderme me di-
jeron: sois d'Arlagnan. Yo respondí, ¿lo creeis
así? Los guardias contestaron que estaban Mea 2
seguros, y no quise contradecirles, pues al fin
podia yo estar equivocado. |
—Caballero, esto es burlarse de la majestad de
la justicia.
—De ningun modo, contestó tranquilamente
Athos. :
—Sois d Arlagnan.
94 MUSEO DE
—Ya lo veis, vos tambien me lo repelís de|
nuevo.
—Pues yo os digo, señor comisario, que no
debeis estar en duda. D'Artagnan es mi ce
lino, y por consiguiente, aunque no me paga el
alquiler, debo conocerle por esta razon con mas!
exactitud. Es un jóven que tendrá escasamente.
de diez y nueve á veinte años, y el señor liene
treinta por lo menos. D'Artagnan es de los guar-
dias de Desassarts, y el señor pertenece á la
compañía de mosqueteros de Treville: examinad
bien el uniforme, señor comisario, miradlo bien.
—Es verdad, murmuró el comisario, ¡cáspita!
¡es mucha verdad!
Entonces se abrió repentinamente la puerta y
un mensajeró guiado por uno de los carceleros
del alcaide, entregó una carta al comisario.
—¡0h! ¡desgraciada! esclamó el comisario.
— ¡Como! ¿qué decís? ¿de quien hablais? ¿4 lo
menos creo que no es de mi mujer?
—De ella misma es. Vuestro asunto se empeo- |
ra, ¡vaya! - |
—¡Ah! esclamó el tendero exasperado, haced-
me el favor de decirme, señor, como es posible |
que mi negocio empeore por lo que ha hecho mi |
mujer mientras he estado yo preso.
—Porque lo que ella ha hecho, es la conse- |
cuencia de un plan premeditado entre vosotros,
de un plan infernal.
—O0s juro, señor comisario, que eslais en un
completo error: que yo no sé nada absolutamen-
te de lo que debia hacer mi mujer, que estoy
ignorante de lo que ha hecho, y que si ha come-
tido alguna necedad, reniego de ella, la desco-
nozco, la maldigo...
— ¡Ah! dijo Athos al comisario, si no me ne-
cesitais aquí, volvedme á enviar á cualquiera
parte. Es muy faslidioso vuestro Bonacieux.
—Llevad á los presosá sus respectivos calabo-
zos, dijo el comisario señalando con un mismo
gesto 4 á Athos y á Bonacieux; y que se vigilen
con mas severidad que nunca.
—Sin embargo, dijo Athos con su calma ha-
bitual, sies con d Artegnan con quien teneis
que habéroslas, no veo en que debo reempla-
zarlo.
— ¡Hágase lo que he mandado! esclamó el co-
misario, y con el mas absoluto silencio. ¿Me en-
tendeis?
Athos siguió á sus guardias encogiéndose de
hombros, y Bonacieux dando unos lamentos ca-
paces de despedazar el corazon de un ligre.
Volvieron á llevar al tendero al mismo cala-
bozo donde habia pasado la noche, y lo dejaron
allí todo el dia, durante el cual lloró Bonacieux
como un verdadero lendero, como hombre que |
NOVELAS.
no es de armas tomar, segun él mismo nos lo ha
dicho.
Por la noche, á eso de las nueve. en el instante
) ?
en que se decidia á meterse en la cama, oyó pa-
sos en el corredor. listos se aproximaron á su
calabozo, se abrió la puerta, y aparecieron unos
guardias.
. —Seguidme, dijo un polizonte que llegó tras
de los guardias.
—¡Seguiros! esclamó Bonacieux, ¡seguiros á
esta hora! ¿y á dónde, Dios mio?
—Donde tenemos órden de llevaros.
—lísa no es una respuesta.
—Sin embargo es la única que os podemos
dar.
—¡Ah! ¡Dios mio, Dios mio! murmuró el po-
bre lendero: ¡ahora sí que estoy perdido!
—Y siguió maquinalmente y sin resistencia á
los guardias.
Cruzó el mismo corredor que ya habia pasado;
atravesó primero un palio, en seguida unas
cuantas habitaciones; y en fin á la puerta del
patio principal encontró un carruaje rodeado de
cualro guardias á caballo. Le hicieron subir al
mismo, el polizonte se cclocó á su lado, cerraron
la portezuela con llave, y los dos se encontraron
¡en una prision ambulante.
El coche emprendió su marcha lento como un
¡carro fúnebre. Por entre la cerrada reja distin-
gula el prisionero las casas y el suelo, esto era
todo; pero como verdadero parisiense, Bonacieux
reconocia cada calle en las esquinas, en las
muestras, en los reverberos. Cuando llegó -á
Salnt-Paul, sitio donde ejecutaban á los conde-
nados en h Bastilla, casi se desmayó y se san-
tiguó dos veces: creyó que el carruaje debia pa-
rarse allí. Sin embargo, pasó de largo. Mas
adelante un nuevo terror se apoderó de él y fué
al pasar junto al cementerio de San Julian, don-
de enterraban á los criminales de estado. Una
sola cosa le tranquilizó un poco, y fué que re-
gularmenle antes de enlerrarlos les cortaban la
cabeza, y él aun tenia la suya entre los hom-
bros. Pero cuando vió que el carruaje tomaba el
camino de la Greve, y distinguió los agudos te-
chos de las casas consistoriales, y que el carrua-
je entraba debajo de los arcos, creyó que todo
habia concluido para él: quiso confesarse con el
polizonte, y á su negativa dió unos gritos tan la-
mentables, que el polizonte le anunció que si
continuaba atolondrándole le pondria una mor-
daza. Esla amenaza tranquilizó un poco á Bona-
cieux: si hubieran debido ejecutarlo en la Greve
no se bubieran tomado el trabajo de ponerle una
mordaza, pues que casi habian llegado al sitio
de la ejecucion. Efectivamente el coche atravesó
a
]
E llevaron á
EN
MUSEO DE
la fatal plaza sin detenerse. Ya no quedaba que
lemer mas que la Groix-du-Trahoir, y precisa-
mente el coche tomó este camino.
Ahora no habia ya duda: en la Croix-du-Tra-
hoir era donde se ejecutaban á los criminales su-.
balternos; Bonacieux se habia hecho demasiado
favor creyéndose digno de Saint-Paul ó de la plaza.
de la Greve. ¡Era precisamente en la Croix-du-.
Trahoir donde iba á
lino! Aun no podia ver aquella desgraciada cruz,
pero en cierto modo parecíale que le salia al en-
cuentro. Cuando estaba ya como á unos veinte
pasos, oyó un rumor de gente, y se paró el car-
ruaje. Esto era mas de lo que podia soportar el
pobre Bonacieux, anonadado ya por las sucesivas
emociones que habia esperimentado; dió un débil
gemido que se hubiera podido tomar por el último
Suspiro de un moribundo, y se desmayó.
CAPRIULO XIV
El hombre de dle
3 QUELLA reunion no era produ-
) cida por la espera de un hom-
(y breá quien debian ahorcar, sino
2 por la contemplacion de un
ys” ahorcado. Detenido un instante
> el carruaje, volvió á seguir su
A Bash, atravesó la multitud,
"continuó su camino, entró en la calle de san Ho-
norato, torció á la de Bons Enfants, y se paró
- delante de una puerta baja.
Esta se abrió y dos guardias recibieron en sus
brazos á Bonacieux sostenido por el polizonte; lo
un corredor, le hicieron subir una es-
calera, y lo colocaron en una habitacion. Todos
estos movimientos-se habian operado para él de
un modo maquinal. Habia andado como se anda
en sueños; habia entrevisto los objetos al través
de una niebla, sus oidos habian percibido sonidos
sin comprenderlos: hubieran podido ejecutarlo en
aquel momento, sin que hubiese hecho un ade-
- man para emprender su defensa, sin que hubie-
Ta dado ni un grito para implorar compasion.
Quedó de este modo sentado en la banqueta
con la espalda apoyada en la pared y los brazos
colgando, en el mismo sitio donde le pusieron los
guardias.
Sin embargo, como mirando á su alrededor no
vió ningun objeto alarmante, y nada indicaba
que corriera un peligro real, como la banqueta
eslaba perfectamente rehenchida, y la pared cu-
bierta de una hermosa tela de Córdoba, como las
- grandes cortinas de damasco encarnado flotasen
terminar su viaje y su des-
NOVELAS. : 95
delante de la ventana recogidas en clavos dora-
dos, comprendió poco á poco que su terror ha-
bia sido exagerado, y comenzó á mover la cabeza
de derecha á izquierda y de arriba á bajo. Con
este movimiento, al que nadie se opuso, cobró
Jun poco de valor, y se arriesgó á mover una pier-
na y despues la otra, en fin ayudándose con sus
dos manos, se levantó de la banqueta, y se en-
contró de pié.
Entonces un oficial de buen parecer abrió una
puerta, continuó aun diciendo algunas palabras.
á una persona que estaba en la pieza inmediata,
y volviéndose hácia el prisionero, dijo:
—¿Sois vos Bonacieux?
—HKl mismo, señor oficial, balbuceó el ten-
dero mas muerto que vivo, para serviros.
—IEntrad, dijo el oficial.
Y se aparló para que pudiese entrar el tende-
ro. Este obedeció sin replicar, y entró en la
habitacion, en donde parecia que lo esperaban.
(Se continuará).
NXINIOSINIOLIOLOLOLSLSLSNLISLSLINLSL8L A
LA VIDA TU V HN
(Continuacion).
Al dia siguiente Ulrico corrió al hospital para
ver á su querida y decirle quien era. Pero ella
no se encontraba en estado de comprenderle;
durante la noche se le habia declarado una fie-
bre cerebral y estaba delirando. ¡
Ulrico quiso llevársela, pero los médicos se
opusieron á ello; sin embargo, dieron algunas
esperanzas.
En el dia fijado tenia Ulrico dispuesta ya su
habitacion. Dió cita en ella para aquella misma
noche á tres de los mas célebres médicos de Pa-
rís, y despues corrió á buscar á Rosita.
Hacia una hora que esta habia muerto.
Ulrico volvió á su nueva habitacion, donde
encontró á su amigo Tristan, á quien habia he-
cho llamar, que le esperaba en compañía de los
tres médicos.
—Señores, pueden Vdes. relirarse, dijo Ulrico
á estos. La persona acerca de la cual deseaba
consultarles, ha dejado de existir.
Tristan se quedó solo con Ulrico y no trató de
Eo su dolor, sino que se asoció fraternalmen-
le á él. El fué quien dirigió las solemnes exe-
quias e se hicieron á Rosita, con gran admi-
racion de todos los del hospital. Rescató los ob-
jetos que habian pertenecido á la jóven y que,
despues de su muerte, eran propiedad del esta-
blecimiento. Entre aquellos objetos estaba el ves-
96
tido de indiana azul con lunares blancos, único
que la habia quedado. Cuidó tambien de que el
antiguo mobiliario de Ulrico fuese trasladado á
una de las habitaciones de su nueva casa.
Pocos dias despues Ulrico, decidido á suici-
darse, salia para Inglaterra.
Tales eran los antecedentes de este personaje |
en el momento en que entraba en los salones del
café de Foy.
CAPIDULO Y
¿Era Rosita?
A llegada de Ulrico causó un
gran movimiento en los allí
vantaron y le dirigieron el cor-
tés saludo de los hombres de
buena sociedad. Por lo que ha-
ce á las mujeres lo estuvieron
mirando descaradamente durante cinco minutos.
—Vamos, querido difunto, dijo Tristan ha-
ciendo sentar á Ulrico en el sitio que le habia
destinado al lado de Fanny, señale V. con un
brindis,su vuelta al mundo de los vivos. La se-
nora, añadió Tristan indicando á Fanny inmóvil
bajo su antifaz, la señora le acompañará á usted,
y V. no olvide lo que le he encargado, dijo en
voz baja al oido de la jóven.
Ulrico tomó un gran vaso lleno hasta el borde
y esclamó:
—Brindo...
—No olvide V. que los brindis políticos están
prohibidos, dijo Tristan.
—Brindo por la muerte, dijo Ulrico llevándose
el vaso á los labios, despues de haber saludado á
su enmascarada vecina.
—Y yo, dijo Fanny bebiendo á su vez, yo
brindo por la juventud y el amor.
Y brilló una sonrisa de fuego bajo su antifaz
de terciopelo, como un rayo que rompe una nube.
Al oir aquella voz Ulrico se estremeció, y co-
giendo una mano que Fanny le abandono, la dijo:
—Repita V., repita V., señora.
Fanny volvió á coger su vaso, que solo habia
vaciado á medias, y repitió con acento de entu-
slasmo juvenil:
—¡Brindo por la juventud! ¡brindo por el amor!
—Es imposible... ¿De dónde viene esa voz? No
es esta mujer quien ha hablado. ¿De qué tumba
sale esa voz? ¿quién es esa mujer? murmuró Ul-
rico interrogando con su mirada á Tristan.
Este se limitó á contestarle:
—¿Le habia engañado á V.?
MUSEO DE NOVELAS.
reunidos. Los hombres se le- |
¡Pero de pronto, á una seña de Tristan, Fanny
dejó caer el capuchon de su dominó al mismo
| tiempo que se quitaba la careta, y se volvió há-
¡cla Ulrico con una gracia encantadora, dicién-
'dole:
| —¿No brinda V. conmigo, señor conde?
Al ver el rostro de Fanny, Ulrico se quedó
mudo, anonadado, casi asustado.
Fanny estaba muy bella aquella noche.
Llevaba en su frente una corona de pequeñas
rosas naturales, eomo una temprana aureola, y
sus hojas caian confundidas con los hermosos y
dorados rizos de sus cabellos. Parecia una de
aquellas encantadoras figuras que sonrien tan
dulcemente en los cuadros de Grenze.
—¡ Rosita, mi Rosita...! ¡Es Rosita...! esclamó
'Ulrico medio loco. .
—Me llamo Fanny para todo el mundo, dijo
la jóven exaltando cada vez mas á Ulrico con las
miradas de sus hermosos ojos azules, me llamo
Fanny. Tengo diez y ocho años y soy una de las
diez mujeres de París por quien los hombres sal-
tarian sin vacilar por encima de todos los artí-
culos del código penal. La puerta por donde se
sale de mi gabinete, da al presidio ó al cemen-
terio; para entrar en él, hay padres que han
vendido sus hijas, hijos que han arruinado á su
padre. Si yo quisiera podria andar cien pasos
por un camino cubierto de cadáveres, y una le-
gua en un camino empedrado de oro. En este
instante estoy arruinada á causa de un esceso de
confianza que tuve en un momento de fastidio.
Así es que voy á costar muy cara todo este mes.
Ya sabe V. que clase de mujer soy, señor conde,
dijo Fanny terminando su cínico programa y
echando á Ulrico una provocadora mirada que
parecia decir: )
—Ahora bien ¿qué es lo que desea V. de 1mí?
Pero Ulrico apenas habia escuchado lo que ella
le decia; solo habia oido el sonido de su voz sin
prestar atencion á las palabras; miraba fijamen-
te á Fanny, como se mira un fénomeno, y solo
interrumpia su contemplacion de vez en cuando
para esclamar:
— ¡Rosita! ¡Rosita!
—Y bien, le preguntó en voz baja Tristan ¿lo
que ha visto V., vale la pena del viaje que le he
hecho hacer?
—Ahora que he venido no podré volver á mar-
char, dijo Ulrico señalando á Fanny, que fingia
la mayor indiferencia hácia lo que ellos decian,
aunque no perdia una palabra de ella.
—¿Y ahora qué quiere V.. hacer? preguntó
Tristan á Ulrico llevándole á parte.
(Se continuará.)
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Los Tres MOSQUETEROS.—Esa cabeza jamás ha conspirado, murmuró,