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EN CASA DEL EDITOR J. ALEU ) Los TrES MOSQUETEROS, por Alejandro Dumas En todas las librerías y centros
10, SANTA TERESA, 10 > E E
de suscricion de España y las
] Barcelona-Gracia. EL AMOR DE UN PESCADOR, por Carlos Deslys. Américas españolas
y
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Los Tres MOSQUETEROS.—¿Pero y el vino? dijo d'Artagnan: ¿quién provee de vino?.....
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LOS TRES MOSQUETEROS
(Continuacion)
J*
—¡Oh! ¡mujeres, mujeres! esclamó el vetera-
no, bien las reconozco en su imaginacion nove-
lesca; todo cuanto tiene visos de misterio las
encanta. ¿Con qué solamente habeis visto su
brazo? Así encontrariais á la reina y no la cono-
ceriais ni ella os reconoceria aunque os viese.
—No, pero gracias á este diamante... añadió
el jóven. *
—Escuchad, dijo Treville, ¿quereis que os dé
un consejo de amigo?
—Me hariais con esto un grande honor, caba-
llero, dijo d'Artagnan.
—¡Pues bien! id á casa del primer platero
que veais, y vendedle ese brillante por lo que os
diere; por muy judío que sea, bien podreis sa-
car de él ochocientos escudos. Los escudos no
tienen nombre, y ese anillo tiene uno terrible,
y que puede comprometer gravemente al que lo
lleva.
—¡Vender este anillo! ¡un anillo que me ha
dado mi soberana! ¡nunca! dijo d'Artagnan.
—Entonces volved el engarce para dentro,
pobre loco, pues bien se sabe que un segundon |
de Gascuña no se encuentra semejantes alhajas
en el cajoncito de joyas de su madre.
—¿Creeis que tengo algo que temer? preguntó
d'Artagnan.
—Digo, jóven, que el que se duerme sobre
una mina teniendo encendida la mecha, de-
be considerarse en seguridad en comparacion
vuestra.
—¡Cáspita! dijo d'Artagnan á quien el tono
formal de Treville empezaba á Inquietar; ¡cás-
pita! ¿Y qué es necesario hacer?
—Estar alerta siempre y principalmente no
descuidarse. El cardenal tiene la memoria tenaz
y la mano larga: creedme, os jurará una mala
pasada.
—¿Cuál?
—¿Puedo saberlo acaso? ¿No se sirve de todos
los engaños del demonio? Lo menos que os pue-
de suceder es que os prendan.
£
— ¡Cómo! ¿se determinarian á prender á un
hombre que está al servicio de S. M.?
—¡Pardiez! no se han detenido para hacerlo
con Athos: en todo caso, jóven loco, creed á un
hombre que hace treinta años que está en la
corte; no os durmais en vuestra seguridad, ó
sois perdido. Todo al contrario, y yo soy quien
os lo dice, ved enemigos en todas partes. Si os
146 MUSEO DE NOVELAS.
¡can de noche ó de dia, batíos en retirada sin
¡avergonzaros por ello; si atravesais un puente,
¡examinad las tablas por temor de que no se
¡hunda alguna bajo vuestros piés; si pasais por
¡delante de una casa que estén reparando, mirad
¡hácia arriba, no sea que caiga una piedra sobre
¡Vuestra Cabeza; si os recogeis tarde, haced que
os acompañe vuestro criado y que vaya armado,
| si acaso teneis seguridad y confianza en él. Des-
¡confiad de lodo el mundo, de vuestro amigo,
¡de vuestro hermano, de vuestra querida, y prin-
cipalmente de esta última.
D'Artaguan se ruborizó.
—¡De mi querida! repitió maquinalmente; ¿y
por qué mas bien de ella que de otra?
—Porque la querida es uno de los medios fa-
.voritos del cardenal y es el mas espedito: una
mujer os vende por diez escudos, la prueba de
esto la teneis en Dalila. Sabeis la Escritura, ¿no
es verdad?
D'Artagnan pensó en la cita que le habia dado
¡la señora Bonacieux para aquella misma noche;
pero debemos decir en elogio de nuestro héroe,
que la mala opinion que Treville tenia de las
mujeres en general, no le inspiró la menor sos-
pecha contra su linda muchacha.
—A propósito, añadió Treville, ¿qué se han
hecho vuestros tres compañeros?
—Iba á preguntaros si habiais tenido alguna
noticia de ellos.
—Ninguna, caballero.
—¿Ninguna? ¡Pues bien! los dejé en el cami-
no. A Porthos en Chantilly, con un desafío en-
cima, á Aramis en Creveccur, con un balazo en
el hombro, y á Athos en Amiens con una acu-
sacion de monedero falso á cuestas.
—¡Hola! dijo Treville; ¿y cómo habeis esca-
¡pado?
—Por un milagro, señor, debo decirlo, con
una estocada en el pecho, y clavando al señor
conde de Wardes de espaldas en el camino de
¡Calais, como á una mariposa en una tapicería.
—¡Vaya! ¡vaya! De Wardes, un hombre de]
¡partido del cardenal, un primo de Rochefort;
¡Inirad, amigo mio, se me ocurre una idea.
|. —Decid, señor. ,
' —En vuestro lugar haria una cosa.
P--—¿Cual?
| —Mientras que su Eminencia me mandase
¿buscar en París, tomaria callandito el camino de
Picardía, é iria á saber noticias de mis tres
compañeros. ¡Qué diablos! bien merecen esa pe-
queña atencion de vuestra parte.
¡| —El consejo es bueno, señor, Y mañana
y
buscan un desafío evitadlo; aun cuando sea un | partiré,
niño de-diez años quien os lo busque; si os ata- |
—¡Mañana! ¿y por qué no esta noche?
O
MUSEO DE NOVELAS. 147
—Esta noche, señor, me hallo detenido en¡cuas, y no he perdido ni un movimiento de su
París por un asunto indispensable. fisonomía.
—¡Ah! ¡jóven! ¡jóven! algun amorío. ld con —Y la has encontrado...
cuidado, os lo repito; la mujer perdió á todos, —Traidora, señor.
los vivientes, y ella nos perderá mientras viva- —¿De veras?
mos. Creedme, partid esta noche. —Despues, así que os separasteis de él des-
—Es imposible, señor. apareciendo en la esquina de la calle, Bonacieux
—¿Habeis dado vuestra palabra? tomó su sombrero, cerró su puerta, y echó á
—SÍ. correr por la calle opuesta.
—Entonces es distinto; pero prometedme que —Efectivamente tienes razon, Planchet, todo
si no os matan esta noche, partireis mañana. eso me parece muy oscuro, pero no tengas cui-
—Os lo prometo. dado, no le pagaremos nuestro alquiler hasta
—¿Necesitais dinero? que el asunto se haya esplicado categóricamente.
—Aun tengo cincuenta escudos. Úreo que es | —0Os chanceais, pero ya veremos.
cuanto necesito. ' —Que quieres, Planchet, lo que ha de suce-
—¿Y vuestros compañeros? ¡der está escrito.
—Me parece que no debe fallarles. Salimos —¿No renunciais á ese paseo de esta noche?
de París llevando cada uno setenta y cinco es- | —Muy al contrario, Planchet: cuanto peor sea
cudos en el bolsillo. ¡la intencion de Bonacieux, con tanto mas moti-
—¿0Os volveré á ver antes que marcheis? | vo iré á la cita que me ha dado esta cárta que
—Creo que no, señor, á menos que me ocurra ¡tanto te inquieta.
alguna novedad. —Entonces si esta es vuestra resolucion...
—Entonces feliz viaje. —Inmutable, amigo mio; conque á las siete
—Gracias, señor. estate listo aquí en el cuartel, que yo vendré á
Y d'Artagnan se despidió de Treville, conmo- | buscarte.
vido mas que nunca de su paternal solicitud por Planchet, viendo que no tenia ninguna espe-
sus mosqueleros. ranza de hacer que su amo renunciase á su L pro-
Fué sucesivamente á casa de Athos, de Porthos, | yecto, dió un profundo suspiro, y se puso á ras-
y de Aramis. Ninguno habia salto; sus criados lrillar el tercer caballo.
estaban tambien ausentes, y no se tenia ningu- Por lo que respecta á d'Artagnan, como era
na noticia de los tres. ¡un jóven lleno de prudencia, en lugar de entrar
Hubiera preguntado por ellos á sus queridas, en su casa, se fué á comer á la de aquel clérigo
a no conocia ni la de Porthos ni la de Ara- | gascon que en el momento de la angustia de los
, por lo que respecta á Athos no tenia nin- | cuatro amigos, les habia dado un desayuno de
2 chocolate.
Al pasar por delante del cuartel de los Guar-
dias, echó una mirada á la cuadra: tres caballos
de los cuatro que esperaba, habian ya llegado. CAPITULO XXIV
Planchet Jos almohazaba con admiracion y ya
habia acabado de limpiar á dos de ellos. El pabellon.
—:¡Ah! señor, dijo Planchet viendo á d'Arta-
guan, cuan contento estoy de veros. caro aa rss LAS nueve estaba d'Artagnan,
—¿Por qué, Planchet? preguntó el jóven.
—;¿ Teneis confianza en Bonacieux nuestro!
huésped?
—¿Yo? Maldita la que le lengo.
—¡Oh! que bien haceis, señor.
—¿Pero porque me haces esta aa
)) en el cuartel de los Guardias,
NS Planchet. El cuarto caballo ya
Ys” habia llegado. :s
Planchet estaba armado con
"=> un mosquete y una pistola.
—Porque mientras que hablabais con él, | Paca llevaba su espada, y se puso dos
observaba sin cviros, señor; su fisonomía Ea pisto en la cintura; enseguida cada uno mon-
dos ó tres veces de color. ¡1ó en un caballo y se alejaron de allí sin ruido.
— ¡Bah! La noche estaba oscura y nadie les vió salir.
—Vos no lo habeis notado, pues os hallabais Planchet siguió á su amo, yendo detrás á diez
preocupado con esa carta que acababais de reci- pasos de distancia.
bir; pero yo, tudo al contrario, el estraño modo | D'Artagnan atravesó los muelles, salió por la
con que llegó á casa esa carta, me puso en ás- ¡puerta de la Conferencia, y siguió el delicioso
”
148 MUSEO DE
camino, mas hermoso entonces que hoy, que!
conduce á Saint-Cloud.
Mientras que estuvieron en la ciudad, Plan-
chet conservó respetuosamente la distancia que
se habia impuesto; pero así que el camino em-
pezó á ser mas solitario y oscuro, se acercó de
tal modo, que cuando entraron en el bosque de |
Boloña, se vió que caminaba al lado de su amo. |
Con efecto, no debemos disimular que la oscila-
cion de los grandes árboles, y el reflejo de la
luna en los sombríos sotos le causaban una viva |
inquietud. D'Artagnan .conoció que pasaba algo |
estraordinario á su criado.
—¿Qué es esto, Planchet, le preguntó, qué te
nemos?
—¿No os parece, señor, que los bosques son
como las iglesias?
—¿Por qué, Planchet?
—Porque lo mismo en estos como en aquellas
uno no se atreve á levantar la voz.
—¿Por qué no te atreves á hablar alto? Plan.-
chet, ¿por qué tienes miedo?
—Miedo de ser oido sí, señor.
—¿Miedo de ser oido? Sin embargo, nuestra
conversacion es muy moral, mi querido Plan-.
Chet, y nadie podrá criticarla.
—¡Ah! señor, añadió Planchet volviendo á su
primitiva idea, ese Bonacieux tiene algo de so-.
carron en sus cejas y de desagradable en el jue-
go de sus labios. |
—¿Qué diantre te hace pensar en Bonacieux?
—Señor, se piensa en lo que se puede y no en
lo que se quiere.
—Porque eres un cobarde, Planchet.
—Señor, no confundamos la prudencia con la
cobardía, la prudencia es una virtud.
—Y tú eres virtuoso, ¿no es verdad, Plan-
chet?
—Señor ¿no es el cañon de un mosquete el
que brilla allá abajo? Si bajásemos la cabeza...
—ln verdad, murmuró d'Artagnan, que re-
cordó las recomendaciones de Treville: en ver-
dad, este animal acabará por causarme miedo. *
Y tomó el trote.
Planchet siguió el movimiento de su amo,
exactamente como si hubiese sido su sombra, y
se encontró trotando á su lado.
—¿Vamos á caminar así toda la noche, señor?
preguntó.
—No, Planchet, pues tú ya has llegado.
—¡Cómo! ¡yo he llegado! ¿y vos?
—Debo adelantarme un poco mas.
—¿Y me dejais aquí solo?
-—¿Tienes miedo, Planchet?
—No, solamente os manifiesto que la noche
será muy fria, que los frios causan calarros, y
NOVELAS.
que un criado acatarrado es muy triste, princi-
palmente para un amo tan despejado como vos.
—Pues bien, si tienes frio, Planchet, entra en
uno de esos bodegones que se ven allá abajo, y
me esperarás mañana por la mañana á las seis
delante de la puerta.
—Señor, me he bebido-y comido respetuosa-
mente el escudo que me disteis esta mañana; de
suerte que no me queda mas que un triste sueldo
Dg
¡para el caso de que tenga frio.
—Ahí tienes medio escudo. Hasta mañana.
D'Artagnan se apeó del caballo, echó las rien-
¡das en el brazo de Planchet, y se alejó con rapi-
¡dez embozándose en su capa.
— ¡Dios mio! ¡que frio tengo! esclamó Plan-
¡Chet así que perdió de vista á su amo.
Y obligado como estaba de irse á calentar, fué
á llamar á la puerta de una casa adornada con
todos los atributos de una tienda del distrito.
Sin embargo d'Artagnan, que habian entrado
en un caminito de travesía, continuó su marcha
y llegaba ya á Sain l-Cloud; pero en lugar de se-
guir el camino real, torció por detrás del castillo,
¡entró en una especie de callejuela mUuy separada,
y se encontró muy pronto en frente del pabellon
indicado. Estaba construido en un sitio entera-
mente desierto. Una gran pared, en cuya es-
quina estaba ese pabellon, ocupaba todo un lado
¡de aquella callejuela, y en el otro un seto impe-
dia á los caminantes la entrada á un jardincito,
á cuyo estremo se levantaba una reducida ca-
baña.
Habia llegado al lugar de la cita, y como no
le habian dicho que anunciase su presencia por
alguna señal, esperó.
Ningun ruido se oia; se podria decir que es-
taba á cien leguas de la capital: D'Artagnan se
arrimó al seto despues de haber echado una mi-
rada detrás de sí. Mas allá de aquel selo, del jar-
din, y de la cabaña, una sombría niebla envolvia
aquella inmensidad en que duerme París; in-
mensidad vacía, profunda, en medio de la cual
brillaban algunos puntos luminosos, estrellas
fúnebres de aquel infierno.
Pero para d'Artagnan, todos los aspectos toma-
ban una forma dichosa: todas las ideas le son—
reian, todas las tinieblas eran diáfanas. La hora
de la cita iba á dar.
Con efecto, al cabo de pocos instantes, la cam-
pana de Saint-Cloud dió con lentitud diez cam-
panadas.
Habia un no sé qué de lúgubre en aquella voz
de bronce que se lamentaba en medio de la noche.
Pero cada una de esas horas que componian la
esperada, vibraba armoniosamente en el corazon
del jóven.
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MUSEO DE
Sus ojos estaban fijos en el pabelloncito, si- |
tuado en el estremo de la pared, y cuyas venta-
nas estaban cerradas por unas persianas, escepto
una sola del primer piso.
Por entre esta ventana brillaba una luz ténue,
que plateaba el trémulo follaje de dos 6 tres tilos
que se elevaban formando un grupo fuera del
parque. Seguramente detrás de aquella ventuna,
tan graciosamente iluminada, le esperaba la 1n-
da señora Bonacieux. Un último sentimiento de
pudor la detenia solamente, pero ahora que aca-
baban de dar las diez, la ventana iba á abrirse, |
y d'Artagnan recibiria al fin de manos del amor
el premio de su adhesion.
Mecido por esta dulce idea, d'Artagnan esperó
por su parte media hora sin ninguna impacien—
cia, con los ojos fijos en aquella encantadora man-
sion: por encima de la ventana, distinguia una
parte del techo con molduras doradas, lo cual 1n-
dicaba la elegancia de lo demás de la habitacion.
La campana de Saint-Cloud dió las diez y
media.
Entonces, sin que d'Artagnan comprendiese
el motivo, un frio mortal corrió por sus venas.
Quizá tambien el frio empezaba á apoderarse de
él; y tomaba por una impresion moral una sen-
sacion enteramente física.
Entonces pensó que habia leido ma
cita seria para las once.
Se acercó á la ventana, se colocó de modo que
l,
/
le diese un rayo de luz, sacó la carta de su bol='
sillo y la leyó de nuevo; no se habia engañado,
la cita era para las dez.
Fué á recobrar su puesto empezando á inquie- |
tarse por aquel silencio y aquella soledad.
Dieron las once.
D'Artagnan empezó á temer verdaderamente
que hubiese sucedido algo á la señora Bonacieux..
Dió tres palmadas, señal ordinaria de los ena-
morados, pero nadie le contestó, niaun el eco.
Entonces creyó con cierto despecho que quizá
la jóven se habia dormido esperándole.
Se acercó á la pared é intentó subir por ella;
pero estaba recientemente enyesada, y d'Arta-
gnan se rompió inútilmente las uñas.
Entonces vió los árboles, cuyas hojas conti-
nuaba plateando la luz, y como uno de ellos se
adelantaba hácia el camino, creyó que desde el
centro de sus ramas podria su vista penetrar en
el pabellon.
La subida del árbol era fácil. Además, d'Ar-
tagnan apenas tenia veinte años, y aun conser
vaba su agilidad de estudiante. En un instante
se puso en el centro del ramaje, y su mirada pe-
netró en lo interior del pabellon por entre sus
trasparentes cristales.
y que la |
NOVELAS. 149
Cosa singular y que hizo Sstremecer á d'Ar-
tagnan desde los piés á los cabellos; aquella
tranquila lámpara iluminaba una escena de hor-
'roroso desórden: uno de los cristales estaba roto,
la puerta de la habitacion habia sido violentada,
y médio rota colgaba de sus goznes; una mesa
que debió estar provista de una elegante cena,
yacía en el suelo, los frascos rotos, las frutas
aplastadas, se hallaban diseminadas por el suelo.
Todo manifestaba en aquella habitacion una lu-
cha violenta y desesperada: d'Artagnan aun cre-
yó reconocer en medio de aquella estraña confu-
sion, pedazos de vestidos y algunas manchas de
sangre que salpicaban el mantel y las cortinas.
Volvió á bajar apresuradamente á la calle pal-
pitándole con violencia el corazon; quiso ver si
encontraba otras señales.
La suave y pequeña luz continuaba brillando
en la apacible noche. D'Artagnan distinguió en-
tonces, cosa que nv habia observado al principio,
pues nada le impulsaba á este exámen, que el
suelo, pisado y removido en varios puntos, pre-
¡sentaba señales confusas de pisadas de hombres
y piés de caballos. Además, las ruedas de un
“carruaje que parecia haber venido de París, ha-
¡bia marcado en la blanda lierra una señal pro-
funda que no pasaba del pabellon, y que volvia '
hácia París.
En fin, continuando d'Artagnan sus investi-
gaciones, encontró junto á la pared un guante:
por los puntos que no habia tocado la cenagosa
tierra, era de una suavidad sin igual: era uno
¡de esos guantes perfumados que tanto gusta á los
¡amantes sacar de una linda mano.
A medida que d'Artagnan continuaba sus pes-
quisas, un sudor mas abundante y mas glacial
caia de su frente: su corazon se hallaba oprimido
por una horrorosa angustia: su respiracion era
acelerada, y sin embargo, se decia para tranqui-
¡lizarse, que quizá aquel pabellon no tenia nada
de comun con la señora Bonacieux; que la jóven
le habia dado la cita delante de él y no dentro;
que podia hallarse detenida en París por su ser-
“vicio, ó quizá por los celos de su marido. Pero
todos estos razonamientos eran batidos en bre-
cha, destruidos, arruinados por ese sentimiento
de dolor íntimo que en ciertas ocasiones se apo-
dera de todo nuestro sér, clamando sin cesar,
que una gran desgracia se cierne sobre nosotros.
Entonces d'Arltagnan se puso como un loco:
corrió al camino real, tomó por la misma senda
que ya habia andado, llegó hasta la barca y pre-
guntó al barquero. ;
A eso de las siete de la noche, este babia hecho
pasar el rio á una mujer envuelta en un manto
negro, que parecia tener grande interés en que
|
|
|
|
|
|
no la conocieran; pero precisamente por las ae
150 : MUSEO DE NOVELAS.
La ventana se volvió á abrir con lentitud, y
mas precauciones que tomaba, prestó el barque-' volvió á presentarse el mismo semblante ole
ro mayor atencion, y reconoció que era jóven y
bonita.
¡que aun estaba mas pálido que la primera. vez.
D'Artagnan contó sencillamente su historia,
Entonces habia, como hoy, una multitud de | dijo como habia tenido una cita con una jóven
jóvenes y lindas mujeres que iban á Saint-Cloud, | delante de aquel pabellon, y viendo que no ve-
y que tenian grande interés en no ser conocidas:
sin embargo, d Artagnan no dudó un momento
que fuese la señora Bonacieux la que habia exa-
minado el barquero.
D'Artagnan se aprovechó de la lámpara que
ardia en la choza del barquero para leer de nue-
vo el billete de la señora Bonacieux, y asegu-
rarse de que no se habia engañado, y de que la
cita era en Saint-Cloud, y no en otra parte, de-
lante del pabellon de d'Estrées, y no en otra
calle.
Todo se aunaba para manifestar á d'Artagnan
que no le éngañaban sus presenlimientos, y que
habia sucedido una gran desgracia.
Volvió corriendo por el camino de la quinta;
pues le pareció que habria pasado durante su
ausencia algo de nuevo en el pabellon y que ha-
llaria nuevos pormenores.
La callejuela permanecia desierta, y la misma
claridad tranquila y dulce salia de la ventana.
D'Artagnan pensó entonces en aquella casucha
muda y ciega, pero que sin duda habria visto y
quizás podria hablar.
La puerta de la verca estaba cerrada, pero sal-
tó por encima de la tapia, y á pesar de los la-
dridos de un perro amarrado á una cadena, se
acercó á la cabaña.
A los primeros golpes que dió, nadie contestó.
El mismo silencio reinaba en la cabaña que en
el pabellon; sin embargo, como aquella cabaña
era su última esperanza, se obstinó en llamar.
Pronto le pareció oir un ligero rumor en el
interior, rumor temeroso, y que parecia que los
que lo producian temian ser oidos.
Entonces d'Artagnan dejó de llamar y suplicó
con un acento lleno de inquietud y de promesas,
de terror y de zalamería, siendo su voz de tal
naturaleza que podia tranquilizar al mas miedoso.
En fin, un viejo y carcomido postiguillo se
abrió, ó mas bien se entreabrió, y volvió á cer-
rarse así que la luz de una miserable lamparilla
que ardia en un rincon iluminó el tahalí, la
empuñadura de la espada, y la culata de las pis-
tolas de d'Artagnan. Sin embargo, por rápido
que fuese este movimiento, tuvo lugar d'Arta-
guan de ver la cabeza de un anciano.
—¡En nombre del cielo! dijo, escuchadme;
esperaba á una persona que no acaba de llegar,
y estoy muérto de inquietud. ¿Ha sucedido al-
guna desgracia en estos alrededores? Hablad.
nia, se habia subido á un árbol y visto á la luz
de la lámpara el desórden en que estaba la ha-
bitacion.
El anciano le escuchó con atencion haciendo
un gesto afirmativo: enseguida cuando d'Ar-
tagnan concluyó meneó la cabeza de un modo
que nada bueno anunciaba.
—¿Qué quereis decir? esclamó d'Artagnan. En
nombre del cielo, esplicaos.
—¡0Oh! señor, dijo el anciano, nada me pre-
guntels, pues si os dijese lo que he visto, segu-
ramente que no me sucederia nada bueno.
—¿Habeis visto algo? añadió d'Artagnan en-
lonces, por el mismo cielo, continuó dándole un
escudo, decidme lo que habeis visto, y os doy
mi palabra de caballero, de que nada de cuanto
me digais saldrá de mi corazon.
El anciano notó tanta franqueza y dolor en el
semblante de d'Artagnan, que le hizo señas para
que le escuchase, y le dijo en voz baja:
—Lran cerca de las nueve; oí un ruido en la
calle, y deseando saber que podrid ser aquello,
me aproximé á la puerta; entonces conocí que
tralaban de entrar. Como soy pobre, y no tengo
miedo de que me roben, iba á abrir, y ví á tres
hombres á unos cuantos pasos de distancia. En
la oscuridad distinguí un coche con sus caballos
en el tiro, y olros de montura. Estos últimos
permanecian seguramente á los tres hombres
que iban vestidos de caballeros.
—«¡Hola! mis buenos señores, esclamé, ¿qué
quereis?
—»¿Tienes una escalera? me preguntó el jefe
de la partida.
—»8Í señor, la que me sirve para coger mis
frutas.
—»Dánosla y entra en tu casa, aquí tienes
un escudo por la molestia. Acuérdate solamente
de que si dices una sola palabra de lo que vas á
ver y vir (pues estoy seguro que mirarás y es-
cucharás á pesar de las amenazas que te hace-
mos) eres perdido.»
Al decir estas palabras, me tiró un escudo,
que recogí, y se llevó mi escalera.
Con efecto, despues de haber cerrado la puer-
la de la tapia tras de ellos, hice como que en-
traba en mi casa, pero volvi 4 salir al momento
por la puerta trasera, y deslizándome á favor de
la oscuridad, llegué á aquel bosquecillo de sauco
desde el cual podia verlo todo sin ser visto.
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MUSEO DE
Los tres hombres habian hecho andar el car-
ruaje sin ningun ruido, y sacaron de él un per-
sonaje gordo, bajito, canoso, vestido mezqui-
namente de un color oscuro, quien subió con
precaucion por la escalera, miró con disimulo
en 'el interior de la pieza, volvió á bajar á paso
de lobo, y murmuró en voz baja:
— «¡Ella es!»
Entonces el que me habia hablado se acercó
á la puerta del pabellon, la abrió con una llave |
que traia, la volvió á cerrar y desapareció. Al
mismo tiempo los otros dos hombres subieron
por la escalera. El viejecito permanecia á la
portezuela; el cochero sujetaba los caballos del
carruaje, y un lacayo-los de montar.
De pronto resonaron unos terribles gritos en
el pabellon, y una mujer corrió á la ventana, y
la abrió como para precipitarse por ella. Pero
como vió á los otros dos retrocedió; estos se
abalanzaron hácia ella en la habitacion. '
Entonces nada mas ví; pero oí el crugido de
muebles que se rompian. La mujer gritaba pi-
diendo socorro; pero muy pronto fueron sofoca-
dos sus gritos: los tres hombres se acercaron á
la ventana llevando en sus brazos á la mujer;
dos bajaron por la escalera y la llevaron al car-
ruaje, en el cual el viejecillo entró detrás de
ella. El quese quedó en el pabellon, cerró la
ventana, salió al cabo de un rato per la puerta y
fué á cerciorarse de que la mujer estaba en el
carruaje; sus compañeros le esperaban ya á Ca-
ballo; «luego tomó el suyo, el lacayo se colocó
junto al cochero, y el carruaje se alejó á escape.
escoltado por tres caballeros; no he visto ni.
oido nada mas.
D'Artagnan, anonadado por una noticia tan
terrible, quedóse inmóvil y mudo, mientras que
todos los demonios de la cólera y de los celos
aullaban en su Corazon. |
—Pero, señor mio, añadió el anciano en quien
aquella muda desesperacion causaba seguramen-
te mas efecto de lo que hubieran podido produ-
cir los gritos y las lágrimas: vaya, no 0s descon-
soleis: no la han muerto, y esto es lo esen-
cial. | |
—Sabeis, poco mas ó menos, dijo d'Artagnan
¿quién es el hombre que guiaba esa infernal es-
pedicion?
—No le conozco. :
—Pero una vez que os ha hablado, ¿habeis
debido verlo? . | .
—:¡Ah! ¿son sus señas que me pedís?.
—Pues.-
—Es un hombre alto, seco, con bigotes, ne- |
gros, ojos negros, y aire de caballero.
— ¡Ese mismo es! esclamó d Artagnan; ¡siem-
NOVELAS. 151
+
¡pre el mismo hombre! Es mi demonio, segun
parece. ¿Y el otro? i
| —¿Cuál?
—El pequeñito.
—¡Oh! ese no es un caballero, yo lo aseguro:
¡además no llevaba espada, y los demás le trala-
¡ban sin ninguna consideracion.
——Algun lacayo, murmuró d Artaghan. ¡Ah!
¡pobre mujer! ¿qué habrán hecho de ella?
| —Me habeis prometido el secreto, dijo el an-
| ciano.
Y os renuevo mi promesa, quedad tran-
'quilo; soy un caballero. Un caballero no tiene
mas que una palabra, y ya os la he dado.
| D'Artagnan volvió á tomar, con el alma des-
¡pedazada, el camino de la barca. Unas veces no
¡podia creer que fuese aquella señora Bonacieux,
¡y aguardaba al dia siguiente para encontrarla
¡en el Louvre; otras temia que tuviese alguna
¡intriga con otro, y que este celoso, la hubiese
=sorprendido y hecho robar. Fluctuaba, se des-
'consolaba, se desesperaba.
—;¡Oh! ¡si estuviesen aquí mis amigos! escla-
maba, al menos tendria alguna esperanza de vol-
ver á encontrarla, pero ¿quién sabe qué se ha
| hecho de ellos? j |
¡Eran cerca de las doce de la noche, y se tra-
| taba de volver á encontrar á Planchet. D'Arta-
“enan hizo que le abriesen todas las tabernas er
que veia un poco de luz, pero en ninguna de
ellas le encontró.
En la sexta empezó á reflexionar que la pes-
quisa era algo aventurada. D'Artagnan no habia
citado á su criado sino para las seis de la maña-
na, y en cualquiera parte que estuviese, se ha-
llaba en su derecho.
Además, se le ocurrió al jóven la idea de que
quedándose en los alrededores del sitio donde
habia pasado el suceso, quizá obtendria mayor
luz acerca de aquel misterioso asunto. En la sex-
ta tienda, como hemos dicho, d'Artagnan se de-
tuvo: pidió una botella de vino de primera cali-
dad, se recostó en el rincon mas Oscuro y se
decidió á esperar así el dia; pero tambien quedó
entonces frustrada su esperanza; pues aunque es-
'cuchaba con todos sus sentidos, no oyó en medio
de los juramentos, las pantomimas é injurias que
se dirigian los trabajadores, los lacayos y los car-
romateros que componian la honorífica sociedad
de que él formaba parte, nada que pudiese po-
nerle á la pista de la pobre mujer robada. Se vió
obligado, despues de haberso bebido el vino de
su botella por ociosidad, y para no despertar sos-
pechas, á buscar en un rincón la posicion mas
cómoda posible, y dormirse como pudo. No debe
“olvidarse que d'Artagnan tenia veinte años, en
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152 MUSEO DE NOVELAS.
cuya edad el sueño liene derechos imprescrip-
tibles que reclama imperiosamente, aun en los
corazones mas desesperados.
(Se continuará).
Et ALBO Re
DE UN PESCADOR
(Continuacion).
Yo estaba en el piso bajo, sentado junto al ho-
gar, debajo de la enorme campana de la chime-
nea, hablando con la Cesarina, que en aquel
momento hacia la cena.
De pronto los dos niños llegaron de la escuela,
con los libros bajo el brazo y corriendo á todo
correr.
—¡Ya está aquí! ¡ya está aqui! gritaban con la
voz sofocada por el cansancio. ¡Aquí está Pedro!
Hemos visto su barca desde lo alto de la duna.
Ahora está desembarcando. Iremos á recibirle;
¿ho es verdad, madre?
—¿Para qué? contestó con voz mas ágria que
de costumbre la escuálida Cesarina. Me parece
que ya es bastante grande para que pueda venir
solo. Además de esto, en este momento me ha-
cels falta. ld al huerto á coger unas cuantas
lechugas para hacer la ensalada. ¡Vamos, id!
Al oir estas tres últimas sílabas, pronuncia-
das con una voz mucho mas imperiosa que las
otras, los dos pobres niños desaparecieron con
direccion al huerto, como pajaritos asustados.
—¡Diablo...! pensaba yo para mí: ¿Acaso mi
patron seria un mal padre... un mal esposo. ..?
Algunos minutos despues llegó él.
Como si quisiera corroborar el pensamiento
que yo acababa de hacer, la Cesarina no salió á
su encuentro; no le presentó ni la frente ni la
mano; ni siquiera se dignó acoger con una son-
risa su Tegreso. i
No... No hizo mas que descolgar una pizarra
de la pared y cogiendo el lapicin, le preguntó
secamente:
—¿Cuánto?
Pedro Auberl sacó de su blusa de lana una
gran bolsa de cuero, y fué enumerando, dia por
dia, el producto de la pesca durante aquella se-
mana, y al mismo tiempo iba colocando el di-
nero encima de la mesa. |
examinar todas las monedas, inclusos los suel-
dos, unas despues de otras.
Felizmente la cuenta estaba bien.
| Cesarina metió el dinero en un cajon, cerró
¡este cajon con dos vueltas y despues se metió
magistralmente la llave en la faltriquera.
Pedro Aubert volvió á meter en la suya la
¡bolsa de cuero cuyo contenido acababa de va-
ciar, sin murmurar una sola palabra, sin vaci-
¡lar un solo segundo, sin una queja, antes muy
al contrario, con la mayor indiferencia y la mas
bonachona docilidad del mundo.
—lba á juzgarle mal, pensaba yo viendo
aque!la escena íntima. De seguro Pedro es un
buen marido, de otro modo no haria lo que aca-
ba de hacer.
En el mismo instante los dos niños entraron
por segunda vez en la sala, pero con mayor
ímpetu y algazara que la primera. Los pobres
niños debian haber corrido mucho para estar
tan pronto de vuelta. Al ver á Pedro se echaron
en sus brazos con una espontaneidad tal, con
tanta alegría y tanta ternura, que no pude me-
nos de decir por lo bajo:
—Tambien es un padre escelente.
Pero ¿cuál no seria mi asombro cuando los
dos niños, pudiendo por fin encontrar la VOZ,
esclamaron á la vez?
—Buenos dias, buenos dias, tio Pedro.
¿No era mas que el tio de aquellos dos ni-
os...? ¿No era, por consiguiente, el esposo de
Cesarina? Confieso que esto me llenó de estupor.
Tanta sumision, tanta abnegación y confor-
'midad por parte de un hermano, menos aun, de
un simple cuñado, era una cosa verdaderamen-
te digna de llamar la atencion.
Lo que aun me pareció mas estraño fué la so-
licitud verdaderamente paternal con que Pedro
Aubert trataba á los dos niños. :
Los habia sentado sobre sus rodillas, les son-
reia, los abrazaba, los cubria de besos, los llenaba
de caricias con amor tan grande, tan sublime, que
yo MISMO, que no era mas que un simple especta-
dor, completamente estraño á la familia, me sentí
conmovido hasta lo mas profundo de mi corazon.
Esto duró algun tiempo.
Pero de repente, como si se hubiera desperta-
do en su mente algun antiguo y doloroso recuer-
¡do, Pedro Aubert palideció de un modo espanto-
SO. de sus ojos se desprendió una lágrima que
| cayó rodando por su tostada mejilla... se levan-
tó... y, apartando de él á sus sobrinos, pero con
|
Mientras tanto mi avarienta patrona iba ali! una voz llena de inefable dulzura, les dijo:
neando, unos debajo de otros, gTOSeros números —Jd á la playa á jugar, id... hajos mios.
en la pizarra. Despues estuvo mucho tiempo (Se continuará).
para sumarlos y mucho mas tiempo aun para|
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