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EN CASA DEL EDITOR J. ALEU Los Tres: MOSQUETEROS por Alejandro Du- En todas las librerías y centros
10, SANTA TERESA, 10 a . de suscricion de España y las
Barcelona-Gracia. men: Américas españolas.
Los Tres MOSQUETEROS.—Muy bien, dijo el rey retirándose, muy bien, cuento con vuestra palabra.
106 MUSEO DE
LOS TRES MOSQUETEROS
noche en vuestra casa!
(Continvuacion).
NOVELAS. ;
—¡Ah! dijo el cardenal, ¡todos han pasado la
—¿Dudará su Eminencia de mi palabra? dijo
'Treville con la frente hecha una escarlata de
—Entonces, añadió Treville, ¿lambien para.
el servicio de V. M. se apoderan de uno de mis |
mosqueteros inocente, se le coloca entre dos guar-
dias como un malhechor, y se pasea por medio
de un populacho insolente á ese valiente que ha
derramado diez veces su sangre en servicio de
Vuestra Majestad, y que está pronto á derramar-
la de nuevo? )
—¡Bah! dijo el rey conmovido: ¿han pasado |
las cosas de ese modo?
—Treville no dice, añadió el cardenal con la
mayor flema, que ese mosquetero inocente, que
ese hombre galan, acababa una hora antes de
apalear con su espada á cuatro comisarios en-
viados por mí, para que instruyesen un asunto
de la mayor importancia. * e
—Desafio á vuestra Eminencia á que lo prue-
be, esclamó Treville con su franqueza gascona
y su sequedad militar: pues una hora antes,
Athos que (lo confiaré 4 V. M.) es un hombre de
las mas altas prendas, me hacia el honor, des-
pues de haber comido en mi casa, de conversar
en mi salon con el señor duque de la Tremoui-
lle, y el señor conde de Chalus que estaban allí..
El rey miró al cardenal. :
—Un proceso verbal hace fuerza, dijo el car-
denal respondiendo en alta voz á la muda inter-
rogacion de S. M., y las personas maltratadas.
han formalizado el siguiente, que tengo el honor
de presentar 4V.M. ; E
—¿Y un proceso verbal de los togados, conles-
tó con altivez Treville, vale mas que la palabra
de honor de un militar?
_—Vamos, vamos, Treville, callad, dijo el rey.
—5S1 su Eminencia tiene alguna sospecha con-
tra alguno de mis mosqueteros, dijo Treville, la
justicia del señor cardenal es bastante conocida
para que yo mismo solicite una indagacion.
—En la casa donde ha tenido lugar ese desai-
re á la justicia, continuó el cardenal impasible,
creo que vive un bearnés amigo del mosquetero.
—Vuestra Eminencia querrá hablar de d'Ar-
tagnan. AA j
—Hablo de un jóven á quien protegeis, Tre-
via. z
—Sí, monseñor, este mismo es.
—¿No sospechais que ese jóven haya dado ma-
los consejos.....? | da
-—¿A Athos, á un hombreque tiene doble edad
que él? interrumpió Treville. No, no, monseñor.
Además d Artagnan ha pasado la noche en mi |
casa, | |
cólera.
—¡No, Dios me libre! contestó el cardenal,
pero ¿4 qué hora estaba en vuestra casa?
— ¡6h! eso puedo decirlo con exactitud á vues-
tra Eminencia; pues cuando entró, miré que el
'reloj señalaba las nueve y media, aun cuando
crela que era mas tarde.
—¿Y á qué hora salió?
—A las diez y media, precisamente una hora
¡despues de pasado el suceso.
—Pero al fin, respondió el cardenal, que no
suspechaba de la lealtad de Treville, y que veia
escapársele la victoria, pero al fin, Athos ha sido
preso en esa casa de la calle des-Fossoyeurs.
—¿Y está prohibido á un amigo visitar á otro;
á un mosquetero de mi compañía que fraternice
con un guardia de la compañía de Desessarts?
—Si, cuando la casa en que fraterniza con ese
amigo es sospechosa.
—Esa casa es sospechosa, Treville, dijo el rey:
¿acaso no lo sabiais? :
—Efectivamente, señor, lo ignoraba. Quizá
pueda ser sospechosa toda ella, pero niego que
lo sea la parte en que vive d'Artagnan, pues pue-
do aseguraros, señor, que si he de creer lo que
este ha dicho, no existe un servidor mas decidi-
do de S. M. ni un admirador mas profundo del
señor cardenal.
—¿No es ese d'Artagnan el que hirió cierto
| dia á Jussac en el desgraciado, encuentro que se
verificó junto al convento de los Carmelitas des-
calzos* preguntó el rey mirando al cardenal, que
se ruborizó de despecho.
—Y al dia siguiente á Bernajoux. Sí, señor, '
sí, ese mismo es: V. M. tiene buena memoria.
—Vaya, ¿qué resolvemos? preguntó el rey.
—Esto concierne á V. M. mas que á mí, con-
testó el cardenal. Yo afirmo la culpabilidad.
—Y yo la niego, añadió Treville. Pero su Ma-
jestad tiene jueces, y ellos decidirán.
—Eso es, dijo el rey, pasemos la causa á los
jueces: su deber es juzgar, y juzgarán.
—Pero es muy triste, añadió Treville, que en
estos tiempos desgraciados en que vivimos, la
vida mas pura, la virtud mas incontestable, no
libren á un hombre de la infamia y+de la perse-
cucion. Así es que el ejército quedará descon-
tento, puedo asegurarlo, de verse espuesto á unos
tratamientos rigorosos con motivo de asuntos de
policía. - : |
La espresion era imprudente, pero Treville la
pronunció con conocimiento de causa. Queria
o
A
a
ES
MUSEO DE
una esplosion, para que con ella la mina diese!
fuego; y el fuego e ver claro.
—;¡Negocios de policía! esclamó el rey reco-
giendo las palabras de Treville, ¡asuntos de po-
licía! ¿y qué entendeis de esto? Meteos con vues-
tros mosqueteros, y no me rompais la cabeza. Al
oiros parece que si por desgracia prendiesen á
un mosquelero, la Francia estaria en peligro.
¡Ah! ¡cuánto ruido por un mosquetero! ¡Yo haré
prender á diez, voto vá! ¡ciento si es menester,
á toda la compañía! y no quiero que se pronun-
cie una palabra.
—Desde el instante en que sean sospechosos
á V. M., contestó Treville, los mosqueteros son
culpables: tambien me veis, señor, pronto á en-
tregaros mi espada, porque despues que el señor
cardenal ha acusado á mis soldados, no dudo que
concluirá por acusarme: así mas vale que me
constituya prisionero con Athos, que ya está
preso, y con d'Artagnan, que seguramente lo
estará.
—Cabeza gascona, ¿acabareis? dijo el rey.
—Señor, contestó Treville sin bajar en nada
la voz, mandad que me vuelvan mi mosquetero,
ó que sea juzgado.
—Lo juzgarán, dijo el cardenal.
—¡Bien! tanto mejor, pues entonces pediré á
su Majestad el permiso de defender su causa.
El rey temió un rompimiento.
—Si su Eminencia, dijo, no tuviera motivos
personales...
El cardenal vió venir al rey, y le salió al en-
cuentro.
—Perdonad, difo: pero desde el instante en
que V. M. crea que soy un juez con prevencion,
desisto.
— Veamos, dijo el rey, ¿me jurais por mi pa-
dre que Athos estaba en vuestra casa mientras
pasó aquel suceso y que no ha tenido parte en 61?
—Por vuestro glorioso padre, y por vos mis-
mo, que sois lo que amo y venero mas en el
mundo, lo juro.
—Tened á bien reflexionar, señor, dijo el car-
denal. Si soltamos así al preso, no se qn sa-
ber la verdad.
—Athos estará, añadió Treville, pronto á res-
ponder siempre que los togados gasten interro—
garle, No desertará, señor cardenal; estad bran-
quilo, yo respondo de él.
—Al fin no desertará, dijo el rey, y lo encon-
trarán siempre, como dice Treville. Además, aña-.
dió bajando la voz, y rirando con aire suplican-
le á su Eminencia, démosles seguridad, esto es
política.
Esta política de Luis XIII hizo sonreir á Ri-
chelien. |
NOVELAS. - 107
—Mandad, señor, dijo, teneis el derecho de
gracia.
—El derecho de gracia solo se aplica á los cri-
minales, observó Treville, que queria saber la
última determinacion del rey, y mi mosquetero
es inocente. No es gracia la que vais á hacer,
señor, sino justicia.
—¿Está en Fort-1'Eveque? preguntó el rey.
—Sí, señor, é incomunicado, en un calabozo
como el mayor de los criminales.
—i¡Qué diablos! murmuró el rey, ¿qué es ne-
cesario hacer?
—Firmar la órden de ponerlo en libertad, y
todo queda concluido, contestó el cardenal: creo
como V. M. que la garantía de Treville es mas
que suficiente.
Treville se inclinó con respeto y con una ale-
gría que no estaba exenta de temor; pues hubie-
ra preferido una tenaz resistencia por parte del
cardenal á aquella facilidad repentina.
El rey firmó la órden de libertad, y Treville
la llevó al instante.
En el momento de salir, el cardenal le saludó
con una sonrisa amistosa, y dijo al rey:
—Muy buena armonía reina entre los jefes y
soldados de vuestros mosqueteros, señor, cosa
que es muy útil para el servicio y muy honrosa
para todos.
—Sin duda me irá á jugar ahora alguna mala
pasada, decia Treville; pues no se saca nunca
nada en claro de un hombre semejante. Pero
apresurémonos, pues el rey puede mudar de pa-
recer á cada instante; y al fin y al cabo, mas di-
fícil es volver á llevar á la Bastilla ó á Fort-1'Eve-
que á un hombre que ha salido de ella, que cus-
todiar á un prisionero que se tiene allí.
Treville hizo triunfalmente su entrada en Fort-
l'Eveque, de donde sacó al mosquetero que no
habia abandonado su pacífica indiferencia.
En seguida, la primera vez que volvió á ver
á d'Artagnan, le dijo:
—¡De buena habeis escapado! Ya habeis co-
brado la estocada que disteis á Jussac. Queda
aun la de Bernajoux, pero será necesario que no
os fieis mucho. ]
Seguramente que Treville tenia razon en des-
confiar del cardenal, y creer que no estaba todo
concluido, pues apenas cerró la puerta tras sí el
capitan de los mosqueteros, cuando su Bennen-
cia dijo al rey:
—Ahora que estamos solos, vamos á hablar
con formalidad, si V. M. gusta, señor. Buckin-
gham ha estado en París cinco dias, y no se ha
ido hasta esta mañana.
MUSEO DE
CAPITULO XVI
En que el guarda sellos Seguier busca mas de una vez la
campana para tocarla como hacia en otro tiempo.
s imposible formarse una idea
de la impresion que aquellas
+ palabrascausaron en Luis XIII:
A se ruborizó y palideció alter-
' nativamente, y el cardenal vió
desde luego que acababa de
IA conquistar de un solo golpe
todo el vas que habia perdido.
—¿Buckingham ha estado en París? esclamó;
¿y qué viene á hacer?
—Sin duda á conspirar con vuestros Seno
los hugonotes y los ios
—No, por Dios, no; á conspirar contra mi ho-
nor con la señora de Chevreuse, la señora de
Longueville, y los Condé.
—¡Oh! señor, ¡qué idea! La reina es muy pru-
¿ent y sobre todo ama á V. M.
—La mujer es débil, señor cardenal, dijo el
rey; y por lo que respecta á amarme mucho,
tengo formada mi opinion acerca de este amor.
—No por esto sostengo menos, añadió el car-
denal, que haya venido el duque de Buckingham
espresamente á París para un proyecto político.
—Y yo tambien estoy seguro de que ha veni-
do para otra cosa, señor cardenal; pero si la rei-
na es culpable, ¡qué tiemble! -
—Seguramente, dijo el cardenal, por mucha
repugnancia que yo lenga en jmaginar una trai-
cion semejante, V. M. me hace pensar en ella:
la señora de Lannoy, á quien, segun la órden de
vuestra Majestad he interrogado varias veces,
me dijo esta mañana, que la noche anterior su
Majestad habia velado hasta muy tarde, que du-
rante la mañana habia llorado mucho, y que
todo el dia estuvo escribiendo.
—Ya se ve, dijo el rey, á él sin duda. Carde-
nal, quiero ver los papeles de la reina.
—¿Pero cómo es posible quitárselos, señor? Me
parece que ni yo ni V. M. podemos encargarnos
de semejante mision.
—¿Cómo se hizo con la mariscala d'Ancre? es-
clamó el rey lleno de la mayor indignacion: se
registraron sus armarios, y en fin fué registrada
ella misma.
—La mariscala da Anore no era mas que la ma-
riscala d'Ancre, una aventurera florentina, se-
ñor; al paso que la augusta esposa de V. M. es
Ana de Austria, reina de Francia: es decir, una
de las mayores reinas del mundo.
—No por esto es menos culpable, señor carde-
nal. Mientras mas haya olvidado la elevada po-
NOVELAS.
¡sicion en que se encuentra colocada, mas bajo
¡ha descendido. Además, hace mucho tiempo que
estoy decidido á acabar con todas esas pequeñas
intrigas de política y de amor. Tambien tiene á
su lado un cierto Laporte...
— Quien creo, lo confieso, que es la llave maes-
tra de todo este asunto, dijo el cardenal.
—¿Pensais como yo que me engaña? preguntó
el rey.
—Creo, y lo repito á V. M., que la reina cons-
pira contra el poder de su rey, pero no he podi-
do decir contra su honor.
—Y yo os digo que contra ambos: os digo que
la reina no me ama; que ama á otro, á ese infa-
me duque de Buckingham. ¿Por qué no lo habeis
hecho prender mientras estuvo en París?
—¡Prender al duque! ¡prender al primer mi-
nistro del rey Cárlos 1! ¿Lo habeis reflexionado
bien, señor? ¡Qué escándalo! Y si entonces las
sospechas de V. M., lo que continúo dudando,
hubiesen tomado alguna consistencia, ¡qué ru-
mor tan terrible! ¡qué escándalo tan desespe-
rado!
—Una vez que se esponia como un vagabundo
y un ladron, era preciso...
Luis XIII se detuvo horrorizado de lo que iba
á decir, mientras que Richelieu, alargando el
cuello, esperaba inútilmente la palabra que ha-
bia quedado en los labios del rey.
— ¿Era preciso?
—Nada, dijo el rey, nada. Pero mientras ha
estado en París ¿no le habeis perdido de vista?
—No, señor.
— ¿Dónde vivia?
—En la calle de la Harpe, número 75.
—¿Hácia dónde está?
—Hácia la parte del Luxemburgo.
— ¿Y estais seguro de que la reina y él no se
han visto?
—Creo á la reina fiel á sus deberes, señor.
—Pero se han carteado, y á él es á quien la
reina ha escrito todo el dia: señor duque, quiero
esas cartas.
—Senor, no obstante...
—Senñor duque, á cualquier precio que sea, las
quiero.
—Sin embargo, manifestaré á V. M..
—¿Tambien me haceis traicion, señor carde -
nal, para oponeros siempre así á mis proyectos?
¿Estais tambien de acuerdo con el español, y
con el inglés, con la señora de Chevreuse y con
la reina?
—Senor, contestó el cardenal sonriéndose, ya
sé que me creeis al abrigo de semejante sospecha.
— Señor cardenal, ya lo oisteis; ¡quiero esas
cartas!
$
o
a ego e e
Pobres
MUSEO DE
—No habrá mas que un medio.
¿Cuál?
—Encargar esta mision al señor guarda-sellos
Seguier. El asunto corresponde á los deberes de
su Cargo.
—Que vayan á buscarle ahora mismo.
—Debe estar en mi casa, pues le supliqué que
fuera, y cuando vino al Louvre, dejé encargado
que si se presentaba, que me aguardase.
—Que vayan á buscarle ahora mismo.
—Las órdenes de V. M. serán ejecutadas, pero...
—Pero qué?
—La reina quizá se negará á
—¿Mis órdenes?
—SÍ, si ignora que esas órdenes son de su rey.
—Pues entonces para que no lo dude, voy á
advertírselo yo mismo.
—V. M. no olvide que he hecho cuanto he po-
dido para evitar un rompimiento.
—Sí, duque, sí: ya veo que sois muy indul-:
gente para. con la reina, quizá demasiado; sin
embargo, 0s advierto que mas adelante tendre-
mos que hablar de este asunto..
-—Cuando sea del gusto de V. M., pero me con-
ceptuaré siempre afortunado, y me envaneceré
de sacrificarme por la buena armonía que deseo
ver entre el rey y la reina de Francia.
—Bien, cardenal, ahora enviad á buscar al se-
nor guarda-sellos; yo voy al cuarto de la reina.
Luis XIII, abriendo la puerta de comunica-
cion, entró en el corredor que conducia de su
habilacion 4 la de Ana de Austria.
La reina estaba rodeada de su servidumbre,
compuesta de la señora de Guilaut, señora de
Sablé, señora de Montbazon y señora de Gue-
mené. A un lado estaba lu camarista española
doña lstefanía, que la habia acompañado desde
Madrid. La señora de Guemené leia, y todas es-
cuchaban con atencion á la lectora, escepto la
reina, que habia suscitado aquella lectura, á fin
de poder, fingiendo escuchar, seguir el hilo de
sus propios pensamientos.
Estos por muy dorados que fuesen con el úlli-
mo reflejo de amor, no por ello eran menos tris-
tes. Ana de Austria se hallaba privada de la con-
fianza de su marido, perseguida por el ódio del
cardenal, que no podia perdonarla haber recha-
zado un sentimiento mas dulce, teniendo á la
vista el ejemplo de la reina madre, á quien toda
su vida habia atormentado este ódio, aunque
María de Médicis, si hemos de creer las memo-
rias de aquellos tiempos, habia comenzado por
conceder al cardenal el sentimiento que Ana de
Austria le negó constan lemente. Ana de Austria,
decimos, habia visto caer á su alrededor sus mas
decididos servidores, sus mas intimos confiden-
á obedecer.
NOVELAS. 109
tes, sus favoritos mas queridos. Como esos des-
graciados, que están dotados de un don funesto,
comunicaba la desgracia á cuantos la rodeaban;
su amistad era un fatal destino que atraia la per-
secucion. La señora de Chevreuse y la de Vernel
estaban desterradas; en fin, Laporte no podia
ocultar á su ama que esperaba ser preso de un
instante á otro.
Cuando estaba sumida en lo mas profundo y
sombrío de estas reflexiones, se abrió la puerta
de la habitacion, y entró el rey.
La lectora cerró los labios al instante, todas
las damas se levantaron, y hubo un profundo si-
lencio.
El rey no hizo ei demostracion de polí-
tica; solamente deteniéndose delante de la reina,
—Señora, dijo con voz alterada, vais á recibir
la visita del señor canciller, quien os comunica-
rá ciertos negocios que le he encargado.
La desventurada reina, á quien amenazaban
sin cesar con el divorcio, con el destierro, y hasta
con un proceso, palideció 4
naturales, y no pudo menos de decir:
—Pero ¿4 qué viene esta visita, señor? ¿Qué
me ha de decir el señor canciller que no pueda
decirmelo V. M.?
—Hl rey volvió la espalda sin responder, y
casi al mismo instante el capitan de guardias,
señor Guitaut, anunció la visita del señor can-
ciller.
Cuando se presentó este, el rey habia ya sali-
do por otra puerta.
El canciller entró medio risueño, medio aver-
gonzado. Como probablemente no lo volveremos
á encontrar en el curso de esta historia, no es-
tará de mas que nuestros lectores hagan desde
ahora conocimiento con él.
El canciller era un hombre galan. El señor de
Roches le Marle, canónigo de Nuestra Señora, y
que anteriormente habia sido ayuda de cámara
del cardenal, lo propuso 4 Su Eminencia como
un hombre de probada fidelidad. El cardenal se
aprovechó de ella, y le fué muy bien.
Referíanse de él varias anécdotas, entre otras
la siguiente:
Despues de una juventud borráscosa, se retiró
á un convento para expiar allí, 4 lo menos du-
rante algun tiempo, las locuras de la mocedad.
Pero al entrar en aquel lugar sagrado, el pobre
penitente no pudo cerrar pronto la puerta, y las
pasiones de que huia entraron con él. Se veia
atormentado sin descanso, y el superior, á quien
habia confiado aquella desgracia, queriendo li-
brarle de ella todo lo posible, le encomendó que
para conjurar el demonio tentador, recurriese á
la cuerda de la campana y que la tocase á vuelo.
pesar de sus colores
110 MUSEO DE
Al ruido denunciador, los frailes estarian preve- |
nidos de que la tentacion atacaba á un hermano,
y toda la comunidad se pondria en oracion.
El consejo pareció bueno al futuro canciller.
Conjuróse al espíritu maligno con las multipli-
cadas oraciones de los frailes; pero el diablo, que
no se deja echar con facilidad de un sitio don-
de ha colocado sus reales, á medida que redobla-
ban los exorcismos, redoblaba las tentaciones;
de suerte que de dia y de noche tañia Seguier
la campana á todo vuelo, anunciando el estremo
deseo de mortificacion que esperimentaba el pe-
nitente.
Los frailes no tenian un instante de reposo.
De dia no hacian mas que subir y bajar las es-
caleras que conducian á la capilla, y de noche,
á mas de las completas y maitines, se veian pre-
cisados á echarse veinte veces fuera de sus ca-.
mas, y prosternarse en el suelo de sus celdas.
Se ignora quién se cansó primero, si el dia-
blo, ó los frailes; pero al cabo de tres meses, el
penitente volvió á aparecer en el mundo, con la
reputacion del mas terrible poseido que hubiese
existido nunca. o
Cuando dejó el convento entró en la magis-
tratura, y llegó á ser presidente del parlamento
en lugar de su tio; abrazó el partido del cat-
denal, lo que no manifestaba poca sagacidad:
llegó á ser canciller, sirvió á su Eminencia con
celo en las tramas contra la reina madre, y en
su venganza contra Ana de Austria, estimuló á
los jueces en el asunto de Chalais, animó las
tentativas de Laffemas, montero mayor de Fran-
cia; en fin, posesor de toda la confianza que se
habia granjeado tan bien, llegó á recibir el es-
traño encargo para cuya ejecucion se presentaba
en el cuarto de la reina.
Esta aun estaba de pié cuando entró; pero
apenas le hubo visto, cuando sentándose en su
sillon, hizo seña á sus doncellas para que se
volviesen á sentar en sus cogines y taburetes, y
con tono de suprema altivez:
—¿Qué quereis, señor, preguntó Ana de Aus-
tria, y con qué objeto os presentais aquí?
—Para hacer en nombre del rey, señora, y
salvo todo el respeto que tengo el honor de pro-
fesar á V. M., una pesquisa exacta en todos
vuestros papeles.
—Cómo, caballero, una pesquisa en mis pa-
peles.. iv. ¡Eso es indigno!
—Tened á bien dispensarme, señora, pero en
esta circunstancia soy un mero instrumento del
rey. ¿No acaba de salir de aquí S. M. y no os
ha invitado á que os preparaseis para esta vi-
sita? ¡ |
—Registrad, caballero, segun parece soy una |
NOVELAS.
persona criminal. Estefanía, entregad las llaves
de mis mesas y pupitres.
El canciller hizo por pura forma un registro
en todos los muebles, pero sabia muy bien que
en ninguno de. ellos estaba la carta importante
que se buscaba.
Despues de haber abierto el canciller veinte
veces los cajones del bufete era necesario, aun
cuando esperimentase algun temor, llegar á la
conclusion del asunto, es decir, á registrar á la
misma reina. El canciller pues se adelantó hácia
Ana de Austria, y con tono perplejo y aire em-
barazado le dijo:
—Ahora me queda que hacer el principal re-
gistro.
—¿Cuál? preguntó la reina, que no compren-
dia, ó mejor que no queria comprender al can-
ciller.
—El rey está seguro de que se ha escrito una
carta en el dia de hoy; tambien sabe que no se
ha enviado á su destino. Esa carta no está ni
en vuestra mesa ni en vuestro bufete, y sin em-
bargo en alguna parte debe de estar.
—¿0s atreveriais á poner la mano en vuestra
reina? dijo Ana de Austria revistiéndose de todo
su orgullo, y fijando en el canciller sus ojos
cuya espresion habia llegado á ser amenaza-
dora.
—Soy un súbdito fiel del rey, señora, y haré
todo cuanto él mande.
—Teneis razon, contestó Ana de Austria, y
los espías del señor cardenal le han servido
bien. Hoy he escrito una carta, sí, y esa carta
no ha ido á su destino, la tengo aquí.
Y la reina llevó su hermosa mano á su pecho.
—Entonces, señora, dadme esa carta, dijo el
canciller.
—No se la daré á nadie mas que al rey, caba-
llero, respondió Ana. |
—S1 el rey hubiese querido que se la entre-
gaseis, señora, os la hubiera pedido. Pero, os lo
repito, me ha encargado á mí para que os la re-
clame, y si no me la entregais...
-—¿Qué sucederá?
—Tengo órden de quitárosla.
—¿Cómo? ¿qué quereis decir?
—Que mis órdenes son mas terminantes toda-
vía, señora, puesto que estoy autorizado para
buscar el papel sospechoso hasta registrando la
persona de V. M.
—¡Esto es horrible! esclamó la reina.
—Tened á bien, señora, ser condescendiente.
—HEsa conducta violenta es infame; ¿lo sabeis,
caballero? |
—¡El rey manda, señora! dispensadme.
—¡No lo consentiré, no, antes morir! esclamó
EE O_O -
gre de la española y de la austríaca.
El canciller hizo una profunda reverencia, y
en seguida con la intencion bien patente de no
MUSEO DE
la reina en quien se indignaba la imperiosa san- |
|
retroceder ni una línea en el cumplimiento de.
su comision, y como hubiera podido hacerlo un
ayudante del verdugo en el cuarto del tormento,
se acercó á Ana de Austria, de cuyos ojos brota-
ron entonces lágrimas de rabia.
La reina, como ya hemos dicho, era hermosí-
sima. La comision pudiera pasar por delicada, y
el rey habia conseguido, á fuerza de celos con-
tra Buckingham, no estar celoso de nadie.
Seguramente que el canciller Seguier buscó
entonces la cuerda de la famosa campana, pero
no encontrándola, tomó su partido, y alargó la
mano hácia la parte en que la reina habia con-
fesado tener el papel.
Ana de Austria dió un paso hácia atrás, páli-
da, y como moribunda y apoyándose, para no
caer, con la mano izquierda en una mesa que
habia á su espalda, sacó con la derecha un pa-
pel de su pecho, y lo alargó al guarda sellos.
—Aquí está la carta, caballero, esclamó la
reina con voz entrecortada y temblorosa, tomad-
la, y libradme de vuestra odiosa presencia.
El canciller, que por su parte temblaba, con
una emocion fácil de conocer, la tomó, saludó
hasta el suelo, y se retiró.
Apenas se cerró la puerta tras de él, cuando la
reina cayó medio desmayada en los brazos de
sus doncellas. E
El canciller fué á llevar la carta al rey sin
haber leido ni una sola palabra. El rey la tomó
con mano trémula, buscó el sobre, que no tenia,
se puso pálido, la abrió con lentitud, y en se-
guida, viendo por las primeras palabras que iba
dirigida al rey de España, la leyó con rapidez.
Era un plan de ataque contra el cardenal. La
reina invitaba á su hermano y al emperador de
Austria que juntos, heridos como estaban por
la política de Richelieu, cuya eterna preocupa=
cion era el abatimiento de la casa de Austria,
- declarasen la guerra á la Francia, é impusiesen,
como condicion de la paz, la separacion del car-
denal; pero ni una sola palabra de amor habia
en toda aquella carta.
Sumamente contento el rey, se informó si aun
estaba en el Louvre el cardenal; y como le dije-
sen que su Eminencia esperaba en el gabinete
las órdenes de S. M.,
contrarle.
—Mirad, duque, le dijo, teniais razon, y yo fui
quien se equivocó: toda la intriga es política, y
de ningun modo se habla de amor en esta carta
el rey fué al instante á en-
NOVELAS. 111
El cardenal tomó la carta y la leyó con la
mayor atencion: así que llegó al fin, volvió á
leerla.
—¡Muy bien! dijo, ya ve V. -M., hasta donde
van á parar mis enemigos: os amenazan con dos
guerras si no me separais de vuestro lado. Yo en -
vuestro lugar seguramente, señor, cedería á tan
poderosas instancias, y por mi parte seria una
verdadera felicidad el poderme retirar de los ne-
gocios.
— ¡Qué dices, duque!
—Digo, señor, que mi salud se deteriora en
esas luchas contínuas, y en esos trabajos eter-
nos. Digo que, segun toda probabilidad, no po-
dré sostener las fatigas del sitiv de la Rochela, y
que mas valiera que nombraseis á Condé, á Bas-
sompiere, óen fin á cualquier hombre valiente
que esté en disposicion de sostener la guerra, y
no á mí, que pertenezco á la Iglesia, y que me
separan sin cesar de mi vocacion para aplicarme
á cosas para las cuales no tengo la menor apti-
tud. Seriais mas dichoso en vuestros dominios,
señor, y no dudo que seriais mas Bram con
respecto al estranjero.
—Senor duque, dijo el rey, ya entiendo: todas
las personas nombradas en esta carta serán cas-
tigadas como se merecen, sin esceptuar la reina.
—¡Qué decís, señor! Dios me libre que por mi
causa esperimente la reina la menor contrarie-
dad: siempre me ha creido enemigo suyo, señor,
aunque V. M. puede atestiguar que constante-
mente he tomado con calor su defensa, aun
contra vos mismo. ¡Oh! si hiciese traicion á.
vuestra magestad respecto á su honor, seria otra.
cosa, y fuera yo el primero que clamase. No ha-
ya indulgencia, señor, no haya indulgencia,
para la culpable. Afortunadamente no hay nada
de esto, y V. M. acaba de recibir una nueva
prueba de lo contrario.
—lís muy cierto, señor cardenal, dijo el rey,
y ahora como siempre, teneis razon; pero no por
esto merece menos la reina todo mi enojo.
-—Vos sois, señor, quien habeis incurrido en
el suyo, y verdaderamente no estrañaria que se
incomodase con V. M., pues la habeis tratado
con una severidad..
—De este modo tralaré siempre á mis enemi-
gos y á los vuestros, duque, por elevados que
sean y aun cuando corriese algun peligro en
obrar severamente con ellos.
—La reina es enemiga mia, pero no vasblra,
señor; antes bien es una esposa fiel, sumisa, ir-
reprensible; permitidme, señor, que interceda
por ella con V. M.
—Que se humille, y que sea la aldo que
que aquí veis. Pero en cambio habla mucho de vos | pida.
112 : MUSEO DE NOVELAS.
—Muy al contrario, señor, dadla el ejemplo: : al cardenal cuando habia de verificarse la fun-
vos habeis cometido la falta, sospechando de la
reina y...
—;¡ Yo ceder el primero! dijo el rey; ¡nunca!
—Señor, os lo suplico.
—A mas ¿qué modo habria de ceder yo el
primero?
—Uno muy sencillo que sabeis le gusta mucho.
—¿Cuál es?
—Dad un baile: no ignorais cuanto gustan á
la reina los bailes: y os respondo que su rencor
no podrá resistir 4 semejante atencion.
—Señor cardenal, ya sabeis que no me gus-
tan esos placeres mundanos.
—Por eso os estará la reina mas reconocida,
pues que sabe vuestra antipatía á todos esos
placeres: además será una ocasion para ella de |
ponerse los hermosos herretes de diamantes que |
le regalasteis el dia de su sanlo, y que aun no
ha tenido ocasion de lucir.
—Veremos, señor cardenal, va veremos, dijo
el rey, que en su alegría por haber hallado cul-
pable á la reina de un crímen del cual no hacia
el menor caso, é inocente de una falta que tenia |
en mucho, estaba pronto á hacer las amistades
con ella: ya veremos, repitió; pero, os aseguro |
que sois demasiado indulgente.
—Señor, añadió el cardenal, dejad la severl-
dad para los ministros; la indulgencia es una
virtud real: usad de ella, y ya vereis que es lo.
mojor.
Entonces, oyendo el cardenal que el reloj da- |
cion, y este la diferia siempre bajo un pretesto
cualquiera. Así pasaron diez dias.
El octavo despues de la escena que acabamos
de referir, el cardenal recibió una carta con se-
Mos de Londres que solamente contenia estas
líneas:
«Están ya en mi poder, pero no puedo salir de
' Londres, porque me falta dinero; enviadme qui-
_nientos escudos, y cuatro ó cinco dias despues de
haberlos recibido estaré en París.»
El mismo dia en que recibió el cardenal esta
carta, el rey le hizo su acostumbrada pregunla.
Richelieu contó por los dedos, y dijo para sí
muy bajo:
—Llegará, dice, cuatro ó cinco dias despues
que haya recibido el dinero: el dinero necesita
cuatro ó cinco para ir, y otros tantos ella para
venir, la suma diez dias: ahora es menester con-
tar con los vientos contrarios, las casualidades y
flaquezas mujeriles: por consiguiente pongamos
doce dias.
—Vamos, señor duque, dijo el rey, ¿habeis ya
calculado?
—Sí, señor: hoy estamos á 20 de setiembre:
los regidores de la ciudad dan una fiesta el 3 de
octubre. Esto viene perfectamente, pues os qui-
tará la apariencia de que cedeis á la reina.
En seguida añadió el cardenal:
su majestad, que deseais ver que tal le sientan
los herretes de diamantes.
ba las once, se inclinó profundamente, pidió
permiso al rey para retirarse, y le suplicó que
le reconciliase con la reina.
Ana de Austria, que de resultas de la carta
esperaba alguna reprension, se quedó muy ad-
mirada viendo que el rey hacia al dia siguiente
con ella todas las tentativas posibles para una
reconciliacion. Su primer impulso fué de resis-
tirla: su orgullo de mujer y su dignidad de rei-
na habian sido harto cruelmente ofendidos para
rendirse á la primera tentativa; pero vencida
por los consejos de sus doncellas, aparentó que |
empezaba á olvidar. El rey se aprovechó de este
momento para decirle que muy pronto esperaba
dar una funcion. ON
Era' esto una cosa tan rara para la pobre Ana
de Austria, que con aquella noticia, segun lo ha-
bia previsto el cardenal, desapareció hasta el úl-
timo vestigio de sus resentimientos, si no de sú
| CAPITULO XVII
|
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|
La familia Bonacieux.
ra la segunda-yez que el car-
denal habló al rey acerca de los
<- herretes de diamantes. Luis
3E) trece se admiró de aquella in-
1 sistencia, y Creyó que seme-
Ss) PNL jante recomendacion. encer-
7 raba algun misterio. “.-
Varias veces se vió humillado el rey de que el
cardenal, cuya policía sin haber alcanzado el
| grado de perfeccion á la moderna, era escelente,
| estuviese “mejor instruido que él de lo que pa-
'saba en su*propia familia. Esperó tener una con-
1
Í
|
¡de ella, para' volver luego á donde estuviese su
—A propósito, señor, no os olvideis de decir á
'¡vérsacion con Ana de Austria, sacar alguna luz.
corazon; á lo menos de su semblante. Preguntó | Eminencia con algun secreto, el cual, ora este
cuando debia verificarse aquella fiesta, pero el, lo'supiese ora no, de todos modos le realzaria mu-
ee
rey le respondió qué para esto.necesitaba ponerse chísimo en el concepto del mismo.
de acuerdo con el cardenal. | ; (Se continuará.)
Efectivamente todos los dias preguntaba el rey | “Gracia: Tip. de J. Aleu y Fugarull, Sta, Teresa, 10.
EN CASA DEL EDITOR J. ALE
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¿Soy UN REAL CADA
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Los Tres MOSQUETEROS.—Muy bien, dijo el rey retirándose, muy bien, cuento con vue tra palabr:
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