a?
UN NÚMERO SEMANAL
RECREO y
RA OS ɣ
A
na milo La”
MORALIDAD
A an
Puntos de venta:
Administracion: SUMARIO:
EN CASA DEL EDITOR J.ALEUÚ $ Los Tres MOSQUETEROS, por Alejandro Du- ; En todas las librerías y centros
10, SANTA TERESA, 10 ? , de suscricion de España y las
IA io Américas españolas:
Los TRES MOSQUETEROS zÉSI te entretienes y gastas inútilmente el tiempo.....
258 MUSEO DE
LOS TRES MOSQUETEROS
(Continuacion).
—0s conozco, señores, dijo el cardenal, os co-
nOZCO; sé que no sois de mis mejores amigos, y
lo siento; pero sé que sois valientes y leales ca-
balleros, y que puedo fiarme de vosotros. Athos,
hacedme el honor de acompañarme, vos y vues-
tros dos amigos, y llevaré una escolta que derá
envidia á S. M. si la encontramos.
Los tres mosqueteros se inclinaron hasta el
cuello de sus caballos.
—Por mi palabra de honor, vuestra Eminen-
cia tiene razon en llevarnos en su compañía,
pues hemos visto en el camino rostros horroro-
sos, y hemos tenido con cuatro de estos una que-
rella en el Palomar Rojo.
—¡Una querella! ¿y por qué, señores? dijo el
cardenal. No me gustan los hombres pendencie-
ros, ¿lo sabeis?
—Justamente por eso es por lo que he tenido
el honor de advertir á vuestra Eminencia lo que
acaba de suceder, pues podria saberlo por otros,
y engañado por una relacion falsa creer que ha-
bíamos tenido la culpa.
—¿Y qué ha resultado de esa querella? pre-
guntó el cardenal frunciendo las cejas.
—Mi amigo Aramis que veis presente, ha re-
cibido una herida en el brazo, lo que no le im-
pedirá, como vuestra Eminencia podrá ver, de
subir mañana al asalto, si vuestra Eminencia
ordena escalar la brecha.
—Pero vosotros no sois hombres que os dejais
dar estocadas de ese modo, dijo el cardenal. Va-
mos, sed francos, señores, vosotros habreis dado
tambien algunas; vaya, confesadlo; ya sabeis
que tengo el derecho de absolver.
—Yo, monseñor, dijo Athos, ni aun he sacado
la espada, solo cogí en mis brazos á mi adversa-
rio y le arrojé por la ventana; parece que al caer,
continuó Athos con vacilacion, se ha roto una
pierna.
—;¡Ah! ¡ah! dijo el cart ¿y vos, Porthos?
—Yo, monseñor, sabiendo que el 2. está
prohibido, agarré un banco, y dí á uno de aque-
llos bribones un golpe, que creo, le ha roto un
hombro.
—¡Bien! dijo el cardenal, ¿y vos, Aramit?
—Yo, monseñor, como tengo un natural afa-
ble-y que por otra parte, lo que quizás no sabrá
vuestra Eminencia, estoy próximo á ordenarme,
queria separar á mis camaradas, cuando uno de
esos miserables me dió traidoramente una eslo-
cada en el brazo izquierdo; entonces me faltó la
paciencia, saqué mi espada, y como él venia á.
NOVELAS.
arrojarse de nuevo sobre mí, sentí que se habia
atravesado el cuerpo con ella; lo que puedo ase-
gurar es que cayó al suelo: y me ha parecido
que se lo llevaban con sus dos compañeros.
— ¡Vaya! señores, dijo el cardenal, ¡tres hom-
bres fuera de combate por una querella de ta-
berna! No teneis la mano pesada; pero, ¿de qué
provino la querella?
—lísos miserables estaban borrachos, dijo
Athos, y sabiendo que habia llegado por la tarde
una mujer, querian forzar la puerta.
—¿Y para qué querian forzar la puerta? dijo
el cardenal.
—Para violentarla sin duda, pues he dicho ya
á su Eminencia que estaban ébrios.
—¿Y esa mujer era jóven y linda? preguntó el
cardenal con cierta inquietud.
—Nosotros no la hemos visto, monseñor, dijo
Athos.
—¿No la habeis visto? ¡Ah! ¡muy bien! añadió
inmediatamente el cardenal; habeis hecho per-
fectamente en defender el honor de una mujer:
y como voy á la posada del Palomar Rojo, sabré
si me habeis dicho la verdad.
—Monseñor, dijo altivamente Athos, nosotros
somos caballeros, y niaun por salvar nuestra
vida, diríamos una mentira.
a aopoba dudo yo nada de lo que me habeis
dicho, Alhos; añadió para mudar la conversa-
cion: pero ¿esa dama estaba sola?
—Habia un caballero con ella, dijo Athos, pero
como á pesar del alboroto que se hizo, ese caba-
llero no se mostró, es de presumir que sea un
cobarde.
—No juzgueis temerariamente, dice el Evan-
gelio, añadió el cardenal.
Athos se inclinó.
—Y ahora, caballeros, quedo satisfecho, pues
sé lo que deseñba saber, continuó su Eminencia,
seguidme.
Los tres mosqueteros se colocaron detrás del
cardenal, que se cubrió de nuevo la cara con la
capa, y puso su caballo en marcha mantenién-
dose ocho ó diez pasos de sus cuatro compañeros.
Bien pronto llegaron á la posada silenciosa y
solitaria. Sin duda sabia el huésped el ilustre
visitador que le esperaba, y por consiguiente
habia despedido á los importunos.
Diez pasos antes de llegará la puerta, hizo
seña á su escudero y á los tres mosqueteros que
le acompañaban, de que hicieran alto. Un caba-
llo ensillado estaba atado á la reja: el cardenal
llamó tres veces dando golpes á la puerta con
cierto modo particular.
Un hombre embozado en una capa salió inme-
diatamente y se dijeron con rapidez algunas pa-
e
q
MUSEO DE
labras con el cardenal; despues monló á caballo
y partió en la direccion de Surgere, que era la
de Paris.
—Adelante, señore
88,
dijo el cardenal.
Caballeros, me had dicho la verdad, dijo |
dirigiéndose á los tres mosqueleros, y no será
culpa mia si nuestro encuentro de esta noche
no os sirve de alguna utilidad. Entrelanlo se-
209
NOVELAS.
roto por la mitad, y cuya estremidad superior
daba al cuarto de encima, y cada vez que pasa-
ba oia un murmullo de palabras que concluye-
ron por llamar su alencion. Alhos se acercó y
oyó distintamente algunas frases que le parecie-
ron sin duda merecer algun interés, pues hizo
seña á sus dos amigos de que callasen, y perma-
neció él encorvado, y con el oido aplicado al ori-
guidme.
El cardenal se apeó y lo mismo hicieron los |
tres mosqueteros: aquel echó las riendas de su
caballo
los suyos á las rejas de las ventanas bajas.
El huésped se mantenia al umbral de la puer-
ta; para él, el cardenal no era mas que un oficial
que iba á visilar una dama.
—¿Teneis algúna habitacion en el piso bajo
adonde estos señores puedan esperarme con un
buen fuego? dijo el cardenal.
El huésped a abrió la puerta de una gran sala
donde justamente acababan de sustituirá una
mala estufa una grande y escelente chimenea.
—Tengo esta.
—Está bien, añadió el cardenal.
ñores, y tened la bondad de esperarme);
daré mas de media hora. i
Y mientras que los tres api entraban
en la habitacion del piso bajo, el cardenal, sin
preguntar nada mas, subió A escalera como
hombre que no necesita que le enseñen el ca-
mino.
Entrad,
no tar-
CAPITULO XLIV
Utilidad de los cañones de estufa.
s evidente, que nuestros lres
amigos sin pensarlo é impul-
sados solo por su carácter ca-
cion particular.
¿Quién seria esa persona? esa es la pregunta
que se hicieron primeramente los tres mosque-
teros, en seguida viendo que ninguna de las
respuestas que les sugeria su entendimiento eran
satisfactorias, Porthos llamó al posadero y pidió
.
dados.
Porthos y Aramis se sentaron á una mesa y se
Athos se paseaba reflexio-
pusieron á
nando.
á jugar;
Conforme iba paseándose y reflexionando, pa-
á pasar por el cañon de la estufa,
saba y volvia
. |
á su escudero, y estos amarraron las de |
balleresco y aventurero, acaba-
ban de hacer un servicio á
alguna persona á quien el car-
denal honraba con su protec-
ficio inferior del cañon.
—Escuchad, milady, decia el cardenal,
¡asunto es importante. Sentaos y hablemos.
—¡Milady! murmuró Alhos.
—Escucho á vuestra Eminencia con la mayor
atencion, respondió una vez de mujer que weno
estremecer al mosqueltero.
—Una pequeña embarcacion con tripnlacion
inglesa, cuyo capitan es de los mios, os aguarda
á la embocadura del Charenta en el fuerte de La
Pointe; y dará la vela mañana por la mañana.
—Entonces es preciso que vaya esta noche.
—Al instante, es decir, cuando hayais recibi-
do mis instrucciones. Dos hombres que hallareis
á la puerta al salir os acompañarán. Yo saldré
primero, y media hora despues podeis hacerlo
vos.
—Sí, monseñor. Ahora hablemos de la mision
de que quereis encargarme, y como mi deseo es
continuar mereciendo la confianza de vuestra
Eminencia, dignaus esponérmela en lérminos
claros y positivos á fin de que no cometa ningun
error.
Hubo un instante de profundo silencio entre
los dos interlocutores: era evidente que el car-
denal reflexionaba de antemano el modo como
debia espresarse; y que milady recogia todas
sus facultades intelectuales á fin de comprender
lo que iba á decirle el cardenal y grabarlo en su
memoria.
Athos aprovechó este momento para decir á
sus compañeros que cerrasen la puerta por den-
lro, y para hacerles seña de que se pusiesen á |
escuchar con él.
Los dos mosqueleros, que eran muy amigos
de la comodidad, acercaron una silla para cada
uno, y otra para Athos. Los tres se sentaron y
pusieron el oido alerta.
—Vais á p1rlir para Londres, añadió el carde-
nal; y así que llegueis, ireisá ver á Buckin-
gham.
-—Debo advertir á vuestra Eminencia, conles-
tó milady, que desde el asunto de los herretes
de diamantes, en el que siempre sospechó de
mí, su Gracia me muesbra suma desconfianza.
—Por eso ahora, continuó el cardenal, no se
trata de captar su confianza, sino de presentarse
franca y lealmente como neguciadora,
el
260
indecible acento de malignidad.
—Si, franca y lealmente, repuso el duque en
el mismo tono; ese asunto debe ventilarse á carta
descubierta.
—Seguiré al pié de la letra las instrucciones
de su Eminencia y solo aguardo que me las haga
saber.
—Ireis á verá Buckingham de mi parte: le
direis que sé todos los preparativos que hace;
pero que no me inquieto por eso, pues al menor
movimiento que intente hacer, pierdo á la reina. |
—¿Y creerá que vuestra Eminencia se halla |
en estado de poder cumplir la amenaza que le.
hace?
—Sí, porque tengo pruebas para ello.
—lís preciso que yo pueda presentarle estas
pruebas á fin de que las aprecie como es debido.
—Seguramente, y le direis primero, que pu-
Beautru acerca de la entrevista que tuvo el du-
que en casa de la señora del condestable con la
reina, la noche que dió la misma señora un bai-
le de máscaras: le direis, á fin de que no dude :
de nada, que se presentó con el vestido de Gran
y que lo compró á este último con tres mil do-
blones.
—Bien, monseñor.
MUSEO DE NOVELAS.
—¿Franca y lealmente? repitió milad y con un | dejó por olvido en su al
ojamiento cierta carta de
¡la señora de Chevreuse, que compromete muy
¡particularmente á la reina, en cuanto prueba
¡que S. M. no solamente puede amar á los ene-
¡migos del rey, sino tambien que conspira con
los de la Francia. Os acordais bien de todo lo
que os he dicho, ¿no es verdad?
- —Vuestra Eminencia va á juzgarlo; el baile
¡de la señora del condeslable: la noche del Lou-
¡vre, la soiré d'Amiens: la prision de Montaigu,
y la carta de la señora de Chevreuse.
- —Esto es, dijo el cardenal, justamente, teneis
una memoria muy feliz, milady.
—Pero, repuso aquella á quien iba dirigido
este cumplimiento, ¿y si á pesar de todas esas ra-
zones el duque no retrocede y conlinua amena-
¡zando á la Francia?
—El duque está enamorado como un loco ó
Inejor decir como un nécio, añadió Richelieu con
blico la relacion de Bois-Robert y el marqués de.
profunda amargura. Como los antiguos paladi-
Des, no ha emprendido esta guerra mas que por
¡Obtener una mirada de su bella. Si sabe que esta
guerra puede costar el honor y tal vez la liber-
tad á la dama de su pensamiento, como él dice,
¿Os respondo que lo pensará mas despacio.
Mogol que debia llevar el caballero de Guisa, y.
—Y sin embargo, dijo milady con una insis-
lencia que probaba Jo mucho que se interesaba
en profundizar hasta lo mas íntimo la mision de
—Todos los detalles de su entrada en el Lou- |
vre y de su salida la noche que se introdujo en.
bable.
italiano me son conocidos; y le direis á fin de |
que no pueda dudar de la autenticidad de mis.
el palacio disfrazado con el traje de un adivino
pormenores, que llevaba bajo su capa, un ves-.
tido blanco salpicado de manchas negras, de ca-.
laveras y de huesos en cruz; pues en caso de
sorpresa debia hacerse pasar por la fantasma de
la Dama blanca, que como todo el mundo sabe,
viene al Louvre siempre que va á lener lugar
algun gran acontecimiento.
—¿Es esto todo, monseñor?
—Añadidle que sé tambien todos los porme-
nores de la aventura de Amiens; y que haré com-
poner una novelita sembrada de ingeniosas alu-.
siones con su plan de jardin. y los retratos de los
principales actores de aquella escena nocturna.
—Todo se lo diré.
—Decidle, además, que Montaigu está en mi
poder, y que se halla en la Bastilla, que no se
le ha encontrado ninguna carla, es verdad, pero
que el tormento puede hacerle decir todo lo que
sepa, y hasta lo que no sepa.
—Perfectamente.
—En fin, añadid que su Gracia, en la preci-
_—Pilacion con que abandonó la isla de Rhé, se
|
1]
|
que iba á hacerse cargo, sin embargo, ¿y si per-
sistiese? '
—¿8S1 persistiese? dijo el cardenal... No es pro-
—Es posible, contestó milad y.
—51 persistiese... su Eminencia hizo una pau-
s2 y continuó: Si persisliese... ¡pues bien! con-
fiaré en uno de esos acontecimientos que hacen
cambiar la faz de los estados.
—Si su Eminencia quiere citarme en la his-
toria alguno de esos acontecimientos, dijo mi-
lady, quizá participaria yo de su confianza para
en adelante.
—Pues bien, oid un ejemplo, dijo Richelien:
cuando en 1610, por una causa casi semejante
á la que impulsa ahora al duque, el rey Enri-
que 1V, de feliz recordacion, iba á la vez á inva-
dir á Flandes y á Italia para herir al Austria por
ambos lados, ¿no se presentó un acontecimiento
que salvó al Austria? ¿Por qué el rey de Francia
no ha de tener la misma suerte que tuvo el em-
perador?
—Vuestra Eminencia quiere hablar sin duda
de la puñalada de la calle de la Ferronerie,
—Justamente, dijo el cardenal.
—¿Vuestra Eminencia no teme que el suplicio
de Ravaillac espante á los que lengan por un
instante la idea de imilarle?
/
MUSEO DE
—Hay en todos tiempos y en todos los paises,
principalmente si estos paises lienen diversas
religiones, fanáticos que no desean mas que ser
mártires. Y mirad, justamente me acuerdo ahora
de que los puritanos están furiosos contra Buc-
kingham, y que sus predicadores le designan
como el Anti-Gristo.
—¿Y qué? preguntó milady.
—Nada, continuó el cardenal con la mayor
indiferencia, no se necesita por ahora mas que
encontrar una mujer bella, jóven, astuta, que
pueda vengarse ella misma del duque. Una mu-
jer semejante puede encontrarse. El duque es
hombre amigo de galanterías y si ha inspirado
muchos amores con sus promesas de elerna cons-
tancia, ha debido sembrar tambien bastantes
ódios con sus contínuas infidelidades.
—Sin duda, dijo con frialdad milad y, una mu-
jer semejante puede encontrarse.
—¡Pues bien! una mujer que pusiese el cu-
chillo de Jacobo Clemente, ó de Ravaillac en
manos de algun fanálico, salvaria la Francia.
—Sí, pero seria cómplice en un asesinato.
—¿Se han conocido nunca los cómplices de Ra-
vaillac ó de Jacobo Clemente?
—No, porque estaban quizá colocados dema-
siado altos para que se atreviera nadie á irlos á
buscar donde se hallaban, ó se quemaria el pa-
lacio de la justicia para todos, monseñor.
—;¿Creeis que el incendio del palacio de la jus-
ticia tenga otra causa que la casualidad? dijo Ri-
chelieu con el tono que hubiera hecho una pre-
gunta de poca importancia.
-—Yo, monseñor, respondió milad y, no creo
nada. Cito un hecho y nada mas, únicamenle
digo que si me llamase la señorita de Montpen-
sier ó la reina María de Médicis, tomaria menos
precauciones que las que tomó llamándome sim-
plemente lady de Winter.
—Es verdad, dijo Richelieu, y vamos á ver,
¿qué quereis?
—Quisiera una órden que ratificase de anle-
mano todo lo que yo creyese deber hacer para el
bien de la Francia.
—Pero seria preciso encontrar primero la mu-
jer que os he dicho, y que deberá vengarse del
duque.
-—Ya está encontrada, dijo milad y.
—Despues seria menester encontrar á ese mi-
serable fanático que ha de servir de instrumento
á la justicia de Dios. i
—Se encontrará.
— ¡Pues bien! entonces será tiempo de recla—
mar la órden que acabais de pedir.
—Vuestra Eminencia tiene razon, continuó
NOVELAS.
261
mision que acabais de confiarme una cosa muy
diferente de lo que realmente es en sí, es decir,
el anunciar á su Gracia de parte de su Eminen-
cia que no jgnorais los diferentes disfraces con
cuya ayuda ha conseguido llegar hasta la reina
la noche del baile dado por la señora del condes-
table; que teneis las pruebas de la entrevista
concedida en el Louvre por la reina á cierto as-
trólogo italiano, que no es otro que el duque de
Buckingham; y que habeis mandado hacer ura
satírica novelita acerca de la aventura de Amiens
con su plan de jardin, donde pasó esta aventura
y los retratos de los actores que figuraron en ella;
que Montaigu está en la Baslilla, y que el tor-
mento puede hacerle decir las cosas de que se
acuerde y aun las que haya olvidado; en fin, que
teneis en vuestro poder cierta carta de la señora
de Chevreuse que se ha encontrado en el aloja-
miento de su Gracia, la cual compromete singu-
larmente, no solo á la que la ha escrito, sino
lambien á aquella en cuyo nombre ha sido es-
crila. Y si aun persiste, como mi wmision se li-
mita á esto, no tendré mas que hacer sino pedir
á Dios que obre un milagro para salvar la Fran-
cia. ¿No es verdad, monseñor, que nada mas ten-
go que hacer en este asunto?
—Esto es, repuso secamente el cardenal.
—Y ahora, dijo milady sin aparentar advertir
el cambio del duque con respecto á ella, ahora
que he recibido las instrucciones de vuestra Emi-
nencia acerca de sus enemigos, ¿vuestra Emi-
nencia me permitirá que le diga dos palabras
acerca de los mios? )
—¿Teneis tambien enemigos? preguntó Riche-
lieu.
—$Sí, monseñor, enemigos contra los que vos
me debeis vuestro apoyo, pues me los he gran-
jeado sirviendo á: vuestra Eminencia.
—¿Y cuáles son? preguntó el duque.
—Primeramente una intrigantilla llamada Bo-
nacieux.
—Está en la cárcel de Manles.
—Es decir, que estaba, repaso milad y; pero la
reina ha sacado por sorpresa una órden del rey,
con cuya ayuda la ha hecho trasladar á un con-
vento. :
—¿A un convento? dijo el duque.
—Sí, á un convento.
—¿Y á cuál?
—Lo ignoro; se ha guardado mucho el se-
crelo.
-—Pues lo sabré.
—¿Y vuestra Eminencia me lo dirá?
—No veo ningun inconveniente. dijo el car-
denal.
milady, y yo me he equivocado viendo en la
—Bien, además, tengo otro enemigo, á quien
262
por otro estilo debo temer tanto, como á esa se-
nora Bonacieux.
—¿Y quién?
—Su amante.
—¿Cómo se llama?
—¡0h! vuestra Eminencia le conoce, esclamó
milady alterada por la cólera: es nuestro espíri-
lu maligno: es el que en un encuentro con los
guardias de vuestra Eminencia decidió la victo-
ria en favor de los mosqueteros del rey: es el
que dió cuatro tremendas estocadas á de War-
des, vuestro emisario, y que hizo inútil el asunto
de los herreles: es, en fin, el que sabiendo que
yo soy quien hizo desaparecer á la señora Bona-
cieux, ha jurado mi muerte.
— ¡Ab! ¡ah! dijo el cardenal, ya sé de quien
quereis hablar.
—Quiero hablar de ese miserable d'Arlagnan.
—Es un valiente sugeto, dijo'el cardenal.
—Pues justamente porque es valienle se le
debe temer mas. j
—Seria menester, dijo el duque, tener una
prueba de sus inteligencias con Buckingham.
MUSEO DE NOVELAS.
cada uno por una mano, y los condujo al otro
estremo de la habitacion.
—¡Y bien! dijo Porthos, ¿qué quieres, y por
qué no nos dejas escuchar el fin de la confe-
¡| Tencia?
| —¡Slencio! dijo Athos hablando en voz baja,
| hemos oido ya todo lo que se necesita oir, ade-
¡ más, yo no os impido que sigais escuchando el
| resto, pero es preciso que yo salga.
—¿Es preciso que salgas? dijo Porthos, pero
“si el cardenal pregunta por tí ¿qué responde-
remos?
—No aguardareis á eso, sino que le direis
desde luego que he salido en descubierta, por-
que ciertas palabras del huésped me han hecho
sospechar que ei camino no estaba seguro. Yo
diré sobre esto algunas palabras al escudero del
cardenal; el resto me toca á mí, no te inquietes.
—Sed prudente, Athos, dijo Aramis.
—Tranquilizaos, respondió Athos; ya lo sa-
beis, tengo bastante serenidad.
Porthos y Aramis fueron á ocupar su puesto
junto al cañon de la chimenea.
|
|
Í
—¿Una prueba? esclamó milady, yo tendré
diez.
—¡Pues bien! entonces es la cosa mas sencilla |
del mundo: dadme esa prueba, y os lo envio á la.
Bastilla. |
—Bien, monseñor; pero ¿y luego?
—Cuando se está en la Bastilla, no hay que.
esperar nada de bueno, dijo el cardenal con voz |
sorda. ¡Ah! pardiez, continuó, si me fuese lan |
fácil desembarazarme de mis enemigos como.
desembarazaros de los vuestros, y si fuese con
tra semejantes gentes contra quien me pidieseis
impunidad... |
—Monseñor, repuso milad y, cambio por cam-
bio, existencia por existencia, hombre por hom-
bre: dadme á ese, y yo os doy al otro.
—No sé lo que quereis decir, repuso el carde-
nal, y ni aun quiero saberlo; pero deseo compla-
ceros y no veo ningun inconveniente en conce-
deros lo que me pedís con respecto á una criatura
lan ínfima; tanto mas, cuanto que me decís que
ese d'Artagnan es un libertino, un duelista, un
traidor.
—¡Un infame! monseñor, ¡un infame!
—Dadme papel, una pluma, y tintero, dijo el
cardenal.
—Aquí lo teneis, monseñor.
-——Bien. | :
Hubo un instante de silencio que probaba
que el cardenal escogia los términos en que iba
á hacer escribir el billete ó á escribirle él mis-
mo. Alhos, que no habia perdido ni una palabra
de la conversacion, tomó á sus dos compañeros
Athos salió sin ningun misterio, tomó su ca-
ballo que estaba amarrado con los de sus amigos
á la reja de la ventana, convenció en cuatro pa-
labras al escudero de lo necesario que era un
esplorador para la vuelta, registró con afectacion
el cebo de las pistolas, tiró de su espada, y si-
guió á lodo correr el camino que conducia al
campamento.
CAPÍTULO XLV
Escena conyugal.
///, EGUN habia previsto Athos, el
cardenal no tardó en bajar;
¿y abrió la puerta de la habila-
y cion en que habian entrado los
mosqueteros y encontró á Por-
x thos jugando una reñida par-
2% * tida de los dados con Aramis.
Con una mirada rápida registró todos los rinco-
nes de la sala y vió que le faltaba un hombre.
—Y Athos, ¿dunde está? preguntó.
—Monseñor, respondió Porthos, ha salido para
cerciorarse de algunas palabras de nuestro hués-
ped, que le han hecho creer que el camino no
estaba seguro. E
—Y vos, ¿qué habeis hecho, Porthos?
—He ganado cinco doblones á Aramis.
—+¿Y ahora podriais acompañarme?
—Estamos á las órdenes de vuestra Eminencia.
MUSEO DE NOVELAS.
263
—Pues á caballo, señores, porque va siendo¡ niéndose pálida y retrocediendo hasta que la
tarde. ? |
El escudero estaba á la puerta y tenia de la |
brida el caballo del cardenal. Un poco mas lejos
un grupo de dos hombres y tres caballos se pre- |
sentó-en la oscuridad; aquellos dos hombres eran |
los que debian acompañar á milady al fuerte de |
La Point» y protejer su embarco. |
El escudero confirmó al cardenal lo que los
dos mosqueteros le habian dicho con respecto á
Athos. El cardenal hizo un ademan de aproba-
cion, y continuó el camino, con las mismas pre- |
cauciones que habia tomado anteriormente.
Dejémosle seguir el camino del campamento,
protegido por el escudero y los dos mosqueleros,
y volvamos á Athos.
Habia continuado por espacio de unos cien
pasos la carrera que tomó desde un principio;
pero así que estuvo á distancia que no podian
verle, dirigió su caballo hácia la derecha, y dan- |
do un rodeo fué á colocarse en un matorral á
unos veinte pasos de la venta, para espiar el paso
de la cabalgata; y habiendo reconocido los som-
breros bordados de sus compañeros, y la franja
de oro de la capa del cardenal, aguardó á que
kubiesen vuelto el recodo del camino, y habién-
dolos perdido de vista, se dirigió al galope á la
posada. :
El huésped le conoció. ]
—Mi oficial, dijo Athos, ha olvidado hacer una
recomendacion imporlante á la dama del primer
piso, y me envia para reparar su olvido.
—Subid, dijo el huésped, todavía está en su
habitacion.
Athos se aprovechó del permiso que le daban;
subió la escalera con la mayor rapidez, llegó al
primer piso, y al través de la puerta que no es-
taba del todo cerrada, vió á milady que se ponia
su sombrero. -
Entró en la habitacion y
de sí.
Athos estaba de pié delante de la puerla en-
vuelto en su capa, y con el sombrero caido sobre
los ojos.
Al ver aquella figura muda é inmóvil como
una estátua, milady tuvo miedo.
—¿Quién sois, y qué quereis?
—De seguro es ella, murmuró Athos.
Y dejando caer su capa y levantándose el som-
brero, se adelantó hácia milad y. :
—¿Me reconoceis, señora? dijo.
Milady dió un paso adelante, en seguida re-
trocedió como si hubiese visto una serpiente.
—Vamos, dijo Athos, ya veo que me cono-
ceis.
cerró la puerta tras
pared le impidió ir mas lejos.
—Sí, milady, respondió Athos, el conde de la
Fere en persona, que viene del otro mundo solo
para tener el gusto de veros. Senlémonos, y ha-
blemos, como dice el cardenal.
Milady dominada por un terror inesplicable,
se sentó sin decir una palabra.
—Sois un demonio enviado á la tierra, dijo
Athos; vuestro poder es grande, lo sé, pero vos
tambien sabeis, que con la ayuda de Dios, los
hombres han vencido á los demonios mas terri-
bles. Ya en otro tiempo os encontré á mi paso,
creia haberos anonadado enteramente, señora;
pero ó yo me engañé, ó el infierno os ha resu-
citado.
Al escuchar milady estas palabras que le re-
cordaban sucesos espantosos, bajó la cabeza dan-
do un sordo gemido.
—Sí, el infierno os ha resucilado, continuó
Athos; el infierno os ha hecho rica; el infierno
os ha dado otro nombre; el infierno os ha mu-=
dado casi de cara, pero no ha borrado ni las man-
chas de vuestra alma, ni la marca de vuestro
cuerpo. |
Milady se levantó como movida por un resor-
te, y sus ojos lanzaban rayos. Athos permaneció
sentado.
—Me creiais muerto, noes verdad, como yo
os creia á.vos; y el nombre de Athos ha ocultado
el del conde de La Fere como el nombre de mi-
lady de Winter ha ocultado el de Ana de Bruil.
¿No era así como os llamabais cuando vuestro
honrado hermano nos casó? Nuestra posicion es
verdaderamente estraña, continuó Athos riendo;
no hemos vivido hasta hora uno y otro sino por-
que nos creíamos muerlos, y un recuerdo no
puede causar tanto daño como una criatura, aun-.
que sea algunas veces un suplicio despedazador.
—Pero en fin, dijo milady con voz sorda, ¿qué
os trae á mi lado, y qué quereis:de mí?
—i¡Lo qué quiero, es deciros, que aunque he
estado invisible á vuestros ojos, no os he perdido
de vista ni un instante!
—¿Vos sabeis todo lo que yo he hecho?
—0Os puedo contar dia por dia vuestras accio-
nes desde que entrasteis al servicio del cardenal
hasta esta noche.
Una sonrisa de incredulidad apareció en los
labios pálidos de milady.
—0id: Vos fuisteis quien cortó los dos herre-
tes de diamantes del hombro del duque de Buc-
kingham: vos hicisteis robar á la señora de Bo-
nacieux: vos, enamorada de Wardes, y creyendo
recibirlo, abristeis vuestra puerta á d'Artagnan:
—¡El conde de la Fere! murmuró milady po-
vos, creyendo que de Wardes os habia engañado,
264
quisisteis hacerle matar por su rival: vos, luego
que este rival descubrió vuestro infame secrelo,
habeis querido hacerle asesinar tambien por dos
hombres que enviasteis en su seguimiento: y
viendo que las balas habian errado el golpe, le
en viasteis vino envenenado con una falsa carta,
á fin de hacer creerá vuestra víctima que aquel
vino era de sus amigos: y vos, en fin, en esta
habitacion, sentada en esta silla en que yo estoy
sentado, acabais de comprometeros con el carde-
gham en cambio de la promesa que él os ha he-
cho de dejaros asesinar á d'Artagnan.
Milad y estaba lívida.
— ¡Sois Satanás! dijo.
—Puede ser, respondió Athos; pero en todo
caso escuchad lo que os digo: asesinad vos mis-
ma, ó haced que lo ejecute otro, al duque de Bue-
kingham , poco me importa, no lo CONOZCO, y
además es el enemigo de la Francia; pero no.
es un fiel amigo, á quien amo y defiendo, pues
que trateis de cometer, ó que cometais, será el
último.
—D Arlagnan me ha ofendido cruelmente, dijo
milady con voz sorda; d'Arlagnan morirá.
—¿Es posible que puedan ofenderos, señora?
dijo Athos riéndose, ¿os ha ofendido y Morirá?
pues él.
Un vértigo fatal se apoderó de Athos: la v
de aquella criatura que de nada tenia menos que |
de mujer, le recordaba acontecimientos terribles;
pensó que algun dia, en situacion menos peli-
grosa que la que entonces se encontraba, quiso
ya sacrificarla por su honor; su deseo de sangre
le enardeció como una fiebre abrasadora, llevó
la mano á la cintura, sacó una pistola y la amar-
tilló.
Milady, pálida como un cadáver, quiso gritar.
pero su lengua helada no pudo producir mas que
un sonido ronco que en nada se parecia á la pa-
labra humana, y que mas bien se asemejaba al
ahullido de una fiera. Pegada á la pared, con los
cabellos desmelenados presentaba una imágen
de lerror.
Athos levantó lentamente su pistola, estendió
el brazo de modo que el arma tocase en la frente
de milady, y con una voz tanto mas terrible
cuanto que espresaba la calma suprema de una
inflexible resolucion: :
—Señora, dijo, vais á entregarme ahora mis-
mo el papel que os ha firmado el cardenal ó juro
que os hago saltar los sesos.
nal Richelieu para asesinar al duque de Buckin-|
ltoqueis niá un solo cabello de d'Artagnan, que
os juro por la gloria de mi padre, que el crimen
_—Morirá, repuso milady; primero ella, y des- |
ista |
MUSEO DE NOVELAS.
conservar alguna esperanza, pero conocia á
Athos. Sin embargo permaneció inmóvil.
— Teneis un segundo para decidiros, le dijo.
Milady vió en la contraccion de su rostro que
Liro iba á partir; se llevó con viveza la mano
¡al pecho, sacó un papel y se lo entregó 4 Athos.
—Tomad, dijo, y maldito seais.
Athos tomó el papel, volvió la pistola á su cin-
¡Ínra, se acercó á una lámpara para asegurarse
¡de que era el mismo, lo desdobló y leyó:
«Por órden mia, y para bien del Estado, ha
hecho el portador de la presente lo que ha hecho.
3 de agosto de 1628.
el
RICHELIEU.»
—Y ahora, dijo Athos, volviendo á tomar su
he arrancado los dientes, muerde si puedes, mal-
dita víbora!
Y salió de la habitacion sin mirar siquiera de-
trás de sí. |
A la puerta de la posada encontró dos hombres
y el caballo que tenian de la brida.
—Señores, les dijo, la órden de su Eminencia
ya sabeis que es de conducir esa mujer, sin per-
¡der tiempo, al fuerte de La Pointe, y de no de-
¡jarla hasta que quede embarcada.
Como estas palabras se hallaban acordes efec-
¡tivamente con la órden que habian recibido, in-
¡clinaron la cabeza en señal de asentimiento.
Atos montó inmediatamente á caballo y par-
| tió al galope. Solo que en lugar de seguir el ca-
mino, atravesó los campos metiendo espuelas al
caballo, y deteniéndose á trechos para escuchar.
En uno de esos altos, oyó por el camino el paso
de varios caballos. No dudó que fuese el cardenal
y su escolta. Corrió inmediatamente á tomar la
|
|
á
delantera, cubierto por los matorrales y espesura,
y fué á colocarse en medio del camino á UnOS
doscientos pasos del campamento.
—¿Quién vive? gritó de lejos cuando hubo
percibido á los caballeros.
—Creo que es nuestro valiente mosquetero,
dijo el cardenal. .
—3í, monseñor, respondió Athos, soy el mismo.
—Athos, dijo Richelieu, os doy las mas cum-
plidas gracias por la buena guardia que nos ha-
beis hecho. Señores, ya hemos llegado; tomad la
puerta de la izquierda; la contraseña es Rey
Y Rhe. i
Al decir estas palabras, el cardenal saludó con
la cabeza á los tres amigos, y se dirigió hácia la
derecha, seguido de su escudero, porque aquella
noche dormia en el campamento.
(Se continuará).
Con cualquiera otro, milady hubiera podido
Gracia: Tip. de J. Aleu y Fugarull, Sta. Terosa, 10,
capa y acomodándose su sombrero, ahora que te |
- UN REAL CADA NÚMERO UN NÚMERO SEMANAL
2
ty 2 Í Y
f
l
Administracion: SUMARIO: Puntos de venta:
IN (! A] Py 7 TND ATT En ¿ ; Py ¿das las 1i) "erías y > a e
EN CASA DEL EDITOR J. ALE Los Tres MOSQUETEROS, por Alejandro Du- En todas las li rerías y centros
10, SANTA TERESA, 10 ás : de suscricion de España y las
Barcelona-Gracia. e... Américas españolas.
me xrite colorchecker
a
y + to 2080 2... 9099
S OS
0 8
o 200 ME 9 170 ME
2900 0908 8009 $800
os
Ss HE 2
0029889 $009
2909 0909
oS VIS
e :
oe 00na > <td ..s
09
99 o S e
20 eS 99 90 09 90
9090 9090 $009 00989 8090 208090
Los Tres MosqUETEROS. ¿Si te entretienes y gastas inútilmente el tiempo...